Sobre nuestra fidelidad al fin específico de nuestra Familia Religiosa

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Queridos Padres, Hermanos y Seminaristas:

La Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica en su documento Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos sostiene que “la vida personal de un religioso o de una religiosa, no debería experimentar división ni entre el fin genérico de su vida religiosa y el fin específico de su instituto, ni entre la consagración a Dios y el envío al mundo, ni entre la vida religiosa en cuanto tal, por una parte, y las actividades apostólicas, por otra. No existe concretamente una vida religiosa ‘en sí’ a la que se incorpora, como un añadido subsidiario, el fin específico y el carisma particular de cada instituto”[1].

Como todos sabemos, nuestra misma consagración nos obliga “a contribuir de modo especial a la tarea misional”[2] según el modo propio del Instituto y “según la forma de la propia vocación sea con la oración, sea también con el ministerio apostólico, para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo”[3]. Evitando caer en el error de “descuidar –dialécticamente– las obras de apostolado que se deben llevar a cabo, por ‘salvar’ la vida religiosa y la formación correspondiente” o el refugiarse en la comodidad del trabajo manual siendo “negligentes en el trabajo intelectual que requiere un esfuerzo particular”, como claramente advierte el Directorio de Vida Consagrada[4].

No debemos perder de vista que “se trata de cumplir con el deber de estado, dando a cada cosa su lugar según su jerarquía objetiva, y según el carisma del Instituto, en orden a cumplir perfectamente la voluntad de Dios”[5].

Es por eso que al comenzar este nuevo año me pareció una buena oportunidad dedicar esta Carta Circular a reflexionar, aunque sea brevemente, sobre este aspecto tan fundamental y tan profundamente enraizado en el carisma de nuestro Instituto, como lo es nuestro fin específico.

Es decir, sobre el hecho que –como queda plasmado en nuestras Constituciones y fervorosamente repetimos al profesar nuestros votos–, nosotros, religiosos del Instituto del Verbo Encarnado, “comprometemos todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio, o sea, para prolongar la Encarnación en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre, de acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia”[6].

Quiera Dios por medio de estas líneas suscitar en nuestras almas un renovado y entusiasta compromiso misionero. Porque como tan fervorosamente decía el Padre espiritual de nuestra Familia Religiosa: “Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos”[7].

Hoy vemos con profundo dolor, que muchas congregaciones decaen y otras tantas mueren, que los números de las principales congregaciones en la Iglesia caen de manera estrepitosa, que se cierran conventos, que desaparecen congregaciones religiosas (más de trescientas según los datos de la CIVCSVA, se han cerrado desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días) que supieron tener días de gloria, que el número de vocaciones colapsa en todo el mundo.

Si bien esto nos es causa de mucho dolor, también nos es motivo de esperanza pensar que, en medio de esta realidad flagrante, la Divina Providencia ha suscitado nuestra pequeña Familia Religiosa. Que el Espíritu Santo nos guía y que a nosotros -con todas nuestras limitaciones y miserias- nos concede la gracia de crecer, de tener nuevas, jóvenes y entusiastas vocaciones, de abrir casas (no de cerrarlas) en los cinco continentes, de que nuestras obras sean en general cada vez más pujantes desde cuando se iniciaron, de que nuestro testimonio es convincente en muchos lados. Como saben poseemos numerosos pedidos de fundación (más de 200), muchos de ellos pertenecientes a obispos que escriben desesperadamente que los ayudemos, que les enviemos misioneros, que salvemos sus parroquias.

Pese a tantas calumnias y falsas críticas que se han propagado, hay que decir, como se vio en el reciente Capítulo General, que dadas las circunstancias generales nuestros niveles de perseverancia son por gracia de Dios altos, ciertamente más altos que el nivel que existe en la Iglesia Universal, e incluso en el país en el cual surgimos, Argentina. Todo sabemos y somos consciente de que esto es una inmerecida gracia de Dios, pero al mismo tiempo representa una inmensa responsabilidad. Responsabilidad que se resume en una palabra: “fidelidad”. Fidelidad al Espíritu Santo y al don del carisma concedido; fidelidad a la Santa Iglesia, Esposa de Cristo y Sacramento universal de salvación; fidelidad a la formación que hemos tenido (que es tan apreciada por tantos obispos y autoridades eclesiásticas); fidelidad ante la gracia de la fundación, es decir ante la gracia de “estar en los comienzos mismo de una nueva familia religiosa”, fidelidad ante el desafío de conservar nuestras costumbres, nuestras tradiciones y nuestros principios.

Todo esto se podría resumir en una frase, fidelidad al fin específico de nuestro instituto y bajo el cual consagramos nuestras vidas, profesando que “comprometemos todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio”.

1. Comprometemos todas nuestras fuerzas

 Enseña Santo Tomás de una manera muy iluminante que “los actos que tienen por objeto el bien espiritual del alma son más útiles al prójimo que los que se ordenan al bien corporal y son un mayor servicio de Dios, por lo cual ningún sacrificio es más agradable que el celo por las almas”[8].

Pues bien, para ofrecer ese sacrificio que es más agradable a Dios, en primer lugar, hay algo que es determinante y es nuestra propia fe. La misión nace de la fe en Jesucristo y sólo en la fe se comprende y se fundamenta. Sólo impulsado por la fe el misionero puede decir con el apóstol: me gastaré y me desgastaré[9]. Sólo movido por la fe, el misionero estará dispuesto a querer consumirse por el bien de las almas a él encomendadas y más aún, querrá perseverar en el consumirse poco a poco por los demás hasta el fin. De aquí que “el éxito de nuestro apostolado dependa de la fuerza de nuestra fe”[10].

En este sentido el Beato Paolo Manna escribía a sus misioneros: “El misionero es por excelencia un hombre de fe: nace de la fe, vive de la fe, por ella trabaja con gusto, padece con gusto, padece y muere. El misionero que no es esto, es a lo más, un aprendiz del apostolado, y pronto será un estorbo para la misión, el fracaso de sí mismo y, no lo permita Dios, será hasta causa de perdición para las almas”[11].

Es por esto que este comprometer todas nuestras fuerzas implica un empaparse del espíritu de Cristo para luego estar disponibles a emplear los dones recibidos con generosidad, para hacer el bien a todos, siempre, y en todo lugar. Es el gastar nuestro tiempo y nuestros bienes, e incluso las mismas fuerzas físicas, para rehacer el mundo en Cristo, aun en medio de muchos sacrificios, quizás en medio de circunstancias muy adversas, o acosado de tentaciones y penas muy hondas, pero siempre unidos a Cristo. Pienso en todos nuestros misioneros, pero de manera particular en aquellos que se desgastan en nuestras misiones más difíciles, en medio de la guerra, de la pobreza y la adversidad.

Dicho de otra manera, el comprometer todas nuestras fuerzas significa que hay que estar decididos a salvar las almas como las salvó Jesucristo: muriendo a sí mismo, y muriendo en la cruz. Sin retroceder ante las dificultades. Antes bien, con la “clara conciencia de que sin Jesucristo nada podemos”[12] lanzarse con espíritu magnánimo a “trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aún en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[13], como nos lo recuerdan nuestras constituciones. Porque, ¿qué es nuestra vocación misionera sino amar a Dios y al prójimo hasta el sacrificio de uno mismo?

Convencidos de que no hay mejor programa que ofrecer al mundo que Jesucristo, el Verbo Encarnado, debemos emplear todas nuestras fuerzas, y no escatimar los medios ni ahorrarnos esfuerzo alguno para evangelizar a todos los hombres que más se pueda “–no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces–”[14], con una “pastoral incisiva, entusiasta y no de espera”, de tal manera que el Evangelio hunda sus raíces en la vida y en la cultura de cada nación. Esta es nuestra misión en la Iglesia como religiosos del Instituto del Verbo Encarnado.

Y aunque en muchos lugares es mucho el bien que se hace –a veces hasta heroicamente-, esto no debería limitar nuestra “creatividad apostólica” y misionera para “prolongar a Cristo en las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre”[15]. Evaluando las distintas situaciones, debemos ser capaces de tomar iniciativas, buscando soluciones eficaces, sin tener miedo a las pastorales inéditas, siempre que sean según Dios, concretando proyectos pastorales, de tal manera que se logre una eficaz inserción en el medio ambiente donde se trabaja[16].

2. Para inculturar el Evangelio 

La inculturación es una exigencia intrínseca a la evangelización y no es otra cosa sino la encarnación del mensaje divino en el corazón de las culturas.

En el decir de San Juan Pablo II: “la inculturación de la buena nueva cristiana es hacer que el Evangelio hunda sus raíces en la vida y en la cultura a fin de que se renueve la sociedad”[17]. “La verdadera inculturación”, afirma nuestro Directorio de Espiritualidad, “es desde dentro: consiste, en último término, en una renovación de la vida bajo la influencia de la gracia”[18]. Para lo cual es imperativo, “conocer y respetar el alma cultural de cada pueblo, su lengua y sus tradiciones, sus cualidades y sus valores”[19].

La experiencia nos ha enseñado que “la evangelización no es realmente posible si el Evangelio no responde a los deseos profundos del pueblo y si el mensaje no asume los conceptos y los valores culturales que le son propios y que no están en contradicción con el Evangelio”[20]. Por lo tanto, “todo lo que se refiere al hombre tanto en su cuerpo como en su alma, en su vida individual y también social, puede y debe ser purificado y elevado con la gracia de Cristo y, consecuentemente, podemos afirmar que toda forma de actividad apostólica es conforme a nuestro fin específico, aunque de un modo jerárquico”[21]. De esto surge la gran variedad de apostolados que podemos asumir y a los que nunca debemos renunciar a priori, pues como dice el apóstol: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio! [22].

Quisiera también mencionar aquí que en esta tarea de la inculturación no se puede perder de vista jamás el objetivo de la salvación (que es nuestro objetivo supremo), es decir, hay que poner a las almas y a los valores culturales en confrontación con el Evangelio, invitando a todos a la conversión que diviniza lo humano y lo salva. Lo cual ocurre primariamente a través de nuestro testimonio, y por eso, somos nosotros los que nos debemos ‘inculturar’ primero en el espíritu del Evangelio. ¿Cómo? Dejando que el Evangelio impregne nuestros modos de pensar, nuestros criterios de juicio, nuestras normas de acción[23]. Solo así seremos fecundos, solo así despertaremos las vocaciones necesarias que continúen nuestra obra.

Es viviendo la radicalidad evangélica, que es posible obtener el discernimiento de los valores auténticos, su purificación, su transformación y elevación a través de la gracia de Cristo.

Así nos lo recuerda nuestro Fundador cuando dice: “únicamente es el Evangelio, el Evangelio vivido en toda su radicalidad -como lo hicieron los santos-, el único medio capaz de transformar positivamente la cultura moderna, la cultura contemporánea de cada pueblo”[24].

3. De acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia

Quisiera, por tanto, animarlos a releer la Encíclica Redemptoris missio, la cual debe iluminar nuestra tarea misionera, y también “todas las directivas, orientaciones y enseñanzas del Magisterio ordinario que tengan que ver con el fin específico de nuestra pequeña Familia Religiosa”[25].

San Juan Pablo II decía: “Hoy la Iglesia tiene que afrontar nuevos desafíos a los que tiene que dar una respuesta desde el Evangelio […] Los exhorto, pues, a que su predicación se inspire siempre en la Palabra de Dios, transmitida por tradición y propuesta autorizadamente por el Magisterio de la Iglesia. Hablen con valentía, prediquen con fe profunda y alentando a la esperanza, como testigos del Señor Resucitado. No se consideren maestros al margen de Cristo, sino testigos y servidores que, como nos lo recuerdan las palabras del Pontifical Romano en la ordenación de los presbíteros, ‘crean lo que anuncian, enseñen lo que creen y practiquen lo que enseñan’”[26]. En una palabra: coherencia de vida.

De esto se siguen varias implicancias: Primero, aprovechar al máximo los años de formación y dedicar tiempo cualitativo a la formación permanente, para nutrirse interior e intelectualmente. Particularmente, con el estudio de la Sagrada Escritura y de Santo Tomás de Aquino[27], y en este marco, a los mejores tomistas, como el P. Cornelio Fabro[28]. Ya que ello nos permitirá insertarnos en la problemática de la cultura moderna y entablar un diálogo fructífero entre la fe y la cultura, entre el Evangelio y la sociedad actual.

En segundo lugar, es muy importante, que en todas nuestras misiones nuestros religiosos sean promotores de la cultura como medio de difusión de los valores del Reino especialmente en aquellos ambientes y lugares en los cuales se “crea” la cultura y por medio de los cuales la cultura se transmite de modo privilegiado[29]. Y para esto poner todos los medios posibles a fin de que Cristo sea conocido y amado: ya sea a través del envío de misioneros a lo que nosotros llamamos “destinos emblemáticos”, o de  las misiones populares, a través de la prédica de Ejercicios Espirituales auténticamente ignacianos, de la educación católica, del apostolado con los jóvenes y los niños especialmente en los Oratorios y campamentos, de la pastoral familiar, de los siempre vigentes Cursos de Cultura Católica, de la publicación de libros católicos, de la pastoral con universitarios y profesionales, y de la predilección por las obras de misericordia (sobre todo con discapacitados). Muchos otros medios se podrían mencionar aquí, siempre que todos ellos sean realizados dentro de la impronta de María.

Es de notar que nuestras Constituciones señalan “de modo particular” la urgencia de “ejercer el apostolado en los llamados ‘areópagos modernos’”[30]: el mundo de la comunicación, de la investigación científica, y de las relaciones internacionales.

4. Evangelizar la cultura es redimirla por la Cruz

Finalmente, quisiera recordar que la evangelización de la cultura evidentemente es redención de la cultura. Redención que se lleva a cabo cuando completamos en nosotros lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia[31].

En este sentido, el Beato Paolo Manna escribía a sus misioneros: “Si se sufre, se redime”.

También nuestras Constituciones nos recuerdan que “para nosotros la pastoral es cruz, no es escapismo”[32]. Por eso, si sufrimos –continua el Beato Misionero– “tenemos todo derecho de esperar el bien para el futuro de nuestras misiones y del Instituto, pudiendo decir con el Apóstol Pedro: Alégrense en la medida en que puedan compartir los sufrimientos de Cristo. Así, cuando se manifieste su gloria, ustedes también desbordarán de gozo y de alegría. Felices si son ultrajados por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre ustedes[33]. Esperar así puede parecer locura, y, sin embargo, ésta y no otra es la filosofía del Apostolado, ésta es la diplomacia de Dios. Si nosotros sabemos comprenderla, si viviendo como santos misioneros, sabemos colaborar con ella, conseguiremos la victoria final”[34].

Nuestras cruces, son, han sido y siempre serán nuestra fuerza.

* * * * *

Queridos todos: haciendo mías las palabras del “misionero planetario” que fue nuestro querido Juan Pablo Magno, les ruego que sean conscientes que: “Cristo los ha elegido y enviado para anunciar su palabra y testimoniar la fe cristiana transmitida por la Iglesia. Los envía, como corderos entre lobos, a hacer presente el misterio de la cruz en los ambientes donde viven.

[…] ¿Quién no se desalentaría frente a dificultades objetivas, como por ejemplo la escasez de personal, la ancianidad, la enfermedad, la falta de estructuras organizativas e incluso de recursos financieros? A pesar de ello, les digo: ¡No se desanimen! El reconocimiento de nuestros límites y debilidades puede transformarse en una ocasión para experimentar la fuerza de Dios y la riqueza extraordinaria de su gracia. […] ¡No teman![35] […] Precisamente porque el que nos envía es fuerte y está con nosotros, podemos decir con San Pablo: Cuando somos débiles, entonces somos fuertes[36][37].

Por eso, que ni los sufrimientos ni las dificultades nos amedrenten, sino que eso mismo sea ocasión para demostrar nuestro temple sacerdotal. Que no disminuya nuestra generosidad cuando se trate de responder a la llamada apremiante de los países que esperan misioneros, a los pedidos apremiantes de fundaciones -tanto para la vida activa como contemplativa- y de emprender grandes obras por amor a Dios. Antes bien, estemos seguros de que, a pesar de nuestra debilidad, Dios hace su obra y no dejará sin recompensa nuestros esfuerzos y nuestros sacrificios. También hoy el Verbo Encarnado nos repite: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo[38]. Yo estaré siempre con ustedes[39].

Dando gracias a Dios por las abundantes bendiciones recibidas en estos primeros casi seis meses de gobierno y encomendando a sus oraciones –especialmente a las oraciones de nuestros hermanos coadjutores, nuestros monjes y religiosos enfermos– la concreción de la proyección del Instituto en las distintas partes del mundo los exhorto a seguir con fidelidad y audacia en el cumplimiento de nuestro carisma. “El campo de nuestra acción no tiene límites de horizontes, sino que es el ancho mundo: id por todo el mundo… dijo Jesús[40]”. 

“Que la primera Misionera después de su Hijo Jesucristo nos dé a nosotros esa alma y ese corazón grande como el mundo, que es el corazón que debe tener el misionero”[41].

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de enero de 2017 
Carta Circular 6/2017

[1] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos, 17.

[2] Directorio de Vida Consagrada, 270; op. cit. CIC, c. 783.

[3] Directorio de Vida Consagrada, 24.

[4] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 116.

[5] Directorio de Vida Consagrada, 117.

[6] Cf. Constituciones, 5.

[7] Redemptoris Missio, 3.

[8] Cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-II, 184, 4.

[9] 2 Cor 12, 15.

[10] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en Arezzo, 23 de mayo de 1993.

[11] Carta circular nº 6, 15 de septiembre de 1926.

[12] Directorio de Espiritualidad, 12.

[13] Constituciones, 30.

[14] Directorio de Evangelización de la Cultura, 73.

[15] Constituciones, 31.

[16] Es lo que comúnmente llamamos “morder la realidad” y que es, a su vez uno de los elementos no-negociables adjuntos a nuestro carisma. Cf. Directorio de la Misión Ad Gentes, 90; Notas del V Capítulo General, 5.

[17] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral en Luanda, Angola, 4 de junio de 1992.

[18] Cf. 51; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Zimbabue (02/07/1988).

[19] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral en Luanda, Angola, 4 de junio de 1992.

[20] Ibidem.

[21] Directorio de Evangelización de la Cultura, 152.

[22] 1 Co 9, 16

[23] Constituciones, 26; op. cit. Constitución Apostólica Sapientia Christiana, 1.

[24] P. Carlos Buela, IVE, Evangelización de la cultura.

[25] Cf. Ibidem.

[26] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas de Santo Domingo, 10 de octubre de 1992; op. cit. Cf. Pontifical Romano, Ordenación de los presbíteros.

[27] “Sin que se descuide la formación práctica y técnica”. Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 44b. También Directorio de Misión ad Gentes, 116.

[28] Notas del V Capítulo General, 4.

[29] Mencionados en nuestros Directorios y Constituciones como los puntos de inflexión de la cultura: cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 168-174 y Constituciones, 29.

[30] Constituciones, 168.

[31] Cf. Col 1, 24.

[32] Constituciones, 156.

[33] 1 Pe 4, 13-14.

[34] Carta circular nº 15, 15 de abril de 1931.

[35] Mt 28, 10.

[36] Cf. 2 Cor 12, 10.

[37] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos en Esztergom, Hungría, 16 de agosto de 1991.

[38] Jn 16, 33.

[39] Cf. Mt 28, 20.

[40] Cf. Directorio de Espiritualidad, 87.

[41] Directorio de Misión ad Gentes, 175.

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