“Servidores de la Verdad”
Directorio de Misiones Ad Gentes[1]
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
El Venerable Arzobispo Fulton Sheen escribía: “Lo más difícil de encontrar en el mundo de hoy es una controversia. La razón es que son pocos los que están pensando. Naturalmente se encuentran algunos, pero aún, son pocos los que debaten. Hay prejuicios y sentimientos en abundancia, porque esas cosas nacen de entusiasmos sin el dolor del trabajo. El pensar, por el contrario, es una tarea difícil; es el trabajo más difícil que un hombre puede hacer –quizás es por eso por lo que tan pocos se entregan a eso–. Dispositivos electrónicos que le ahorran al hombre en su ingenuidad el pensar, rivalizan con los dispositivos que le ahorran el trabajo. Frases tan suaves como ‘la vida es más grande que la lógica’ o ‘el progreso es el espíritu de esta era’, resuenan a nuestro alrededor como trenes expresos que se llevan la carga de aquellos que son demasiado vagos para pensar por sí mismos”[2].
¿Quién puede negar que estas palabras escritas a principios del siglo XX se vean acentuadas en el siglo presente? Pues, ¿no vemos acaso acrecentarse exponencialmente el número de hombres y mujeres, jóvenes y niños, víctimas de la tecnocracia empeñada en sustituir “la lectura (que hace pensar) por la ‘civilización’ de la imagen, por ese martillear estupidizante de imágenes que admite el ‘diálogo’ en un solo sentido”[3]?.
Démonos cuenta de que esto produce hombres y mujeres incultos –aunque ‘armados de la técnica más desarrollada’–, que corren detrás de novedades peligrosas por su inutilidad misma, y le llenan la mente de quimeras habituándolos a lo falso y a lo irreal; conduciéndolos, en fin, al apartamiento de Dios, haciéndolos capaces a su vez de la destrucción de todo el mundo de la cultura.
Por eso decía un autor: “‘una cultura de la imagen, sustitutiva del libro… asesina a la palabra y el pensamiento’ condenando a los niños (y a los hombres futuros) al ‘infantilismo crónico, que es aquello hacia lo cual mira la civilización del bienestar y de la técnica, la anticultura. El pensamiento es mediación, la palabra es logos: la imagen inmediata dispensa del trabajo de la reflexión y de la mediación, del esfuerzo de la ‘palabra propia’, que siempre es creativa porque es reveladora del ser, mientras no lo es el ‘término exacto’ que es el lenguaje de la ciencia. Una pura cultura de la imagen es, verdaderamente, la muerte del pensamiento que, en realidad, es el sueño del sueño en el que ha caído el hombre moderno”[4].
De este modo, particularmente, “Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en Él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño”[5]. Hay incluso quienes sostienen que el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente y que el hombre debería aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz[6].
De aquí que el Beato Pablo VI, ya en el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, afirmaba: “La mirada sobre el mundo se impregna de tristeza por tantos males: el ateísmo invade parte de la humanidad y trae consigo el desequilibrio del orden intelectual, moral y social cuya verdadera noción está perdiendo el mundo. Mientras la luz de la ciencia sobre las cosas crece, se difunde la oscuridad de la ciencia de Dios y por consiguiente también la verdadera ciencia del hombre. Mientras el progreso perfecciona admirablemente los instrumentos de todo género de que dispone el hombre, su corazón va cayendo hacia el vacío, la tristeza y la desesperación”[7].
Sin embargo, también hoy el mundo está lleno de hombres y mujeres que buscan la verdad, quienes con San Agustín pueden decir: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”[8]. Porque todo hombre tiene la obligación moral de buscar la verdad, en especial en lo que se refiere a Dios y a la Iglesia, y de adherir a ella una vez conocida, como bien ha recordado el Concilio Vaticano II[9]. Y de la verdad, la Iglesia es principal servidora y maestra[10], siguiendo el deseo de su Señor, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad[11]. Por tanto, el hombre que busca la verdad y el cristiano de hoy que exige claridad y certeza deben ser comprendidos, amados y ayudados y debemos saber ver en esto la oportunidad para que “del impresionante fenómeno de secularización[12] surja el fenómeno de la maduración de la fe, es decir, de la personalización, mediante la investigación y el individual convencimiento de la verdad”[13].
Por eso nuestra Santa Madre Iglesia pide de sus hijos el pensar y el pensar límpida y rectamente para “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación”[14].
Nosotros, a causa de la realidad concreta de nuestro maravilloso carisma que nos impele “a trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano […] para prolongar a Cristo en las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre”[15], debemos responder positivamente con una pastoral de la cultura incisiva y a largo plazo[16] dentro de la cual el elemento metafísico se yergue como el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta al hombre moderno y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad[17].
Hacer eso no es otra cosa sino tomar parte en la lucha espiritual de la Iglesia y emplearnos efectivamente al servicio de la verdad. Por eso, la urgencia y la imperiosa necesidad de relanzar el Centro de Altos Estudios de la Familia Religiosa –como atinadamente destacaban los Padres Capitulares en el último Capítulo General– a fin de que “sea un foco de difusión científica de la verdad y un polo de atracción”[18] para las incontables almas sedientas de verdad; donde el mayor y principal empeño sea el enseñar a pensar, para poder así iluminar.
Como hemos ya recordado, es voluntad santísima de Dios que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad[19]y ese es precisamente el motivo por el que el Verbo Encarnado nos ha elegido y nos ha mandado a evangelizar. Por tanto, no podemos entender nuestra vocación misionera sino en razón de ser “servidores de la verdad”[20], que es lo mismo que decir: servidores de Aquel que dijo: Yo soy la Verdad[21]. En efecto, al oficio sublime de “buscar siempre la gloria de Dios, fin último de todo el universo; de manera particular, en la búsqueda, investigación, proclamación y celebración de la verdad”[22] nos hemos comprometido solemnemente en nuestra profesión religiosa, cuando dijimos que queremos que “todos los hombres descubran el atractivo y la nostalgia de la belleza divina”[23].
Y así, queriendo ser hombres de Dios, que pertenecen a Dios y hacen pensar en Dios[24] es nuestro ferviente deseo que la verdad se encarne en nuestras vidas, porque la verdad es Cristo[25] y estamos convencidos de que es configurándonos con Él[26] que ayudamos a la configuración cristiana del mundo[27]. Pues, nunca se predica mejor y más convincentemente el Evangelio que cuando lo proclamamos con la santidad de vida.
Por eso quiero dedicar estas páginas a desarrollar dos elementos constitutivos de nuestra íntima condición de “servidores de la verdad”, a saber: a) la fidelidad a la verdad y b) la necesidad de preparación y de convicción en el servicio de la verdad. Porque, en efecto, la fuerza e incisividad de nuestro esfuerzo evangelizador reside al mismo tiempo en la verdad que se anuncia y en la convicción del testimonio con que se propone.
1. La fidelidad a la verdad
Anunciar el Evangelio, que responde a la indigencia fundamental del hombre, es una gracia, un don de Dios y no una invención nuestra. Por eso es vital nuestra adhesión plena y nuestra docilidad “suma, total e irrestricta”[28] al Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad, ya que, como confesamos en las primeras páginas de nuestras Constituciones, “nuestro pobre aliento únicamente es fecundo e irresistible si está en comunicación con el viento de Pentecostés”[29].
Por eso nosotros, dedicados a la magna tarea de la evangelización de las culturas debemos procurar y poner en primer lugar la fidelidad a la verdad y el celo en la misión, la transparencia del testimonio y la fuerza sobrenatural de la santidad[30].
Nuestra fidelidad queda enmarcada en el misterio de la Iglesia en la que Jesús está presente y operante para la salvación del mundo. Él nos ha llamado a ser sus ministros, nos ha consagrado de modo peculiar y nos envía a predicar. Por tanto, esta fidelidad implica “necesariamente el apartar de sí el espíritu del mundo: El Espíritu de verdad… el mundo no lo puede recibir, porque no le ve ni le conoce”[31]; pide de nuestra parte el “dejarnos enseñorear por el Espíritu Santo”[32] purificando las pasiones y practicando la virtud; requiere, además, que estemos “abiertos a toda partícula de verdad allí donde se halle”[33] –porque como decía San Ambrosio: “nadie puede decir algo verdadero sino movido por el Espíritu Santo, que es Espíritu de Verdad”[34]– y finalmente exige, con preponderancia, el orientar nuestra tarea evangelizadora, casi por instinto sobrenatural, según la brújula del sentido de la Iglesia, hecho de comunión auténtica con su magisterio y de unidad con sus pastores (ya que no se puede entender nuestra tarea evangelizadora sino es “de acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia”[35], que es una “institución querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo de la Iglesia”[36]). Ser fieles a la verdad, entonces, significa “acoger plenamente cuanto Jesús ha revelado y cuanto la Iglesia enseña de manera auténtica a través de quienes están encargados de la función magisterial en medio del mundo”[37].
Es en este sentido que el derecho propio paternalmente nos advierte acerca de la necesidad de permanecer precavidos ante la constante tentación de ‘estar a la moda’ y de buscar el consenso de la opinión común, así como también de vigilar sobre la tentación del “afán de novedades”[38], especialmente en nuestra labor educativa y formativa en cualquiera de sus formas. Antes bien, de nosotros se pide el cultivar la disposición permanente de obediencia a la verdad[39]. Ya que “poco o nada nos interesa extendernos por muchos países o tener numerosos miembros si perdemos el espíritu. Sólo a la Iglesia Católica, en la persona de Pedro y sus sucesores, está prometida la infalibilidad y la indefectibilidad. No perderemos el espíritu en tanto seamos fieles a Ella y se observe la voluntad e intenciones del fundador en todo lo que constituye el patrimonio del Instituto”[40].
Dicho en otras palabras, la fidelidad a la verdad que es Cristo no puede separarse de la fidelidad a su Iglesia ni de la fidelidad a la verdad sobre Jesucristo[41], porque la recta fe en el Verbo Encarnado es la piedra miliar sobre la que se asienta todo el dinamismo de la misión[42]. Tampoco puede separarse de la fidelidad al carisma, don de Dios por el cual el mismo Dios nos ha congregado en el Instituto para “amar y servir a Jesucristo, y para hacer amar y hacer servir a Jesucristo: a su Cuerpo y a su Espíritu”[43].
Por eso para nosotros esta fidelidad a la verdad se traduce en amor a la verdad, sobre todo con el “escrúpulo de la ortodoxia”, como decía Juan Pablo Magno, “escuchando ávidamente al maestro que habla en lo más íntimo de cada uno y permaneciendo unidos a la Iglesia, Madre de salvación”[44] y, asimismo, siendo perfectos en la unidad alrededor del carisma de nuestro querido Instituto para que así el mundo pueda creer y convencerse de que Dios ama a todos los hombres de verdad[45].
San Juan Bosco, en el sermón de despedida a los primeros misioneros que enviaba a la Argentina, les decía: “los sacramentos, los evangelios que predicaron Jesucristo y sus apóstoles y los sucesores de San Pedro hasta nuestros días, tienen que ser exactamente, la religión y los sacramentos que fervorosamente améis y practiquéis, y que única y exclusivamente prediquéis, lo mismo estéis entre salvajes que en medio de pueblos civilizados”[46].
Adhiriéndonos plenamente a lo antedicho, nuestros misioneros gastan sus mejores energías dedicados a la evangelización en 41 países diferentes en realidades culturales, ciertamente, muy diversas. De hecho, dondequiera que se encuentren se empeñan en predicar sólo la palabra de verdad, contenida en la Escritura, celebrada y transmitida en la Tradición viva de la Iglesia e interpretada auténticamente por su Magisterio[47]. Porque estamos persuadidos –y ha sido siempre nuestra experiencia– de que sólo la buena nueva de Cristo enriquece a las culturas, comunicando a los valores legítimos que ya poseen la “plenitud de Cristo”[48]. Pues es Cristo quien mediante la gracia sana y eleva la naturaleza humana; y así el hombre y sus culturas “tienden” a su plenitud en Jesucristo[49]. Por lo cual, no tememos afirmar que la fuerza y la alegría de nuestro querido Instituto está en la verdad y nuestro ideal está en su anuncio y en el testimonio de ésta: El amor de Dios nos anima[50].
En este sentido, debo decir que nos enorgullecen los esfuerzos que hacen nuestros misioneros por despejar toda desorientación en los fieles, sembrando el “buen grano” de la verdad de Cristo, de modo tal que cualquiera que escucha a los nuestros puede sentirse confirmado en la verdad, confortado en el amor de Cristo y de su Iglesia, alegre de peregrinar hacia el cielo. Particularmente, es un gran aliciente la gran fuerza que está tomando en varias Provincias el apostolado que busca formar a los jóvenes universitarios: ¡Enhorabuena! Que esta chispa arda en todos los rincones donde misionamos y formemos una legión de jóvenes enamorados de la Verdad.
Porque siempre será cierto que lo nuestro no es ofrecer soluciones técnicas, sino proclamar “la verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo”[51]. Siendo creativos y prolíficos en buscar los medios que nos permitan un testimonio explícito, claro, inequívoco, justificado y predicado de la verdad. Porque no puede existir una auténtica evangelización sin que se proponga toda la verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre. No existe una auténtica salvación y libertad sin la lógica del evangelio, proclamado y vivido en su integridad. Es por eso que el mismo Verbo Encarnado nos dijo: Si os mantenéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres[52].
“Verdad difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores”[53]. Verdad que buscamos sembrar pacientemente, sin que esto signifique aquiescencia al error, tolerancia pasiva, convivencia tímida e inerte, ceder al equívoco y a la ambigüedad. Esta paciencia significa más bien la aceptación de los designios de la Providencia, que respeta los tiempos y los modos de maduración de cada persona y de los pueblos a los que Dios nos ha enviado para evangelizar. Paciencia que, incluso, nos intima a dejar de lado los enojos, las desmoralizaciones, los cansancios y las frustraciones, para comprometernos siempre generosamente en el cumplimiento de la propia misión con incansable dedicación, aun cuando los medios sean escasos y los obstáculos muchos, pero siempre con coherencia y prontitud.
Lejos de nosotros la actitud de aquellos que “sacrifican la verdad y la propia conciencia pretendiendo mantener una paz falsa, no contrariar al amigo, evitar algún problema o, en ocasiones, sacar ventaja con el silencio o con el aplauso”[54] a causa de recortar, evitar o no predicar íntegro el mensaje de Cristo, Verdadero Dios y Verdadero Hombre. Antes bien, lo nuestro es ser predicadores perseverantes de la Verdad que salva, aún a costa de renuncias y sacrificios, para no vender ni disimular jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar[55].
Un verdadero miembro del Instituto no se sirve jamás de la Palabra de Dios para la realización de sus propios proyectos –con supuesta buena intención–, para ayudar al cambio de una situación, desde su propia visión personal[56], “no rechaza nunca la verdad; no obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo; no deja de estudiarla, sino que la sirve generosamente sin avasallarla”[57]. Porque, en definitiva, el ser “servidores de la verdad” quiere decir una entrega personal a la Verdad predicada, una entrega que, en último término, mira a Dios solo.
Por este motivo son absolutamente necesarias una seria preparación intelectual y una intensa espiritualidad[58], que aseguren la perseverancia en los propios compromisos sacerdotales y religiosos y den la fuerza necesaria para anunciar y dar testimonio sin miedo de la Verdad, que no pasa y que salva a la humanidad. Esto nos lleva entonces al segundo punto de esta carta.
2. La necesidad de preparación y de convicción
Nuestras Constituciones señalan explícitamente como necesaria “la educación a amar la verdad […] que debe realizarse por medio de una formación intelectual amplia, que se ordene a la verdad y que no se quede en conocer las meras opiniones de los teólogos. […] Que le dé tiempo a la teoría, al ocio intelectual, a la disputa sincera, que es una búsqueda común de la verdad. Que en las clases se enseñe y se aprenda”[59].
A su vez, el resto del derecho propio con numerosas expresiones y en varios de sus documentos nos exhortan “a llegar a tener una especie de ‘veneración amorosa de la verdad’”[60]; “a que la verdad se encarne en nuestras vidas”[61]; a estar seguros de la verdad para entonces ser capaces de poner en juego la propia vida y tener fuerzas para interpelar la vida de los demás[62] y no sólo a estar firmemente convencidos de la verdad sino a enseñar con convencimiento[63], demostrando con nuestro obrar que Jesucristo nos es contemporáneo[64].
También los Padres Capitulares conforme a lo establecido por el derecho propio subrayaban la importancia en la exigencia de una formación doctrinal sólida para nuestros miembros dada la gravedad de la tarea evangelizadora y la imperiosa necesidad de un discernimiento que excluya toda superficialidad en los juicios, y el asumir o dejarse arrastrar por diversos prejuicios[65]. Explicitaban asimismo que “un recto discernimiento se apoya en sólidos fundamentos doctrinales, sobre todo en lo que se refiere a una sana antropología filosófica y teológica, y en firmes fundamentos en la moral. […] Un serio discernimiento requiere también conocimiento en profundidad de los elementos que configuran una cultura determinada (el conocimiento de la lengua es sólo un primer paso, indispensable, por cierto), y demanda solidez y profundidad en la ciencia de la Filosofía perenne, para poder así incorporar todo lo bueno de las diferentes culturas en la síntesis abierta de la verdad”[66].
De lo dicho, se desprende que para todo miembro del Instituto la formación intelectual es una exigencia fundamental en la tarea de la evangelización. La cual requiere una inversión intelectual prolongada y profunda, sin duda austera, pero eficaz a largo plazo; inversión sostenida y animada por la fe y que conduce a un progreso en la fe ya que, como enseña el Aquinate: “No está ocioso el que se consagra al estudio de la Palabra de Dios; y no es más el que se entrega al trabajo exterior que quien se consagra al estudio de la verdad”[67].
En este sentido, resulta de gran valía para nuestra misión, el decisivo apostolado de aquellos que trabajan en el Proyecto Cultural “Cornelio Fabro”, así como también, el esfuerzo de varios de nuestros miembros que, en medio de diversas exigencias pastorales y para un mejor servicio de la verdad, se esfuerzan por obtener un título académico de nivel superior. Asimismo, se destaca el apostolado silencioso y escondido dedicado principalmente a la difusión de la verdad a través de publicaciones de libros, ensayos, artículos, etc. además de la reedición y/o traducción de obras ya publicadas. “Nunca se insistirá lo suficiente en esto, ya que es un apostolado cualificado dentro de lo cualificado”[68].
Y aunque en otras ocasiones ya hemos hablado de la importancia de nuestra formación intelectual con gran hincapié en el tomismo vivo o esencial[69] no quisiera dejar de mencionar que éste representa la más lúcida respuesta al problema del ateísmo[70] que mencionábamos al principio. “Y esto es así porque es la filosofía del ser la que permite la apertura plena y global a toda la realidad, superando cualquier límite y permitiendo llegar a Aquél que todo lo perfecciona”[71]. Es en la filosofía perenne de Santo Tomás fundada en la realidad objetiva de las cosas, que “la inteligencia… puede llegar a lo que es Es”[72] lo cual nos trae aparejado esa “certeza de la verdad” que nos es tan necesaria a la hora de transmitirla.
En este punto conviene recordar la sabia enseñanza del Magisterio de la Iglesia: “el remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros”[73].
Dadas las circunstancias actuales se hace particularmente evidente la necesidad de que la gente tenga una conciencia bien formada, capaz de reunir la firmeza de los principios con la coherencia de las acciones y la caridad de las relaciones. Para ello resulta imprescindible que nosotros mismos nos ocupemos con seriedad y con constancia de nuestra formación intelectual.
“No podemos conformarnos –decía San Juan Pablo II– con lo que hemos aprendido un día en el seminario, aun cuando se haya tratado de estudios universitarios… Este proceso de formación intelectual debe continuar toda la vida… Como maestros de la verdad y de la moral, tenemos que dar cuenta a los hombres de modo convincente y eficaz, de la esperanza que nos vivifica. Y esto forma parte también del proceso de conversión diaria al amor, a través de la verdad”[74]. En efecto, claramente se nos manda que para ser un buen servidor y anunciador de la verdad entre otras cosas “hay que cultivarse, aprendiendo a pensar, a escribir (o redactar) y a hablar (o emisión vocal)”[75]. Además, y particularmente para quienes se hallan todavía en las etapas de formación inicial, el derecho propio señala la importancia de “la práctica de las disputatio en cuestiones intelectuales de filosofía y teología más controvertidas o de mayor importancia”[76] como medio eficaz para adquirir el debido equilibrio y discernimiento intelectual necesario: esto es algo que no podemos descuidar.
También dice el derecho propio: “mediante lo que son y lo que hacen proclamen la verdad de que Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella[77]”[78]. Lo cual enfatiza la importancia primordial del testimonio en la misión: Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la Visita[79].
Por tanto, el ser “servidores de la verdad” comporta también de nuestra parte una dedicación denodada en el trabajo de nuestra santificación. Porque “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan…, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”[80].
Pues es a través de nuestro testimonio sin palabras, que los hombres –cristianos y no cristianos– al mirarnos se preguntan: ¿por qué son así?, ¿por qué viven de esa manera?, ¿qué es o quién es el que los inspira?, ¿por qué están con nosotros? Y, es que este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la verdad[81].
Ahora bien, “todo religioso del Instituto del Verbo Encarnado que debe aplicarse al servicio de la verdad, es decir, al conocimiento de la verdad y a su transmisión, más allá del lugar concreto donde desempeñe su apostolado, está llamado a la práctica de ciertas virtudes que le son indispensables al haber sido llamado por Dios para esta forma de vida y apostolado, propia de nuestra Familia Religiosa”[82]. “Todo buscador de Dios [o de la verdad]”, decía Santo Tomás, “debe avanzar por el camino de la virtud y la contemplación, ascesis necesaria para educar la inteligencia y purificar las pasiones, con fidelidad, obediencia y ‘según el sentir de la Iglesia’”[83].
El Directorio[84] menciona en particular ocho virtudes, aparte del “amor a la verdad” que debe primar como condición sine qua non para el servicio de ésta. Estas virtudes son:
– Consecuencia con la verdad: es decir, adaptar la vida a la verdad conocida. Sin esta congruencia entre lo que se vive y lo que se conoce (o sea, llevar hasta las últimas consecuencias –en la propia conducta– las verdades que se profesan), el estudio engendra fariseos que atan cargas pesadas e insoportables y las cargan sobre las espaldas de los hombres, mas ellos ni con el dedo las quieren mover[85].
– Humildad: porque sin humildad la investigación engendra soberbios y, peor aún, soberbios intelectuales, pedantes, pagados de sí y despreciadores del prójimo.
– Desinterés: la verdad hay que buscarla no porque sea útil, sino por lo que ella es y vale en sí: por su belleza intrínseca, por ser develación del misterio del ser, reflejo del Creador, camino que conduce a Dios. Cuando la verdad se busca por interés, se la subordina a otra cosa, y esa otra cosa determinará “cuánto de verdad se diga” y “cuánto de verdad se oculte”.
– Docilidad y fidelidad: al Espíritu Santo ante todo, a la Revelación, al Magisterio de Pedro, al ser de las cosas.
– Fortaleza: es decir, la tenacidad que hace que el estudioso no sea presa de la pereza, del desaliento, de la abulia. Es la cualidad que corona con el éxito a las empresas comenzadas.
– Templanza: La castidad en los afectos, pensamientos y obras (hacia sí mismo y hacia los demás) es condición esencial para adquirir, conservar y perseverar en la búsqueda de la verdad. La lujuria y la sensualidad corrompen la inteligencia y empujan a traicionar la verdad e incluso la fe.
– Estudiosidad: Se oponen a la estudiosidad tanto los que se desentienden del estudio exigido por las obligaciones de estado y profesión, cuanto los que se dedican tan sólo al estudio que satisface sus deseos. Los curiosos malgastan sus facultades reales.
– Espíritu de oración: La verdadera vida intelectual se sustenta en el espíritu de oración que debe no sólo preceder y concluir el trabajo intelectual, sino acompañarlo, permearlo y de algún modo, constituirlo: el mismo trabajo, especialmente, cuando se avoca a la inquisición teológica, es oración.
Finalmente, debemos recordar que el mejor testimonio que como misioneros podemos dar en servicio de la verdad es “el don de la propia vida hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo y el amor al prójimo. ‘Los ‘mártires’, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes desconocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia’[86]”[87]. Ya que, en el decir de San Agustín, “los santos… (son) los dientes de la Iglesia que desgajan de los errores a los hombres”[88].
Por este motivo, el derecho propio, hermosa y sucintamente, nos señala el martirio como el camino sublime en el servicio de la Verdad diciendo: “El sacerdote no debe ser tributario por razón de su investidura y de su ministerio. Debe transmitir la verdad de Dios, aún a costa de su sangre. Debe trasmitir la santidad de Dios aceptando ser un signo de contradicción. Debe transmitir la voluntad de Dios hasta dar la vida por las ovejas”[89].
Es decir, “el encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están inseparablemente unidos. […] En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí […] no puede ser servidor de la verdad”[90].
Quiera Dios un día complacerse en darnos la gracia de poder ser como Santo Tomás Moro, mártir, quien por no traicionar la verdad en el altar de la opinión pública por mero oportunismo político prefirió morir por defenderla. Después de su muerte encontraron escrito en el margen de su Liturgia de las Horas, la siguiente oración que él mismo escribió después de que supo que iba a ser condenado a muerte; oración que también nosotros podemos hacer nuestra: “Dame tu gracia Señor de tener el mundo en nada; de tener mi mente fija firmemente en Ti y no depender de las palabras de la boca de los hombres; para pensar alegremente en Dios y piadosamente pedir su ayuda; para apoyarme en la fortaleza de Dios y afanosamente trabajar por amarle; […] de estar contento en las tribulaciones […]; y para pensar que mis enemigos son mis mejores amigos, porque los hermanos de José no le podrían haber hecho mayor bien con su amor y su favor que el que le hicieron con su malicia y su odio. Estas verdades son más de desear por todo hombre que todos los tesoros de los príncipes y de los reyes, cristianos y paganos, reunidos y puestos a nuestros pies de una sola vez. Amén”[91].
Recordemos siempre que, si bien grande es el mal en el mundo, el triunfo es de Dios y de los que son de Dios.
Pidamos la gracia de ser como aquellos ‘apóstoles de los últimos tiempos’ de los que habla San Luis María Grignion de Montfort cuando dice que son: “Nubes tronantes y volantes, en el espacio, al menor soplo del Espíritu Santo. [Que] sin apegarse, ni asustarse, ni inquietarse por nada, derraman la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna, tronando contra el pecado, lanzando rayos contra el mundo, descargando golpes contra el demonio y sus secuaces, […] enseñando la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al santo Evangelio y no a los códigos mundanos […] sin perdonar, ni escuchar, ni temer a ningún mortal por poderoso que sea”[92].
En fin, queridos todos, nuestro servicio pastoral nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad sin reparar en el sacrificio. El Dios de verdad espera de nosotros que seamos los defensores vigilantes y los predicadores devotos de la misma. No olvidemos que proponer la verdad de Cristo y de su reino, es para nosotros un deber y el sublime oficio al que hemos sido llamados por ser anunciadores del Verbo.
Que Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia y Patrona de las Misiones, interceda por nosotros ante el Espíritu de Verdad para que también nosotros nos destaquemos en la ciencia de las cosas sobrenaturales y señalemos a los demás el camino cierto de la salvación.
A nuestra Madre Santísima, la Virgen María, le pedimos la gracia de que, buscando la verdad, y siendo proclamadores indómitos de la Verdad, lleguemos a la cima de la santidad. Que de la mano de esta Madre Bondadosa jamás aceptemos como verdad nada que carezca de amor. Y que no aceptemos como amor nada que carezca de verdad. Porque, como bien enseñaba Santa Edith Stein, el uno sin la otra se convierte en una mentira destructora[93].
¡Que viva la misión! Un gran abrazo a todos.
En el Verbo Encarnado y su Santísima Madre,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de octubre de 2018 – Santa Teresita del Nino Jesús, Doctora de la Iglesia y Patrona de las misiones
Carta Circular 27/2018
[1] Cf. Evangelii Nuntiandi, 78.
[2] Ven. Arz. Fulton Sheen, Old Errors and New Labels, cap. 1. [Traducido del inglés]
[3] P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, cap. 24, II, II.3.b.
[4] M. F. Sciacca, Gli arieti contro la verticale (Milano 1969), p. 148.
[5] Directorio de Evangelización de la Cultura, 141; op. cit. Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IV asamblea eclesial nacional italiana, Feria de Verona, (19/10/2006).
[6] Cf. Fides et Ratio, 91.
[7] Beato Pablo VI, Discurso de inicio del Concilio Vaticano II, (29/09/1963).
[8] San Agustín, Confesiones, cap. 1.
[9] Cf. Dignitatis humanae, 1-3.
[10] Cf. Dignitatis humanae, 14.
[11] 1 Tim 2, 1-4.
[12] “San Juan Pablo II describe el secularismo como ‘un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer’”. Directorio de Evangelización de la Cultura, 138; op. cit. Reconciliatio et Paenitentia, 18.
[13] Cf. San Juan Pablo II, Al Capítulo General de los Agustinos, (25/08/1983).
[14] Directorio de Evangelización de la Cultura, 65; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 19.
[15] Cf. Constituciones, 30-31.
[16] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 241.
[17] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 32; op. cit. Cf. Fides et Ratio, 83.
[18] Notas del VII Capítulo General, 104. Más aún, “se señaló como de primera importancia reforzar el Centro de Altos Estudios San Bruno”, ibidem, 59.a.
[19] 1 Tim 2, 4.
[20] Evangelii Nuntiandi, 78 citado en el Directorio de Misiones Ad Gentes.
[21] Jn 14, 6.
[22] Directorio de Espiritualidad, 66.
[23] Constituciones, 254; 257.
[24] Cf. Pastores Dabo Vobis, 47 citado en Constituciones, 203 y Directorio de Seminarios Mayores, 215.
[25] Cf. Constituciones, 216.
[26] Directorio de Espiritualidad, 44; op. cit. Cf. Flp 3, 21.
[27] Directorio de Evangelización de la Cultura, 188; op. cit. Cf. Gravissimum Educationis, 2.
[28] Constituciones, 19.
[29] Constituciones, 18.
[30] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los participantes en la XV Asamblea General de la Conferencia de los Religiosos de Brasil, (11/07/1989).
[31] Constituciones, 25; op. cit. Jn 14, 17.
[32] Cf. Constituciones, 216.
[33] Constituciones, 231.
[34] Directorio de Espiritualidad, 267; op. cit. Santo Tomás de Aquino, Super I ad Cor 11, cap. 12, lec. 1.
[35] Constituciones, 5.
[36] Directorio de Formación Intelectual, 43; op. cit. Donum veritatis, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 14.
[37] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).
[38] Directorio de Formación Intelectual, 43; op. cit. Donum veritatis, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 14.
[39] Directorio de Evangelización de la Cultura, 204; op. cit. Cf. Benedicto XVI, Discurso a los profesores y alumnos de las Universidades y Ateneos Eclesiásticos de Roma, (23/10/2006).
[40] Constituciones, 35.
[41] Directorio de Misiones Ad Gentes, 166; op. cit. Redemptoris Missio, 89.
[42] Directorio de Misiones Ad Gentes, 19.
[43] Cf. Constituciones, 7.
[44] San Juan Pablo II, Al Capítulo General de los Agustinos, (25/08/1983).
[45] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).
[46] San Juan Bosco, Obras Fundamentales, Parte III, p. 785.
[47] Constituciones, 226.
[48] Cf. Catechesi Tradendae, 53. Directorio de Evangelización de la Cultura, 94.
[49] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 94.
[50] Cf. 2 Cor 5, 14.
[51] Directorio de Misiones Ad Gentes, 138; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 78.
[52] Jn 8, 31-32.
[53] Directorio de Misiones Ad Gentes, 138; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 78.
[54] Directorio de Espiritualidad, 253.
[55] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 139.
[56] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos comprometidos en México, (12/05/1990).
[57] Directorio de Misiones Ad Gentes, 139.
[58] Ver Notas del VII Capítulo General, 74-75 que tratan sobre la necesidad de la preparación espiritual y doctrinal de nuestros misioneros.
[59] Cf. Constituciones, 199.
[60] Directorio de Seminarios Mayores, 297.
[61] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 458.
[62] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 305; op. cit. Pastores Dabo Vobis, 52.
[63] Cf. Directorio de Espiritualidad, 112.
[64] Cf. Directorio de Espiritualidad, 115; op. cit. San Juan Pablo II, Discurso del Papa a los jóvenes de Brescia; OR (03/10/1982), 14.
[65] Cf. Notas del VII Capítulo General, 75.
[66] Ibidem.
[67] Directorio de Vida Consagrada, nota 153; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 187, 3 c.
[68] Directorio de Formación Intelectual, 39.
[69] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 302.
[70] Directorio de Seminarios Mayores, 304.
[71] Directorio de Evangelización de la Cultura, 11; Cf. Fides et Ratio, 97.
[72] Beato Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 5; citado en Constituciones, 220.
[73] Gaudium et Spes, 21 (e).
[74] San Juan Pablo II, A los ministros Provinciales de los Capuchinos de Italia, en Roma, (01/03/1984).
[75] Cf. Directorio de Predicación de la Palabra, 44.
[76] Directorio de Seminarios Mayores, 385.
[77] Ef 5, 25.
[78] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 285; op. cit. Cf. Redemptionis Donum, 15.
[79] 1 Pe 2, 12.
[80] Directorio de Predicación de la Palabra, 86; op. cit. Beato Pablo VI, Discurso a los miembros del Consilium de Laicis (02/10/1974): AAS 66 (1974) 568, cit. en Evangelii Nuntiandi 41, nota 67.
[81] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 59; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 21.
[82] Cf. Directorio de Formación Intelectual, 14-15.
[83] Directorio de Formación Intelectual, 24; op. cit. San Juan Pablo II, Carta con ocasión del primer centenario de la “Revue Thomiste”; OR, (02/04/1993), p. 5.
[84] Cf. Directorio de Formación Intelectual, 16-23.
[85] Mt 23, 4.
[86] Redemptoris Missio, 45.
[87] Directorio de Misiones Ad Gentes, 123.
[88] San Agustín, Sobre la Doctrina Cristiana, Libro II, cap. 6.
[89] Directorio de Obras de Misericordia, 249.
[90] Benedicto XVI, Homilía con ocasión de la inauguración del Año Paulino, (28/06/2008).
[91] Santo Tomás Moro, A Devout Prayer, 1535. [Traducido del inglés]
[92] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción, 57; 59.
[93] San Juan Pablo II, Homilía de canonización de la Beata Benedicta de la Cruz, (11/10/1998).