Inauguración del Monasterio en Brasil

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Inauguración del Monasterio en Brasil

Mc 13, 33-37

 [Exordio] Muy queridos todos: es con gran gozo en el alma que celebro esta santa misa junto a Ustedes este precioso primer domingo de adviento y en el marco de esta magnífica ocasión: la inauguración del primer monasterio en la pujante Provincia de Nossa Senhora da Aparecida.

Aquí en este lugar parece cumplirse hoy la petición que hacía el profeta Isaías en la primera lectura: Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia[1].

Porque ¿qué es un monasterio sino “signo de la presencia de Dios en el mundo”[2]? Por eso merece especial atención el hecho de que hoy aquí, por obra de la amorosa y suavísima Paternidad Divina, Dios establece oficial y públicamente una nueva casa donde se ha de adorar y servir al mismísimo Verbo Encarnado.

¡Qué gracia tan grande para nuestra Familia Religiosa! ¡Para esta Provincia en particular y, en verdad, para toda la Iglesia!

Pues como decía un autor: “un Monasterio es la fuerza de Dios injertada en la tierra como el Cuerpo de Jesús en el pan de la Eucaristía y el Verbo en las entrañas de María. […] Desde allí la fuerza del Espíritu corre por todo el Cuerpo de la Iglesia como en una segunda Encarnación”[3]. Análogamente podemos decir que este monasterio plantado en estas hermosas tierras de Nossa Senhora da Aparecida viene a ser como el Verbo, que en su inconmensurable sabiduría divina quiso encerrarse en el seno de María[4] para comenzar desde allí su misión redentora.

En el Evangelio que acabamos de leer escuchábamos a nuestro Señor compararse a sí mismo con un hombre que se va de viaje, deja su casa y encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, para luego concluir con la exhortación final diciéndonos: así también velen ustedes.

 De estas palabras de nuestro Señor se deduce ciertamente, la actitud amorosamente vigilante que nos debe caracterizar a todos los miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado. Pues, ¿no se nos pide acaso navegar mar adentro a fin de no ser esquivos a la aventura misionera y conducirnos en esta vida como los pescadores, que son hombres humildes, laboriosos, que no temen los peligros, vigilantes y pacientes en las prolongadas vigilias[5]?.

Por eso si bien la vigilancia que hoy Cristo nos pide en el Evangelio es común a todos los religiosos del Verbo Encarnado, más aún, común a todos los cristianos; me parece que también podemos leer en esas mismas palabras la misión de estos hermanos nuestros que se han de dedicar con denodado esfuerzo a dar “testimonio preclaro de la majestad y de la caridad de Dios, así como de unión en Cristo”[6] imitando de esa manera “al Verbo que se ofreció al Padre, silencioso y escondido, en el seno de María”[7] a fin de ser verdaderos canales por donde descienda la santidad que Dios quiere comunicar a esta nación y por qué no, también a toda la Iglesia y al mundo entero.

El Verbo Encarnado encomienda a cada quien lo que debe hacer y a nuestros monjes se les encomienda

– “estar a la vanguardia de todas las obras de apostolado del Instituto”[8]. Es decir, que se adelanten con sus oraciones a implorar con tiernos acentos ante el trono de Dios lo que el salmista pedía en el salmo que acabamos de cantar (escuchar): Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos: mira tu viña y visítala, protege la cepa plantada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste. ¡Eso es estar a la vanguardia! Es decir, el vigilar orantes para que Dios tenga a bien hacer fructificar su viña que sus misioneros tanto se esfuerzan en cultivar y para que ellos mismos no la abandonen desanimados por las dificultades o abatidos por los fracasos. Estar a la vanguardia es el abrir caminos nuevos para que el mensaje de Cristo penetre en los corazones, en las familias, en el mundo educativo, en las líneas de pensamiento, es decir, en los puntos de inflexión de la cultura[9] a fin de que en todos los corazones sea alabado más plenamente el nombre de Dios.

Por eso nuestros monjes desempeñan un papel tan esencial y tan importante en la Iglesia, porque ellos sostienen la actividad de nuestros misioneros y de tantos otros que trabajan en las múltiples fronteras de la evangelización.

– Asimismo, a ellos también se les encomienda el ser “guardianes del espíritu del Instituto, mostrando a todos la primacía del amor a Dios y el valor de las virtudes mortificativas del silencio, penitencia, obediencia, sacrificio y amor oblativo”[10]. Por eso es tan entusiasmante la misión de nuestros contemplativos, porque implica una “mayor participación e imitación en el radicalismo del anonadamiento del Verbo de Dios”[11]. Misión que trae aparejada necesariamente “la muerte como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las cosas”[12].

¡Cuánta necesidad tiene la humanidad del testimonio de los monjes contemplativos, que la impulse a considerar los valores eternos y perennes! ¡Cuánta necesidad tiene de la serenidad de la que Ustedes gozan y que brota de la íntima unión con Cristo![13].

Miren, nuestro querido Juan Pablo II, decía una vez: “En la historia de la evangelización el destino de un pueblo entero fue radicalmente transformado para el tiempo y la eternidad a causa de la fidelidad de alguno que fue fiel a su llamada hasta el final”[14]. Así también, y quisiera que esto lo comprendan bien, yo quiero decirles que “Dios cuenta con Ustedes; que Él hace sus planes, en cierto modo, dependiendo de la libre colaboración de Ustedes, de la oblación de sus vidas y de la generosidad con que sigan las inspiraciones que el Espíritu Santo les hace en el fondo de sus corazones”[15].

Nuestra bendita fe católica aquí en Brasil ha quedado ligada por siempre, y según el plan de Dios, a la fidelidad de Frei Galvão –hombre de paz y de caridad[16]– y de San José de Anchieta –el apóstol de Brasil–. Pero también a partir de ahora podemos decir que algunos aspectos del plan de Dios estarán ligados a la fidelidad de Ustedes, al fervor con que digan sí a la Palabra de Dios en sus vidas, a la genuinidad con que vivan el espíritu del Instituto y según el estilo[17] del Verbo Encarnado. Acuérdense siempre de lo que la fidelidad de estos hombres ha significado para Brasil y para el mundo y sean Ustedes también fieles a la misión que Dios les encomienda como monjes y misioneros del Instituto del Verbo Encarnado aquí en estas tierras.

Que este monasterio sea como un oasis en el desierto de esta vida … un faro de luz que ilumine las mentes y recuerde las verdades del Evangelio a todas las almas agobiadas que se lleguen hasta él. Recuerden siempre que Ustedes –nuestros queridos monjes del Monasterio San Miguel Arcángel– son un punto focal de la misericordia de Dios y de la bondad de la Virgen María, y por tanto es tarea suya el irradiar esa fragancia misericordiosa sobre todos los hombres. Hagan de este lugar lo que piden nuestras Constituciones: “un imán de la gracia de Dios y pararrayos de su ira”[18]. Sean Ustedes con sus vidas alegremente penitentes, silenciosas y ocultas, esas llamas que brillan en la oscuridad por la caridad de Cristo que arde en sus almas. ¡Cuánto necesitamos que almas magnánimas con sus sacrificios y oraciones rasguen ese cielo a fin de que fluyan las aguas de gracia y consuelo –aquellas que conducen a la vida eterna–, sobre nuestras misiones, sobre nuestras almas y las de tantísimas otras almas que todavía no conocen a Cristo o viven como si no le conociesen!

Por eso me gustaría repetirles las mismas palabras que el gran místico y doctor de la Iglesia, San Juan de la Cruz les escribía a unas monjas que acababan de fundar un monasterio en Córdoba, España y que creo bien se acomodan a esta ocasión. Él le escribe a la priora para que esta se los transmita a las otras monjas, y dice así: “Dígales pues, que nuestro Señor las ha tomado por primeras piedras, que miren cuales deben ser, pues como en más fuertes han de fundarse las otras; que se aprovechen de este primero espíritu que da Dios en estos principios para tomar muy de nuevo el camino de perfección en toda humildad y desasimiento de dentro y de fuera, no con ánimo aniñado, más con voluntad robusta; sigan la mortificación y la penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo, y no siendo como los que buscan acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él; sino el padecer en Dios, y fuera de él, por él, en silencio y esperanza y amorosa memoria”[19].

[Peroratio] Muy queridos todos, querido P. Rossi, mis hermanos sacerdotes, seminaristas, novicios, monjes, queridas madres y hermanas, no quisiera terminar sin decirles como dice San Pablo en la segunda lectura de hoy, que continuamente agradezco a Dios los dones divinos que les ha concedido a ustedes por medio de Cristo Jesús. Los animo a seguir trabajando juntos y con gran ánimo porque como dicen nuestras Constituciones, “en la tarea [épica] de evangelizar la cultura no son suficientes esfuerzos individuales o de alguna generación, sino que se hace necesario un gran movimiento que vaya creciendo en extensión y profundidad”[20].

Esta es la idea clamorosa: ¡sacrificarse[21]!.

Que la fundación de este monasterio aquí en la Provincia sea un punto de partida para una nueva fecundidad apostólica.

Que Dios los bendiga con muchas muchísimas vocaciones que deseen dejarlo todo para darse a Aquel que es el Todo.

Que María Santísima, Nossa Senhora da Aparecida, la primera que acogió la Palabra para ofrecerla al mundo, haga de las comunidades de nuestra Familia Religiosa aquí en esta bendita nación brasilera, focos ardientes de la nueva evangelización.

A Ella también los encomiendo encarecidamente a cada uno de Ustedes. Que la Virgen los proteja siempre, los haga cada vez más suyos y les de esa caricia en el alma que los pequeños necesitan para aliciente de su perseverancia.

A todos les digo, como decía el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa cuando visitó Brasil allá en los años ’80: “Recen, recen mucho por los que también rezan, por los que no pueden rezar, por los que no saben rezar y por los que no quieren rezar”. Y yo también me encomiendo personalmente y mucho a las oraciones de todos Ustedes. Cuenten siempre con las mías.

La Virgen los bendiga. En el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

[1] Is 63, 19.

[2] Directorio de Misiones Ad Gentes, 97; op. cit. Ad Gentes, 15.

[3] Mario Petit de Murat, Carta a un trapense, citado en Diálogo 12, Páginas Inolvidables II.

[4] Cf. Directorio de Espiritualidad, 79.

[5] Cf. Directorio de Espiritualidad, 216.

[6] Directorio de Vida Contemplativa, 171; op. cit. Ad Gentes, 40.

[7] Directorio de Vida Contemplativa, 10.

[8] Directorio de Espiritualidad, 93.

[9] Cf. Constituciones, 26 y 29.

[10] Cf. Directorio de Vida Contemplativa, 8.

[11] Directorio de Evangelización de la Cultura, 164.

[12] Directorio de Espiritualidad, 216.

[13] San Juan Pablo II, A las Clarisas en Caltanissetta, 10 de mayo de 1993.

[14] Cf. San Juan Pablo II, Alocución del Santo Padre a los seminaristas en la Capilla del seminario de Maynooth, 1 de octubre de 1979.

[15] Cf. Ibidem.

[16] Benedicto XVI, Homilía de canonización, 11 de mayo de 2007.

[17] Cf. Constituciones, 216.

[18] Cf. Constituciones, 93.

[19] Epistolario, Carta 16, A la M. María de Jesús, OCD, Priora de Córdoba, 18 de julio de 1589.

[20] Cf. Constituciones, 268.

[21] Directorio de Espiritualidad, 146.

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