Buenas Noches II

Contenido

Realidad de la Encarnación

 

Recordando el pensamiento de nuestro Fundador
Durante la Novena de la Anunciación

 

En el segundo día de la novena en el que pedimos específicamente por nuestra fe en el misterio de la Encarnación evocamos el pensamiento del P. Buela al respecto tomado de su libro “El Arte del Padre”.

Realidad de la Encarnación

El hecho de la Encarnación del Verbo se conoce por la revelación de Dios y reconocerlo es una gracia de Dios: «no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). «El misterio primero y fun­damental de Jesucristo, [es] el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios». Y «Dios no estuvo nunca tan cerca del hombre –y el hombre nunca estuvo tan cercano a Dios– como precisamente en ese momento: ¡En el instante del miste­rio de la Encarnación!».

Es un misterio sobrenatural «quoad substantiam» que aún después de revelado –dada la limitación de nuestra inteligencia– deja sus elementos intrín­secos en una zona más allá del horizonte de la mera razón humana.

Dios enseña la Encarnación de su Hijo en distintos pasajes de la Sagrada Escritura. Recordaremos algunos:

– El ángel Gabriel anuncia a José que: «lo engendrado en ella es del Espí­ritu Santo» (Mt 1,20).
– El ángel revela a la Santísima Virgen: «vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo» (Lc 1,31).
– San Juan lo expresa en forma concisa y sublime: «Y el Verbo se hizo car­ne» (Jn 1,14).
– El apóstol San Pablo lo hace diciendo simplemente, con una fuerza y riqueza de contenido enorme, que Cristo Jesús «se anonadó» (Flp 2,7).
– En Hb 1,6: «al introducir a su Primogénito», a lo que explica Santo To­más «llama a la Encarnación introducción en el mundo».

La Tradición confesó con distintos nombres este augusto misterio: economía (como disposición u ordenación de Dios), suscepción, asunción, inhumación, incorporación, convención, exinanición, unión, anonadamiento, encarnación (sarkosis, de claro origen bíblico y que se impuso en los Símbolos: «se anonadó», o «se encarnó»).

Consideramos que la elocuencia de estos textos es tal y de tal impacto que bastan y sobran para nuestro intento: la Sagrada Escritura y la Tradición en­señan, clara y rotundamente, la Encarnación del Verbo, y el Magisterio de la Iglesia, desde siempre, la confiesa como inmutable dogma de fe. Obligado es recordar cómo San Pedro de Alcántara se arrobaba al preguntarse: «¿Que en­carnó Dios?, ¿Que Dios se hizo hombre?, ¿Que vino Dios a encarnar?, ¿Que tomó Dios carne humana?…» y entraba en dulcísimos éxtasis. Ni los mismos ángeles saben algunas cosas referentes al misterio de la Encarnación.

Además, están las cosas que Jesús tomó juntamente con la naturaleza hu­mana, que dicen relación fundamentalmente a cuatro realidades: la gracia (S. Th., III, q. 7-8), la verdad (III, q. 9-12), el poder (III, q. 13) y las imperfec­ciones (III, q. 14-15), o sea, las perfecciones y los defectos asumidos. Perfec­ciones asumidas en el alma: a) en su misma esencia; b) en su inteligencia; y c) en su voluntad; y d) las imperfecciones del cuerpo y del alma, que no implican ningún defecto moral.

[…]

Hoy no se quiere aceptar la verdad y la realidad de la Encarnación: – acción del Espíritu Santo; – maternidad divina; – unión hipostática; – virginidad per­petua. Son cosas, todas, que hablan del señorío de Dios sobre los hombres. Pero muchos, hoy día, no quieren ni oír hablar de estas cosas. Así le va a los hombres. Lo recordaba San Juan Pablo II: «El hombre, desde el comienzo, está tentado de querer ser como Dios (cf. Gn 3,5)… ¡pero sin Dios! Sin el misterio de la Encarnación. Sin la noche de Belén».

Creo que en este punto la razón última de este rechazo es el odio que tienen algunos progresistas hacia lo genuinamente católico. No es un malentendido, no se trata de una distracción pasajera, no es un descuido inconsciente, hay una razón teológica en su persecución. De allí que:

– Nosotros somos los atrasados; ellos los adelantados.
– Nosotros los retrógrados; ellos los avanzados.
– Nosotros los del pasado; ellos los del futuro.
– Nosotros los conservadores; ellos los progresistas.
– Nosotros los medievales; ellos los del siglo venidero.
– Nosotros los cerrados; ellos los abiertos.
– Nosotros los oscurantistas; ellos los iluminados.
– Nosotros los cavernícolas; ellos en naves espaciales, pero sólo repiten viejísimos errores.
– Todo lo negativo es nuestro; todo lo positivo de ellos.
– Ellos los buenos; nosotros los malos.
– ¿No tienen vocaciones en la diócesis ‘X’? La culpa es nuestra.
– ¿Apostatan sacerdotes? La culpa es nuestra.
– ¿Avanzan las sectas? La culpa es nuestra.
– ¿Cada vez tienen menos gente en sus Misas? La culpa es nuestra.

Somos la oveja sarnosa que tiene la culpa de todo.

«Pero no temáis pequeño rebañito: ¡al Padre plugo daros el Reino!» (Lc 12,32).

Por todo esto y para ser fieles a Dios hoy y siempre, debemos renovarnos en el carisma de nuestra familia religiosa. De manera particular ante las gracias enormes del Espíritu Santo que son las nuevas fundaciones, las nuevas conver­siones, las nuevas vocaciones y las nuevas misiones.

Primero, renovando en nosotros la urgencia del testimonio de la Encar­nación del Verbo: «Hay que dar testimonio de que conserva todo su vigor el mensaje del misterio de la Encarnación, que quiere a todos los hombres hijos de Dios y solidarios en la suerte de sus hermanos». «… la Iglesia, querida y fun­dada por Jesús sobre Pedro, los Apóstoles y sus sucesores, tiene como finalidad el anuncio de la encarnación del Verbo divino, que vino al mundo para revelar la verdad y salvar a todos los hombres».

Segundo, recordando que el vivir esa verdad se debe palpar en nuestras vi­das: «estamos en el mundo, pero no somos del mundo» (Jn 15,18-19).

Tratando de no caer en la falsedad de los que:
– no están pero son: «angelismo» (no están en la realidad).
– están y son: «temporalismo» (no tienen nada que dar al mundo).
– ni están, ni son: «pasteleros» («porque no eres ni frío ni caliente…»; Ap 3,16).
– no son pero se hacen: religiosos disfrazados.

María es el emblema viviente de lo que debe ser el cristiano, la síntesis de dos grandezas humanamente inconciliables: maternidad y virginidad: es el certifi­cado de la verdad de la Encarnación. [A Ella le cantamos renovando la intención de este día de la novena]

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