Unidos en la misión

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Unidos en la misión
Directorio de Vida Fraterna, 25

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

En el mes en el que la Iglesia dedica a contemplar y honrar el Sacratísimo Corazón de Jesús que en la Última Cena nos proclamó sus amigos[1] –no sin antes habernos dicho amaos los unos a los otros como yo os he amado[2] a fin de que vayamos y demos testimonio de caridad y nuestro fruto permanezca[3]–; deseo escribirles acerca del testimonio y la misión de fraternidad a la que Cristo nos llama.

Explícitamente nuestras Constituciones señalan: “En nombre de Cristo queremos constituir una Familia Religiosa en la que sus miembros estén dispuestos a vivir … amándonos de tal manera los unos a los otros por ser hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Hijo y templos del mismo Espíritu Santo, que formemos un solo corazón y una sola alma[4].

Es decir, el Verbo Encarnado nos ha llamado en nuestro Instituto para dar testimonio del amor de Dios que arde en nuestros corazones, haciéndonos sus amigos y colaboradores en la obra sublime de la Redención según nuestra propia vocación, es decir, según nuestro carisma propio.

Ya lo decía San Juan Pablo II: “La Iglesia hoy no tiene necesidad de funcionarios, administradores o empresarios, sino sobre todo de ‘amigos de Cristo’, que sepan manifestar el amor en una actitud de servicio altruista que no excluya a nadie”[5].  Ya que la comunión con Cristo siempre rebosa en comunión y caridad fraterna con los demás.

1. Cristo: Primogénito entre muchos hermanos[6]

A los que de antes conoció, a ésos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo[7], dice San Pablo.

Este pasaje de la Carta a los Romanos nos habla, ante todo, de nuestra vocación eterna. Aunque, de manera inevitable, a nosotros nos hace pensar también en nuestra vocación religiosa y sacerdotal, a través de la cual a nosotros muy particularmente Dios nos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo[8]. Esto nos tiene que llevar a “reconocer siempre que nuestra vocación tiene su fuente sólo en Dios que nos conoce a cada uno en el Verbo, su Hijo, y conociéndonos, nos predestina, para que también nosotros lleguemos a ser sus hijos. Así, el Hijo eterno y unigénito, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, tiene sus hermanos en la tierra, siendo Él el primogénito entre muchos hermanos[9][10].

¡Hemos sido hermanados en Cristo! ¡y con Cristo! Por este motivo, “pensar en nuestra vocación sacerdotal quiere decir también, tener familiaridad con el misterio eterno que es el misterio de la caridad, el misterio de la gracia. Esta es, sin duda, la dimensión fundamental y plena de nuestra preparación al sacerdocio”[11]. Y el darse cuenta de ello le da a nuestra vocación su sentido profundo en la perspectiva de toda nuestra vida.

Por otro lado, podemos además decir que nuestra vocación singular implica que, ante todo, estamos unidos a Jesús, de una manera muy especial: como amigos[12]. Porque si bien en el plano natural no todos los hermanos son amigos, sí todos los verdaderos amigos son como hermanos, Y a nosotros Cristo nos llama a título doble: a ser sus hermanos e indisolublemente sus amigos.

No os llamo siervos, os llamo amigos[13]. Estas palabras pronunciadas por Él antes de morir y, en el contexto inmediato de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial, expresan de alguna manera la esencia del ministerio al que aspiran nuestros seminaristas o del que ya gozamos muchos de nosotros. Hemos sido especialmente elegidos para ser amigos de Jesucristo.

Cristo mismo nos explicó lo que esta elección significa: el siervo no sabe lo que hace su amo; los amigos, por otro lado, se conocen a fondo, porque en la amistad el uno se revela al otro[14]. Esto quiere decir que el verdadero amigo entiende, acoge, defiende a su amigo y de una manera muy real participa en su vida.

Es así que esta comunión amorosa con Cristo hace que tengamos los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[15]. Es decir, que tengamos la mentalidad de Cristo[16],  la cual se adquiere en “la santa familiaridad con el Verbo hecho carne”[17]. Tan importante es la familiaridad íntima con Cristo que San Juan Pablo II aseguraba que en ello reside “el fundamento sólido de toda vida sacerdotal y religiosa”[18] y nuestras Constituciones señalan este elemento como “absolutamente imprescindible”[19].

Sin esta amistad sería difícil pensar que Él nos haya confiado, después de los Apóstoles, el sacramento de su Cuerpo y Sangre y, más aun, el poder celebrarlo in persona Christi. Sin esta amistad especial sería también difícil pensar que nos hubiese dado el poder de perdonar los pecados[20].  Y que nos hubiese confiado sus ovejas, por las que dio su vida. De hecho, a San Pedro se las confió solamente después que el Apóstol le profesase su amor incondicional: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo[21].

Esta amistad con Cristo que nos hizo dejarlo todo por Él[22] que nos llamó a seguirle de cerca, también nos involucra en su misión, como lo hizo con sus apóstoles. Ya que, como bien dicen nuestros documentos, la misión pertenece a la voluntad salvífica de Cristo[23].

Quién puede negar que la amistad con Cristo ha requerido de nuestra parte varios sacrificios, separaciones dolorosas, y un constante exponerse a quién sabe qué dificultades. Pero estas separaciones, esas renuncias no se hacen una sola vez, sino todos los días y eso supone presentarse como ministros de Dios con gran firmeza en las tribulaciones, en las necesidades, en las angustias… con paciencia, sabiduría, bondad, espíritu de santidad, amor sincero[24]. A fin de que Cristo pueda verdaderamente decir de nosotros, como de sus apóstoles: Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas[25].

Con la ordenación sacerdotal, en fuerza del carácter sacramental, hemos sido hechos ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios[26]; somos embajadores de Cristo[27]. Por tanto, tenemos, que representar a Cristo. Y la única manera de representarlo es “reproduciéndolo[28], haciéndonos semejantes a Él[29], configurándonos con Él[30][31]; haciendo del querer o del no querer de Cristo el nuestro, porque ésa es la sólida amistad.

La amistad de Cristo compromete. Por tanto, “estamos obligados, como amigos, a sentir en nosotros lo que vemos en Jesucristo, que es santo, inocente, inmaculado[32]: como embajadores suyos, hemos de ganar –para sus doctrinas y leyes– la confianza de los hombres, comenzando antes por observarlas nosotros mismos; como participantes de su poder, tenemos que liberar las almas de los demás de los lazos del pecado, pero hemos de procurar con todo cuidado no enredarnos nosotros mismos en ellos. Pero, sobre todo, como ministros suyos, al ofrecer la Víctima en el Santo Sacrificio del altar, nos hemos de poner en aquella misma disposición de alma con que Él se ofreció a Dios cual hostia inmaculada en el ara de la cruz”[33].

Si al menos de vez en cuando ponderáramos en el alma todo el peso y la profundidad de ser hermanos-amigos de Cristo, podríamos exclamar con San Manuel González: “¡Ser nombrado amigo de Jesús! ¡Yo creo que entre los nombramientos que puedan firmar los hombres enalteciendo a otros hombres, y que pueda firmar la misma mano de Dios en favor de sus hijos de la tierra, no hay ninguno que confiera tanto honor y suponga tanto amor como de amigo de Jesús hecho por el mismo Jesús[34].

Pero esta amistad con el Verbo Encarnado “no se improvisa, sino que se prepara durante muchos años en el seminario, y después se redescubre y se profundiza continuamente”[35] a lo largo de nuestra existencia sacerdotal.

Por eso es conveniente que ya incluso desde el noviciado y luego en el seminario todos nuestros miembros aprendan a conocer el Corazón de Cristo, para convertirse en sacerdotes según su Corazón[36]. Esto es lo que nos prescribe el derecho propio haciéndose eco del Magisterio de la Iglesia: “La formación espiritual… debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en el trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Habiendo de configurarse con Cristo sacerdote por la Sagrada Ordenación, habitúense a unirse a Él, como amigos, con el consorcio íntimo de su vida”[37]

Ahora bien, si somos amigos de Cristo, ¡cómo no ser amigos de los ‘otros Cristos’![38] Porque a nosotros Cristo nos ha hermanado y lo ha hecho en esta Familia Religiosa y no en otra. Así es que todos juntos aspiramos a alcanzar los mismos ideales, y todos juntos debemos transitar el camino hacia la santidad, santidad que se traduce concretamente en el camino indicado por las Constituciones. “No se trata de una simple dependencia disciplinar, sino de una realidad de fe”[39]. “Recuerden que el Instituto no es un colegio, tampoco un seminario, sino una familia. Somos todos hermanos; vivimos juntos, nos preparamos juntos, para luego trabajar juntos durante toda la vida. Por esta razón, en el Instituto debemos ser una cosa sola hasta dar la vida los unos por los otros”[40].

Lo cual nos lleva al segundo punto de esta carta.

2. Llamados a estar unidos entre nosotros[41]

Enseña la Lumen Gentium: “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal…”[42]. Y la Presbyterorum Ordinis precisa que los presbíteros están vinculados entre sí “por íntima fraternidad sacramental”[43]

De lo cual se sigue la invitación a la “unidad con los demás presbíteros, así del clero diocesano como del religioso”[44] y a cooperar con ellos en todo cuanto nos sea posible[45]. En este sentido, ¡de cuántos buenos ejemplos por parte de los nuestros hemos sido testigos! ¡Quién ha de contar las veces que hemos visto a nuestros mayores caminar la milla extra[46] por el hermano sacerdote en necesidad! Lo mismo debemos hacer todos nosotros y en ese espíritu deben ser instruidos quienes se forman en nuestras casas.

Y es que esta fraternidad sacerdotal que se manifiesta en el afecto recíproco y se hace patente en la colaboración y en el apoyo pastoral, en la oración, en la dirección espiritual, incluso en la asistencia material, etc., “ayuda mucho”[47], decía Juan Pablo Magno. “Ayuda a vivir juntos los problemas, a hablar unos con otros, a estar juntos, a celebrar juntos, e incluso a comer juntos…Y no hay que desdeñar este último aspecto. Sabemos que lo hacia el Señor. Incluso después de la resurrección se apareció y preguntó: ¿Tenéis algo que comer?[48].

Ahora bien, si esto se dice de todos los sacerdotes –sean diocesanos o religiosos–, cuánto más debe decirse de nosotros que somos hijos de la misma Congregación –a la que el derecho propio nos invita a amar como a nuestra Madre[49]– y quienes por tanto, compartimos la misma vida fraterna en común, el mismo ideal, el mismo fin y tenemos la misma misión.

El amor del mismo Verbo Encarnado es el lazo[50] de nuestra unidad en nuestra Familia Religiosa[51]. Por eso para nosotros es “totalmente imprescindible vivir la caridad fraterna”[52]. Lo cual consiste en “tener por más dignos a los demás[53]; en soportar con paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; en poner todo nuestro empeño en obedecernos los unos a los otros; en procurar todos el bien de los demás, antes que el propio; en poner en práctica un sincero amor fraterno; viviendo siempre en el temor y amor de Dios; amando al superior con una caridad sincera y humilde; sin anteponer nada absolutamente a Cristo”[54]

Cualquiera de nosotros, ya sea novicio o lleve años en el Instituto, sabe que la vida religiosa ofrece incontables oportunidades para crecer en la caridad. La oración en común y la pastoral comunitaria son ciertamente dos medios indispensables para esto y de ambos ya he tratado en otras cartas circulares.

Quisiera ahora, sin embargo, mencionar un medio muy al alcance de la mano para crecer en la caridad que es el conocerse. “Para llegar a ser verdaderamente hermanos es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse cada vez de forma más amplia y profunda. La comunicación crea normalmente relaciones más estrechas, alimenta el espíritu de familia y la participación en todo lo que atañe al Instituto entero, nos sensibiliza ante los problemas generales y nos une en torno a la misión común”[55].

“La comunicación logra el difícil paso del ‘yo’ al ‘nosotros’, de mi compromiso al compromiso confiado a la comunidad, de la búsqueda de ‘mis cosas’ a la búsqueda de las ‘cosas de Cristo’”[56]. Porque la “comunión de inteligencias fácilmente se transforma en unión de corazones”[57].

Y aunque ya lo hemos mencionado otras veces, esta vez quisiera enfatizarlo: “Sólo en el espíritu de familia, sólo en el espíritu de confianza… se puede vivir el ambiente educativo, religioso, abierto a todos, de caridad, de alegría y de libertad”[58].

A esto hay que agregar que aún más importante para un profundo espíritu de hermandad es la unidad de alma y corazón que se fortalece en el empeño compartido hacia la santidad, en hacer cada vez más fecundo el carisma del Instituto, que va unido al compromiso por seguir al Verbo Encarnado observando fielmente sus enseñanzas evangélicas y las Constituciones del Instituto. 

Por eso me parece oportuno repetir aquí las palabras que el Beato Giuseppe Allamano dirigía a los suyos, y que creo yo es bueno leerlas con particular atención: “Para poseer la verdadera caridad se necesita la unión, pero la unión entre todos. Uno para todos y todos para uno. Lo repito: en una comunidad [se aplica aquí al Instituto como un todo] esto es lo más importante. Donde no existe esta unión, es un desastre. Cueste lo que cueste, hay que estar unidos. Nosotros formamos un solo cuerpo moral y deberíamos tener entre nosotros la misma unión que existe entre los miembros del cuerpo físico. Esta unión es necesaria para vivir en paz y ser fuertes. La unión hace la fuerza. La unión entre los miembros de una comunidad la convierte en un ejército bien aguerrido y ordenado[59], capaz de vencer a cualquier enemigo u obstáculo. Al contrario, la desunión destruye a la comunidad. Todos los institutos tienen un fin especial, que se obtiene con la cooperación de todos. Así lo hacen los miembros de los institutos bien organizados que, sin creerse superiores a los demás, prefieren al propio y tratan de que sea cada vez mejor. Nosotros seamos humildes, como los últimos llegados, pero al mismo tiempo sintámonos felices de pertenecer a nuestro Instituto y cultivemos en nosotros la convicción de que el Señor nos ha favorecido llamándonos a formar parte de esta Familia. Es necesario amar a la propia comunidad así como a la propia vocación. Entonces hay unión de pensamiento y avanzan todos unidos. Una comunidad en la que se mantiene esta unión no puede no hacer el bien. Por lo tanto, traten de alcanzarla y mantenerla. ¡La unión es la substancia de la caridad!”[60].

Persuadámonos entonces de que nosotros “estamos unidos en Cristo para vivir cada uno para todos y no cada uno para sí”[61]. Por vocación, todos nosotros estamos totalmente consagrados, alma y cuerpo[62], a la causa de nuestro Instituto, que es lo mismo que decir: a los intereses de Cristo. Es por eso que hemos “comprometido toda nuestra vida en manifestar a Cristo al mundo … y es por esta razón, que el campo de nuestra acción no tiene límites de horizontes sino que es el ancho mundo”[63].

De aquí nace nuestro deber de trabajar para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y se dilate por todo el mundo[64], aun en aquellos lugares donde nadie quiere ir[65]. También hoy la idea clamorosa es sacrificarse[66]. Y esto a tal punto es necesario, que parafraseando a Don Orione también nosotros podemos decir que el que no quiera sacrificarse por el Instituto y su obra “es un desertor de nuestra bandera”[67].

3. Unidos en la misión[68]

Nuestros tiempos piden audacia y generosidad, fidelidad absoluta al Evangelio, intensa formación y apertura valiente a las urgentes necesidades de evangelización. “Es todo un mundo que hay que rehacer en Cristo”[69].

Me consta, y lo he visto en muchas de nuestras misiones, que muchos de los nuestros llegan al final del día desgastados[70] por el cansancio después del intenso trabajo sacerdotal: tras haber andado largos caminos para llevar los sacramentos, por haber tenido que cubrir a éste o aquel sacerdote ausente, por la cantidad de personas a las que tienen que atender y no dan abasto, seguido por un largo etcétera. Sé también que a veces la lejanía, el cansancio, la necesidad de refuerzos y el tiempo que llevan esperando, sumado a otros tantos ‘humores’ pueden hacer surgir en nosotros esa queja oscura que hunde al alma y tiende a opacar el ímpetu misionero que debiera imperar siempre.

No obstante, en cierta manera, esto es también parte de nuestra vocación, como dice el apóstol, gastarnos y desgastarnos[71] siempre, con alma grande, aunque seamos pocos, aunque nos persigan, aunque tengamos muchas necesidades, aunque el trabajo sea inmenso y no demos abasto. Al respecto, deseo compartir con Ustedes el magnánimo ejemplo del fundador de los Hijos de la Divina Providencia, quien hablándoles a unas religiosas les decía: “Os lo comento ahora que no me oyen mis sacerdotes y clérigos, [es decir,]toda la gente que tira del carro. Parecemos muchos, metemos mucho ruido y somos cuatro nueces en una bolsa. ¿Sabéis cuántos misioneros nuestros hay en Brasil? Hay dos, y tienen dos casas y quince o dieciséis casas de monjas que dirigir. Tengo la costumbre de abrir una casa cuando uno de los nuestros se ordena de sacerdote. Tres se han ordenado ahora, he abierto tres casas. Un solo sacerdote dirige tres casas donde hay más de cien huérfanos y 25 sordomudos; malos muchachos, educados por los socialistas, que odiaban a los sacerdotes, y hasta rompieron las vinajeras por desprecio. Pues bien, ahora está allí, don Sterpi, pero tiene que irse y seguirá adelante un solo sacerdote. ¿Cuál es nuestra fuerza, qué nos da tanto valor? ¡Nuestra unión! Nos amamos todos en Cristo, nos sentimos hermanos; nuestra unión es nuestra fuerza”[72].

Lo mismo, debemos repetir nosotros si queremos hacer prosperar nuestras empresas apostólicas. Ninguno de nosotros trabaja solo en la viña del Señor. Por eso enseña el apóstol: compartid las cargas unos con otros y con eso cumpliréis la ley de Cristo[73].

Se necesita un trabajo sinérgico, con buen espíritu de parte de todos, con garra, sabiéndonos sostener fraternalmente, manteniendo vivo el empuje misionero e incluso intensificándolo dado el momento histórico que sin duda estamos viviendo como Instituto, haciendo y sacrificándonos lo que más podamos cada uno desde su puesto por llevar siempre bien en alto el estandarte de la sublime misión que se nos ha encomendado: la de “llevar a plenitud las consecuencias de la Encarnación del Verbo”[74]

Noten Ustedes que con una paternal exhortación nos previene el derecho propio para no caer en la tentación de ser “localistas”, es decir, de ser como aquellos que “sólo se preocupan por los intereses de campanario, que viven enfrascados en su obrita, y pareciera que la Iglesia se les agotase en su parroquia, ciudad, provincia o país”[75]. Ya que lo propio nuestro es vivir orientados hacia la misión común, en servicio de la Iglesia universal, “entregándonos generosamente al trabajo apostólico”[76], aunque a veces estemos a la distancia o lo tengamos que hacer entre lágrimas[77].  

“Seamos todos una corporación, es decir, un cuerpo místico en Cristo… [de donde] cada uno ponga de su parte todo lo que pueda para la perfecta concordia”[78] y para llevar adelante la obra del Instituto.

Este es el espíritu en el que hemos sido formados y en el que debemos permanecer: “la felicidad sacerdotal –y la felicidad del hermano y del seminarista– está en ese gastarse y desgastarse. Esa es la mística del trabajo sacerdotal. Y, ¿cuál es la medida del gastarse y desgastarse? …Es la regla que señala San Ignacio para la penitencia: ‘cuanto más y más, mayor y mejor, sólo que no se corrompa el subiecto, ni se siga enfermedad notable’[79]. Debemos prepararnos, incluso, para trabajar también en el cielo, como Santa Teresita”[80].

Alimentar en el alma una actitud distinta o comportarse de manera opuesta podría significar estar actuando como aquel religioso a quien el santo fundador de la Obra de la Divina Providencia llamaba un “religioso siervo”[81] –no amigo– que “busca sus intereses en todo, que se aprovecha de la Congregación para conseguir sus fines personales; que obedece a su Congregación sólo con temor y por temor, que trabaja con indiferencia y mala gana”[82]. Son los que el derecho propio denomina falsos hermanos[83], que parecen estar con nosotros, pero que no son de los nuestros[84].

Pues este religioso siervo es el que “disfruta viviendo su vida”[85], que “está inclinado a la crítica”, que “siempre está con los más fríos, con los bromistas de profesión”[86]. “Cuando se trata de darle un destino, es necesario que el superior haga el examen: ¿aceptará o no aceptará? ¿Y cuando esté en aquella casa … cómo se comportará? ¿Se comportará como buen religioso o como religioso ‘siervo’? Y sobre todo el religioso ‘siervo’ cuando se trata de trabajar, de cansarse, hace así (extiende la mano como para medir un palmo) y nada más. El religioso ‘siervo’ tiene su esquema, sus confidentes. Incluso en la mesa hay que estar atento a las palabras, porque el religioso ‘siervo’ publica las noticias más reservadas de su familia religiosa. El amor a la Congregación no está en su corazón. Si habla fuera de su Congregación, es mucho que no tire piedras encima. Si sabe que la Congregación tiene enemigos fuera, contrariedades, permanece apático, permanece indiferente; al contrario, tiene un comportamiento, que incluso parece que goce interiormente”[87].

Muy contrario es lo que se pide de nosotros. A nosotros Cristo nos ha llamado a “ser hijos” y a sentirnos hijos de esta Familia Religiosa. Hijos que, como decíamos al principio, se amen “los unos a los otros por ser hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Hijo y templos del mismo Espíritu Santo, de tal manera que formemos un solo corazón y una sola alma[88]. Hijos que “no desean otra cosa que ver prosperar al Instituto, verlo extender sus tiendas sobre la faz de la tierra para la mayor gloria de Dios. Que ven en la Congregación la madre y, después de las cosas santas, nada tienen más querido que ella”[89]. Nos ha llamado a ser religiosos que rezan, sufren, trabajan, y se cansan por la Congregación y a estar siempre contentos de servir, con amor, en cualquier oficio que se nos mande.

Mas “si alguna vez”, continúa diciendo Don Orione, “el superior del religioso ‘hijo’ dice o hace alguna cosa que no es de su gusto, llevándole así, a renunciar a sí mismo, éste bendice a Dios en santa alegría”[90], porque sabe que “a Jesús se le ama y se le sirve en la Cruz y crucificados con Él, no de otro modo”[91].

Por tanto, el que es “hijo” del Instituto del Verbo Encarnado sepa que no es a Pablo o Apolo a quien sirve, sino al Verbo Encarnado; sirve al Instituto, y el Instituto no es del fundador, ni es del superior general, ni es de ningún otro superior, sino que es del Verbo Encarnado.

A nosotros Cristo nos ha llamado a ser religiosos misioneros en el Instituto y del Instituto del Verbo Encarnado. Por eso cabe también para nosotros la pregunta que el Fundador de los Misioneros de la Consolata les hacía a los suyos: “¿Lo sois de verdad o sólo de nombre? Demostraréis que lo sois de verdad si tenéis el espíritu del Instituto y conformáis vuestra vida de cada día y de cada hora al mismo. […] Debéis tener el espíritu del Instituto en los pensamientos, en las palabras y en las obras”[92].

Y agregaba: “No olvidéis nunca que la santidad a que aspiráis como misioneros de la Consolata no quiere ser una santidad caprichosa, practicando cada cual lo que más le agrada, sino quiere ser una santidad que se concreta en seguir las normas que os dan los legítimos superiores, además de la vida trazada por el Directorio y las Constituciones, en conformidad con lo que os he dicho. No todos los medios son iguales para todos al tender a la perfección. Por ejemplo, se equivocaría quien preparándose a ser religioso-misionero quisiera seguir la regla de los cartujos o la de los sacerdotes diocesanos. Cada Instituto tiene su carácter y los propios medios de santificación. La santidad es única, pero la forma varía y son distintos los caminos para llegar a ella. Esto lo debéis tener bien presente, queridos míos, cuando alguien que no tiene esta vocación por parte de Dios encuentra que aquí dentro se enseña y se practica algo que es distinto a otras congregaciones”[93].

Por eso, con fuerza afirmaba: “Lo primero es la recta intención. …El Instituto fue fundado y no existe más que para formar misioneros de la Consolata, con exclusión de cualquier otro fin, por muy santo que sea. Por lo demás, también en los Seminarios donde quiere hacerse de todo un poco se termina por no hacer nada: ni buenos sacerdotes ni buenos seglares. Por lo tanto, quien haya venido al Instituto con un fin distinto a hacerse misionero de la Consolata, ¡por amor de Dios, que se vaya! No puede permanecer aquí en conciencia. Sería como una planta colocada en tierra ingrata, sería como un hueso fuera de lugar; dañaría a los demás, sería un obstáculo a la buena marcha de la casa y al logro del fin común. Que enderece su intención si todavía puede o que se vaya”[94].

Nosotros debemos ser un cuerpo escogido, con espíritu de príncipe, orientando el alma a actos grandes[95], no cristianos sin nervios. Quien no llega a comprenderlo significa que no está hecho para nosotros. Por eso con Don Orione también podríamos decir: “Y a quien no le guste la Congregación y la observancia de la vida en común, que se vaya con Dios… Que no haya que decir has multiplicado la gente, pero no la alegría”[96].

De nosotros, como misioneros, el Señor quiere que nos interesemos concretamente por el bien común, estamos embarcados en una aventura común y tenemos los mismos ideales[97]. “¡Nosotros tenemos que ser una fuerza![98] Nosotros debemos ser una fuerza en las manos de la Iglesia, una fuerza de fe, de apostolado, una fuerza doctrinal, capaces de grandes sacrificios”[99].

¿No decimos acaso que hemos comprometido todas nuestras fuerzas para la misión[100], que queremos combatir con todas nuestras fuerzas el error[101], que por la fuerza del Evangelio queremos ir a las culturas del hombre para sanarlas y elevarlas[102], y que habiendo sido llamados a ser los hombres de fe debemos llevar y fortalecer en la fe a nuestros hermanos[103]?

Pues bien, para esto se necesita un grandísimo amor al Verbo Encarnado, ciertamente, pero también gran amor al Instituto, mucha unión y mucho trabajo. A esto mismo nos invita el derecho propio cuando por boca de Don Orione nos dice: “‘¡Amad a vuestra Congregación en su santa finalidad!… ¡Amadla porque es vuestra Madre! Dadle grandes consolaciones, honradla con vuestra vida de buenos y santos religiosos; de verdaderos y santos hijos suyos’[104][105].

¿Cómo puede uno decir que ama al Instituto, que ama a la Iglesia o a Cristo y quedarse de brazos cruzados; o quejarse porque piensa que se sacrifica él solo y no apoya las iniciativas del Instituto?

“Quien no quiera ser apóstol que salga de la Congregación: hoy, quien no es apóstol de Jesucristo y de la Iglesia, es apóstata”[106], dice el Directorio de Espiritualidad citando a San Luis Orione.

Todos los santos fundadores recomendaban vivamente el trabajo arduo, con celo y por amor a Cristo. Así por ejemplo, el fundador de los Misioneros de la Consolata les decía a los suyos estas palabras que también valen para nosotros: “Pueden hacerse santos sin hacer milagros, ¡pero no sin trabajar! Sin energía no podrán hacer el bien en las misiones. ¡Coraje, energía, voluntad de hierro!”[107].

Asimismo, Don Orione, con su genio tan de padre y familiar, les decía a sus religiosos: “No vayan a la rastra, ni a remolque… Hace falta que cada uno entienda que nosotros usaremos el ‘paso apostólico’. No sólo el ‘paso cristiano’, sino el paso apostólico. Quien no sienta la fuerza de la caridad, la fuerza del fuego, de la apostolicidad, puede quedarse en casa, en su pueblo; no debe permanecer con nosotros. Quizá sea un santo trapense… pero quien se quede aquí, debe ser un ‘especialista de la caridad’”[108]. Y “quien no quiera seguirme que se quite de en medio; y si no, salto por encima, prescindo de vosotros, y tan amigos”[109]. “Es cuestión de tener vitalidad, de no tener pesos muertos”[110].

De igual manera cada uno de nosotros siempre debe tener presente que el espíritu del Instituto nada tiene que ver con apoltronarse por miedo a la entrega o por mezquindad: como la de aquel que dice “pero el resto trabaja sólo 8 horas” y despiden a las almas así sin más, o como aquel que siembra tacañamente “haciendo lo menos posible con la excusa de no caer en el activismo, o porque la época es mala, o porque la familia no forma como antes, o por la acción malsana de los medios de comunicación social…, y que sólo sabe lamentarse: ‘Aquí no se puede hacer nada’”[111]. Lo nuestro es “vivir en el más y en el por encima”[112].

Fíjense que en las misiones, como en todas las otras obras, “cuando hay buen espíritu y caridad, que es el precepto del Señor, todo sigue adelante y todos los hijos están contentos, incluso en las privaciones y viven felices”[113]. Esto cualquiera lo puede constatar y puede comprobar cómo este espíritu “hace la diferencia”.

Tenemos que darnos cuenta de que atentamos contra esta unidad y concordia de corazones –es decir, contra esa “unidad en el juicio de la razón sobre lo que debe hacerse, y unidad en las voluntades, de modo que todos quieran lo mismo”[114]– cuando por soberbia buscamos desordenadamente la propia excelencia y no queremos someternos a los demás ni reconocer la excelencia ajena; cuando no aceptamos las enseñanzas de los demás, creyéndonos suficientes[115]; cuando caemos en ese espíritu egoísta de particularismo, en el espíritu de oposición y de desconfianza, en el espíritu de reserva, de no participación, de no consentimiento con los demás[116].

Entonces, permanezcamos siempre todos unidos entre nosotros y unidos en la misión[117] porque sólo de ese modo nuestro testimonio ha de ser creíble. Y que esta misma caridad unida al compromiso activo por la obra del Instituto nos distinga como verdaderos seguidores del Verbo Encarnado que nos dijo: Los hombres conocerán que sois mis discípulos si os amáis unos a otros[118]. Porque si la unión entre los miembros de una Familia Religiosa es un poderoso testimonio evangélico, la división entre hermanos es una piedra de tropiezo para la evangelización. 

Nuestro seguimiento a Cristo se vive en fraternidad. Esta fraternidad entre nosotros manifestada en la caridad y ayuda mutua, en el amor fervoroso al Instituto, en el lanzarse unidos por alcanzar los ideales del mismo es signo que muestra el origen divino del mensaje que predicamos y posee la fuerza para abrir los corazones a la fe[119].

Consecuentemente, es la unidad férrea, constante, alegre y paternal, una fuente de gran fuerza apostólica para nuestra Familia que hace más eficaz nuestra tarea de evangelización. Mas aun, cuanto más espíritu de familia, cuanta más caridad fraterna exista entre nosotros, más eficaz será nuestro ministerio, aun individualmente hablando, porque “un hombre más otro hombre son dos mil. Un hombre junto con otro en valor y en fuerza crece, el temor desaparece, y escapa de cualquier trampa”[120]. Y así más vocaciones tendremos, porque solo un sacerdocio vivido con entusiasmo, en espíritu fraterno, puede llegar a ser el ideal de un joven, especialmente en un tiempo como el nuestro, tan pródigo de alegrías fútiles y de un individualismo tan extremo.

 

* * * * *

Queridos todos,

Quisiera terminar con unas palabras de San Juan Pablo II, Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa, que hablando a los sacerdotes les decía: “Sabéis que vuestro ministerio de sacerdotes nunca se puede vivir como un asunto exclusivamente privado. El presbyterium debería reflejar esa comunión que es la esencia misma de la Iglesia, el único Cuerpo de Cristo[121]. El decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros habla de la ‘intima fraternidad sacramental’ que une a los sacerdotes como miembros de un único cuerpo bajo el obispo diocesano por el ‘vinculo de la caridad, de la oración y de la omnímoda cooperación’[122]. Se requiere caridad para que no dejemos de practicar entre nuestros hermanos el mismo mandamiento del amor que predicamos a los demás; un vínculo de oración, para que ningún sacerdote esté espiritualmente aislado en el cumplimiento del ministerio; y la cooperación, porque como el mismo decreto nos dice, ‘ningún presbítero puede cumplir cabalmente su misión aislado y como por su cuenta, sino sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de los que están al frente de la Iglesia’[123]. Os apremio sobre todo a que seáis modelos de unidad y armonía para que el rebaño que se os ha encomendado pueda en ello encontrar inspiración para vivir en paz y trabajar unido como miembros de una única familia”[124].

“Ánimo, la vida es breve, la fatiga es breve y el Paraíso nos espera. ¡Ánimo, sigamos adelante juntos! Jesús está con nosotros. Sigamos adelante juntos, con una sola voluntad y un solo amor, juntos. Es la fuerza de nuestra vida religiosa”[125].

Que la Santísima Virgen María, primera adoradora del Corazón hipostático de Jesús, nos conceda inmolar cada día toda nuestra persona y toda nuestra actividad para honrar su Sangre con nuestra sangre, como decía San Gregorio Nacianceno.

Les mando un gran abrazo, en Cristo, el Verbo Encarnado,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de junio de 2019
Carta Circular 35/2019

 

[1] Jn 15, 15.

[2] Jn 15, 12.

[3] Cf. Jn 15, 16.

[4] Cf. Constituciones, 20; op. cit. Act 4, 32.

[5] San Juan Pablo II, A los seminaristas y novicios en Budapest (19/08/1991).

[6] Rom 8, 29.

[7] Ibidem.

[8] Ibidem.

[9] Ibidem.

[10] Cf. San Juan Pablo II, A los seminaristas en el Seminario Mayor Romano (24/02/1979).

[11] Ibidem.

[12] Cf. Jn 15, 15.

[13] Ibidem.

[14] Ibidem.

[15] Fil 2, 5.

[16] Cf. 1 Cor 2, 16

[17] Constituciones, 231.

[18] San Juan Pablo II, A los seminaristas y novicios en Budapest (19/08/1991).

[19] Constituciones, 210.

[20] Cf. Jn 20, 22-23.

[21] Jn 21, 17.

[22] Cf. Lc 5, 11.

[23] Cf. Directorio de Misiones Populares, 10.

[24] 2 Cor 6, 4-6.

[25] Lc 22, 28.

[26] 1 Cor 4, 1.

[27] 2 Cor 5, 20.

[28]  Cf. Rom 8, 29.

[29]  Cf. Flp 3, 10.

[30]  Cf. Flp 3, 21.

[31] Directorio de Espiritualidad, 44.

[32] Heb 7, 26.

[33] Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Conclusión, 2.

[34] San Manuel González, Obras Completas, Así ama Él, 359.

[35] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas en Zagreb, Croacia (10/09/1994).

[36] Cf. Constituciones, 231.

[37] Directorio de Seminarios Mayores, 200; op. cit. Optatam Totius, 8.

[38] Constituciones, 7.

[39] San Juan Pablo II, A la Asamblea internacional de las superioras generales en Roma (13/05/1983).

[40] Cf. Beato Giuseppe Allamano, citado en Los quiero así, cap. 7, 134.

[41] Directorio de Vida Fraterna, 25.

[42] Directorio de Espiritualidad, 284; op. cit. Lumen Gentium, 28.

[43] Presbyterorum Ordinis, 8, 1.

[44] Directorio de Espiritualidad, 285.

[45] Cf. Directorio de Espiritualidad, 286-287.

[46] Cf. Mt 5, 41.

[47] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en Arezzo, Italia (23/05/1993).

[48] Ibidem.

[49] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 331; op. cit. San Luis Orione, Cartas Selectas del Siervo de Dios Don Orione, El Capítulo Primero de las Constituciones (25/07/1936), 143.

[50] Cf. Constituciones, 214.

[51] Cf. Directorio de Espiritualidad, 300: “el fundamento más profundo de nuestra unidad como Familia Religiosa lo encontraremos siempre en la Eucaristía”.

[52] Constituciones, 95.

[53] Cf. Rom 12, 10.

[54] Cf. Constituciones, 95; San Benito, Santa Regla, LXXII, 1-12.

[55] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 57.

[56] Directorio de Vida Fraterna, 68.

[57] Directorio de Espiritualidad, 59.

[58] Directorio de Oratorio, 46.

[59] Cf. Cant 6, 4.

[60] Citado en Los quiero así, cap. 7, 133.

[61] San Luis Orione, Cartas, vol. 1, Carta17 (02/05/1920).

[62] Cf. Constituciones, 24; 84.

[63] Cf. Directorio de Espiritualidad, 87.

[64] Directorio de Vida Consagrada, 24.

[65] Cf. Directorio de Espiritualidad, 86.

[66] Cf. Directorio de Espiritualidad, 146.

[67] San Luis Orione, Cartas, vol. 1, Carta 36 (07/02/1923).

[68] Directorio de Vida Fraterna, 25.

[69] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 11.

[70] 2 Cor 12, 15.

[71] Ibidem.

[72] Citado en El espíritu de Don Orione, 32.

[73] Gal 6, 2.

[74] Constituciones, 32.

[75] Directorio de Espiritualidad, 108.

[76] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 42.

[77] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.

[78] San Luis Orione, Cartas, vol. 1, Carta 13 (10/03/1916).

[79] Ejercicios Espirituales, [83].

[80] Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 11.

[81] Citado en El espíritu de Don Orione, 14.

[82] Citado en El espíritu de Don Orione, 14.

[83] Cf. 2 Cor 11, 26.

[84] Cf. Constituciones, 96.

[85] Citado en El espíritu de Don Orione, 14.

[86] Ibidem.

[87] Ibidem.

[88] Cf. Constituciones, 20; op. cit. Act 4, 32.

[89] Citado en El espíritu de Don Orione, 14.

[90] Cf. Ibidem.

[91] Directorio de Espiritualidad, 143; op. cit. San Luis Orione, Cartas de Don Orione (24/06/1937), Ed. Pío XII, Mar del Plata 1952, 89.

[92] L. Sales, La vida espiritual. Conversaciones del P. José Allamano con sus misioneros, Madrid 1977, p. 113-114.

[93] L. Sales, op. cit., p. 152.

[94] L. Sales, op. cit., p. 90.

[95] Cf. Directorio de Espiritualidad, 41.

[96] Citado en El espíritu de Don Orione, 37.

[97] Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 13.

[98] Citado en El espíritu de Don Orione, 23.

[99] Citado en El espíritu de Don Orione, 12.

[100] Cf. Constituciones, 254; 257.

[101] Cf. Constituciones, 178.

[102] Cf. Directorio de Espiritualidad, 46.

[103] Cf. Constituciones, 223.

[104] San Luis Orione, Cartas Selectas del Siervo de Dios Don Orione, El Capítulo Primero de las Constituciones (25/07/1936), 143.

[105] Directorio de Vida Consagrada, 331.

[106] Directorio de Espiritualidad, 216; op. cit. San Luis Orione, Cartas de Don Orione (02/08/1935), Edit. Pío XII, Mar del Plata 1952, 89.

[107] Citado en Los quiero así, cap. 12, 193.

[108] Citado en El espíritu de Don Orione, 37.

[109] Ibidem, 23.

[110] Ibidem.

[111] Directorio de Espiritualidad, 108.

[112] Directorio de Vida Consagrada, 398.

[113] Citado en El espíritu de Don Orione, 14.

[114] Directorio de Espiritualidad, 248.

[115] Cf. Directorio de Espiritualidad, 251.

[116] Cf. Ibidem, 252.

[117] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 25.

[118] Jn 13, 35.

[119] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 22.

[120] Constituciones, 90.

[121] Cf. 1 Cor 12, 12.

[122] Prebyterorum ordinis, 8.

[123] Prebyterorum ordinis, 7.

[124] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en La Valetta, Malta (25/05/1990).

[125] Cf. San Luis Orione, Carta 34 (15/11/1922).

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