La evangelización requiere santidad

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Homilía con ocasión de la celebración en honor a San Juan Pablo II

[Exordio]

Queridos todos en el Verbo Encarnado, nos encontramos aquí reunidos en esta magnífica Basílica de San Pedro, bajo cuyas bóvedas se encuentran las sagradas reliquias de San Pedro, el primer Papa; las de algunos apóstoles; las de mártires gloriosos y las de una sucesión admirable de Sumos Pontífices. También aquí, en este majestuoso relicario, se encuentran los restos (y esto es particularmente significativo para nosotros, siendo el motivo que hoy nos ha reunido aquí) de quien fue uno de los más insignes Pontífices de la Iglesia: nuestro querido San Juan Pablo II. 

Estos mismos muros –símbolo de la Iglesia Católica y del Primado de Pedro– que se levantan como testigos silenciosos de las innumerables demostraciones y enseñanzas de santidad del sucesor de San Pedro que hoy celebramos, nos dan el marco propicio para contemplar el elocuente ejemplo de amor y entrega a la Iglesia que Dios tuvo a bien ofrendarnos en la persona de San Juan Pablo II.

Es por eso que quisiera reflexionar junto a Ustedes, -entre tantos aspectos que se podrían mencionar de su fecunda vida- sobre el amor del Santo Papa por la Iglesia, haciendo referencia a tres notas que, si bien son comunes a muchos Romanos Pontífices, de alguna manera caracterizaron y distinguieron al Papado de Juan Pablo II de entre todos los demás, sea por su heroicidad, sea por su magnitud.

– Me refiero en primer lugar, como primera nota, al espíritu misionero universal con que ejerció su ministerio Petrino;

– en segundo lugar, como segunda nota, su incansable dedicación por preservar y aumentar la unidad de la Iglesia, tarea prioritaria de todo sucesor de Pedro;

– y finalmente, e tercer lugar, como tercera nota, la fortaleza invicta y ánimo con que él mismo llevó adelante estas tareas, dándonos un testimonio y un ejemplo magnánimo y gozoso de amor a la Cruz del Señor. Pues el amor a la Iglesia implica el amor a Jesús y es condición ineludible del amor a Jesús el amor a su Cruz. Fue este testimonio el que nos animó a todos nosotros y a tantos más -y continúa a animarnos- a obrar de la misma manera… a tratar de imitarlo… a tenerlo como modelo de lo que somos y hacemos.

Todos estos elementos son, también, principios fundamentales de nuestra espiritualidad y de nuestra misión como consagrados, miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado.  

1. Misionero Universal

Juan Pablo II comprendió desde el primer momento, que la llamada a ser Sucesor de Pedro era una llamada a una misión universal, simplemente porque la iglesia es universal. Así lo dijo él mismo un día como hoy, hace ya 39 años atrás, cuando en la homilía de inauguración de su pontificado afirmó: “Hoy, un nuevo Obispo sube a la Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la misión universal de esta Sede Romana!”[1].

San Juan Pablo II reconocía implícita en su llamada a ser Pastor Universal, la llamada a “actuar en el nombre de Cristo y en sintonía con él en toda la amplia área humana en la que Jesús quiso que se predicara su Evangelio y se anunciara la verdad salvífica, [es decir, en] el mundo entero.”[2] Y eso mismo hizo. Fue un incansable evangelizador… un tenaz misionero… un infatigable amante y divulgador de la verdad.

Su solicitud universal no sólo abarca la geografía, sino también su ingente Magisterio. Podríamos decir que casi no hay aspecto de la teología y de la vida humana, eclesial y social, que San Juan Pablo II no haya abarcado en sus casi 27 años de pontificado con sus 14 Encíclicas, 15 Exhortaciones apostólicas, 45 Cartas apostólicas, con la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica, con la reforma del Código de derecho canónico y del Código de Cánones de las Iglesias Orientales, con sus innumerables discursos, homilías, cartas y libros.

Fue, sin duda, un misionero planetario. Sus 104 viajes apostólicos fuera de Italia, y los 146 por el interior de este país[3], y las visitas a casi todas las parroquias de la diócesis de Roma testimonian su grandísimo deseo de llegar –a imitación, lo decimos análogamente, del mismo Verbo Encarnado– “a todos los cristianos y a todo el mundo”[4], cumpliendo tan plenamente la misión confiada por Cristo a los Apóstoles: haced discípulos a todas las gentes[5].

Él mismo se reconocía “signo de la presencia de Cristo en el mundo. Y esta es una presencia –escribía él– que va al encuentro de los hombres dondequiera que estén; los llama por su nombre, los alienta, los conforta con el anuncio de la Buena Nueva y los reúne en torno a la misma Mesa”[6]. Y donde quiera que fue, allí hizo precisamente eso. Es siempre muy impresionante, recordándolo, constatar la viva conciencia que él poseía de la misión universal… hasta los confines del mundo.

Juan Pablo II nos manifestó y nos enseñó un incansable espíritu misionero, pues ejerció su ministerio Petrino -como le gustaba repetir- movido por la sollicitudo omnium Ecclesiarum y dedicando todas sus energías “a ser signo del gran Amigo (con A mayúscula) de todos nosotros”[7], como él les decía una vez a sacerdotes y religiosos. “La Iglesia debe ser incansable en esta misión recibida de Cristo, -son sus palabras- debe ser humilde y valiente, como Cristo mismo y como sus Apóstoles. No puede desanimarse ni siquiera ante disidencias, protestas o cualquier tipo de acusación […] La Iglesia no puede dejar de proclamar el Evangelio”[8].

¡Cuán magnifico se levanta su ejemplo ante nosotros, religiosos misioneros, el ejemplo de este hombre que no supo de límites para amar y servir a Cristo… porque Cristo mismo nos amó hasta el extremo[9]! Y Cristo mismo nos dijo: Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes[10]. Toda su riqueza consistía en darse al Verbo[11] en su “Cuerpo místico, que es la Iglesia”[12].

En este propósito él mostró estar bien cimentado, dándonos un ejemplo supremo. Juan Pablo II repetía con insistencia que la evangelización requiere santidad, y la santidad requiere el alimentar la vida espiritual[13]. Por eso cada día dedicaba largo tiempo a la oración. Y así, tanto en Roma como durante sus viajes apostólicos, rezaba mucho: además de la Misa, recitaba el breviario, rezaba el Rosario, hacía la hora de adoración -los jueves hacía otra hora más de adoración-, rezaba el vía crucis los viernes. Frecuentemente pasaba largas horas durante la noche al abrigo del Corazón de Cristo en la Eucaristía. Así se presentaba en oración “ante María y José y les pedía ayuda [para] edificar, junto con ellos y con todos los que Dios le confiaba, la casa para el Hijo de Dios: su santa Iglesia”[14], como tan hermosamente confesó en uno de sus libros.  

Muchos dan testimonio, y muchos de nosotros lo hemos visto y comprobado, de cómo la oración fue el motor de la existencia de Juan Pablo II. Quienes fueron sus más cercanos colaboradores afirman que Juan Pablo II “rezaba por toda la Iglesia. Pero no de manera abstracta. El solía hablar de la ‘geografía de la oración’ y sobre su escritorio tenía un atlas del mundo; cada día pasaba las páginas y elegía un país o una diócesis por la cual rezar. Esta solicitud universal se manifestaba también en los numerosos encuentros con obispos de todo el mundo, a los cuales invitaba a almorzar cuando pasaban por Roma, de manera de poder hablar con ellos de la situación de la Iglesia en cada lugar. Después de muchos años de pontificado, –cuentan sus allegados– él conocía muy bien tanto los puntos fuertes como las debilidades no solo de las diócesis sino también de sus pastores”[15] y rezaba con más insistencia.   

En fin, su ejemplo de “misionero universal” que queremos evocar en el día de hoy es sin duda para nosotros que queremos “ser como otra humanidad de Cristo, para realizar con mayor perfección el servicio de Dios y de los hombres”[16] un faro de luz, un norte, un estímulo constante para nuestra vida religiosa y misionera.

2. La unidad de la Iglesia

La segunda nota característica de la entrega y del amor de Juan Pablo II por la Iglesia es, a mi modo de ver, el gran afán con que se dedicó a promover su unidad. Sabiendo suscitar en tantas partes un vivo sentido de comunión con él y, a través de su persona, con todos los creyentes de la Iglesia repartida por el mundo entero[17]. Era un hombre con gran capacidad para la inclusión[18], escribió de él el Papa Benedicto XVI.

Él consideraba un deber propio el luchar por la causa de la unidad de la Iglesia y con gran ánimo llevó a cabo el encargo que el mismo Cristo confió a Pedro[19], y alentaba a otros a sumarse a la iniciativa de alcanzar la unión querida y explícitamente pedida por Cristo. “¡Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad!”[20], decía con fuerza. “La división ‘contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura’”[21], escribió en su hermosísima Carta Encíclica Ut Unum Sint.

Unidad que se construye -decía él- más que nada, sobre la verdad. Unidad que fomentó no sólo entre los cristianos de otras iglesias y comunidades eclesiales, sino fortaleciendo los lazos de unidad dentro de la misma Iglesia Católica.

A propósito, quisiera leerles un párrafo de un mensaje que dirigió a sacerdotes y religiosos en el año 1982. Decía así: “la comunión de inteligencias fácilmente se transforma en unión de corazones, en convergencia de esfuerzos por la misma causa. Un reino dividido contra sí mismo no puede mantenerse en pie. El apostolado dividido se aniquila a sí mismo. Y sabemos que se dividirá, si cede a la tentación del exclusivismo contrario a la justa diversidad de dones y carismas o a la tentación del aislamiento desinteresándose o cerrándose en relación con el trabajo de los demás, sin encuadrarse a programas o planes comunes de pastoral. […] La unión de fuerzas de los obreros de la evangelización exige entendimiento; y este a su vez sólo se logrará mediante el diálogo auténtico”[22].

Juan Pablo II nos ensenó que la identidad esencial que Cristo ha dado a su Iglesia es precisamente la Eucaristía, que es el ‘memorial’ del Señor, y ésta por supuesto, es más fuerte que todas las divisiones introducidas por los hombres. La esencia más genuina de la Iglesia, es decir, lo propio, no es la división, sino la unidad[23], y esa unidad es causada como efecto propio por la Eucaristía. Por eso también para nosotros la causa de la unidad de la Iglesia es una causa propia, que comienza por la sólida unión de cada uno de nosotros al Verbo Encarnado y entre nosotros por el amor mutuo[24].

3. Fortaleza

Finalmente, el Santo Padre a quien tantas veces vimos afirmado a la cruz, nos dio muestras de su amor inconmensurable por la Iglesia a través de sus sufrimientos que, unidos a la tribulación de Cristo, sobrellevó con heroica fortaleza. San Juan Pablo II era sin duda un hombre de sufrimiento, pero de un sufrimiento llevado con dignidad, con heroísmo y con alegría. Él mismo decía -lo dijo repetidas veces- que había puesto su vida bajo el signo de la cruz[25].

Ciertamente que a lo largo de los siglos hubo muchos Pontífices que sirvieron a la Iglesia con indefectible fortaleza en la fe. Sin embargo, entre todos ellos, brilló de manera particular el papa polaco.

Y esto se ve en “la primacía que ha dado a la fe durante toda la vida y en toda la actividad, a una fe valerosa y sin miedos, a una fe acrisolada en las dificultades, pronta a responder con generosidad a toda llamada de Dios”[26]. Porque sabía que el “Sígueme que había aceptado escuchando en la llamada de la Iglesia la voz de Cristo traía implicado también el Quien pretenda guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará viva[27].

Bien sabemos, como él mismo manifestó, que tenía grabadas en su alma las palabras que el Cardenal Stefan Wyszyński le dirigió en su ordenación episcopal: “tienes el deber de actuar no sólo por medio de la palabra y del servicio litúrgico, sino también mediante el ofrecimiento del sufrimiento. […] La falta de fortaleza es el comienzo de la derrota. ¿Puede [uno] continuar siendo apóstol? ¡Para un apóstol es esencial el testimonio que se dé a la Verdad! Y eso exige siempre fortaleza. […] La falta más grande del apóstol es el miedo. La falta de fe en el poder del Maestro despierta el miedo; y el miedo oprime el corazón y aprieta la garganta. El apóstol deja entonces de profesar su fe. ¿Sigue siendo apóstol? Los discípulos que abandonaron al Maestro aumentaron el coraje de los verdugos”.

¡Cuán firmemente se quedaron grabadas estas palabras en el Papa Polaco! A tal punto que ya en su primera homilía le decía al mundo entero: “No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! … ¡No tengáis miedo de Cristo!”

Juan Pablo II estaba convencido de que “no se puede dar la espalda a la verdad, dejar de anunciarla, esconderla, aunque se trate de una verdad difícil, cuya revelación lleve consigo un gran dolor: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8, 32). ¡Esta es nuestra tarea y, al mismo tiempo, nuestro apoyo! -decía-. […] Hay que dar testimonio de la verdad, aun al precio de ser perseguido, a costa incluso de la sangre, como hizo Cristo mismo”[28].

Y así, sin negar las dificultades y las cruces que implica la proclamación y la fidelidad al Verbo Encarnado, nos exhortaba: “Id por todas partes con confianza […] sabed pronunciar la palabra que da luz, porque viene de Dios con la fuerza del Espíritu de Jesús. No os desaniméis jamás ante las dificultades. Tomad humildemente vuestra parte de la fatiga de la Iglesia”[29]

Y con extraordinario espíritu de fe y una larga experiencia en el crisol de las tribulaciones, este dignísimo sucesor de Pedro, aunque él mismo estuviese sumido en sufrimientos sabía infundir ánimo a todos. Y así nos decía: “Seguramente nos encontraremos con dificultades [en nuestra vida y en nuestro apostolado]. Nada tiene de extraordinario. Forman parte de la vida de fe. A veces las pruebas son leves, otras muy difíciles e incluso dramáticas. En la prueba podemos sentirnos solos, pero la gracia divina, la gracia de una fe victoriosa, nunca nos abandona. Por eso podemos esperar la superación victoriosa de cualquier prueba, hasta la más difícil”[30].

Este fue su mensaje, este fue su ejemplo y esta sigue siendo la esperanza que él buscaba suscitar en todos: “La presencia del mal está siempre acompañada por la presencia del bien, de la gracia. […] No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande. No hay sufrimiento que no se pueda convertir en camino que conduce a Él. […] Todo sufrimiento existe en el mundo para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo al servicio generoso y desinteresado por los demás. En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo”[31].

[Peroratio]

Queridos todos: quisiera concluir recordando aquellas palabras que el mismo Juan Pablo II escribió en un poema dedicado a San Estanislao, y este lugar, esta basílica, parecería ser el lugar más indicado para hacerlo: “La Iglesia me está sobreviviendo siempre, es el fondo de mi vida, y es su cumbre; la Iglesia […] es el Sacramento de mi existencia desplegada en Dios, que es mi Padre”. Que su ejemplo de amor y entrega incondicional al servicio de la Iglesia nos transforme como a él en “otros Cristos”.

Con sentida súplica encomendamos hoy a nuestro San Juan Pablo II, de manera muy especial, a nuestra querida Familia Religiosa, nuestras misiones y nuestros religiosos para que, movidos por el ejemplo magnánimo y heroico de este Santo Papa, vayamos con ímpetu generoso y decidida entrega a servir a nuestra Madre la Iglesia sin límites de horizontes, siendo constructores de unidad y perseverando con inconmovible firmeza en la fe, dando en todas partes coherente testimonio de la verdad.

Y por su intercesión esta gracia se la pedimos también a la Madre del Verbo Encarnado, de la que el Papa Magno fue tierno y devoto hijo y esclavo.

 

[1] San Juan Pablo II, Homilía del comienzo de su pontificado, (22/10/1978), 3.

[2] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General, (10/03/1993).

[3] Oficina de Prensa de la Santa Sede, Su Santidad Juan Pablo II – Breve Biografía, (30/06/2005).

[4] Ibidem.

[5] Mt 28, 19.

[6] Cf. San Juan Pablo II, ¡Levantaos, vamos!, V Parte.

[7] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Fátima, (13/05/1982).

[8] Cf. San Juan Pablo II, Memoria e Identidad, cap. 18.

[9] Cf. Jn 13, 1.

[10] Jn 13, 15.

[11] Cf. Directorio de Espiritualidad, 52.

[12] Constituciones, 7.

[13] Cf. San Juan Pablo II, Homilía en Pentecostés, (3/06/2001).

[14] Cf. San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, IV Parte.

[15] W. Redzioch, Stories about St. John Paul II told by his close friends and co-workers: testimonio de Pawel Ptasznik. [Traducido del Inglés]

[16] Constituciones, 254.257.

[17] Cf. San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, V Parte.

[18] J. Ratzinger, John Paul II: My Beloved Predecessor, cap. 1. [Traducido del Inglés]

[19] Cf. San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint sobre el empeño ecuménico, (25/05/1995), 4.

[20] San Juan Pablo II, Ut unum sint, 1.

[21] San Juan Pablo II, Ut unum sint, 6; Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, 1.

[22] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Fátima, (13/05/1982).

[23] Cf. San Juan Pablo II, Memoria e Identidad, cap. 24.

[24] Directorio de Espiritualidad, 246; Santo Tomás de Aquino, Credo Comentado, IX, 116.

[25] Joseph Ratzinger, John Paul II: My Beloved Predecessor, cap. 1. [Traducido del Inglés]

[26] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, VI Parte.

[27] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Exequias de Juan Pablo II, (08/04/2005).

[28] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, VI Parte.

[29] San Juan Pablo II, A las Visitandinas, a los contemplativos de Saboya y a las familias Salesianas en Annecy, (7/10/1986).

[30] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, VI Parte.

[31] San Juan Pablo II, Memoria e Identidad, Epílogo.

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