Directorio de Ecumenismo

Contenido

  1. El misterio de la Iglesia se sitúa en el misterio de la Sabiduría y de la Bondad de Dios que atrae a toda la familia humana e incluso a la creación entera a la unidad hacia Él[1].
  2. La realidad religiosa del mundo nos presenta a la Iglesia Católica y junto a Ella una constelación de iglesias y confesiones escindidas de su seno a lo largo de los siglos; y, más allá, el inmenso campo de los que no aceptan a Cristo y de los que no creen en Dios. Hacia todos ellos la Iglesia dirige su maternal solicitud y su responsabilidad hacia Dios.
  3. Las dos terceras partes de la humanidad no son cristianas; la tercera restante está compuesta por un 52% de católicos, un 18% de ortodoxos y un 30% de protestantes. La misión salvadora dirigida a los no cristianos (los “gentiles”) se denomina propiamente missio ad gentes; la preocupación salvadora hacia sus propios hijos se designa como “tarea pastoral”; finalmente, la misión hacia los cristianos no católicos se define con el término “ecumenismo”.
  4. Nuestro Instituto se enfrenta de lleno con el problema de la descristianización del mundo y de la fragmentación de la misma realidad cristiana. Nuestra firme decisión de ir allí donde se nos llamare, es decir por todo el mundo (Mc 16,15), para no ser esquivos a la aventura misionera, nos pone en contacto con la realidad de una asombrosa simbiosis religiosa y de un creciente confusión en la fe. Nuestro trabajo en territorios de larga tradición protestante o de tradiciones orientales ortodoxas, la realidad creciente en muchos países de los matrimonios mixtos, y nuestro mismo apostolado preferencial por el mundo de la cultura, de la universidad y de las escuelas en general, donde se dan cita hombres y mujeres de confesiones diversas e incluso antagónicas, exigen de nosotros orientaciones y convicciones sumamente claras, no sólo sobre el desenvolvimiento de la misión ad gentes sino también respecto de los cristianos no católicos. Servir a la Iglesia es servir a la unidad: “Servir a la Iglesia es servir a Cristo en su designio de reunir en uno todos los hijos de Dios, que están dispersos (Jn 11,52), y de renovarlo todo y recapitularlo finalmente en Él, para someterlo todo a su Padre a fin de que seamos todos en el Espíritu eternamente alabanza de su gloria. ¡Este servicio es grande! Es digno de todas nuestras energías. En verdad sobrepasa nuestras propias fuerzas. Nos obliga a orar continuamente”[2].
  5. 5. Enseña San Juan Pablo II en la Carta Encíclica Ut unum sint: “Unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz. ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese. A nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo. En efecto, ¿cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre?”[3].
  6. Por eso decía también el Santo Padre Juan Pablo II: “La obra de la unidad de los cristianos creo que es una de las más grandes y más hermosas tareas de la Iglesia en nuestra época”[4]. Y asimismo, durante el V Consistorio extraordinario: “El diálogo ecuménico, con toda la actividad que brota de él en favor de la unidad de los cristianos, es una de las tareas fundamentales de la Iglesia con vistas al año 2000. A pesar de las opiniones de cuantos hablan de un estancamiento en este campo, el esfuerzo ecuménico conserva íntegro su dinamismo”[5].

De ahí la importancia del presente Directorio.

  1. Y de ahí también que nuestro Instituto quiera participar en esta hermosísima tarea. La Providencia ha querido que San Juan Pablo II, a quien consideramos “padre” de nuestra Congregación, haya desarrollado durante su Magisterio este tema de modo egregio. Consideramos su Carta Encíclica Ut unum sint como la carta magna del ecumenismo católico y la Declaración Dominus Iesus (aprobada por San Juan Pablo II) como un documento indispensable para la recta comprensión de este tema.

1. Noción católica de ecumenismo

A) Iglesia Católica e Iglesia de Cristo

8. Decíamos que el misterio de la Iglesia se sitúa dentro del plan divino de salvación para todos los hombres. Para realizar este designio, Dios envió al mundo a su Hijo único, quien, elevado en la Cruz, derramó el Espíritu Santo por el que llamó y reunió en la unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad, al Pueblo de la Nueva Alianza que es la Iglesia. Para establecer en todo lugar esta Iglesia santa hasta la consumación de los siglos, Cristo confió el oficio de enseñar, de regir y de santificar al Colegio de los Doce, del que estableció como jefe a Pedro. Por medio de la predicación fiel del Evangelio, por la administración de los sacramentos y por el gobierno en el amor, ejercido por los Apóstoles y por sus sucesores, bajo la acción del Espíritu Santo, Jesucristo quiere que este pueblo se acreciente y que su comunión se haga cada vez más perfecta[6].

9. La Iglesia fundada por Jesucristo, dice el Concilio, subsiste en la Iglesia Católica[7]. Es decir, Ella es, sin solución de continuidad, la comunidad de los creyentes fundada por Jesucristo sobre Pedro, confirmada en Pentecostés. De este modo, la Iglesia Católica cree y profesa ser la plena Iglesia de Jesucristo, sin deficiencia en ningún elemento substancial otorgado por su Fundador.

10. “Con la expresión subsistit in, el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia Católica, y por otro lado que ‘fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad’, ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia Católica. Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia ‘deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia Católica’”[8].

11. Por eso: “Los católicos mantienen la firme convicción de que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, ‘gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él’. Confiesan que la plenitud de la verdad revelada, de los sacramentos y del ministerio, que Cristo dio para la construcción de su Iglesia y para el cumplimiento de su misión, se halla en la comunión católica de la Iglesia. Saben ciertamente los católicos que personalmente no han vivido ni viven en plenitud los medios de gracia de que está dotada la Iglesia. Pero nunca pierden, a pesar de ello, la confianza en la Iglesia. Su fe les asegura que ella sigue siendo ‘la digna esposa del Señor’ y ‘se renueva de continuo bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que llegue, por la cruz, a la luz que no tiene ocaso’. Así pues, cuando los católicos emplean las expresiones ‘Iglesias’, ‘otras Iglesias’, ‘otras Iglesias y Comuniones eclesiales’, etc., para designar a quienes no están en plena comunión con la Iglesia Católica, debe tenerse siempre en cuenta esta firme convicción y confesión de fe”[9].

12. “En sentido propio, Iglesias hermanas son exclusivamente las Iglesias particulares (o las agrupaciones de Iglesias particulares: por ejemplo, los patriarcados y las metropolías). Debe quedar siempre claro, incluso cuando la expresión Iglesias hermanas es usada en este sentido propio, que la Iglesia universal, una, santa, católica y apostólica, no es hermana sino madre de todas las Iglesias particulares”[10].

“Se puede hablar de Iglesias hermanas, en sentido propio, también en referencia a Iglesias particulares católicas y no católicas; y por lo tanto también la Iglesia particular de Roma puede ser llamada hermana de todas las Iglesias particulares. Pero, como ya ha sido recordado, no se puede decir propiamente que la Iglesia Católica sea hermana de una Iglesia particular o grupo de Iglesias. No se trata solamente de una cuestión terminológica, sino sobre todo de respetar una verdad fundamental de la fe católica: la de la unicidad de la Iglesia de Jesucristo. Existe, en efecto, una única Iglesia, y por eso el plural Iglesias se puede referir solamente a las Iglesias particulares”[11].

  1. Extra Ecclesiam nulla salus. Además, es convicción firme de la fe católica que “solamente por medio de la Iglesia Católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios”[12]. Esta es la doctrina del principio tradicional extra Ecclesiam nulla salus; fuera de la Iglesia no hay salvación: sólo en Ella se encuentran en plenitud todos los medios salvíficos, y es por medio de Ella y en orden a Ella que el Espíritu Santo suscita en los corazones de quienes visiblemente no le están unidos de modo perfecto la gracia salvífica.
  2. El Catecismo de la Iglesia Católica explica el sentido en que debe entenderse este principio al decir: “¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo: ‘Este Santo Sínodo… basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras bien explícitas, la necesidad de la fe y del Bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia Católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella’[13]. Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no reconocen a Cristo y a su Iglesia: ‘Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna’[14]. ‘Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, sin la cual es imposible agradarle (Hb 11,6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar’”[15].

b) La unidad de la Iglesia
en la voluntad de Cristo

15. La Iglesia es en Cristo sacramento e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano[16]. Ella es el Pueblo de Dios que une en sí, por obra del Espíritu Santo y del misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, a hombres y mujeres de todas las naciones y culturas, dotados de los variados dones de la naturaleza y de la gracia en orden a la perfección consumada de los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos juntos a encontrarnos en la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la madurez del varón perfecto, a un desarrollo orgánico proporcionado a la plenitud de Cristo (Ef 4,12-13). La unidad del Pueblo de Dios es, pues, constitutivo esencial de la Iglesia. Realiza esta koinonía/comunión por el triple lazo de la fe, la vida sacramental y el ministerio jerárquico. Es por eso que una de sus notas características esenciales es la unidad[17].

16. Por lo mismo “la falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino ‘en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia’”[18].

17. Decía San Juan Pablo II: “Ut omnes unum sint. La unidad, nota esplendorosa de la verdadera Iglesia, es la cumbre de la oración sacerdotal de Cristo en la Última Cena, es su último testamento de amor, la consigna que nos ha dejado, antes de su Pasión: antequam pateretur… No podemos sustraernos al examen de conciencia a que nos somete esta palabra. Es la piedra de toque para la credibilidad del discipulado de Cristo en el mundo: ut credat mundus quia tu me missisti (Jn 17,21). Si no somos uno, como el Padre es uno en Cristo, y Cristo es uno con el Padre, el mundo no creerá: se le escapa la prueba concreta del misterio de la Redención, mediante la cual, el Señor ha hecho de la humanidad dispersa una sola familia, un solo organismo, un solo cuerpo, un solo corazón”[19].

18. Y también: “La unidad de la Iglesia pertenece indiscutiblemente a su esencia. Ella no es ningún fin en sí misma. El Señor la da para que el mundo crea (Jn 17,21). No escatimemos medios para testimoniar juntos lo que se nos ha dado en Cristo. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2,5). En ningún otro hay salvación (Hch 4,12)”[20].

19. No sólo unidad sino unidad universal: “La comunión en la que los cristianos creen y esperan es, en su más profunda realidad, su unidad con el Padre por Cristo y en el Espíritu Santo. A partir de Pentecostés, esta comunión se da y se recibe en la Iglesia, comunión de los Santos. Se cumple en plenitud en la gloria del cielo, pero se realiza ya en la Iglesia en la tierra, mientras camina hacia esa plenitud. Los que viven unidos en la fe, la esperanza y la caridad, en el servicio mutuo, en la enseñanza común y en los sacramentos, guiados por sus Pastores, participan en la comunión que constituye la Iglesia de Dios. Esta comunión se realiza en concreto en las Iglesias particulares, cada una de las cuales se reúne alrededor de su Obispo. En cada una de ellas ‘la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica, está verdaderamente presente y actuante’[21]. Esta comunión es pues universal por su misma naturaleza”[22].

20. La unidad es voluntad expresa de Cristo: Que sean uno (Jn 17,21) y es también voluntad expresa de Cristo que esa unidad sea signo de credibilidad para el mundo: Que también ellos en nosotros sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste (Jn 17,21). De allí que “la voluntad de Cristo, el testimonio que hemos de dar a Cristo, he aquí el motivo que nos mueve a todos y a cada uno a no cansarnos ni desalentarnos en esta empresa”[23].

21. Se entiende así que toda división “está en clara contradicción con la voluntad de Cristo, es piedra de escándalo para el mundo y constituye un obstáculo a la más santa de las causas: la predicación del Evangelio a toda criatura”[24], porque cuando los que invocan a Cristo se presentan divididos entre sí es “como si Cristo mismo estuviera dividido”[25]: ¿Está Cristo dividido? (1 Co 1,13).

22. San Juan Pablo II ha repetido insistentemente que el drama de la división de los cristianos es causa de escándalo:

– “Es increíble que se dé todavía el drama de la división entre los cristianos, que es para todos causa de perplejidad y acaso también de escándalo”[26].

– “¿No he dicho ya que resultan intolerables las divisiones entre cristianos?”[27].

– “Sin esta unidad orgánica plena los cristianos están incapacitados para dar testimonio satisfactorio de Cristo, y su división sigue siendo escándalo para el mundo, más en especial en las iglesias jóvenes de tierras de misión”[28].

– “La unidad es una característica y una exigencia de la Iglesia Católica. Los disensos, las divergencias, la división son contrarios al plan de Dios”[29].

c) Fin del ecumenismo: la plena
unidad visible de los cristianos

23. El ecumenismo parte de un hecho insoslayable: “ningún cristiano ni cristiana puede sentirse satisfecho con estas formas imperfectas de comunión. No corresponden a la voluntad de Cristo, y debilitan a su Iglesia en el ejercicio de su misión”[30].

24. El fin último del movimiento ecuménico es lograr la plena comunión visible de todos los cristianos: “Tiene como misión específica el restablecimiento de la unidad entre los cristianos”[31].

25. Ecumenismo es búsqueda de la unidad. Sin embargo, hay que tener en cuenta que cuando la Iglesia Católica aspira a la unidad no lo hace suponiendo que tal unidad no existe ya. Existe y existe en Ella, como unidad de fe, de culto (sacramental) y de régimen. Es más, es la unidad que Cristo le dio al fundarla, y que no ha dejado de existir a lo largo de todas las vicisitudes históricas por las que ha pasado. Así debe entenderse la expresión del Concilio “subsiste en ella”[32]. Esta unidad, que es nota esencial y distintiva, se apoya visiblemente, por voluntad expresa de Cristo, sobre el apóstol Pedro y sus sucesores.

26. Esa unidad es unidad en la fe: “El decreto [Unitatis redintegratio] define esta unidad como consistente ‘en la profesión de una sola fe’”[33]. Ya decía San Juan Pablo II al inicio de su pontificado, que el fin del ecumenismo es “vencer los obstáculos que nos separan de la profesión unánime de la misma fe”[34]. Y tiempo más adelante: “La integridad de la fe apostólica, tal como se nos ha transmitido a los santos de una vez para siempre en la Tradición apostólica (cf. Judas 3), ha de ser conservada plenamente si queremos que nuestra unidad sea la unidad por la que Cristo oró… Como en tiempos de San Pablo, también ahora todos nuestros esfuerzos por restablecer la unidad entre los cristianos serán vanos si no se realizan con total fidelidad a la fe en Cristo transmitida por los Apóstoles”[35].

27. Es unidad en el culto y en los sacramentos: “… en la celebración común del culto divino”[36]. San Juan Pablo II se expresaba diciendo: “Este sufrimiento debe estimularnos a vencer los obstáculos que todavía nos separan de la profesión de la misma fe, y de la reunificación de nuestras comunidades separadas con un mismo ministerio sacramental”[37].

28. Es unidad en la concordia: “… en la concordia fraternal de la familia de Dios”[38].

29. Es unidad en un vínculo externo, que no puede ser otro que Pedro: “… esta unidad, que exige, por su misma naturaleza, una plena comunión visible de todos los cristianos, es el fin último del movimiento ecuménico”[39]. De alguna manera lo dice San Juan Pablo II al afirmar: “Al enviar a San Agustín a predicar el Evangelio al pueblo anglosajón, San Gregorio cumplía la responsabilidad pastoral y misionera propia del ministerio del Obispo de Roma. En sus escritos descubrimos un rico y profundo aprecio del primado universal encomendado al Obispo que ocupa la Sede de Pedro. Fue él quien llamó al Obispo de Roma caput fidei y quien describió al que desempeña este ministerio como el servus servorum Dei[40]… Hoy las divisiones entre los cristianos exigen que el primado del Obispo de Roma sea también un primado en la acción y en la iniciativa en favor de la unidad por la que Cristo oró tan fervientemente”[41].

30. Esta voluntad fundacional de Cristo sobre Pedro tiene su base revelada en el texto de Mt 16,18-19: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y cuanto atares sobre la tierra, quedará atado en los Cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos. La unidad ecuménica jamás podrá prescindir de este fundamental texto y de su recta interpretación.

31. Pedro es la fuente de la indivisión: “Para que el Episcopado mismo fuese uno e indiviso, estableció al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión”[42].

32. “La Iglesia Católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial –en el designio de Dios– para la comunión plena y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de la propia fe”[43].

“¿No es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el ecumenismo sienten hoy necesidad? Presidir en la verdad y en el amor para que la barca –hermoso símbolo que el Consejo Ecuménico de las Iglesias eligió como emblema– no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto”[44].

  1. Por tanto, “unidad” significa “unidad bajo Pedro en la Iglesia Católica”, ya que Cristo, como dice el Concilio, “… escogió a Pedro y… le entregó todas las ovejas para que las confirmara en la fe y las apacentara en la unidad perfecta[45].

d) A quiénes se dirige el ecumenismo

34. “La plenitud de la unidad de la Iglesia de Cristo se ha mantenido en la Iglesia Católica, mientras otras Iglesias y Comunidades eclesiales, aun no estando en plena comunión con la Iglesia Católica, conservan en realidad una cierta comunión con ella[46].

35. La labor ecuménica gira sobre aquellos cristianos no católicos que guardan una singular relación de pertenencia respecto de la Iglesia Católica.

36. En rigor de verdad, todos los hombres viadores pueden llamarse de algún modo miembros de la Iglesia. Podemos distinguir así distintos grados de pertenencia:

37. a) Miembros plenos. Son aquéllos que tienen una incorporación plena en la Iglesia Católica: “Se encuentran en plena comunión con la Iglesia Católica, en esta tierra, los bautizados que se unen a Cristo dentro de la estructura visible de aquella, es decir, por los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico”[47]. Esto se juzga a partir de dos elementos que determinan la pertenencia a la Iglesia. Uno es la fe apostólica, dogmática y sacramental; lo cual también incluye la vinculación jerárquica con los sucesores de los Apóstoles, ya que es a ellos a quienes toca velar y garantizar esta fe: instituyó doce para que estuvieran con él y para mandarlos a predicar (Mc 3,14); y también: Id al mundo entero y predicad el Evangelio… el que creyere… se salvará (Mc 16,15-16); y entre éstos a Pedro y su sucesor: Simón, yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca, y tú, cuando te conviertas confirma a tus hermanos (Lc 22,32). El segundo elemento consiste en la vida sobrenatural que produce el Espíritu Santo inhabitando en los corazones de sus fieles. Estos dos elementos constituyen propiamente al hombre de la Ley Nueva, ya que ésta consiste en “la gracia del Espíritu Santo que nos es dada por la fe de Cristo”[48]. Entre estos miembros hay que distinguir los que poseen los dos elementos y aquellos a quienes falta el segundo:

38. – Los justos: “A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su organización y todos los medios de salvación depositados en ella, y por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, se unen en su cuerpo visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos”[49]. Pío XII escribía: “solamente se han de enumerar realmente entre los miembros de la Iglesia los que han recibido el lavatorio de la regeneración, y profesan la verdadera fe, y no se han separado de la unidad del Cuerpo por sí mismos, ni han sido separados por la legítima autoridad por gravísimos hechos admitidos”[50].

39. – Los católicos pecadores que no han defeccionado de la fe: “Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, el que, al no perseverar en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia con el ‘cuerpo’, pero no con el corazón”[51].

40. b) Miembros no plenos. Son todos aquéllos a quienes falta la plenitud de la fe apostólica, ya sea porque no la poseen íntegramente en su aspecto dogmático y sacramental, ya porque no tienen unidad de régimen, es decir, la comunión jerárquica con Pedro que es el garante de la fe: “La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro. Muchos, pues, conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, y manifiestan celo religioso, creen en el amor de Dios Padre todopoderoso, y en Cristo Hijo de Dios y Salvador, están marcados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y hasta reconocen y aceptan, en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales, otros sacramentos. Muchos de ellos tienen también el Episcopado, celebran la Sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios. A éstos se añade también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún, una cierta unión verdadera en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos hasta les dio la fortaleza del martirio. Así es como el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la actuación para que todos se unan pacíficamente en un rebaño y bajo un solo Pastor, tal como Cristo determinó. Para obtener lo cual la Madre Iglesia no cesa de orar, esperar y trabajar, y a todos sus hijos los exhorta a que se santifiquen y se renueven de modo que la imagen de Cristo resplandezca más clara sobre la faz de la Iglesia”[52].

41. Evidentemente, el grado de mayor o menor imperfección dependerá de la plenitud de la fe profesada y de la concepción sobre el Primado de Pedro en cada Iglesia concreta. No es igual la situación de los cristianos solamente cismáticos que la de aquellos con quienes la Iglesia diverge en serias y profundas cuestiones dogmáticas. Por eso el Papa Juan Pablo II habla de los cristianos orientales como de aquellos con quienes tenemos “una comunión casi plena, aunque todavía imperfecta”[53].

42. Dejando en claro la doctrina sobre la identidad absoluta de la Iglesia fundada por Jesucristo con la Iglesia Católica, puede aceptarse la expresión que señala en las demás Iglesias y Comunidades eclesiales cristianas la existencia de vestigia Ecclesiae, vestigios de la Iglesia; tomado en buen sentido, esto significa que la Iglesia Católica reconoce en otras Iglesias separadas y comunidades eclesiales, elementos de verdad y de vida que ella misma posee en plenitud[54].

43. c) Miembros en potencia. “Los que todavía no han recibido el Evangelio, en diversas formas están ordenados al Pueblo de Dios. En primer lugar, aquel pueblo al que se confiaron las alianzas y las promesas, y del cual nació Cristo según la carne, según la elección, amadísimo a causa de sus padres, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables. Mas el plan de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, y entre ellos están en primer lugar, los musulmanes, que, haciendo expresa profesión de la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas, y como Salvador quiere que todos los hombres se salven. De hecho, los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero aún van buscando con sinceridad a Dios y bajo el influjo de la gracia se esfuerzan por cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna”[55]. Éstos, “por cierto inconsciente deseo y aspiración, están ordenados al Cuerpo místico del Redentor”[56].

44. La labor ecuménica se orienta hacia aquéllos que hemos designado como miembros no plenos, mientras que los miembros potenciales son objeto de la missio ad gentes.

45. Por tanto, el ecumenismo parte y se fundamenta en una cierta comunión aunque imperfecta de fe en “Dios Trino y Jesucristo como Señor y Salvador”[57].

e) El ecumenismo como gracia

46. Teniendo en cuenta que la unidad de los cristianos es voluntad de Cristo, y que la búsqueda de esa unidad es el fin del ecumenismo, es evidente que el ecumenismo auténtico y verdadero no es un proyecto puramente humano, ni se explica adecuadamente por las más nobles aspiraciones de los hombres de buena voluntad. Por el contrario, el ecumenismo supone una gracia divina, una moción sobrenatural, que mueve a los hijos de Dios a transitar el duro camino hacia la reconstrucción de la unidad. “El movimiento ecuménico pretende ser una respuesta al don de la gracia de Dios, que llama a todos los cristianos a la fe en el misterio de la Iglesia, según el designio de Dios que desea conducir a la humanidad a la salvación y a la unidad en Cristo por el Espíritu Santo”[58].

47. “Pero recordadlo, la unidad que Cristo quiere para su Iglesia es su propio don”[59]. “La unidad, en definitiva, es un don de Dios, don que debemos pedir y prepararnos a él para que nos sea concedido. La unidad, lo mismo que cada don, como cada gracia, depende de Dios que tiene misericordia (Rm 9,16). Porque la reconciliación de todos los cristianos ‘supera las fuerzas y la capacidad humana’[60], la oración continua y ferviente manifiesta nuestra esperanza, que no engaña, y nuestra confianza en el Señor que hará nuevas todas las cosas (cf. Rm 5,5; Ap 21,5)”[61].

48. “La unidad sólo nos puede ser otorgada como un regalo por el Señor, como fruto de su Pasión y de su Resurrección en la oportuna ‘plenitud de los tiempos’”[62].

49. La labor ecuménica exige una caridad poco común, paciencia, laboriosidad a prueba de todo desaliento, fidelidad absoluta a la verdad, delicadeza y tacto, docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo y una ascesis constante. Y esto sólo puede ser fruto del amor a la cruz y de los dones del Espíritu Santo: “El movimiento ecuménico es una gracia de Dios, concedida por el Padre en respuesta a la oración de Jesús[63] y a las súplicas de la Iglesia inspirada por el Espíritu Santo”[64].

f) Causa de la unidad ecuménica:
el Espíritu Santo

50. La Iglesia, en su esperanza ecuménica, es consciente que sin la asistencia del Espíritu Santo, fuente de su unidad, nada podrá hacer.

51. “El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, realiza esta admirable comunión y los une a todos tan íntimamente en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia”[65]. La unidad ecuménica “se trata de la misma unidad por la que Cristo ha orado y que el Espíritu Santo realiza”[66]. Por eso, la unidad que es fruto del ecumenismo es pedida por la Iglesia en forma deprecativa:

52. – Pío XI: “Y nuestra bendición, hecha plegaria, alcance el trono de Dios y le repita la súplica que, precisamente en estos días, ponía el Espíritu divino sobre los labios y el corazón de su Iglesia: que te dignes llamar a todos los extraviados a la unidad de la Iglesia…, te rogamos, óyenos”[67].

53. – Pío XII: “Deseamos y queremos que todos los que llevan en el corazón la ansiosa llamada a abrazar la unidad cristiana –y nadie que es de Cristo estime en poco tan gran asunto– hagan súplicas y oraciones a Dios, de quien como Autor nacen el orden, la unidad, la belleza, para que los laudables deseos de todos los buenos no tarden en ser llevados a efecto”[68].

54. – Concilio Vaticano II: “Este santo deseo de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Jesucristo sobrepasa las fuerzas y la capacidad humanas. Por ello pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre hacia nosotros, en el poder del Espíritu Santo. Y la esperanza no quedará fallida, pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rm 5,5)”[69].

55. – San Juan XXIII: “¡Que sean uno! Éste es el bosquejo del divino Redentor que nosotros debemos realizar, venerables hermanos, y es una grave tarea confiada a la conciencia de cada uno… Este latido del Corazón de Cristo debe invitarnos a un propósito renovado de entrega para que entre los católicos permanezca solidísimo el amor y el testimonio hacia la primera nota de la Iglesia (una) y para que en el vasto horizonte de las denominaciones cristianas, y más allá, se realice aquella unidad, hacia la cual sube la aspiración de los corazones rectos y generosos”[70].

56. – San Pablo VI: “¡Ojalá el benignísimo Redentor, que, estando a punto de ir a la muerte, oró al Padre para que todos los que habían de creer en Él fuesen una sola cosa, como Él y el Padre son uno (cf. Jn 17,20-21), se digne escuchar, y muy prontamente, este ardentísimo deseo nuestro y de la universal Iglesia, de que todos celebremos con una sola voz y una sola fe el misterio eucarístico y, hechos participantes del cuerpo de Cristo, nos hagamos un solo Cuerpo, compaginado por las mismas ligaduras con que Él lo quiso constituido! (cf. 1 Co 10,17)”[71].

57. Si la paz del mundo y la restauración de todas las cosas en Cristo sólo pueden ser obra de Dios (San Pío X la llama opus Dei[72]), con igual o más razón lo será la obra de la unidad de la Iglesia, a la cual Pío XI denomina opus in primis Dei: “Esta realización de la unión no se hará por parecer humano, sino por la bondad de sólo Dios, que no hace acepción de personas (Hch 10,34)… Pero ya que esta reunión de todos los pueblos en la unidad ecuménica, como obra principalmente de Dios, se ha de lograr con la ayuda y los auxilios divinos, insistamos en piadosas oraciones, siguiendo los ejemplos y enseñanzas de San Josafat, que trabajaba por la unidad sobre todo con el poder de la oración”[73].

58. A ninguno de los Pontífices citados escapa la dimensión milagrosa de esta unidad. Es más, es precisamente su naturaleza milagrosa la que le otorga el carácter de signo de credibilidad que lleva al reconocimiento de Jesucristo: Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos en nosotros sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste (Jn 17,21). Así, por ejemplo:

59. – León XIII, en su oración por la conversión de hebreos y turcos (1899): “¡Oh dulce Corazón de María!, decid a Jesús aquello que nosotros ni sabemos ni podemos decirle, y Él os escuchará…, y si para vencer la resistencia de aquéllos por quienes os rogamos, es necesario un milagro, ¡oh Virgen Inmaculada!, os lo pedimos por el inmenso amor que tenéis a Jesús. ¡Ah, sí, dignaos apareceros a los hebreos y a los turcos, como ya os aparecisteis a Ratisbona, y a una señal de vuestra diestra, ellos, como él, quedarán convertidos! ¡Oh, venga, venga pronto el día en que la sacrosanta Trinidad reine por medio de Vos en todos los corazones y todos conozcan, amen y adoren en espíritu y verdad al fruto divino de vuestro seno, Jesús!”[74].

60. – San Pablo VI pedía en la abadía de Grottaferrata: “la completa unidad católica, de modo que pueda florecer bajo nuestros ojos, en nuestro panorama histórico lleno de sufrimiento, la evidencia del milagro de que todos somos un rebaño de un solo pastor”[75].

61. – San Pablo VI: “Como sabéis, este problema de la ‘unión de los cristianos en la unidad de la Iglesia’ es de gran importancia y actualidad, y debemos afrontarlo, aunque ello encuentra, y aún pone en evidencia, muchas dificultades. Es más necesario que nunca el auxilio divino, como un milagro del Señor. Pero quizás la hora esté próxima. He aquí por qué es necesario rogar mucho”[76].

62. Por eso es que San Juan Pablo II indicaba que, a ejemplo de la Virgen María, la “docilidad al Espíritu Santo… es el centro más profundo de la actitud ecuménica”[77].

g) Causa formal de la unidad ecuménica

63. La causa formal de toda sociedad consiste en un cierto orden, es decir, en la particular relación que se establece entre sus miembros en orden a un fin común; así, el principio formal es aquel que es capaz de establecer los lazos de unión y mutuo ordenamiento entre sus miembros.

64. Podemos decir así que la causa formal de la unidad ecuménica es de algún modo atribuible a la gracia[78], porque entre los cristianos todas las relaciones, en cuanto cristianos, suponen y proceden de la gracia creada. Es la gracia lo que establece la fundamental incorporación a Dios, puesto que la misma es participación de la naturaleza divina[79]. La gracia del cristiano se deriva de la plenitud de gracia de Cristo; como dice Santo Tomás: “Lo principal de la ley nueva está constituido por la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe operante por la caridad. Ahora bien, los hombres consiguen esta gracia por el Hijo de Dios hecho hombre, cuya humanidad fue primero colmada por la gracia (replevit gratia), para derivarse a continuación a nosotros. Por eso se dice en Jn 1,14: El Verbo se hizo carne; y más adelante agrega: pleno de gracia y de verdad, y más abajo (v.16): De su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia. Por lo que se agrega (v.17) que la gracia y la verdad han venido por Jesucristo[80].

65. La gracia del cristiano es derivada de la gracia del Hijo, y nos hace hijos por adopción; consecuentemente hermana a los hombres entre sí. De la gracia emanan los demás lazos de unión:

– De ella brota la fe que une a los fieles en la profesión de la misma verdad revelada.

– De ella brota la esperanza que une a los viadores en una misma esperanza sobrenatural.

– De ella brota la caridad que une de modo excelentísimo (“Proprium amoris est unire[81]) a los fieles con Dios y entre sí; por eso San Pablo la llama vínculo de perfección (Col 3,14).

  1. Es también la gracia la que une verdaderamente a los cristianos entre sí; y como el Espíritu Santo es el que hace la obra de la gracia, Él establece lazos misteriosos que escapan momentáneamente las dimensiones visibles de la Iglesia: son aquéllos que pertenecen invisiblemente a la Iglesia visible.
  2. h) La esperanza ecuménica
  3. Es evidente que la Iglesia dirige enconados esfuerzos para procurar la unidad; cabría, entonces, preguntarse por la esperanza que ella abriga de alcanzar lo que busca: ¿en qué se funda, qué certeza posee, cuál es su objeto preciso?

El fundamento

  1. El fundamento de la esperanza ecuménica de la Iglesia se apoya básicamente en una profecía y en una oración del mismo Cristo.
  2. a) La profecía. La recuerda San Juan (10,16): Tengo otras ovejas que no son de este redil, y es preciso que Yo las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor. El carácter profético del versículo se evidencia por su misma redacción, puesta en futuro –oirán, habrá– y la afirmación del futuro incondicionado en boca de Dios es profecía en sentido estricto. Así lo han entendido los Santos Padres, Pontífices, Concilios que han usado este texto en sentido profético[82]. Hasta el punto de que San Juan Crisóstomo afirma: “no indica necesidad sino una cosa futura con certeza”[83], y San Jerónimo: “lo cual aunque en parte lo vemos realizarse en la Iglesia cada día, sin embargo, más plenamente se realizará en la consumación del mundo y en la segunda venida del Salvador”[84]. Se usa también en apoyo del carácter profético de este pasaje, la profecía paulina que puede considerarse como paralela: No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio –para que no seáis prudentes a vuestros ojos–, que el endurecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la plenitud de las naciones haya entrado; y así, todo Israel será salvo (Rm 11,25-26).
  3. b) La oración. La oración es la que hace Jesús en la Última Cena, antes de su Pasión: Que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno, para que el mundo crea que Tú me enviaste (Jn 17,21). Esta unidad pedida por Jesús ha sido identificada por numerosos Padres, Doctores y Pontífices, con la unidad ecuménica. Tratándose de una oración absoluta de Cristo, su eficacia es cierta e infalible.

La certeza

  1. La certeza se deriva del carácter de estos dos textos: del carácter profético de uno, y del carácter de oración eficaz del segundo.

El objeto de la esperanza de la Iglesia

  1. El objeto de esta esperanza, es decir, qué es lo que concretamente se espera, se contiene en la exégesis y uso que la Tradición y el Magisterio ha hecho de estos textos bíblicos; en resumidas cuentas:
  2. – El redil al que han de ser incorporadas “las otras ovejas” que Cristo tiene, ha sido identificado siempre con la Iglesia Católica y con la comunión con la Sede apostólica de Roma.
  3. – Las otras ovejas son todos aquellos que están fuera de la Iglesia católica, fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, en cualquier tiempo y lugar. En el texto de San Pablo se habla de plenitud; debe entenderse de una plenitud moral, no matemática, es decir, lo que los hombres habitualmente entienden por “el mundo entero”, sin que esto excluya la existencia de grupos minoritarios no católicos, o no cristianos[85].
  4. – El Pastor en algunos textos es Cristo[86], en otros es Pedro y el Romano Pontífice, Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo[87]. En términos generales, no puede disociarse, en el uso habitual del texto joánico que ha hecho la Tradición, Cristo de Pedro y sus sucesores.
  5. Por tanto, el objeto de la esperanza ecuménica de la Iglesia es la futura (pero histórica, anterior a la Segunda Venida del Salvador) unión de la plenitud de los hombres y de las Iglesias bajo el único rebaño pastoreado por Pedro, Vicario de Cristo.

2. El ejercicio del ecumenismo

  1. Para un ejercicio fructífero del ecumenismo la Iglesia ha ido elaborando una serie de normas que debe guiar toda actividad ecuménica.

a) Necesidad de la
renovación institucional

78. El verdadero ecumenismo debe comenzar con la presentación paradigmática de la misma Iglesia Católica. La Iglesia perdería credibilidad si propusiera una restauración de la unidad de los cristianos y al mismo tiempo presentara faltas de unidad y santidad internas. “Cristo llama a la Iglesia peregrina en el camino, a esta perenne reforma, de la que la Iglesia misma, como institución humana y terrena, tiene siempre necesidad… Esta reforma, pues, tiene una extraordinaria importancia ecuménica”[88].

79. “En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Afirma así: ‘La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta reforma permanente de la que Ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancias de tiempo y lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente deben restaurarse en el momento oportuno y debidamente’. Ninguna Comunidad cristiana puede eludir esta llamada”[89].

80. De este modo podemos señalar como los grandes enemigos del ecumenismo, desde el punto de vista de la ejemplaridad de la Iglesia:

– Falta de unidad. Son enemigas del ecumenismo las faltas de unidad entre los fieles católicos: las faltas contra la sumisión a la auténtica jerarquía, las faltas contra el patrimonio común de la fe (obra de la teología contestataria), las faltas contra la unidad fruto del fomento de falsas dialécticas (Iglesia de los pobres e Iglesia de los ricos, teología del alto o teología del bajo, teología blanca o teología negra, etc.). Las faltas contra la liturgia católica, librándola a la improvisación, al caos, a la contradicción. En este sentido, el progresismo, la teología marxista de la liberación, la teología moral contestataria, etc., son enemigos del auténtico ecumenismo. Trabajaremos a favor del ecumenismo en la medida en que sembremos unidad de fe, de régimen, de culto.

  1. – Falta de santidad. La santidad es nota de la verdadera Iglesia fundada por Cristo, en la cual se debe realizar la unión que busca el ecumenismo; por tanto, se peca contra el ecumenismo cuando se presenta una imagen de la Iglesia despojada de santidad. En este sentido, todo pecado, pero particularmente el pecado de escándalo (principalmente el pecado de los pastores), destruye la labor ecuménica. Se trabaja a favor del ecumenismo cuando se viven en plenitud las obras de misericordia. La caridad para con los pobres, los enfermos, los más necesitados; el ejemplo de los que viven radicalmente los consejos evangélicos; el ejemplo de los Mártires; eso es lo que mueve a la unidad ecuménica.
  2. – Falta de catolicidad. Es decir, falta de espíritu y empuje misionero. Es pecado contra el ecumenismo la pérdida del fervor misionero, la falta de convicción del mandato evangelizador de Jesucristo, porque precisamente esto es lo que manifiesta a la Iglesia fundada por Él.
  3. – Falta de apostolicidad. Es decir, la falta de amor a Pedro y a sus sucesores, el desprecio de sus enseñanzas, de sus directivas, el desgano o despreocupación en secundar sus iniciativas, sus intenciones particulares, sus planes misioneros. Cuando esto ocurre no se late con el corazón de la Iglesia.
  4. Por esto, el ejercicio del ecumenismo impone una renovación y revitalización:

a) Institucional: dando ejemplos de pobreza, emprendiendo obras de caridad, de beneficencia, asistenciales, de servicialidad, fundando obras misioneras, etc.

b) Litúrgica: presentar la riqueza cautivante del culto católico, respetando la diversidad de ritos (latino, ucraniano, copto, malabar, etc.); realzando con solemnidad y sacralidad nuestra liturgia; mostrando la centralidad del culto en la vida y espiritualidad de la Iglesia.

c) Doctrinal: presentando con profundidad y claridad la fe; revalorizando los estudios bíblicos, teológicos, patrísticos y filosóficos; no ocultando la verdad sino mostrando el esplendor de la misma. Es importante recalcar que uno de los argumentos esgrimidos a menudo por los conversos al catolicismo ha sido y es el ver a la Iglesia Católica como un cuerpo de doctrina sólido, seguro y garantizado.

b) La exigencia de renovación personal

85. “Aunque la Iglesia Católica posee toda la verdad revelada por Dios, y todos los instrumentos de la gracia, sin embargo, sus miembros no la viven consecuentemente con todo el fervor debido. Así que la faz de la Iglesia resplandece menos ante los ojos de nuestros hermanos separados y de todo el mundo, y por ello se retarda el crecimiento del reino de Dios. Por esto, todos los católicos deben tender a la perfección cristiana y, cada uno según su condición, trabajar para que la Iglesia, portadora –en su cuerpo– de la humildad y de la mortificación de Jesucristo, cada día se purifique y se renueve más, hasta que Cristo se la presente a Sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga”[90].

86. Decía San Juan Pablo II: “La unidad sólo puede ser fruto de una conversión a Cristo, el cual es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Tal conversión debe ser profunda y abarcar al conjunto de los miembros en los múltiples aspectos de su vida, de modo que la unidad se realice verdaderamente”[91].

87. “No existe verdadero ecumenismo sin la conversión interior. En efecto, los deseos de la unidad surgen y maduran en la renovación del alma, en la abnegación de sí mismo y en efusión generosa de la caridad. Por eso hemos de implorar del Espíritu Santo la gracia de la abnegación sincera, de la humildad y de la mansedumbre en nuestro servicio y de la fraterna generosidad del alma para con los demás… Recuerden todos los fieles que tanto mejor realizarán y promoverán la unión de los cristianos, cuanto más se esfuercen por llevar una vida más pura, que esté conforme al Evangelio. Porque cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, con el Verbo y con el Espíritu, tanto más íntima y fácilmente podrán acrecentar la mutua hermandad”[92].

88. “Cada uno debe, pues, convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las ‘maravillas de Dios’ (mirabilia Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios, en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los Santos, el contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano. Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los ‘otros’, de un desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla”[93].

89. Decía San Juan Pablo II: “No se puede tener la unidad entre los hermanos, si no se da la unión profunda –de vida, de pensamiento, de alma, de propósitos, de imitación– con Cristo Jesús; más aún, si no existe una búsqueda íntima de vida interior en la unión con la misma Trinidad…”[94].

c) Principalidad del “ecumenismo espiritual” o primacía de la oración

90. Hemos dicho que el Autor principal del ecumenismo es el Espíritu Santo, que la unidad ecuménica es una gracia, que el retorno a la unidad supera las fuerzas humanas. De allí la primacía otorgada en el trabajo por la unidad a la oración. Los frutos ecuménicos no brotan principalmente de reuniones y diálogos, sino fundamentalmente de la oración a Dios.

91. “Todos nosotros reconocemos el gran valor de la oración para realizar lo que humanamente es difícil o acaso imposible. Jesús mismo nos ha dicho: lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios (Lc 18,27). Sabemos lo importante que es dirigirse a Dios humildemente, día tras día, pidiéndole el don de la continua conversión de la vida, que está tan estrechamente vinculada con la cuestión de la unidad de los cristianos”[95].

92. “Esta conversión del corazón y esta santidad de vida, juntamente con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y con razón puede llamarse ecumenismo espiritual”[96].

La oración ‘ecuménica’ está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía”[97].

d) Necesidad de una formación específicamente ecuménica

93. Un punto importante sobre el que insiste el Magisterio es la necesidad, cada vez más creciente, de la formación ecuménica general de los fieles y en particular de los sacerdotes. Decía San Juan Pablo II: “Con una urgencia cada vez más grande, en la formación teológica, y sobre todo en la de los futuros sacerdotes, se requiere una dimensión ecuménica, realmente fundada y asegurada siempre. El Concilio Vaticano II ha señalado claramente esta necesidad[98]. Las actuales exigencias de la misión de la Iglesia hacen precisa una colaboración ecuménica que no se puede poner en práctica sin una apropiada preparación espiritual, doctrinal y cultural”[99].

94. “Formación ecuménica” quiere decir preparación para afrontar esta tarea de promover la unidad ecuménica. Comienza por tomar conciencia del puesto que tiene el ecumenismo dentro de la Iglesia y de su misión, de la responsabilidad que tiene la Iglesia ante Jesucristo de buscar esta unidad, de la urgencia del trabajo por la unidad en nuestra época. Exige el conocimiento de la historia de la Iglesia, de las divisiones, de las diferencias doctrinales; requiere el conocimiento de las peculiaridades de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia Católica. Demanda, también, una sólida formación en la fe, una eclesiología segura, para poder dar razón ante las otras confesiones de “los motivos de nuestra esperanza”[100].

95. Esta formación debe procurarse en los fieles en general, mediante la escucha y el estudio de la Palabra de Dios, la predicación (en particular sobre el misterio de la unidad de la Iglesia), la catequesis, la liturgia (especialmente con la oración por la unidad de los cristianos), la vida espiritual (recordando a los fieles la importancia de la conversión personal para aspirar a la unidad)[101].

96. En cuanto a los ministros ordenados es conveniente presentarles la dimensión ecuménica de las distintas materias que estudian a lo largo de su formación[102], ofreciéndoles en lo posible un curso especial sobre el ecumenismo[103].

97. Es de desear también que se aspire a que algunos (fieles laicos o sacerdotes) se especialicen en las disciplinas ecuménicas[104].

e) Respeto por la legítima diversidad
en la unidad

98. La diversidad y la unidad no son contradictorias, porque la diversidad puede reducirse a la unidad por la armonía. La diversidad accidental de elementos litúrgicos, espirituales y aún disciplinares dentro de la Iglesia, armonizados entre sí, contribuyen a manifestar externamente la inmensa riqueza de la Iglesia Católica: “Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según la función a él dada, guarden la debida libertad, así en las diversas formas de la vida espiritual y de la disciplina como en la variedad de los ritos litúrgicos; y aún en la teológica evolución de la verdad revelada; pero en todo practiquen la caridad. Y así manifestarán cada día más plenamente la verdadera catolicidad y apostolicidad de la Iglesia”[105].

f) Exigencia de una justa valoración

99. “Por otra parte, necesario es que los católicos reconozcan y aprecien con gozo los valores verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras virtuosas en la vida de todos los que dan testimonio de Cristo, a veces, con el derramamiento de su sangre; porque Dios es siempre admirable y digno de ser admirado en sus obras. Tampoco debe olvidarse que todo cuanto opera la gracia del Espíritu Santo en los corazones de los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Lo que de verdad es cristiano nunca puede oponerse a los auténticos valores de la fe; antes al contrario, todo puede contribuir a que se alcance más perfectamente el misterio de Cristo y de la Iglesia”[106].

g) Clima de auténtico diálogo
y búsqueda de la unidad en la verdad

100. “Si la oración es el ‘alma’ de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio define como ‘diálogo’. Esta definición no está ciertamente lejos del pensamiento personalista La actitud de ‘diálogo’ se sitúa en el nivel de la naturaleza de la persona y de su dignidad. Desde el punto de vista filosófico, esta posición se relaciona con la verdad cristiana sobre el hombre expresada por el Concilio. En efecto, el hombre ‘es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma’; por tanto ‘no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo’. El diálogo es paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como también de cada comunidad humana. Si bien del concepto de ‘diálogo’ parece emerger en primer plano el momento cognoscitivo (dialogos), cada diálogo encierra una dimensión global, existencial. Abarca al sujeto humano totalmente; el diálogo entre las comunidades compromete de modo particular la subjetividad de cada una de ellas”[107].

101. El diálogo es fundamental para restablecer las discrepancias producidas como efecto de la división y para disipar las que han sido causa de la desunión. San Pedro nos advierte que debemos estar siempre prontos a dar razón de nuestra esperanza: dispuesto siempre para la defensa de la esperanza que abrigáis, respondiendo a todo el que os pida razón acerca de ella (1 P 3,15). El mismo Jesucristo nos dio ejemplo de su pedagogía magisterial dialogando con los que tenían hambre y sed de la verdad: así lo muestra su diálogo con la samaritana[108], con sus discípulos[109], con sus enemigos para conducirlos a la verdad[110].

102. San Pablo VI ha señalado como características del diálogo:

a) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad; es un intercambio de pensamiento; exige pues nuestra diligencia apostólica para hacer comprensible nuestro lenguaje.

103. b) La mansedumbre: a lo cual nos exhorta el mismo Jesucristo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). “El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos es paciente, es generoso”[111].

104. c) La confianza: tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición de los interlocutores para recibirla.

105. d) La prudencia pedagógica: que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye.

106. e) La integridad: La presentación de la verdad ha de ser auténtica e íntegra. “La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser una debilidad frente al deber con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y acción que han de señalar nuestra cristiana profesión. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es bastante fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone en contacto”[112].

107. El diálogo ecuménico, y especialmente el diálogo teológico, no debe ser superficial, porque se trata ciertamente de cuestiones delicadas y profundas: “Si desde hace casi un milenio, las Iglesias de Oriente y Occidente no celebran juntas la Eucaristía, esto quiere decir que han juzgado graves los problemas controvertidos”[113].

108. La unidad que busca el ecumenismo no sólo no puede prescindir de la verdad, sino que es unidad en la misma verdad. Como ha dicho vigorosa y hermosamente San Juan Pablo II: “No debéis resignaros a que los discípulos de Cristo no den ante el mundo el testimonio de unidad. Se requiere una inquebrantable fidelidad a la verdad, una atenta apertura a los demás, una sobria paciencia en el camino y un amor lleno de delicadeza. Los compromisos no sirven; sólo vale aquella unidad que el Señor mismo ha fundado: la unidad en la verdad y en el amor. Se oye ahora decir una y otra vez que el movimiento ecuménico entre las Iglesias está estancado, que después del despunte primaveral del Concilio ha venido una época de frialdad. A pesar de algunas dificultades que hay que lamentar, no puedo estar de acuerdo con este juicio. La unidad que proviene de Dios se nos ha dado en la cruz. No nos está permitido querer sortear la cruz a fin de procurar intentos de rápida armonización de las diferencias, poniendo entre paréntesis la cuestión acerca de la verdad. Sin embargo, no nos está permitido renunciar unos a otros, prescindir unos de otros, porque el paciente y sacrificado amor del Crucificado exige de nosotros que nos acerquemos. No nos dejemos apartar del fatigoso camino, sea para escoger aparentes atajos que no son sino extravíos”[114].

109. Y con la misma claridad, en la Ut unum sint: “No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es camino, verdad y vida (Jn 14,6), ¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad?”[115].

h) La colaboración práctica

110. Enseña San Juan Pablo II la importancia ecuménica de la colaboración entre los cristianos. En efecto, esta colaboración es fruto de las relaciones entre los cristianos, y a la vez es escuela de ecumenismo y verdadero testimonio evangelizador.

“Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio.

‘La cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo’. Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.

Además, la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico hacia la unidad. La unidad de acción lleva a la plena unidad de fe: ‘Con esta cooperación, todos los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos’.

A los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y otros”[116].

3. Falsas concepciones
sobre el ecumenismo

  1. Al ecumenismo se oponen errores por exceso y por defecto.

a) Errores por defecto

112. Es falsa toda visión del ecumenismo que ve en este fenómeno una novedad que surge en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II. El ecumenismo, ya lo hemos dejado establecido, pertenece a la misión misma de la Iglesia, tal como Jesucristo la ha establecido. Considerarlo como una “novedad” es fruto de una defectuosa eclesiología, de un desconocimiento de la Tradición y de la historia de la Iglesia, y de una mala comprensión de la voluntad de nuestro Señor explícita en el Sermón de la Última Cena, tal como aparece en el Evangelio de San Juan[117].

113. Muchos, sin llegar a tanto, son reacios a los esfuerzos realizados y se muestran indiferentes a esta misión particular de la Iglesia. De ellos decía San Juan Pablo II al comienzo de su pontificado: “Hay personas que, encontrándose frente a las dificultades o también juzgando negativos los resultados de los trabajos iniciales ecuménicos, hubieran preferido echarse atrás. Algunos incluso expresan la opinión de que estos esfuerzos son dañosos para la causa del Evangelio, conducen a una ulterior ruptura de la Iglesia, provocan confusión de ideas en las cuestiones de la fe y de la moral, abocan a un específico indiferentismo… A todos aquéllos que por cualquier motivo quisieran disuadir a la Iglesia de la búsqueda de la unidad universal de los cristianos hay que decirles una vez más: ¿Nos es lícito no hacerlo?”[118].

b) Errores por exceso: el ecumenismo
como sincretismo religioso

114. También destruyen el verdadero ecumenismo todas aquellas prácticas o concepciones que ven en este movimiento una tendencia hacia la formación de una súper Iglesia, fruto de la mancomunación de todas las Iglesias presentes, incluida allí la Iglesia Católica como una más. Esto es un ecumenismo anticristiano, anticatólico y antievangélico. Semejante concepción del ecumenismo es una amenaza contra la identidad de la Iglesia.

115. En la práctica esto es propuesto en dos niveles:

a) Los que aspiran a una unidad puramente pragmática, en la cual cada uno conservaría su propia creencia a título personal. Son aquéllos que piensan que el ecumenismo consiste en reunirse para marchar juntos, mientras que lo que cada uno piense no es tan importante[119].

b) Los que aspiran a una unidad incluso dogmática, estableciendo para esta súper Iglesia un súper dogma que deponga los elementos que crean “dificultad” a la unión; particularmente la doctrina católica sobre el Primado de Pedro, la infalibilidad pontificia, la doctrina sacramental (de modo especial la doctrina eucarística y del sacerdocio ministerial), etc.

116. Cabría recordar una vez más las palabras del Santo Padre Juan Pablo II: “La verdadera actividad ecuménica significa apertura, acercamiento, disponibilidad al diálogo, búsqueda común de la verdad en el pleno sentido evangélico y cristiano; pero de ningún modo significa ni puede significar renunciar o causar perjuicio de alguna manera a los tesoros de la verdad divina, constantemente confesada y enseñada por la Iglesia… Esto no significa absolutamente perder la certeza de la propia fe, o debilitar los principios de la moral, cuya falta se hará sentir bien pronto en la vida de sociedades enteras, determinando entre otras cosas consecuencias deplorables”[120].

117. Esto de ninguna manera puede ayudar a la causa de la unidad de los cristianos. Es más, debemos decir que el mejor medio para desvirtuar el ideal ecuménico es contaminarlo con generosidades ambiguas, con silencios calculados, con falsas tolerancias (especialmente en el campo sacramental)[121]; todo esto procede más de la debilidad o de la astucia de los hombres que de la fidelidad clara, fuerte, lealísima de los hijos adoptivos de Dios.

118. Se destruye el verdadero ecumenismo cuando los teólogos católicos trabajan descuidando los principios de la teología católica; cuando se opera con el principio de la sola Scriptura, descuidando la Tradición, el Magisterio y la filosofía perenne. También cuando se presentan oscura o veladamente aspectos específicos de la fe o de la estructura de la Iglesia Católica, particularmente la doctrina sacramental sobre el sacerdocio ministerial, la Eucaristía, el perdón de los pecados mediante la Confesión individual, la indisolubilidad del matrimonio. Esto no puede contribuir a la unidad; mientras que, por el contrario, las definiciones claras de la propia fe sirven a todos, incluso al interlocutor; nunca se debe olvidar que el diálogo puede profundizar y purificar la fe católica, pero no puede cambiarla. Se puede aplicar aquí aquello que decía San Juan Pablo II: “La razón de un cierto número de dificultades para creer y de crisis religiosas individuales o colectivas, está en que se relativiza lo absoluto y se absolutiza lo relativo”[122].

[1] Cf. Lumen Gentium, 1-4; Unitatis Redintegratio, 2.

[2] San Juan Pablo II, A la asamblea plenaria del Secretariado para la Unión de los Cristianos; OR (3/12/1978), 8.

[3] Ut Unum Sint, 1-2.

[4] San Juan Pablo II, Diálogo con los jóvenes en París; OR (15/6/1980), 8.

[5] San Juan Pablo II, Discurso a los Cardenales de todo el mundo en el V Consistorio extraordinario; OR (17/6/1994), 7.

[6] Cf. Unitatis Redintegratio, 2; Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 11.

[7] Lumen Gentium, 8.

[8] Dominus Iesus, 16. Cf. Respuestas a Aspectos de la Doctrina sobre la Iglesia, especialmente respuesta tercera: “Acerca de la distinción entre Iglesias y comunidades eclesiales”; y respuesta 5; cf. también Dominus Iesus, 17.2.

[9] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 17.

[10] Cf. Nota sobre la Expresión “Iglesias Hermanas”, 10.

[11] Ibidem, 11.

[12] Unitatis Redintegratio, 3; CEC, 816.

[13] Lumen Gentium, 14.

[14] Cf. Lumen Gentium, 16; cf. DzS 3866-3872.

[15] CEC, 846-848.

[16] Cf. Lumen Gentium, 1.

[17] Maravillosamente lo expresaba Bonifacio VIII en el año 1302: “Una sola, en efecto, fue el arca de Noé en tiempos del diluvio, la cual prefiguraba a la única Iglesia, y, con el techo en pendiente de un codo de altura llevaba un solo rector y gobernador, Noé; fuera de ella leemos haber sido borrado cuanto existía sobre la tierra. Ésa es aquella túnica del Señor, inconsútil (Jn 19,23), que no fue rasgada, sino que se echó a suertes. La Iglesia, pues, que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos como un monstruo, es decir, Cristo y el Vicario de Cristo, Pedro y su sucesor, puesto que dice el Señor al mismo Pedro: Apacienta mis ovejas (Jn 21,17). Mis ovejas, dijo, y de modo general, no éstas o aquéllas en particular; por lo que se entiende que se las encomendó todas” (Dz 468).

[18] Dominus Iesus, 17.

[19] San Juan Pablo II, Homilía durante la celebración litúrgica por la unión de los cristianos; OR (1/2/1981), 20.

[20] San Juan Pablo II, Alocución a los representantes de otras Confesiones cristianas; OR (23/11/1980), 13.

[21] Christus Dominus, 11.

[22] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 13.

[23] San Juan Pablo II, Catequesis; OR (5/11/1978), 3.

[24] Cf. Unitatis Redintegratio, 1.

[25] Cf. Ibidem, 1.

[26] San Juan Pablo II, Primer mensaje a la Iglesia y al mundo; OR (22/10/1978), 4.

[27] San Juan Pablo II, A la Asamblea plenaria del Secretariado para la Unión de los cristianos; OR (3/12/1978), 8.

[28] San Juan Pablo II, A los representantes de las Iglesias y Comunidades no católicas de Nairobi; OR (18/5/1980), 11.

[29] San Juan Pablo II, Alocución dominical; OR (18/1/1981), 1.

[30] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 19.

[31] Ibidem, 22.

[32] Cf. Unitatis Redintegratio, 4.

[33] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 20; cf. Unitatis Redintegratio, 2.

[34] San Juan Pablo II, A la Asamblea plenaria del Secretariado para la Unión de los cristianos; OR (3/12/1978), 8.

[35] San Juan Pablo II, Homilía durante la celebración de las Vísperas en la iglesia de los Santos Andrés y Gregorio, en presencia del Dr. Robert Runcie; OR (15/10/1989), 5.

[36] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 20; cf. Unitatis Redintegratio, 2.

[37] San Juan Pablo II, A la Asamblea plenaria del Secretariado para la Unión de los cristianos; OR (3/12/1978), 8.

[38] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 20; cf. Unitatis Redintegratio, 2. “Si en este punto [la unidad cristiana] no podemos llegar a estar de acuerdo en todos los aspectos, debemos y podemos evitar todas las formas de competitividad y rivalidad”: San Juan Pablo II, A los líderes y fieles de otras Confesiones cristianas y de otras religiones, en Lusaka; OR (21/5/1989), 17.

[39] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 20.

[40] San Gregorio Magno, Epist. XIII, 39.

[41] San Juan Pablo II, Homilía durante la celebración de las Vísperas en la iglesia de los Santos Andrés y Gregorio, en presencia del Dr. Robert Runcie; OR (15/10/1989), 5.

[42] Lumen Gentium, 18.

[43] Ut Unum Sint, 97.

[44] Ibidem, 97.

[45] Unitatis Redintegratio, 2.

[46] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 18.

[47] CIC, can. 205.

[48] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, 106, 1.

[49] Lumen Gentium, 14.

[50] Mystici Corporis Christi, 10.

[51] Lumen Gentium, 14; cf. Mystici Corporis Christi, 10.

[52] Lumen Gentium, 15.

[53] San Juan Pablo II, Catequesis; OR (21/1/1979), 3.

[54] La expresión vestigia Ecclesiae proviene del movimiento ecuménico en campo no católico, donde es extendida a todas las Iglesias (incluida la Católica), afirmando que en cada una se encuentran vestigios de la Iglesia fundada por Jesucristo, al tiempo que en ninguna se encuentra esa misma Iglesia de modo pleno. Entendida en tal sentido es inadmisible.

[55] Lumen Gentium, 16. Cf. Nostra Aetate, 3.

[56] Mystici Corporis Christi, 46.

[57] Unitatis Redintegratio, 1.

[58] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 9.

[59] San Juan Pablo II, Encuentro con los representantes de otras Iglesias cristianas en Manila; OR (1/3/1981), 16.

[60] Unitatis Redintegratio, 24.

[61] San Juan Pablo II, Catequesis; OR (21/1/1979), 3.

[62] San Juan Pablo II, Palabras de despedida en el aeropuerto de Munich-Riem; OR (30/11/1980), 17.

[63] Cf. Jn 17,21.

[64] Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 22. Cf. Rm 8,26-27.

[65] Unitatis Redintegratio, 2.

[66] San Juan Pablo II, A la Asamblea plenaria del Secretariado para la Unión de los cristianos; OR (3/12/1978), 8.

[67] Pío XI, Homilía de Propaganda Fide, (28/5/1922); AAS 14, 348.

[68] Summi Maeroris; AAS 42, 516.

[69] Unitatis Redintegratio, 24.

[70] San Juan XXIII, Mensaje radiofónico de Navidad (22/12/1962); AAS 55, 169.

[71] Mysterium Fidei, 8.

[72] E Supremi; AAS 36, 131-132.

[73] Ecclesiam Dei; AAS 15, 580-581.

[74] Cum Sicut; AAS 33, 403.

[75] San Pablo VI, Alocución en la celebración eucarística en la abadía de Grottaferrata (18/8/1963); OR (22/8/1963).

[76] San Pablo VI, Discurso durante la semana por la unidad de los cristianos; OR (24-25/1/1966).

[77] San Juan Pablo II, Catequesis; OR (5/11/1978), 3.

[78] Sauras coloca en la gracia el alma creada del Cuerpo Místico de Cristo (cf. Emilio Sauras, El Cuerpo Místico de Cristo, Madrid 1956, 836ss.).

[79] Cf. 2 P 1,4.

[80] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, 108, 1.

[81] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola de San Pablo a los Hebreos, ed. Marietti, núm. 259.

[82] Cf. Juan Igartúa, La esperanza ecuménica de la Iglesia, Madrid 1970, vol. I-II.

[83] San Juan Crisóstomo, Hom. in Evangelium Ioannis, 60; PG 59, 329.

[84] San Jerónimo, Comentario a Isaías, CCL 73/A.

[85] Cf. Juan Igartúa, La esperanza ecuménica de la Iglesia, Madrid 1970, vol. II, 124-126. “Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que se unan los elegidos en la ciudad santa” (Nostra Aetate, 1). “No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios” (Nostra Aetate, 5).

[86] Así por ejemplo: Teodoro I (PL 87, 77); San Martín I (PL 87, 116); Adriano I (PL 98, 346. 385).

[87] Recordamos sólo algunos de los testimonios (el resto, hasta San Pablo VI, pueden verse en la citada obra de Igartúa): Adriano I (año 774): “Entrega las ovejas de Pedro al gobierno de Pedro Pastor, el cual las había de confiar como a vicario suyo a Adriano” (César Baronio, Annales Ecclesiastici, IX, a. 774, n. 6); “¡Oh Pedro, Pastor sin reproche!, que guardas el rebaño de Dios, tú que das sagrados pastos al rebaño de Cristo” (Ibidem). San Zacarías (año 748): “Con la cooperación de Dios, ha sido agregada vuestra santidad a nuestra compañía en un solo rebaño; y tenemos un solo Pastor, que ha sido instituido Príncipe de los Apóstoles y doctor nuestro por el Pastor de los Pastores, Señor Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (PL 89, 949). Inocencio III (año 1203): “Sepa que es ajeno al rebaño de Cristo quien rehúsa a Pedro como pastor, a quien Nos sucedemos… Después de Cristo, Pastor primero y principal, el bienaventurado Pedro es el Pastor segundo y secundario” (PL 215, 28). Bonifacio VIII: “El Romano Pontífice ha sido puesto sin distinción sobre todos, como custodio y cultivador general de la viña del Señor, y como Pastor supremo de todo el rebaño católico y de todos los pastores” (Bula Unam Sanctam [1308]; DzS 872).

[88] Unitatis Redintegratio, 6.

[89] Ut Unum Sint, 16. Este tema es ampliamente desarrollado por el Papa San Pablo VI en su Encíclica Ecclesiam Suam.

[90] Unitatis Redintegratio, 4.

[91] San Juan Pablo II, Alocución dominical; OR (3/2/1980), 9.

[92] Unitatis Redintegratio, 7.

[93] Ut Unum Sint, 15.

[94] San Juan Pablo II, Homilía durante la celebración litúrgica por la unión de los cristianos; OR (1/2/1981), 20.

[95] San Juan Pablo II, A los representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas no católicas de Acra; OR (25/5/1980), 9.

[96] Unitatis Redintegratio, 8.

[97] Ut Unum Sint, 23.

[98] Unitatis Redintegratio, 10.

[99] San Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Consejo para la Promoción de la unidad de los cristianos; OR (15/2/1991), 8.

[100] Cf. 1 P 3,15.

[101] Cf. Directorio sobre los Principios del Ecumenismo, 59-64.

[102] Cf. Ibidem, 73-78.

[103] Cf. Ibidem, 79; donde se presenta también un programa tentativo, con los principales temas que deberían ser tratados en tal curso.

[104] Cf. Ibidem, 87-90.

[105] Unitatis Redintegratio, 4. Cf. Ut Unum Sint, 57; donde se habla de “intercambio de dones”.

[106] Unitatis Redintegratio, 4.

[107] Ut Unum Sint, 28.

[108] Cf. Jn 4.

[109] Por ejemplo, Mt 16,13-20.

[110] Así, por ejemplo, con Pilato (Jn 18-19), con los fariseos (Jn 5,19-47), etc.

[111] Ecclesiam Suam, 31.

[112] Ibidem, 33.

[113] San Juan Pablo II, Catequesis; OR (25/1/1981), 3.

[114] San Juan Pablo II, Alocución a la Conferencia Episcopal Alemana; OR (30/11/1980), 3.

[115] Ut Unum Sint, 18.

[116] Ibidem, 40.

[117] Cf. Jn 17.

[118] Redemptor Hominis, 6.

[119] “Una marcha forzada hacia la unidad –dice el Cardenal Ratzinger–, como la que han propuesto recientemente Karl Rahner y H. Fries, es una figura artificial de acrobacia teológica, que desgraciadamente no se sostiene ante la realidad. No se puede reunir a las distintas confesiones como en un patio de cuartel y decir: lo esencial es que marchen juntos; lo que cada uno piense no es tan importante. La unidad de la Iglesia vive de la unidad de decisiones y de convicciones fundamentales…” (Revista AICA, núm. 1445, 30/8/1984, 29).

[120] Redemptor Hominis, 6.

[121] Advirtiendo el Papa San Juan Pablo II sobre la imposibilidad de “concelebrar la Eucaristía” con los Orientales separados y sobre las consecuencias nefastas que llevaría el tomar esto con ligereza, dice: “Pero nuestra prisa por llegar, la urgencia de poner fin al escándalo intolerable de la desunión de los cristianos, nos obligan a evitar ‘toda ligereza o celo imprudente que puedan perjudicar el progreso de la unidad’” (Unitatis Redintegratio, 24). No se cura el mal suministrando analgésicos, sino atacando las causas (cf. Catequesis; OR [3/12/1978], 8).

[122] San Juan Pablo II, A los jóvenes en el encuentro organizado por la comunidad ecuménica de Taizé; OR (11/1/1981), 8.

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