Unidos por una causa más alta

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[Exordio] Chesterton decía: “Los verdaderos soldados luchan no porque odian lo que tienen en frente de ellos sino porque aman lo que está detrás de ellos”.   

Este fue el caso de muchos misioneros que un día lo dejaron todo por embarcarse en la maravillosa empresa de sembrar la fe en tierras lejanas. Muchos de ellos −como buenos soldados de Cristo− dieron incluso su vida por aquello que con toda razón creyeron ser la causa más grande, la “obra más divina entre las divinas”[1] que es la salvación de las almas. Con ellos llevaban solo la fe que habían aprendido y marcada a fuego la identidad de religiosos de la congregación que los había engendrado como tales

Este fue el caso de los Mártires de Norteamérica: Jean de Brébeuf, Isaac Jogues, Gabriel Lalemant, Antoine Daniel, Charles Garnier, Noël Chabanel (seis sacerdotes) y René Goupil y Jean de la Lande (hermanos). Todos jesuitas, todos de una personalidad muy fuerte, muy diferente la una a la otra, con distinta preparación, algunos con más otros con menos años de vida religiosa,  pero todos unidos por el mismo ideal: la mayor gloria de Dios, como buenos jesuitas.

Pruebas increíbles

 

Estos hombres no se contentaron con vivir el uno al lado del otro, como quien comparte una misión como si se compartiese una oficina, de hecho bastante seguido cambiaban de compañero, sino que se fortalecían el uno al otro mientras se iban abriendo camino en la misión y luchaban juntos como buenos soldados por la noble causa para la que habían sido elegidos según los designios providencialmente misericordiosos de nuestro Señor.  

Leer sus escritos, sus crónicas, sus cartas es leer un himno de esperanza en medio de pruebas increíbles. Si uno lo piensa bien, todos los mártires −y creo que estos especialmente− nos proclaman el mensaje de “no rendirse”, de “no tirar la toalla” aun en las peores situaciones. Lo cual a nosotros nos viene muy bien porque el ambiente habitual en que se debe desenvolver la vida de un miembro del Instituto incluye precisamente “las situaciones más difíciles y las condiciones más adversas”[2].

A veces pensamos que los mártires solo fueron testigos de nuestra fe, ¡y en verdad lo fueron! Pero también nos recuerdan que Dios saca bienes de los males. Los mártires no pensaban que las torturas o que la muerte misma era lo más desastroso que les podría pasar. ¡Al contrario! Se daban cuenta de la oportunidad sin igual que tenían en cada una de esas pruebas para dar gloria a Dios, para servir a su Instituto. Por eso es importante ponderar sus vidas para poner las nuestras en verdadera perspectiva.

A San Jean de Brébeuf para que dejara de predicar sus torturadores le introdujeron una vara de hierro ardiendo por la boca hasta la garganta, le cortaron la nariz, le arrancaron los labios… Con ese mismo hierro ardiente le arrancaron los ojos a él y a su compañero (Gabriel Lalemant). Como burla, pretendiendo un bautismo, les tiraron agua hirviendo en la cabeza, les cortaron la piel quemada en grandes pedazos y los indios se la comieron delante de ellos. Mientras todavía estaban vivos, les abrieron el pecho, les arrancaron el corazón y se bebieron su sangre. El martirio de Brébeuf duró 3 horas. El de Lalemant 15. Brébeuf tenía 52 años, Lalemant, 47. Pero era más grande el amor que tenían por lo que estaba detrás de todo eso: Dios y la Compañía. 

Un favor eminente

 

San Jean de Brébeuf tiene una carta magnífica que le escribió a su superior en Francia varios años antes de su martirio donde le dice que quizás están próximos al martirio, pero no está muy seguro de que Dios le vaya a dar esa gracia, pero que “sea como sea”, dice este jesuita de hierro, “todos nuestros padres esperan la resolución de este asunto con gran calma y espíritu contento. Respecto a mí, le puedo decir con toda sinceridad, que todavía no he tenido la más mínima aprensión o miedo a la muerte por esta causa (la de la salvación de las almas). Una cosa lamentamos, y es que estos pobres bárbaros por malicia propia se cierren al evangelio y a la gracia de Dios”. Lo está diciendo un misionero que después de seis años de trabajo apostólico solo bautizó a un adulto. Y sigue: “cualquiera sea la conclusión a la que arriben y sin importar el tratamiento que nos den, vamos a tratar, con la ayuda de Dios, de soportarlo pacientemente para su servicio. Es en verdad un favor eminente el que Dios nos hace en permitirnos soportar algo por su amor. Es recién ahora que nos consideramos verdaderos miembros de la Compañía[3]. Porque “los verdaderos soldados luchan no porque odian lo que tienen en frente de ellos sino porque aman lo que está detrás de ellos”.

De nuevo: los mártires no recuerdan que Dios puede sacar bienes de los males. Y aunque estos Misioneros no vivieron para verlo sus cartas generaron un entusiasmo del todo singular en el colegio de los Jesuitas en Francia del que eventualmente salieron los misioneros para las misiones extranjeras.

Estos misioneros, eran hombres ordinarios por decirlo de alguna manera, tenían sus fallas, tenían sus miserias, tenían su carácter, algunos nunca se adaptaron a la vida de la misión, como es el caso del mártir Noel Chabanel, a quien le causaba gran repugnancia la comida, las costumbres de los indios, todo le molestaba, de hecho, nunca aprendió el idioma y este gigante hizo voto de permanecer entre esos indios hasta la muerte. Y murió de un hachazo en la cabeza por un indio ‘cristiano’ que lo traicionó. Algunos de estos misioneros ya andaban cansados de tanta lucha diaria, de tanta negación, de tanta prueba espiritual, de tanta perplejidad ante el futuro incierto[4], de tanta miseria propia y ajena y, sin embargo, lo que hizo que hoy los podamos llamar mártires fue el heroísmo con que tomaron sobre sus hombros la causa por la que habían sido enviados. Aguantaron todo lo que aguantaron, no para gloria propia, no para decir: ‘ah… yo soy invencible’, sino para la gloria de Dios y de la Compañía. Porque “los verdaderos soldados luchan no porque odian lo que tienen en frente de ellos sino porque aman lo que está detrás de ellos”.   

Otro de los mártires, San Isaac Jogues, le escribió a otro sacerdote pidiéndole oraciones antes de partir a la Nueva Francia. Y le dice: “Tendré que vivir entre esos bárbaros casi sin libertad para rezar, sin misa, sin sacramentos. Seré responsable de todos y cada uno de los incidentes entre los Iroquois y los Franceses… ¿Qué más da? Mi esperanza está en Dios, que no tiene ninguna necesidad de mis logros para la realización de sus designios. Todo lo que necesitamos hacer es tratar de ser fieles y no arruinar su trabajo con nuestras debilidades”.

Ese es el mensaje.

La causa más grande

 

Durante toda la peregrinación por este valle de lágrimas que significó la misión en Nueva Francia se animaban el uno al otro, se infundían coraje, se olvidaban de sí mismos para ayudar al otro. Ninguno esperaba ser librado de la muerte. Ninguno esperaba que el cielo se abriera y un ángel viniera a sacarlos de en medio del drama que estaban viviendo. Pero todos esperaban que Dios sea servido con sus vidas y con sus muertes.

Muchachos: a nosotros nos está pasando lo que debía pasarnos por ser fieles a nuestro ideal, a nuestra identidad, a nuestra misión. Y quizás recién ahora podemos consideramos verdaderos miembros del Instituto. Nosotros, probablemente muramos de lo que muere cualquier persona común: un ataque cardíaco, cáncer, un accidente de auto… ¿qué más da? La mayoría de nosotros sabremos que estamos muriendo cuando estemos muriendo. Pero también nosotros tenemos la misma oportunidad que los mártires de entregar nuestra vida a Dios en el día a día, con todas sus exigencias, con todas sus pruebas, con todos los ataques que quieran perpetrar contra nosotros… Lo importante es que “si hay que velar se vela; si hay que sufrir, se sufre; si hay que humillarse, se humilla; si hay que pedir limosna, se pide; si hay que enfermar, se enferma; si hay que morir, se muere; pero se muere en la batalla, con honra y con gloria, con Cristo y en nombre de Cristo y para la gloria de Cristo”[5] y bien del Instituto.  

Nuestra capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al Instituto, por amor al bien mismo, a la verdad, a la justicia es lo que hace de cada uno de nosotros un hombre como estos mártires de los que hemos hablado. Porque cuando mi bienestar, mi reputación, mi salud, mi trabajito, “mi kiosquito” −diría el P. Buela− es más importante que la causa más grande que nos une, que la prioridad por la que debemos luchar todos juntos, entonces mi vida es una mentira… porque nosotros vinimos aquí a dar la vida por los hermanos como nos lo enseñó el Verbo Encarnado.

Estos hombres, lograron lo que lograron y perseveraron hasta el final porque se mantuvieron unidos, porque la lucharon juntos, porque había sinergia entre el don de Dios y el compromiso de cada uno[6] para sacar la cosa adelante.

[Peroratio] Tenemos que acertar en asumir con generosidad e inteligencia los desafíos que se nos presentan. Que no nos gane el desaliento, el cansancio. Que no “por el árbol de las dificultades se pierda de vista el bosque de las cosas que están bien”[7].

A muchos nos parece a veces que no vamos a poder, y nos sentimos como David frente a Goliat, pero tenemos que sobrepasar nuestras expectativas. Tenemos que elegir como estos mártires levantarnos por encima del promedio.

Si me permiten, ahora quisiera aprovechar esta celebración eucarística para dar gracias a Dios por cada uno de ustedes, por los días pasados y ¡por los que vendrán!

Que Dios y la Santísima Virgen sepan reconfortarlos y darles todo el ánimo que necesitan para seguir cumpliendo ese compromiso siempre exigente y tan frecuentemente acompañado por el signo de la cruz, de una dolorosa soledad y que exige de nuestra parte, un sentido profundo de la responsabilidad, una generosidad sin debilidades ni extravíos, un constante olvido de sí mismo.

Que la Virgen de Luján, Madre de la Esperanza que no defrauda, renueve nuestro vigor y nos asista en nuestro empeño de hacer más y mejor por la causa del Instituto, que no es otra que la causa del Verbo Encarnado.

[1] Cf. Directorio de Espiritualidad, 321.

[2] Constituciones, 30.

[3] Jesuit Missionaries to North America. Spiritual Writings and Biographical Sketches, p. 158.

[4] Isaac Jogues escribió que a menudo no podía contener sus lágrimas, más que por el martirio de sus compañeros, por la ansiedad acerca del futuro.

[5] San Pedro Poveda.

[6] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 36.

[7] Cf. Constituciones, 123.

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