Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres

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Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres
Gal 5, 1

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

En un par de semanas hemos de celebrar con toda solemnidad la Semana Santa, llamada con toda propiedad, la Semana Mayor de toda la Cristiandad. Durante esta semana hemos de contemplar a Jesucristo Crucificado y Resucitado quien “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad[1], librándonos de todas las esclavitudes del pecado, de la pena del pecado, de la muerte, del poder del diablo y de la ley mosaica”[2].

Pues para eso se encarnó el Hijo de Dios: para librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre[3], como nos enseña el apóstol San Pablo. 

El Misterio Pascual de Cristo siendo fuente inextinguible de espiritualidad, debe iluminar siempre nuestras vidas para que podamos alcanzar la noble aspiración de ser expertos en la sabiduría de la cruz, en el amor a la cruz y en la alegría de la cruz –como tan sabiamente nos lo indican nuestras Constituciones–; a fin de vivir como resucitados, según la Ley Nueva –el Espíritu Santo–, la libertad de los hijos de Dios propia del hombre nuevo, siempre con inmensa alegría y con gran compromiso por la misión[4].

Probablemente hoy en día una de las palabras más usadas en la escena contemporánea sea “libertad”. Y así, vemos como muchos conciben ese ser libres –o el vivir como resucitados– como el liberarse de aquello que de cualquier modo los restringe externamente. Por eso detestan la disciplina, caen en la indulgencia de la carne, y son indiferentes a la verdad. No son pocos los que además quieren una religión que se ajuste ‘a su modo’ de vivir o incluso una vida religiosa que sea ajuste ‘a su modo’. Por este mismo motivo, no han faltado ni faltan falsos profetas que diluyen la doctrina para hacer la ‘religión’ o la ‘vida religiosa’ –e incluso la misma vida cristiana– más popular (en mal sentido) al punto tal que es difícil distinguirla de un movimiento secular y mundano. Pero esa no es la libertad que nos consiguió Cristo.

La libertad que nos ganó nuestro Redentor es aquella libertad interior de la perfección, no para elegir lo malo sino para poseer el bien. Esta es precisamente la libertad que la cultura dominante, el hombre de hoy en día, no quiere porque implica entre otras cosas responsabilidad y sacrificio[5]

Por eso nosotros, religiosos del Instituto del Verbo Encarnado, como quienes quieren mostrar con sus vidas que Cristo vive[6], debemos hoy y siempre “vivir como resucitados, lo cual implica –como explícitamente lo indica el Directorio de Espiritualidad– el buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; [el] pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra[7]; es decir, vivir en la libertad de los hijos de Dios que no se esclavizan:  

  • ni bajo los elementos del mundo[8];
  • ni bajo la letra que mata[9];
  • ni bajo el espíritu del mundo[10];

porque no debemos sujetarnos al yugo de la servidumbre… (de lo contrario) Cristo no nos aprovecharía de nada”[11].

El Venerable Arzobispo Fulton Sheen decía que “la raíz de nuestro problema es que la libertad por Dios y en Dios ha sido interpretada como un liberarse de Dios. La libertad es nuestra para darla. Cada uno de nosotros revela cuál es el sentido de su vida por la manera en que usa de su libertad. Los que quisiesen conocer el sentido supremo de cómo usar su libertad deben contemplar la vida de nuestro Señor y de nuestra Señora”[12].

Por eso quisiera invitarlos a todos durante las próximas celebraciones del Misterio Pascual, a contemplar a nuestro Redentor en su Pasión: Él desde el púlpito de la cruz y con las manos enclavadas abrió de par en par las compuertas de la libertad para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia…[13].

1. Jesucristo, el único Rey que merece ser servido

 No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena[14], nos instruyó el Verbo Encarnado.

Toda la escena del Calvario está envuelta en esas palabras de nuestro Señor, porque en ellas se revela la lucha suprema de cada alma: la lucha por preservar nuestra libertad espiritual. No podemos servir a Dios y al dinero; no podemos guardar nuestra vida tanto en el tiempo como en la eternidad; no podemos festejar aquí y en la vida perdurable; o ayunamos ahora y festejamos en el cielo, o tenemos la fiesta aquí y el ayuno en la eternidad.

“Hoy se han extendido en gran manera la gama de los abusos de la libertad, que conduce a nuevas formas de esclavitud, muy peligrosas, porque están disfrazadas bajo la apariencia de la libertad”[15]. En nombre de esta falsa libertad o, mejor dicho, ‘esclavitud moderna’, muchos quieren la resurrección pero sin pasar por la pasión. Y por eso no quieren oír de penitencia, de purificaciones activas y pasivas, de la lucha contra el mundo, el demonio y la carne, de la urgencia de la misión, de la obediencia, de la espiritualidad seria, de la importancia insustituible a la vida de oración, etc. Elementos todos que forman parte del camino normal de santificación propuesto por Cristo.

Todo ese ambiente actual hará que muy probablemente en orden a vivir nuestra libertad con Cristo, nosotros tengamos que pasarla “mal”. Es una realidad ineludible –como bien lo aprendimos ya desde tiempos del Seminario–. Por tanto, no tendría que sorprendernos constatar en nuestras propias vidas lo que nos anunció el mismo Señor: si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mi antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como vosotros no sois del mundo…el mundo os odia[16]. Y lo que se dice del mundo, debe aplicarse también a los mundanos, sean estos laicos, religiosos (o ex), sacerdotes u obispos. No obstante, para nosotros lo importante es que siempre tengamos presente que la libertad verdadera consiste en conservar nuestra alma ‘nuestra’, aunque tengamos que perder el cuerpo para preservarla.

A veces la podremos preservar fácilmente, pero pueden surgir ocasiones que exijan incluso el sacrificio de nuestra vida, como nos han dado ejemplo los incontables mártires a lo largo de la historia de la Iglesia que para salvar su alma y seguir siendo fieles a Dios tuvieron en nada el perder sus vidas. De ellos se dice, que por ser libres no amaron tanto su vida que temieran la muerte[17].

A todos nos llega el momento supremo en el que debemos elegir entre el placer temporal y la libertad eterna. No una vez, sino muchas veces en la vida, por distintas circunstancias y a distintos niveles. A nuestro Señor se le presentó esa opción de manera muy clara en el Calvario y Él mantuvo su alma libre aún a costa de su vida. Bajó a la esclavitud corporal de la Cruz para conservar Su alma ‘Suya’ y entregarla Él mismo en manos de su Padre.

Cristo rindió su majestad a la supremacía de sus enemigos; esclavizó sus manos y pies a sus clavos; sometió su Cuerpo a la tumba; entregó su Santísimo Nombre al desprecio de sus enemigos; derramó su Preciosísima Sangre al permanecer inmóvil ante la lanza; sometió su consuelo al plan de dolor de sus enemigos; y puso su vida como un siervo a sus pies. Pero su espíritu lo conservó siempre libre para sí mismo. Es decir, Cristo entregó su Cuerpo a la saña de los hombres, pero no su alma. Porque sabía que manteniendo su libertad, podría recuperar todo lo demás que ya había entregado en sus manos. Sus enemigos sabían eso, y por eso trataron por todos los medios de esclavizar su espíritu al desafiar su poder: Desciende de la cruz y creeremos[18].

Si Jesucristo tenía el poder de bajar de la cruz y, sin embargo, se negó, entonces en realidad no era un prisionero crucificado, sino un juez en su tribunal y un rey en su trono. Si Él tenía el poder de bajarse de la cruz y, de hecho, hubiese bajado, se hubiese sometido a la voluntad de sus enemigos y, por lo tanto, se hubiese convertido en su esclavo, desacralizando y pisoteando el don precioso de la libertad.

Cristo se negó a hacer lo humano, a bajar de la Cruz. ¡Hizo lo divino, y se quedó allí! Y, al hacerlo, mantuvo su alma ‘suya’. Habiendo conservado su espíritu para sí mismo, Cristo era dueño de sí mismo. Ese es el modelo al que debemos conformar nuestras vidas, pues no se espera menos de nosotros: “Queremos formar almas sacerdotales y de sacerdotes que no sean ‘tributarios’. Que vivan en plenitud la reyecía y el señorío cristiano y sacerdotal”[19], dicen nuestras Constituciones.

Por eso se nos exhorta vivamente a una vida de señorío, a saber:

a) Señorío sobre sí mismo: ya que en la medida en que el hombre triunfa sobre el pecado, domina los incentivos de la carne, y gobierna su alma y su cuerpo. Por tanto, el religioso, en la medida en que somete cumplidamente su alma a Dios, llega a una situación de indiferencia y desapego a las cosas del mundo, lo cual no quiere decir impotencia sino al contrario, una voluntad dominadora y libre, capaz de dedicarse a las cosas sin dejarse dominar por ellas[20].

b) Señorío sobre los hombres: ya que en la medida en que el religioso se entrega generosamente al servicio de Jesucristo, el único Rey que merece ser servido, adquiere una realeza efectiva, aunque espiritual, sobre los hombres, aun sobre los que tienen poder y autoridad, y aun sobre los que abusan de ella. Porque toman sobre sí la carga de sus pecados y sus penas, por un amor humilde y servicial que llega hasta el sacrificio de sí mismo[21].

c) Señorío sobre el mundo, y esto de dos maneras:

Una, colaborando con el mundo de la creación por el trabajo y el mundo de la redención por el apostolado. Para que esta realeza sea efectiva será necesario que, junto a una dedicación a las cosas, haya al mismo tiempo un desprendimiento y desapego de las mismas.

Otra, rechazando el mundo, ya sea por lealtad al mundo mismo que debe ser tenido como medio y no como fin, ya sea por lealtad hacia Dios, resistiendo a las concupiscencias, tentaciones y pecados del mundo; siendo independientes frente a las máximas, burlas y persecuciones del mundo, sólo dependiendo de nuestra recta conciencia iluminada por la fe; dispuestos al martirio por lealtad a Dios, lo que constituye el rechazo pleno y total del mundo malo[22].

Pienso que resulta muy fructífero durante estos días de Cuaresma el contemplar y constatar el hecho de que nuestro Señor mantuvo su espíritu libre al más terrible de todos los costos, para recordarnos que ni el temor a una crucifixión es motivo para abandonar la más gloriosa de todas las libertades: el poder de entregar nuestra alma a Dios.

En la medida en que nos mantengamos inamovibles en nuestro propósito como religiosos del Verbo Encarnado, a saber: “buscar la gloria de Dios y la salvación de las almas –de las nuestras y de las de nuestros hermanos– practicando, especialmente, las virtudes que más nos hacen participar del anonadamiento de Cristo”[23] y en el compromiso de todas nuestras fuerzas para inculturar el Evangelio[24], podemos decir que avanzamos hacia la meta. Propósito que hemos de conservar intacto como Cristo conservó su espíritu: “un verdadero religioso, ha de amar y conservar estricta fidelidad a su Instituto, que lo ha engendrado a la vida religiosa, hasta tal punto, si es necesario, de dar su vida”[25]. Eso y no menos es lo que se espera de nosotros. Actuar de otra manera sería comportarse como enemigos de la cruz de Cristo[26].

Una de las últimas palabras de Cristo en la cruz: Padre, en tus manos entrego mi espíritu[27] demuestra que nuestro Señor nunca perdió de vista su objetivo y, como no lo hizo, sacrificó todo lo demás a fin de mantenerse libre para alcanzarlo.

Esa fue la recomendación de la Sabiduría encarnada al joven rico: ve y vende lo que tienes[28], para que pudiese correr más perfectamente por el camino hacia la vida eterna. Nuestro Señor mismo lo dejó todo, incluso su vida, y de esta manera nos enseñó el camino y el costo que tiene “la libertad eterna”, como hermosamente la llama Mons. Fulton Sheen[29].

Del sacrificio de la vida de Cristo para conservar su espíritu libre, debemos aprender a no dejarnos vencer jamás por las penas, las pruebas y las decepciones de esta vida, procedan de quien procedan. Porque siempre existirá el peligro –y no pocos han caído en él– de que, olvidándonos del ideal, nos concentremos más en salvar el cuerpo que en salvar el alma y queriendo tener parte en el mundo no tomemos parte en la Redención. Corriendo el riesgo de asemejarnos a aquel Demas que enamorado de este mundo[30] abandonó la predicación de San Pablo y su misión, como lamentablemente se repite a lo largo de la historia de la Iglesia y de hecho ha sucedido también con algunos de los que estaban con nosotros. 

Cuántas veces culpamos a las personas, a las cosas y a veces hasta a las instituciones por ser indiferentes a nuestros dolores y penas como si estos fuesen lo más importante. A veces hasta pareciera que queremos que la naturaleza suspenda su obra, o que las personas dejen de hacer sus tareas, no sólo para que atiendan nuestras necesidades, sino también para que nos consuelen con su simpatía.

Si nos olvidamos de que muchas veces el trabajo es más que el confort, nos volvemos como esas personas que se descomponen en el mar y quieren que el barco se detenga, sin importar que cientos de personas se retrasen y que hasta se olviden del puerto si hace falta, simplemente para atenderlos.

Observemos que nuestro Señor en la Cruz podría haber hecho que toda la naturaleza atendiera sus heridas; podría haber convertido la corona de espinas en una guirnalda de rosas: sus clavos en un cetro, su Sangre en un manto real, su cruz en un trono de oro, sus heridas en piedras preciosas. Pero eso hubiera significado que el ideal de sentarse a la diestra del Padre en su gloria se volviese secundario frente a un consuelo terrenal, inmediato y temporal. Entonces el objetivo de su vida hubiera sido menos importante que un momento en ella; entonces la libertad de su espíritu hubiera quedado relegada a la curación de sus manos; entonces el ser superior habría sido esclavo del ser inferior, y eso es justamente lo que debemos evitar. Por eso tenemos que estar muy atentos, ya que esa tentación aparece y reaparece constantemente en nuestras vidas.

Debemos tener presente que lo único necesario y lo más importante en la vida cristiana, es salvar nuestra alma y comprar la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Cristo permaneció en la cruz hasta que todo estuvo consumado[31]. Él es nuestro Modelo, y como Él debemos permanecer en la cruz hasta que nuestras vidas estén consumadas. En otras palabras, nunca debemos descender del fin y propósito supremo de la vida: la salvación de nuestras almas; antes bien, debemos perseverar en nuestra entrega a Dios con fidelidad hasta el fin. Ese es nuestro destino eterno, la meta de nuestra fe[32].

Puede ser que muchas veces la tentación sea fuerte y las ventajas temporales parezcan enormes, imperdibles y estén al alcance de la mano; pero, en esos momentos, debemos recordar la gran diferencia entre la solicitud de un placer temporal y el atractivo de nuestro destino celestial. Porque como dice el apóstol San Pablo: Los padecimientos del tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria venidera[33].

Acordémonos de cuando éramos chicos y se nos rompía un juguete o no obteníamos algún capricho que queríamos, sentíamos que el mundo se nos venía abajo, por la ‘tragedia’ que nos había pasado. Ahora, pensemos, ¿no serán esas ‘grandes penas’ de la niñez que más tarde, con la madurez, se convirtieron en insignificantes, el símbolo de las trivialidades de nuestras penas y sufrimientos actuales, en comparación con las alegrías que nos esperan en las mansiones de la Casa del Padre? Porque ni ojo vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano, lo que Dios tiene preparado para los que le aman[34] y perseveran hasta el fin con gran fidelidad.

2. Hemos sido llamados a la libertad[35]

El sublime ejemplo del Varón de Dolores[36], que es nuestro camino a transitar en orden a mantener nuestras almas libres y sólo para Dios, es también desde los inicios –y debe seguir siéndolo siempre– el ideal a reflejarse a nivel de todo el Instituto respecto de su carisma fundacional y patrimonio espiritual, que es como el alma que lo anima[37].

A lo largo de estos 35 años de existencia ¡cuántas pruebas, cuántos ataques, cuántas contradicciones hemos tenido que enfrentar por conservar –como Cristo– intacto el espíritu! Pero ¡vale la pena!

Y así tiene que ser y así debería continuar. Las penas y cruces de la vida son ineludibles para un buen cristiano, pero al mismo tiempo son signos inequívocos de nuestra pertenencia a Cristo. Es la enseñanza de oro inscripta en la esencia misma del Misterio Pascual que contemplamos de manera particular en la Semana Santa. ¡Qué mejor signo de nuestra realidad que el signo de la cruz! Por eso desde los inicios hemos pedido la gracia de la “pobreza y persecución” y debemos continuar implorándola.

Pero como decíamos anteriormente: Jesucristo es el único Rey que merece ser servido, y, por tanto, vale la pena resistir a las máximas, burlas y persecuciones del mundo y de los mundanos; y hasta estar dispuestos al martirio por lealtad a Dios, permaneciendo inamovibles en el carisma y fin específico y singular del Instituto.

Nosotros no podríamos decir que estamos progresando si con el paso de los años –por presiones externas o problemáticas internas; por temor o bajo pretexto de “fervor”; por alguna moda pasajera o algún viento apocalíptico; o por buscarnos a nosotros mismos; o por diplomacia de conveniencia; o por el motivo que sea– vamos cambiando nuestro objetivo y terminamos desdibujando nuestra identidad. Este es de manera particular el argumento de ataque y al mismo tiempo la tentación de muchas órdenes religiosas, y quizás la causa principal de su caída y descenso a la destrucción y desaparición completa (en algunos casos podríamos incluso hablar de “caída libre”).

Es bueno notar y recordar que “toda verdadera renovación de la vida religiosa consiste en un volver continuamente, con las adaptaciones necesarias, al espíritu legado por el Fundador y al cumplimiento de las Constituciones, es decir, al patrimonio del Instituto en el cual se contienen las riquezas que el Espíritu Santo le ha otorgado para el bien de la Iglesia”[38]. Esta es una enseñanza constante del Magisterio de la Iglesia.

Desafortunadamente a veces algunos bajo capa de celo y so pretexto de acción “salvadora” pueden querer alejarnos de nuestra identidad o atacar ferozmente algunos de los elementos no negociables adjuntos al carisma. La historia de la vida religiosa nos enseña a las claras que esta ha sido y es una constante de los auténticos carismas en la Iglesia. Nuestro Instituto no ha estado ajeno a estos peligros y esto no nos debe sorprender.

Nosotros tenemos que saber que, si somos fieles a nuestra vocación en la Iglesia, seremos atacados y calumniados: ya porque somos tomistas, ya porque hacemos misiones populares o porque enviamos misioneros a las misiones ad gentes, ya por la solemnidad de nuestra liturgia, ya porque leemos a los grandes místicos de la cristiandad, y aquí hay que añadir un largo etcétera. ¡Cuántas pruebas, obstáculos, contradicciones, infundios y demás ‘sin sentido’ nos han hecho padecer a lo largo de estos 35 años! ¡Cuántas veces nos han acusado de una cosa para luego acusarnos de la contraria! ¡Cuántos –incluso de los que creíamos ‘nuestros’– han caído en esas redes! ¡Cuántos obraron como aquellos que pasaban por el Calvario gritando: ¡sálvate a ti mismo y baja de la cruz!, pues también esos estaban interesados en la salvación… ¡pero física, no espiritual y equiparaban el poder salvador de Cristo con verse libres de tribulaciones! Se olvidaron de la amonestación de San Pablo: Hemos sido llamados a la libertad, mas no uséis la libertad como pretexto para la carne[39]; por eso no adelantarán en nada y su insensatez se hizo notoria a todos[40]. No debemos olvidar que el ser perseguidos por el nombre de Cristo, por nuestra fidelidad a Él, constituye la última de las bienaventuranzas proclamadas por el Señor, que tiene, eso sí, una condición: que lo que se diga de nosotros sea falso: bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa: alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos[41].

El Beato John Henry Newman decía: “… la religión del hombre natural en cada época y lugar es a menudo muy hermosa en la superficie, pero sin valor a la vista de Dios; buena, por lo que se puede ver, pero sin valor y sin esperanza, porque no va más allá, porque se basa en la autosuficiencia y resulta en la autosatisfacción. Admito que puede ser algo lindo de ver […]; puede tener toda la delicadeza, la amabilidad, la ternura, el sentimiento religioso […]; pero aún así es rechazada por el Dios que escudriña el corazón, porque todas esas personas caminan por su propia luz, no por la Verdadera Luz de los hombres, ya que su propio yo es su maestro supremo, y porque dan vueltas y vueltas en el pequeño círculo de sus propios pensamientos y de sus propios juicios, sin importarles lo que Dios les dice, y sin temor a ser condenados por Él…”[42].

La única religión que puede ayudar al mundo es precisamente aquella que contradice al mundo y cuyos actos supremos son las bienaventuranzas. Por eso Dios se ríe de [ellos], porque está viendo llegar su día[43].

“El hombre no puede ser auténticamente libre –advertía Juan Pablo Magno– ni promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la del hombre creado a imagen de su Creador […] Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones, esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado de esta esclavitud y transformado en una nueva creatura. La libertad radical del hombre se sitúa pues al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad. Finalmente, para el cristiano, la libertad no proviene del mismo hombre: se manifiesta en la obediencia a la voluntad de Dios y en la fidelidad a su amor. Es entonces cuando el discípulo de Cristo encuentra la fuerza de luchar por la libertad en este mundo”[44].

Como decía el Apóstol: Tú persevera en lo que has aprendido[45] ya que como decía el profeta: Ellos te harán guerra, mas no prevalecerán contra ti; porque contigo estoy yo, dice el Señor, para librarte[46]. Juguémonos, entonces, el todo por el todo, por permanecer anclados en la verdad, en el carisma y el patrimonio espiritual del Instituto, todo lo cual es finalmente ser fieles a Dios que lo ha inspirado. Pues “es menester que una empresa tan gloriosa para Dios y de tanto provecho para el prójimo se vea sembrada de espinas y de cruces, pues si nada arriesgamos por Dios, nada de grande llevaremos a cabo por su amor”[47].

3. La Cruz, preludio de la gloria de la Resurrección

Durante la Semana Santa hemos de tener oportunidad de escuchar el relato, más de una vez, de la Pasión de Nuestro Señor, y si prestamos atención, eso nos llevará a ver que ninguna dificultad por más grande que fuese disuadió a Cristo del divino propósito de dar su vida por la redención de los hombres. Ni siquiera permitió que doce legiones de ángeles[48] le amparasen en su hora más oscura, ni que la esponja empapada con vinagre tocara sus labios para mitigar las penas de la cruz.

El Verbo Encarnado cargó sobre Sí, libremente, deliberadamente, y siempre con el mismo propósito de redimirnos, el sufrimiento corporal, la angustia mental, el amargo desencanto, el juicio falso de la justicia, la traición de la verdadera amistad, la perversión de la honestidad de la corte y la violenta separación del amor de su Madre. Y después de tres horas de agonía dijo: Todo está consumado[49].

Ese grito de nuestro Señor nos quiere decir que el sufrimiento entra dentro del plan de Dios, de lo contrario, Él mismo lo hubiese rechazado. Esto es algo muy sabido por nosotros, pero es bueno recordarlo: la cruz entra dentro del plan de Dios, sino Jesús no se hubiese abrazado a ella. Más aún, la cruz es el plan de Dios. La corona de espinas entra dentro del plan de Dios, sino Él no la hubiese llevado. Nada es accidental en la Pasión; todo está providencialmente ordenado, calculado por Dios para nuestro mayor bien. El significado completo del plan no se reveló completamente sino hasta después de tres días, en su Resurrección.

Ese mismo plan nos toca repetir a nosotros, y de nuestras elecciones dependen realidades eternas. Por eso lo que importa no son tanto cuáles sean los sufrimientos, las pruebas y las contrariedades, sino más bien cómo reaccionamos ante ellas. Porque nuestra actitud frente a la cruz nos inmortaliza, sea para bien o sea para mal.

Uno se pregunta si alguna vez hubo una expresión más optimista acerca de las penas de esta vida que aquellas palabras de San Pablo que el derecho propio se deleita en citar: todas las cosas las dispone Dios para el bien de los que lo aman[50]. San Pablo no dice que todas las catástrofes y todas las experiencias que nos sobrevienen, desde el único punto de vista definitivo, que es la fe, concurren para nuestro bien, porque nadie que tenga fe diría que la vida no tiene sus miserias. Simplemente se trata de que aquellos que tienen fe reaccionan diversamente respecto de la misma aflicción que aquellos que no tienen fe o tienen una fe muy débil. Es la fe la que hace que uno no busque en su vida lo que sea agradable o productivo, sino que acepte incluso el dolor y el apremio como parte del entramado del manto de santidad que Dios teje para cada uno.

El Ven. Fulton Sheen decía –y aprendamos bien de estas palabras y agradezcamos siempre las cruces que nos suceden–: “Los ataques y problemas externos más bien arraigan que desestabilizan a un hombre con verdadera fe, así como la tormenta sirve para enraizar el roble más profundamente en la tierra”[51]. Esto también lo hemos experimentado muchas veces.

A medida que aumenta nuestra fe nos acercamos más y más a esa locura de la cruz que nos da la habilidad de trascender la derrota, que no devuelve mal por mal[52], y que a pesar de las dificultades y las penas de esta vida no se desalienta. Porque sabe que delante de él avanza Aquel que en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz[53] y nos ofreció su Corazón para reposo de nuestras vidas[54].

De esto se sigue el aprender a aprovecharse de todos los sufrimientos, y el luchar al menos por saberlos sobrellevar con suma paciencia, sin queja voluntaria, a incrementarlos con la inmolación voluntaria y permanente y con universal intercesión hacerlos fecundos para provecho de todos, en especial, los pobres, los pecadores y los enemigos[55].

Por eso el derecho propio nos anima a alegrarnos también en los padecimientos: como tristes aunque siempre alegres[56]. Siendo conscientes de que el sufrimiento de la cruz es la necesaria e ineludible condición de la gloria de la Resurrección. Jesús no nos engañó, Él nos lo dijo claramente: Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría[57], y nos aseguró: Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría[58].

Sólo aquellos que aman auténticamente a nuestro Señor y tienen fe en la vida eterna pueden reírse ante la falsedad y vanidad de las pompas de este mundo. Risa que brota de lo Infinito hacia lo finito que trata de erigirse en absoluto.

Cristo en la cruz ha despojado los Principados y las Potestades y los exhibió públicamente, incorporándolos a su cortejo triunfal[59] y bajo sus pies sometió todas las cosas[60], es decir, los ha dejado privados de su dominio, han perdido su poder. Jesús mismo nos lo dijo: ¡Ánimo!, yo he vencido al mundo[61].

Por eso frente a las muchas luchas que nos tocan y tocarán pasar a lo largo de nuestra vida –individualmente y como Instituto– y aún en medio de las peores angustias, “hay que permitir que la alegría de la fe se despierte, como una secreta pero firme confianza”[62] y rezar como el Beato John Henry Newman, diciendo: “Enséñame Señor a considerar frecuente y atentamente esta verdad: que si gano todo el mundo pero te pierdo a Ti, al final, lo he perdido todo. Mientras que si pierdo todo el mundo, pero te gano a Ti, al fin, no he perdido nada”[63].

En medio de las cruces permanezcamos firmes en Quien es nuestra Piedra Angular y respondamos a los mundanos como lo hizo Daniel, quien ante la burla del altivo monarca que decía: ¿Y qué Dios podrá salvarlos de mi mano?[64], él le contestaba: Nuestro Dios, a quien servimos, puede salvarnos del horno de fuego ardiente y nos librará de tus manos. Y aunque no lo haga, ten por sabido, rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que tú has erigido[65].

Jesucristo hizo uso de las contradicciones de esta vida para redimirnos, también nosotros debemos hacer uso de ellas para aplicar los frutos de esa redención. “Toda la eficacia corredentora de nuestros padecimientos depende de su unión con la Cruz y en la medida y grado de esa unión”[66]. Por eso también debemos aprender a tomar las circunstancias adversas, las cruces de esta vida, sin esa “depresiva actitud de ver más el mal que el bien”[67], antes bien asumirlas siempre con alegría sobrenatural en el alma.

El mundano siempre tendrá como compañera a la tristeza, sea ésta abierta o solapada, porque no puede escapar a la realidad de saber que fuera de este mundo que perece, es un miserable: el hombre carnal no capta las cosas del Espíritu de Dios: son necedad para él[68]. En cambio, cuanto uno es más sobrenatural, es más alegre; no porque no sufra adversidades, sino precisamente porque se va disponiendo a recibir el don de la sabiduría de la cruz que necesariamente trae consigo la alegría de la cruz.

Esta alegría de la cruz está estrechamente relacionada con la Redención, porque es Cristo elevado sobre el madero por nuestra salvación el que nos levanta de la precariedad de este mundo. Sólo aquellos que están en el mundo sin ser del mundo[69] pueden tener una apreciación de los sucesos de esta vida seria y libre de pesadumbre. Si uno tiene siempre delante de sí el Reino de Dios, el cielo como meta, entonces ve este mundo y la sociedad con toda su problemática mucho más claramente y según verdad: el hombre espiritual juzga todas las cosas, y a él nadie puede juzgarle[70].

Arraiguemos en la mente y en el corazón que lo propio nuestro es “ser víctimas con la Víctima”[71] pero en espíritu siempre victorioso. Eso es el vivir como resucitados. Es decir, según todas las consecuencias de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo:

  • Vivir según la Ley Nueva –el Espíritu Santo–: que quiere decir “vivir de acuerdo con esta realidad: El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado[72]. Es vivir según la fe que actúa por la caridad[73]. Y ¡la caridad no morirá jamás![74][75].
  • Vivir en la libertad de los hijos de Dios ya que para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres[76]. “La libertad auténtica se identifica con la santidad, con la Ley Nueva, con la fe cristiana, con la caridad, esa es la libertadde los hijos de Dios[77]. Tiene como fundamento la verdad y es propia de los que se dejan guiar por el Espíritu Santo”[78].
  • Vivir como hombres nuevos: El hombre nuevo se opone al hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras[79]. El hombre nuevo es el hombre interior, poderosamente fortalecido… por la acción de su Espíritu[80]. El hombre nuevo se identifica con hombre espiritual[81]. Es el hombre que canta el cántico nuevo[82].
  • Vivir con inmensa alegría: alegría que, en nuestro caso, debe manifestarse de manera especial, en la celebración del Día del Señor, el Domingo; en el sentido de la fiesta; y en la recreación, que nosotros llamamos eutrapelia[83]. Alegría que es espiritual y sobrenatural y nace de constatar el misterio de la resurrección del Señor[84]. Por lo tanto “puede ser experimentada tanto en la prosperidad como en la adversidad. En la prosperidad esta consiste no en los bienes que disfruta sino en aquellos que espera; no en los placeres que experimenta sino en la promesa de aquellos acerca de los cuales creemos sin haber visto. Los bienes pueden abundar, pero aquellos que esperamos son de esa clase que ni la polilla ni la herrumbre destruyen ni los ladrones pueden horadar y robar[85]. Más aún, en la adversidad podemos estar alegres en la certeza de que el mismo Verbo Encarnado padeció la cruz como condición de su resurrección”[86].
  • Vivir con gran compromiso por la misión: sin ser esquivos a la aventura misionera[87]; conservando “el fervor espiritual, la alegría de evangelizar, incluso cuando tengamos que sembrar entre lágrimas”[88].

 

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Queridos todos: las penas, los trabajos, los sacrificios… ¿qué importan? Mientras anunciemos al que dijo: Yo soy la resurrección y la vida, nada debe apenarnos[89]. Nosotros debemos trasmitir la verdad de Dios, aún a costa de nuestra sangre. Debemos trasmitir la santidad de Dios, aceptando ser signo de contradicción. Debemos trasmitir la voluntad de Dios, hasta dar la vida por las ovejas.

Que esta Pascua de Resurrección que dentro de poco hemos de celebrar nos encuentre cada vez más empeñados en ser hombres nuevos. No temerosos de la cruz, sino ardorosos por sacrificarnos.

Pascua quiere decir la libertad más absoluta. Es la libertad que nos ganó Cristo al padecer muerte en Cruz, para darnos ejemplo de que siempre debemos dar la prioridad más eminente a la Voluntad del Padre. Y con ello nos enseñó a no ser tributarios, a no someternos a los poderes temporales, ni al espíritu del mundo, ni a las modas culturales como si fuesen el fin último en lugar de Dios. 

No olvidemos una de las más grandes enseñanzas de la Carta a los Gálatas: que para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres[90];  ésta es una frase llena de contenido. Y la mejor manera de ser libres consiste en imitarle, a saber, desplazándonos a nosotros mismos del centro de la motivación y fijando nuestras elecciones, decisiones y acciones en el Amor Divino. Tengamos siempre presente que la libertad es nuestra para darla; nosotros somos libres de elegir nuestras servidumbres. El rendirse al amor de Dios es entregarse a la felicidad y por lo tanto ser perfectamente libres. Y así, servirle es reinar.

Que la Santísima Virgen María, la más libre después de Cristo, nos conceda la gracia de seguir cada día de nuestras vidas su sapiencial aviso de Madre: Haced todo lo que Él os diga[91].

Les deseo una muy fructífera Semana Santa y una gozosa Pascua de Resurrección y les mando un fuerte abrazo para todos.

En el Verbo Encarnado,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

Lituania, 1 de abril de 2019
Carta Circular 33/2019

 

[1] Tit 2, 14.

[2] Directorio de Espiritualidad, 162.

[3] Directorio de Espiritualidad, 32; op. cit. Heb 2, 15.

[4] Cf. Constituciones, 42-43.

[5] Como tampoco quieren la vida religiosa quienes eluden y abandonan las exigencias de responsabilidad y sacrificio de la auténtica vida de religión, cambiándola por una vida más fácil, más cómoda y en definitiva más mundana.

[6] Cf. Constituciones, 7.

[7] Cf. Col 3, 1.

[8] Gal 4, 3.

[9] Cf. 2 Cor 3, 6.

[10] Cf. 1 Cor 2, 12.

[11] Cf. Directorio de Espiritualidad, 39.

[12] Ven. Arz. Fulton Sheen, Seven Words of Jesus and Mary, cap. 7. [Traducido del inglés]. Seguiré libremente algunos pensamientos de F. Sheen sacados de un escrito titulado Eternal Freedom.

[13] Cf. 1 Pe 2, 24.

[14] Mt 10, 28.

[15] Directorio de Espiritualidad, 193; op. cit. San Juan Pablo II, Homilía (28/06/1992).

[16] Cf. Jn 15, 18-19.

[17] Ap 12, 11.

[18] Mt 27, 42.

[19] Constituciones, 214.

[20] Cf. Directorio de Espiritualidad, 34.

[21] Cf. Directorio de Espiritualidad, 35.

[22] Directorio de Espiritualidad, 36.

[23] Constituciones, 4.

[24] Cf. Constituciones, 5.

[25] Directorio de Vida Consagrada, 330.

[26] Fil 3, 18.

[27] Lc 23, 46.

[28] Mt 19, 21.

[29] Ven. Arz. Fulton Sheen, The Rainbow of Sorrow, cap. 7. [Traducido del inglés]

[30] 2 Tim 4, 10.

[31] Cf. Jn 19, 30.

[32] Cf. Constituciones, 15; op. cit. Cf. 1 Pe 1, 9.

[33] Rom 8, 18.

[34] 1 Cor 2, 9.

[35] Gal 5, 13.

[36] Is 53, 3.

[37] Cf. Directorio de Espiritualidad, 119.

[38] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 327.

[39] Gal 5, 13.

[40] 2 Tim 3, 9.

[41] Mt 5, 11-12.

[42] Beato John Henry Newman, Sermon 2. The Religion of the Pharisee, the Religion of Mankind. [Traducido del inglés]

[43] Cf. Sal 37, 13.

[44] San Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de la Paz (01/01/1981).

[45] 2 Tim 3, 14.

[46] Jer 1, 19.

[47] San Luis María Grignion de Montfort, Obras Completas, Carta 27, A las religiosas María Luisa Trichet y Catalina Brunet, comienzos del 1715.

[48] Mt 26, 53.

[49] Jn 19, 30.

[50] Rom 8, 28. Explicadas extensamente en el Directorio de Espiritualidad, 67 y ya citadas en la Carta Circular 29 (01/12/2018).

[51] Ven. Arz. Fulton Sheen, The Rainbow of Sorrow, cap. 7. [Traducido del inglés]

[52] Rm 12, 17.

[53] Cf. Heb 12, 2.

[54] Cf. Mt 11, 28.

[55] Cf. P. C. Buela, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 1, 7.

[56] Cf. Directorio de Espiritualidad, 207; op. cit. 2 Cor 6, 10.

[57] Jn 16, 20.

[58] Jn 16, 22.

[59] Col 2, 15.

[60] Ef 1, 22.

[61] Jn 16, 33.

[62] Francisco, Evangelii Gaudium, 6.

[63] Beato John Henry Newman, Heart Speaks to Heart, selected spiritual writings, p. 55. [Traducido del inglés]

[64] Dan 3, 15.

[65] Dan 3, 17-18.

[66] Directorio de Espiritualidad, 168.

[67] Constituciones, 198.

[68] 1 Co 2, 14.

[69] Cf. Directorio de Espiritualidad, 46; op. cit. Cf. Jn 17, 11; Jn 17, 14-16.

[70] 1 Co 2, 15.

[71] Directorio de Espiritualidad, 168.

[72] Rom 5, 5.

[73] Gal 5, 6.

[74] 1 Cor 13, 8.

[75] Directorio de Espiritualidad, 190.

[76] Gal 5, 1.

[77] Rom 8, 21.

[78] Cf. Directorio de Espiritualidad, 195.

[79] Ef 4, 22.

[80] Ef 3, 16; Cf. Rom 7, 22; 2 Cor 4, 16.

[81] 1 Cor 2, 15.

[82] Directorio de Espiritualidad, 200.

[83] Directorio de Espiritualidad, 203.

[84] Directorio de Espiritualidad, 204.

[85] Cf. Mt 6, 19.

[86] Ven. Fulton Sheen, Way to Happiness, cap. 4. [Traducido del inglés]

[87] Directorio de Espiritualidad, 216.

[88] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.

[89] Cf. P. C. Buela, Testigos de la Resurrección.

[90] Gal 5, 1. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 191.

[91] Jn 2, 5.

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