Morder la realidad

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Morder la realidad

 

Con la expresión “morder la realidad”[1] queremos significar la injerencia eficaz de nuestro trabajo apostólico en la cultura que buscamos evangelizar. Este aspecto es sin duda, uno de los componentes esenciales de nuestra tarea evangelizadora y lo que le da a nuestro ministerio sacerdotal una nota distintiva.

  • En primer lugar, este ‘morder la realidad’ nace y se nutre de la justa consideración del misterio del Verbo Encarnado y la fidelidad al mismo, sin la cual toda nuestra pastoral caería indefectiblemente en rotundo fracaso.

Precisamente estamos persuadidos –y la experiencia así nos lo ha demostrado– de que es la familiaridad con el Verbo Encarnado –alimentada y acrecentada en la vida de oración– la que nos da “ese sentido común cristiano”[2], esa habilidad especial de interpretar los signos de los tiempos libres de toda pretensión mundana. Es esta familiaridad con el Verbo Encarnado –y lo decimos con humildad y gratitud– la que nos da una ‘sensibilidad’ particular de los movimientos culturales de la época, de las necesidades específicas de la misión, de la problemática del mundo actual y sus corrientes de pensamiento y nos hace capaces de entablar un diálogo fecundo con las culturas[3] a las que estamos llamados a evangelizar sabiendo dar una respuesta positiva a la luz del Evangelio; sabiendo estimar y valorar los diversos caminos por los que Dios busca comunicarse con los hombres y, en definitiva, insertarnos eficazmente donde estamos trabajando apostólicamente, porque siempre será cierto que “la verdadera inculturación es desde dentro por una renovación de la vida bajo la influencia de la gracia”[4]. Lejos de nosotros “el abrazarse con la cultura actual renunciando a impregnarla del Evangelio”[5], porque traicionaríamos nuestra misión, que es la de la Iglesia: asumir todo lo humano comunicándole el evangelio de Jesucristo, la vida de la gracia.

Esa misma inserción en la realidad, centrados en el misterio del Verbo Encarnado, hace que nada de lo auténticamente humano nos sea ajeno, y que busquemos asumirlo para comunicarle lo divino, sabedores de que “lo que no es asumido no es redimido”[6]… y que por eso el Verbo asumió una naturaleza humana perfecta.

Este elemento no negociable se refleja en diversos aspectos de nuestra vida religiosa. Así por ejemplo, nuestro plan de formación busca grabar al Verbo Encarnado en la mente y en los corazones de nuestros formandos a fin de que sus vidas sean “memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, el Verbo hecho carne”[7]. Es decir, el Instituto promueve una formación que haga que los nuestros sean sacerdotes religiosos que por la luz superior de la fe que ilumina las realidades humanas sean idóneos para “morder la realidad” con valentía, esto es, que en absoluta fidelidad a Jesucristo[8] y con una “espiritualidad seria (no sensiblera)”[9] no caigan en poses, en ostentación, en falsa mística, en exterioridades, en sensiblería, o en falso pietismo, antes bien que sean capaces de trascender lo meramente sensible y estén dispuestos a pasar por las noches oscuras. Porque sólo de ese modo nuestros religiosos “podrán presentar eficazmente a nuestro Divino Maestro a los pueblos y realizar dignamente y fructuosamente la misión”[10]. Solo así, podrán “morder la realidad”, sabiéndola cambiar eficazmente al enseñorearla para Jesucristo, tal como lo pide el fin específico de nuestro Instituto.

  • En segundo lugar, es la metafísica tomista la que nos ayuda a no dar golpes en el aire[11], es decir, la que nos permite realizar una contribución efectiva a fin de que la fe se encarne en la vida y en la cultura de los hombres[12].

Es por eso que los miembros del Instituto del Verbo Encarnado nos esforzamos en aprender a pensar la realidad –desde el mismo Santo Tomás, entrando en diálogo y en polémica con los problemas y pensadores contemporáneos– para darlo a conocer a los demás de manera siempre creativa sin que esto quiera decir entrar en “componendas con el espíritu del mundo”[13]. Tarea ésta que se vuelve imperativa en este tiempo dado el progresismo que asola a la Iglesia “por la falta de crítica y discernimiento frente a las filosofías modernas y la asimilación del principio de inmanencia”[14].

Creemos pues, que la metafísica del ser, una metafísica dinámica que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, hasta llegar a Aquel que lo perfecciona todo, unida a una espiritualidad y teología cristocéntrica son las dos herramientas para leer la realidad social a la luz del evangelio y ofrecer nuestra contribución en la inculturación del evangelio.

Este morder la realidad tiene gran injerencia en nuestra pastoral pues los miembros del Instituto nos dedicamos entre muchas otras actividades a la predicación de auténticos Ejercicios espirituales (sin olvidar nunca que la esencia de los mismos está, sobre todo, en la conversión y la recta elección); misiones populares (buscando la conversión de los pecadores); a la enseñanza catequética, esforzándonos siempre en guiar a las almas al conocimiento y amor de Jesucristo vivo, etc.

En suma, del mismo hecho de que Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios, los miembros del Instituto del Verbo Encarnado aprendemos a estar en el mundo, “sin ser del mundo”[15]. Vamos al mundo para convertirlo y no mimetizarnos con él. Vamos a la cultura y a las culturas del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y elevarlas con la fuerza del Evangelio, haciendo, análogamente, lo que hizo Cristo: “Suprimió lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divino”[16].

Así entonces: el “morder la realidad” se vuelve no negociable a la hora evangelizar.  

[1] Cf. Notas del V Capítulo General, 4.

[2] Constituciones, 231.

[3] Cf. Vita Consecrata, 79: “Aplicándose al estudio y a la comprensión de las culturas, los consagrados pueden discernir mejor en ellas los valores auténticos y el modo en que pueden ser acogidos y perfeccionados, con ayuda del propio carisma”.

[4] Cf. Directorio de Espiritualidad, 51.

[5] Cf. P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, cap. 14.

[6] Cf. Concilio Vaticano II, Ad Gentes, 3: San Atanasio, Ep. ad Epictetum 7: PG 26,1060; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9: PG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3: PL 8,1101; San Basilio, Epist. 261,2: PG 32,969; San Gregorio Nacianceno, Epist. 101: PG 37,181; San Gregorio Niceno, Antirreheticus, Adv. Apollin. 17: PG 45,1156; San Ambrosio, Epist. 48,5: PL 16,1153; San Agustín, In Ioan. Ev. tr. 23,6: PL 35,1585; CChr. 36,236.

[7] Constituciones, 254; 257; op. cit. cf. Jn 1, 14.  

[8] Notas del V Capítulo General, 4.

[9] Ibidem.

[10] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular Nº 6, 15 de septiembre de 1926.

[11] Cf. 1 Co 9,26.

[12] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 248.

[13] Directorio de Espiritualidad, 118.

[14] Directorio de Seminarios Mayores, 324 y cf. Constituciones, 220.

[15] Cf. Jn 17,14-16.

[16] Beato Isaac de Stella, Sermón 11; PL 194, 1728.

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