“El ministerio de la misericordia divina”[1]
Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación[2]. Las palabras del Apóstol se presentan especialmente interpelantes a nosotros a quienes, como sacerdotes, compete el sublime ejercicio del ministerio de la misericordia divina.
“Nunca como en este tiempo ha tenido el hombre tanta necesidad de la misericordia”, decía san Juan Pablo Magno ya en los ’80. Es en este mismo sentido que el Papa Francisco nos recordaba en su Carta Apostólica Misericordia et misera: “El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del ministerio de la reconciliación[3], para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón”[4].
Por eso hablar de sacerdocio implica hablar de la cura de almas y hablar de sacerdotes es hablar de hombres que por el sacramento del Orden han sido llamados a ser “signos vivientes y eficaces de la misericordia de Dios”[5], sabiéndose ellos mismos “los primeros en ser perdonados”[6].
1. La práctica pastoral asidua de la confesión[7]
Como miembros del Instituto del Verbo Encarnado somos llamados de manera peculiar a evangelizar la cultura. “Pero ¿cómo evangeliza uno una cultura? ¿Cómo ayuda uno a la obra del Espíritu Santo entre los hombres? Se comienza evangelizando a la gente, ya que la cultura la produce la gente y está forjada por la calidad de las relaciones recíprocas y con Dios. Así, el primer paso es evangelizar, como Jesús lo hizo, llamando a cada uno por su nombre a la conversión”[8]. Conversión que implica la necesidad vital de unirse a Cristo mediante una intensa vida eucarística y de renovarse continuamente mediante la recepción del sacramento de la Reconciliación.
Así entendida, la misión del Instituto es la misma que la de la Iglesia, es decir, “llevar a los hombres a la conversión a Dios, a ‘la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe’[9], que debe tender a la digna recepción de los sacramentos”[10]. De lo cual se deduce que la recepción del sacramento de la Confesión constituye una ayuda especial −o, mejor dicho: imprescindible− a la hora de evangelizar la cultura. En efecto, estamos convencidos de que “la misericordia es indispensable para el progreso espiritual de cada alma, como para el progreso humano, civil y social”[11], y por tanto, consideramos que nuestra misión es eficaz si, como decía Juan Pablo II, ésta “impulsa a la conversión, esto es, al retorno a la verdad y a la amistad de Dios a aquellos que habían perdido la fe y la gracia con el pecado, si llama a una vida más perfecta a los cristianos rutinarios, si enfervoriza a las almas, si convence para vivir las bienaventuranzas, si suscita vocaciones sacerdotales y religiosas”[12]. No deja de impresionar el que debamos recordarnos y reafirmar a nosotros y a los demás, estas verdades en nuestro tiempo, donde muchas veces parece que se tiende un velo sobre la misión fundante y fundamental de la Iglesia en el mundo. Por su parte, el apostolado del confesionario es explícitamente destacado por nuestro derecho propio de una manera contundente al decir: “nuestros sacerdotes y el Instituto del Verbo Encarnado todo, debería ser conocido por la práctica pastoral asidua de la confesión […] Que la gente sepa que en todas partes donde haya sacerdotes de nuestra Familia Religiosa, siempre podrán encontrar un ‘padre espiritual’”[13].
La Exhortación Reconciliatio et Paenitentia, escrita por el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa, sostiene que “el Hijo de Dios viniendo como el Cordero que quita y carga sobre sí el pecado del mundo[14], aparece como el que tiene el poder tanto de juzgar[15] como el de perdonar los pecados[16], y que ha venido no para condenar, sino para perdonar y salvar[17]”[18]. Y ese poder que Jesús tiene para perdonar los pecados lo confirió a los Apóstoles y a sus sucesores responsables de continuar su obra de evangelización y redención. De lo cual se desprende la grandeza de la figura del ministro de la Penitencia, quien ha de actuar in Persona Christi como “hermano del hombre[19], pontífice misericordioso, fiel y compasivo[20], pastor decidido a buscar la oveja perdida[21], médico que cura y conforta[22], maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios[23], juez de los vivos y de los muertos[24], que juzga según la verdad y no según las apariencias[25]”[26].
Ahora bien, la práctica pastoral asidua de la Confesión exige de nuestra parte gran caridad pastoral y gran misericordia para llevar el alivio a las almas confiadas a nuestra solicitud.
Muchas veces se habla de la confesión como del “tribunal de la penitencia”, y no está mal, porque la Penitencia tiene algo de tribunal, y el sacerdote es el juez. Pero la Penitencia es mucho más que eso. “A diferencia de los tribunales puramente humanos, más que un instrumento de justicia es un instrumento de misericordia. Por eso se lo llama también el sacramento de la Reconciliación. Al absolver, el sacerdote libera al penitente del pecado que lo retenía prisionero. En el confesonario, además de jueces, hemos de ser padres, maestros, médicos, en una palabra, verdaderos pastores de la ovejita puesta a nuestros pies. Deberemos considerar las circunstancias, antecedentes, psicología del penitente; tener entrañas de padre, de buen samaritano que cauteriza las heridas provocadas por los salteadores. Si Dios ha esperado, mostrando una paciencia infinita, ¿con qué derecho nosotros, que somos también pecadores como lo es el que está delante nuestro, nos sulfuramos con el penitente, o lo tratamos con acritud de espíritu?”[27]. Y ¿de dónde aprende misericordia un sacerdote? La aprende de la profunda convicción de que Dios no nos trató como merecíamos[28], decía el Venerable Arzobispo Fulton Sheen.
El ejercicio del sublime oficio de confesar se reviste para nosotros, sacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado, de ciertas peculiaridades que el derecho propio subraya particularmente, haciéndose eco del abundante tesoro del Magisterio de la Iglesia y que siempre conviene tener presente si no queremos traicionar nuestra identidad y misión en el Cuerpo Místico de la Iglesia. Prestemos atención:
- “La máxima disponibilidad de los sacerdotes para la confesión debe ser algo propio de nuestras parroquias, procurando también que haya siempre durante la Santa Misa uno o más confesores. Se ha de invitar también a otros sacerdotes ajenos a la parroquia para oír confesiones, y donde sea posible y conveniente, instálese un centro de confesiones permanente”[29]. Algo muy similar repite el derecho propio en otro lugar al declarar que el “apostolado hacia los pecadores se ejercitará de modo particular en la administración del sacramento de la reconciliación, estando siempre disponibles en cualquier momento para oír confesiones”[30].
Esta máxima disponibilidad que se pide de nosotros estar siempre disponibles para tan alto ministerio y no solamente durante “el horario de confesiones”. Pero también es cierto que esa disponibilidad debe hacerse visible a las personas. Una de las maneras en que se puede hacer visible a las almas esa disponibilidad de parte los sacerdotes del IVE para escuchar confesiones San Manuel González la llamaba ‘el culto tempranero’: “Una iglesia abierta desde muy temprano, una hora, por lo menos, antes que empiecen los trabajos del pueblo, con un cura que sea el primero en entrar y el último en salir, y que espere sentado en el confesionario, y esto de una manera constante y fija, es una iglesia que no puede tardar mucho tiempo en verse concurrida.[…] Un cura sentado en su confesonario desde antes que salga el sol, dispuesto a no cansarse ni aburrirse de la soledad, no tardará mucho tiempo en ver llegar samaritanas y samaritanos que vengan a pedirle el agua que salta hasta la vida eterna”[31]. “¿Cómo vamos a fomentar entre nuestros feligreses, especialmente los ocupados, la meditación diaria a hora fija, la confesión frecuente y la dirección espiritual, si no les damos a hora fija y temprana iglesia y Sagrario abiertos y confesor a su disposición?”[32]. Una santa sugerencia para tener presente ya sea en las parroquias de los más lejanos poblados como en aquellas que están insertas en las grandes ciudades.
Esta disposición se manifiesta también a la hora de atender a los enfermos con prontitud (sin dilación) y que tantas veces requiere el sacramento de la misericordia divina. “La enfermedad hace posible que muchos enfermos se acerquen por primera vez a los Sacramentos, es por ello que será muy importante nuestra solicitud trabajando con su familia y especialmente cuando ésta se oponga a los Sacramentos de la Penitencia y la Unción, por temor al miedo que esto pueda producir en el paciente”[33]. Es un acto de verdadero amor confortar a los enfermos con los sacramentos, especialmente el de la Confesión, el de la Unción de los enfermos, y el viático de la Eucaristía −el último, antes de que vean a Dios más allá de los signos sacramentales−. Por eso el Papa Polaco recomendaba insistentemente a los sacerdotes: “Sed siempre diligentes y fervorosos en la administración de estos sacramentos de la misericordia, sin ahorrar energías ni tiempo, profundamente conscientes de que ‘la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia −el atributo más estupendo del Creador y del Redentor− y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora’[34]”[35].
Por otra parte, con ocasión de las misiones populares no hay que ser remisos en dedicar un día de la misión para que sea “un día penitencial, en el cual se escuchen confesiones todo el día. En rigor, es ideal que un padre misionero permanezca siempre en el centro misional y que la gente sepa que está a su disposición desde el primer día de la misión”[36].
Persuadidos de la importancia de la vida de la gracia y del inmenso valor del sacramento de la confesión podemos afirmar que la mayoría de nuestras actividades pastorales deben incluir esa disponibilidad para la confesión. Así lo hemos aprendido incontables veces desde los inicios, por ejemplo, cuando al lado de nuestras procesiones siempre habían sacerdotes con la estola morada y rezando el rosario; cuya sola presencia era un silencioso pero elocuente llamado a la reconciliación con Dios para las personas que participan o ven pasar la procesión; lo mismo sucede en nuestros campamentos, en los encuentros con los jóvenes, con las familias, en los oratorios en los que nunca puede faltar el sacerdote que espera paciente dispuesto a oír confesiones.
Dadas las circunstancias especiales que estamos atravesando a causa de la pandemia, cuán edificante y loable ha sido el ejemplo de varios de nuestros miembros que aun a riesgo de contagiarse ellos mismos con toda valentía y espíritu sacerdotal se llegaron hasta los enfermos para escuchar su confesión y llevarles los últimos sacramentos. ¡Ese es el verdadero temple de un sacerdote del Verbo Encarnado! Que “¡no arruga ante ninguna dificultad, ni se arredra ante ningún obstáculo!”[37].
De lo dicho hasta aquí podemos concluir que todo sacerdote del Instituto debe dedicar una parte generosa de su tiempo al ministerio del sacramento de la Penitencia −que la gracia de Dios hará fecundo− y a instruir a las almas sobre el valor y la importancia de dicho sacramento para la vida cristiana; lo cual nos lleva a la segunda característica del ejercicio de este ministerio resaltada en los documentos de nuestro Instituto.
- “Parece muy conveniente que los sacerdotes prediquen sobre los beneficios maravillosos de la confesión frecuente”[38]. A este propósito el Directorio de Predicación de la Palabra especifica −siguiendo las enseñanzas de San Alfonso María de Ligorio[39]− que a la hora de elegir la materia de la predicación los sacerdotes del Instituto han de “tener cuidado de escoger las que de modo especial mueven a aborrecer el pecado y a amar a Dios”[40]; “… del amor que nos tiene Jesucristo, del que nosotros le debemos profesar y de la confianza que siempre debemos tener en su misericordia cuando queramos enmendarnos”[41]; “… de los medios para conservarse en la gracia de Dios, como la huida de las ocasiones peligrosas y de las malas compañías, la frecuencia de sacramentos…”[42]; “… de las malas confesiones que se hacen callando los pecados por vergüenza”[43], etc.
Por eso, las Constituciones señalan que se ha de ayudar a las personas (incluso a nuestros miembros y especialmente a los que están en formación) a “descubrir la belleza y la alegría del sacramento de la penitencia, en un mundo que ha perdido el sentido del pecado y de la misericordia divina”[44].
- “Esforzándose en poseer la ciencia debida y actualizándose en cuestiones de moral”[45]. Para los miembros del Instituto es “imprescindible el conocimiento de la debida ciencia moral”[46] y esto a título doble: ya para ejercer el ministerio de la reconciliación[47] como así también “para cumplir la finalidad de nuestro Instituto de evangelizar las culturas, lo cual supone ordenarlas para que ayuden al hombre a alcanzar su fin, y por tanto un discernimiento de la moralidad de las mismas, ya que la moralidad es la relación trascendental de lo humano hacia el fin último”[48]. Es por eso, que todos “los sacerdotes deben tener conocimiento de la teología espiritual y han de ejercitarse en el discernimiento de espíritus”[49]. Pues los sacerdotes son “educadores de la fe, formadores de conciencias, guías de las almas, para permitir a cada cristiano desarrollar su vocación personal”[50], por eso conviene y mucho el prepararse bien −remota y próximamente− para la administración del sacramento de la Confesión.
En Reconciliatio et Paenitentia se lee que para el cumplimiento eficaz del ministerio de la Confesión el sacerdote “debe tener, también, una preparación seria y cuidada, no fragmentaria sino integral y armónica, en las diversas ramas de la teología, en la pedagogía y en la psicología, en la metodología del diálogo y, sobre todo, en el conocimiento vivo y comunicativo de la Palabra de Dios. Pero todavía es más necesario que él viva una vida espiritual intensa y genuina. Para guiar a los demás por el camino de la perfección cristiana, el ministro de la Penitencia debe recorrer en primer lugar él mismo este camino y, más con los hechos que con largos discursos dar prueba de experiencia real de la oración vivida, de práctica de las virtudes evangélicas teologales y morales, de fiel obediencia a la voluntad de Dios, de amor a la Iglesia y de docilidad a su Magisterio”[51].
Del gran confesor san Leopoldo Mandic se dice que “había tomado muy en serio la preparación para el desempeño de tan delicado ministerio, no sólo estudiando a fondo teología dogmática, el derecho, la moral, la ascética, la mística, durante el período de sus estudios anteriores al sacerdocio, sino que después continuó aplicándose muy seriamente a esta clase de estudios, durante toda su vida.
Eran sus autores preferidos san Agustín, santo Tomás y san Alfonso María de Ligorio; con ellos tenía siempre a mano otros autores modernos […]. Daba también mucha importancia a las encíclicas de los Papas; ya que según decía, se encuentra en ellas el camino más fácil y más seguro para solucionar las cuestiones más difíciles, incluso desde el punto de vista de casuística moral”[52].
Particularmente a nosotros se nos recomienda que en nuestro esfuerzo por adquirir ciencia y ejercitarnos en el discernimiento de espíritus: la oración, el estudio de la Sagrada Escritura, de los escritos de los Padres, de los grandes Teólogos y de los Místicos, la propia experiencia de la vida espiritual, así como también la familiaridad y conocimiento profundo de las Reglas de discernimiento de espíritus de San Ignacio de Loyola[53], todos estos elementos ocupen un lugar preponderante.
“No dejéis de estudiar y orar a fin de estar a la altura del ministerio de la pacificación del hombre con Dios, facultad tan inaudita, que hizo exclamar con estupor: ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?”[54].
- Finalmente, y sobre todo, a ejemplo de Cristo, hemos de ejercer este precioso ministerio de la Confesión mostrando entrañas de verdadera misericordia[55].
“El sacerdote tiene que vivir una misericordia realmente heroica. […] Misericordia heroica que de manera particular debe manifestarse en el ejercicio de ese gran sacramento de la misericordia que es la confesión, que implica horas y horas y que es muy cansador. Llega a ser en algún momento una cosa aburrida para el sacerdote que desde hace tantos años está confesando más o menos siempre las mismas cosas, con sus más y con sus menos, con algún pequeño agregado. Hay que tener esa disposición que solamente da un corazón misericordioso”[56].
San Alfonso, Patrono de los confesores, mereció este título porque desde los primeros años de su sacerdocio confesó mucho, sobre todo durante los ejercicios espirituales y las misiones populares, adquiriendo en este campo una experiencia incomparable.
En su Praxis confessarii indica las condiciones para que el ejercicio de esta ars artium −como se complacía en definirlo, siguiendo el ejemplo de san Gregorio Magno− sea fructuoso: “El confesor no puede considerarse satisfecho con una santidad que se limite al simple estado de gracia, sino que debe sentirse colmado por la caridad, la mansedumbre y la prudencia”[57].
“Gracias a estas virtudes −comentaba san Juan Pablo II− el confesor podrá hacerse ministro de la caridad divina, ejercitando la no fácil tarea de padre, médico, doctor y juez.
Como padre, acogerá a los penitentes con amor sincero, manifestando una comprensión mayor a los que hayan pecado más, y después los despedirá con palabras impregnadas de la misericordia a fin de alentarlos a volver al camino de la vida cristiana[58].
Como médico, deberá diagnosticar con prudencia las raíces del mal y sugerir al penitente la terapia oportuna, merced a la cual pueda vivir conforme a la dignidad y a la responsabilidad de persona creada a imagen de Dios[59].
Como doctor, buscará conocer a fondo la ley de Dios profundizando los diversos aspectos con el estudio de la teología moral, de manera que no dé al penitente opciones personales, sino lo que el magisterio de la Iglesia enseña auténticamente[60].
Como juez, en fin, practicar la equidad. Es necesario que el sacerdote juzgue siempre de acuerdo con la verdad, y no según las apariencias, preocupándose por hacer comprender al penitente que en el corazón paterno de Dios hay lugar también para él”[61].
A imitación del Verbo Encarnado debemos tener en todos nuestros afanes pastorales esa paciencia y esa bondad de las que el Señor mismo nos ha dejado ejemplo, habiendo venido no para juzgar, sino para salvar[62]. “Como Cristo, sed intransigentes con el mal, pero misericordiosos con las personas. En las dificultades que puedan tener, los fieles deben hallar en vuestras palabras y en vuestro corazón de pastores el eco de la voz del Redentor manso y humilde de corazón[63]”[64], decía San Juan Pablo II.
Fulton Sheen cuenta de una mujer que después de treinta años decide irse a confesar. El confesor, un sacerdote que en treinta años no había hecho su meditación antes de la misa, le ladró la siguiente pregunta: ‘¿Cómo es posible que haya estado alejada de la Iglesia por treinta años?’ A lo cual la mujer respondió: ‘Porque hace treinta años me encontré con un sacerdote igual a Usted’. “La profundidad de nuestra compasión es la medida de nuestro éxito apostólico”[65], concluía el venerable arzobispo americano.
“Muchas veces el sacerdote está muy ocupado, pero tiene que aprender a ocuparse en las cosas principales del ministerio, no en cosas accidentales o en cosas secundarias. Las almas necesitan hablar con el sacerdote y necesitan contarle sus cosas, porque el sacerdote también es médico de las almas”[66].
Finalmente, pero no por eso menos importante, digamos que si en el pasado reciente y más aún en el presente hay como una crisis del sacramento de la Confesión debemos reconocer que entre los muchos factores que pueden haber contribuido a tal situación no pocas veces influye negativamente la falta del entusiasmo o disponibilidad para el ejercicio de tan exigente y delicado ministerio. Por tanto, si la pastoral del Instituto ha de ser en todo ámbito “con garra”, entusiasta y de propuesta, también lo debe ser a la hora de realizar con firmeza y convicción el apostolado de la reconciliación del hombre con Dios. En este sentido, “hay que celebrar el sacramento del mejor modo posible y en las formas litúrgicamente previstas, para que conserve su plena fisonomía de celebración de la Divina Misericordia”[67]. En este sentido es importante que el ministro cumpla bien su obligación. Su capacidad de acogida, de escucha, de dialogo, y su constante disponibilidad, son elementos esenciales para que el ministerio de la reconciliación manifieste todo su valor. El anuncio fiel, nunca reticente, de las exigencias radicales de la palabra de Dios, ha de estar siempre acompañado de una gran comprensión y delicadeza, a imitación del estilo de Jesús con los pecadores”[68].
2. Experiencia personal del sacramento de la Reconciliación
Ha sido siempre la enseñanza de la Iglesia que a través de los sacerdotes se muestra la misericordia de Dios que perdona los pecados en el sacramento de la Penitencia. Y aunque la administración del sacramento del perdón es “sin duda, el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, es también uno de los más hermosos y consoladores ministerios del Sacerdote”[69]. “Sed por ello”, decía Juan Pablo II a sacerdotes y religiosos, “los primeros en recibir con frecuencia este sacramento de auténtica fe y devoción”[70]. Pues, para ser fieles y cumplir adecuadamente nuestro ministerio de santificar es imprescindible nuestra experiencia personal del sacramento de la reconciliación, por medio de la confesión frecuente. Ya que la gozosa experiencia de ser perdonados por Cristo alimenta el deseo de ofrecer a otros su perdón[71].
Por eso, “para nuestra minúscula Familia Religiosa el santo sacramento de la Reconciliación o Penitencia ocupa un lugar importantísimo en la vida espiritual, de tal modo que consideramos recomendable que se lo reciba semanalmente”[72]. Esa ha sido y sigue siendo practica normal según nuestro modo de vivir la vida religiosa en el Instituto. Y paternalmente el derecho propio nos exhorta a “tener devoción a la confesión frecuente”[73] enumerando los “muchos frutos que de ella se siguen: ‘…aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia en la virtud del sacramento’”[74].
Es decir, del mismo modo en que se pide disponibilidad para administrar el sacramento de la Confesión también se pide de nuestros miembros asiduidad en la recepción del mismo, para que Cristo purifique nuestro corazón constantemente, haciendo a sus ministros menos indignos de los misterios que celebran[75].
Es de notar que con gran acierto la Liturgia en el Canon Romano llama a los sacerdotes “pecadores”: “A nosotros, pecadores, siervos tuyos…”[76]. Los sacerdotes llevan un tesoro en vasijas de barro[77]. Por eso, es importante, “protegerlo y cuidarlo, mediante la oración diaria, mediante la celebración de la santa misa y mediante la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia”[78], aseguraba el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa. Nunca deben nuestros miembros desestimar la importancia que tiene el sacramento de la Penitencia juntamente con el de la Eucaristía para robustecer al alma para el tiempo de la prueba.
“¿Quién no ve que el sacerdote, constituido por Dios ministro de la reconciliación de Cristo, está llamado a experimentar el primero en sí mismo el don de la reconciliación, haciéndolo operante en la propia vida? Estamos persuadidos de que no es posible proponer a los demás el mensaje de la reconciliación, si no somos capaces de vivir su potencia salvadora en nosotros mismos.
En una Iglesia llamada a renovarse, los sacerdotes deben ir delante de los hermanos con el ejemplo y con la vida. También de esta valoración personal del sacramento de la penitencia, como vía maestra de purificación y crecimiento en la fe, derivará para vosotros un aprecio ulterior del inconmensurable don que el Señor os ha hecho, al elegirlos sacerdotes suyos, para perdonar los pecados en su nombre”[79].
El sacerdote que tiene familiaridad con el Señor en la oración es el que tiene más clara conciencia de ser pecador, aunque nunca en su vida hubiese cometido un pecado mortal. Por eso, en su primera Carta a los sacerdotes el Jueves Santo de 1979, Juan Pablo II, les insistía: “Convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: Sígueme. Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad, ante el Señor de nuestros corazones, para que seamos ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios[80]. Convertirse significa dar cuenta también de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente ‘de modo humano’ y no ‘divino’”.
La vocación sacerdotal es una vocación especial a la santidad a fin de que, actuando en la persona de Cristo, santifiquen a los demás. Así, entonces, como ministros de los sacramentos, los sacerdotes llevan el don de la salvación al pueblo de Dios y lo alimentan con la vida divina que ellos mismos han recibido de Cristo. Ahora bien, el desafío de presentar a Cristo exige una conversión constante. “El sacerdote, dice Fulton Sheen, que ha sido crucificado y que ha soportado su pasión con paciencia siempre será un sacerdote misericordioso. Si fuera de un confesionario un día sábado hay una línea larga de penitentes y en el otro confesionario hay uno o dos penitentes, es hora que ese sacerdote [en el último confesionario] se haga a sí mismo algunas preguntas. La santidad atrae a los penitentes. Porque la atracción de tales sacerdotes es la de Cristo”[81].
Si para todos los miembros del Instituto siempre será de enorme provecho espiritual el considerar que uno es pecador, cuánto más para los ministros de los misterios sagrados que necesitan una conversión continua. Decía San José Cafasso: “Para ser sacerdote ejemplar no basta el juicio del mundo. Un sacerdote puede ser reputado como santo y no serlo delante de Dios. Un tercio de las virtudes propias del eclesiástico bastan para que se le considere como santo, pero el Señor no lo reconoce como tal, si no procura con todas sus fuerzas, no sólo huir del pecado mortal, sino también de la falta venial y de la apariencia de culpa”[82]. Es esa clara conciencia de que somos pecadores la que debe llevar a sus ministros ser hombres de la misericordia.
Con gran realismo el venerable arzobispo americano escribió: “Cada vez que sus rodillas se doblan en confesión, el sacerdote admite que ha tenido algo que ver con la Crucifixión de nuestro Señor y cuando sus pies se mueven, como gusanos, saliendo por debajo de la cortina del confesionario, éste resucita de entre los muertos. Dios no eligió ángeles para que sean sus sacerdotes-víctimas, porque ellos no habrían entendido lo que es la debilidad humana. Eligió en cambio vasijas frágiles que conocen en su misma debilidad la esperanza de ser fuerte otra vez que arde en el corazón de un creyente. Al escuchar las confesiones de otros, un sacerdote ve más tumbas vacías que aquellas que iluminó el sol de la Primera Pascua en Jerusalén. Cuando él mismo se confiesa, su espíritu siente la dulce indiferencia que viene de la fe. Si muero, estaré con Cristo; si vivo, Cristo estará conmigo”[83].
“Hay sacerdotes −decía san José Cafasso− que van a confesarse, cuando pueden, a escondidas, en secreto: parece que tienen miedo de que la gente sepa que se confiesan. ¿Por qué tanto misterio por nuestra parte al confesarnos? ¿Acaso los fieles dejaran de estimarnos si nos ven frecuentar un tal sacramento?”[84]. Muy por el contrario, el santo consideraba un buen ejemplo para la gente el ver a un sacerdote confesarse.
La inmensa mayoría de los miembros del Instituto tienen la gracia de vivir con otro sacerdote del Instituto o al menos cerca de otros. Cualquiera sea el caso, el derecho propio destaca que la “confesión de los miembros entre sí es una excelente manifestación de la caridad exquisita que debe reinar en la comunidad”[85] y señala que “todo sacerdote del Instituto del Verbo Encarnado debería tener como prioridad apostólica absoluta la atención y disponibilidad para con sus hermanos en la vida religiosa. Por eso, el fomentar las visitas –especialmente de los que están más lejos y aislados– y ser generoso con el propio tiempo para con los hermanos en el sacerdocio y la vida religiosa es una de las manifestaciones más claras de la caridad exquisita que nuestra Familia quiere vivir”[86].
Estas visitas a los sacerdotes que están más alejados, aunque implique largas horas de viaje y sólo para estar allí una o dos horas y volver a emprender el viaje de regreso, es algo que hemos crecido viéndolo hacer a nuestros mayores y que no se debiera perder; antes bien, es un precioso ejemplo que los sacerdotes del Instituto debiéramos pasar a las futuras generaciones.
En una palabra: amemos este sacramento, colaboremos con nuestra disponibilidad a darle el puesto central en la vida cristiana que nos pide el Santo Padre, y recibámoslo nosotros mismos a menudo.
* * * * *
Concluyamos con las palabras de Reconciliatio et paenitentia que aunque escrita hace ya 36 años sigue tan vigente como entonces:
“Tengan todos un mismo sentir…, no devolviendo mal por mal …, sean promovedores del bien[87]. […] Que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal[88].
Esta consigna está impregnada por las palabras que Pedro había escuchado del mismo Jesús, y por conceptos que eran parte de su gozosa buenanueva: el nuevo mandamiento del amor mutuo; el deseo y el compromiso de unidad; las bienaventuranzas de la misericordia y de la paciencia en la persecución por la justicia; el devolver bien por mal; el perdón de las ofensas; el amor a los enemigos. En estas palabras y conceptos está la síntesis original y transcendente de la ética cristiana o, mejor y más profundamente, de la espiritualidad de la Nueva Alianza en Jesucristo”[89].
Confiamos al Padre, rico en misericordia; al Hijo de Dios, hecho hombre como nuestro redentor y reconciliador; y al Espíritu Santo, fuente de unidad y de paz, la pastoral de la reconciliación que realiza el Instituto en todo el mundo y que está tan intrínsecamente unida a nuestro fin específico.
Que María Santísima en quien fue realizada por Cristo la reconciliación del hombre con Dios, acreciente nuestra valoración de la necesidad e importancia del Sacramento de la Penitencia[90] y nos inspire una pastoral entusiasta en este sentido. Asimismo, roguemos a la Virgen la gracia de saber reconocer que el sacramento de la Confesión es también ayuda, orientación y medicina de la vida sacerdotal[91].
NOTAS:
[1] San Juan Pablo II, Discurso a la Sagrada Penitenciaria apostólica y a los penitenciarios de las Basílicas Patriarcales, (30/1/1981).
[2] 2 Co 5, 18.
[3] Ibidem.
[4] Francisco, Misericordia et misera, 11.
[5] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, (22/11/1981).
[6] Misericordia et misera, 11.
[7] Directorio de Dirección Espiritual, 67.
[8] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas en Maseru (Lesoto), (15/09/1988). El énfasis es del Santo Padre.
[9] Redemptoris Missio, 46.
[10] Constituciones, 165.
[11] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, (22/11/1981).
[12] Directorio de Misiones Populares, 3; op. cit. San Juan Pablo II, El anuncio del Evangelio en la sociedad moderna. Discurso a los participantes del congreso nacional italiano sobre el tema “Misiones al pueblo para los años 80”, (06/02/1981). De modo particular, San Juan Pablo II instaba a los sacerdotes a ver en la dirección espiritual y en la administración acertada del sacramento de la penitencia un servicio irremplazable de discernimiento, de promoción y de orientación de las vocaciones, especialmente de las contemplativas. Cf. Al Capítulo General de los Carmelitas Descalzos, (04/05/1985).
[13] Cf. Directorio de Dirección Espiritual, 67.
[14] Cf. Jn 1, 29; Is 53, 7.12.
[15] Cf. Jn 5, 27.
[16] Cf. Mt 9, 2-7; Lc 5, 18-25; 7, 47-49; Mc 2, 3-12.
[17] Cf. Jn 3, 16 s.; 1 Jn 3, 5.8.
[18] Reconciliatio et Paenitentia, 29.
[19] Cf. Mt 12, 49 s.; Mc 3, 33 s.; Lc 8, 20 s.; Rm 8, 29: … primogénito entre muchos hermanos.
[20] Cf. Hb 2, 17; 4, 15.
[21] Cf. Mt 18, 12 s.; Lc 15, 4-6.
[22] Cf. Lc 5, 31 s.
[23] Cf. Mt 22, 16.
[24] Cf. Hch 10, 42.
[25] Cf. Jn 8, 16.
[26] Reconciliatio et Paenitentia, 29.
[27] P. Alfredo Sáenz, In Persona Christi, cap. 5.
[28] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 6. [Traducido del inglés]
[29] Directorio de Parroquias, 87.
[30] Constituciones, 181, y Directorio de Parroquias, 135.
[31] Cf. San Manuel González, Obras Completas, Lo que puede un cura hoy, 1678.
[32] Cf. San Manuel González, Obras Completas, Aunque todos…yo no, 26.
[33] Directorio de Obras de Misericordia, 94.
[34] Dives in misericordia, 13.
[35] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, (22/11/1981).
[36] Directorio de Misiones Populares, 133.
[37] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 3, 11.
[38] Cf. Directorio de Dirección Espiritual, 64.
[39] San Alfonso María de Ligorio, Obras Ascéticas, en Sermones Abreviados para todas las Domínicas del año, Introducción, BAC, Madrid 1954, pp. 449 ss.
[40] Directorio de Predicación de la Palabra, 51.
[41] Ibidem, 52.
[42] Ibidem, 54.
[43] Ibidem, 55.
[44] Constituciones, 205.
[45] Directorio de Parroquias, 135.
[46] Directorio de Seminarios Mayores, 351.
[47] Ibidem.
[48] Ibidem.
[49] Cf. Directorio de Parroquias, 137.
[50] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Notre-Dame de París, (30/05/1980).
[51] Reconciliatio et Paenitentia, 29.
[52] Citado por P. Miguel A. Fuentes, IVE, A quienes perdonéis, Parte II, cap. 2, 4.
[53] Cf. Directorio de Dirección Espiritual, 37.
[54] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y consagrados en Montevideo, (31/03/1987).
[55] Cf. Directorio de Parroquias, 135.
[56] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 2, 17.
[57] San Alfonso María de Ligorio, Theologia moralis, ed. Gaudé, t. IV, Roma 1912, p. 527.
[58] Cf. Ibidem, p. 528.
[59] Cf. Ibidem, p. 530.
[60] Cf. Ibidem, p. 537.
[61] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Pagani (Italia), (12/11/1990).
[62] Cf. Jn 3,17.
[63] Mt 11,29.
[64] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, (22/11/1981).
[65] The Priest Is Not His Own, cap. 6. [Traducido del inglés]
[66] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 2, 17.
[67] San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes el Jueves Santo, 2001.
[68] Ibidem.
[69] Cf. Reconciliatio et paenitentia, 29.
[70] Al clero, religiosos, religiosas y laicos en Lima, Perú, (01/02/1985).
[71] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Santo Domingo, (10/10/1992).
[72] Directorio de Espiritualidad, 101.
[73] Ibidem.
[74] Ibidem; op. cit. Pío XII, Mystici Corporis Christi, 73c.
[75] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes el Jueves Santo, 2001.
[76] Misal Romano, Plegaria eucarística I, 56.
[77] Cf. 2 Co 4, 7.
[78] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Luxemburgo, (16/05/1985).
[79] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Bari, Italia, (26/02/1984).
[80] 1 Co 4, 1.
[81] The Priest Is Not His Own, cap. 9. [Traducido del inglés]
[82] A. Grazioli, Modelo de Confesores: San José Cafasso (Madrid s/f), 30-31.
[83] Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 9. [Traducido del inglés]
[84] Citado por P. Miguel A. Fuentes, IVE, A quienes perdonéis, Parte II, cap. 6, 1.
[85] Directorio de Dirección Espiritual, 54.
[86] Ibidem, 56.
[87] 1 Pe 3, 8-9.13
[88] 1 Pe 3, 17.
[89] Reconciliatio et paenitentia, 35.
[90] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 161.
[91] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes el Jueves Santo, 2001.