Nuestro enemigo

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Para esto apareció (se encarnó) el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo[1]
Directorio de Espiritualidad, 32

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

“Hay que restaurar, íntegramente, en Cristo, todas las cosas. Es preciso que Él reine hasta poner todos sus enemigos bajo sus pies[2], enseñoreando para Cristo el universo mundo recapitulando todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra[3][4].

Este párrafo de nuestras Constituciones a la vez que nos habla de una responsabilidad específica de restaurar todas las cosas haciendo que Cristo reine, nos habla también de la inevitable confrontación con sus enemigos que dicha tarea trae aparejada.

¿Quiénes son estos enemigos?

La Palabra de Dios nos enseña que son quienes niegan que el Verbo haya tomado carne humana: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo, el cual habéis oído que viene, y ahora está ya en el mundo[5]

Dado entonces que lo nuestro es “no sólo vivir nosotros la vida de Cristo buscando en todo a Dios, sino difundir la vida de Cristo en los demás, e informar con ella las culturas de los hombres para elevar al hombre”[6], pero sin desconocer que en este empeño convivimos con el enemigo –como el trigo y la cizaña[7]– que ya está en el mundo[8], he querido en esta carta circular desarrollar el esplendoroso hecho de que Cristo con su muerte y resurrección ha derrotado definitivamente a todos sus enemigos. Es decir, “ellos no tienen ninguna otra perspectiva ni futuro más que la definitiva supresión de su poder y su propia condenación eterna”[9]. Ya que precisamente para esto se encarnó el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo[10]

1. Principados y Potestades

Es un hecho que desde los albores del cristianismo la cuestión de los poderes de Satanás y su lucha contra Dios y contra lo que es de Dios ha estado presente en la misma revelación y en la reflexión cristiana. En efecto, casi todos los escritos del Nuevo Testamento mencionan estas fuerzas que aquí, siguiendo la expresión del apóstol Pablo, resumimos con las palabras principados y potestades.

Clara e inequívocamente esta realidad ha sido mencionada frecuente y triunfalmente no sólo por Cristo sino también por los apóstoles, y esto al punto que podemos decir que forma parte esencial del anuncio apostólico del Nuevo Testamento[11]. De tal modo que no reconocer la existencia de estos principados y potestades es estar en contra de una parte del anuncio apostólico esencial[12]. Además, el diablo “sabe que él nunca es tan fuerte como cuando los hombres creen que no existe”[13].

Porque la negación de la existencia del demonio tiende a la negación absoluta del orden sobrenatural[14].

“Quien niega la realidad de la Encarnación, necesariamente es llevado a negar la realidad del mal. Así por ejemplo el docetismo[15] lleva al fideísmo y al negar los preámbulos de la fe, hace de la Redención pura fantasía.

De esa manera hacen aparente el misterio de la iniquidad[16]. O lo desprecian haciendo pensar a los hombres que es sólo por asustarlos y subyugarlos que hablan de ello. Pero la realidad está ahí, y [los demonios y sus secuaces] siguen adelante con sus planes. Y así, niegan el sexo responsable en nombre del género y abusan del sexo sin responsabilidad. Se dicen abstemios del vino, suplantan la carne animal por los vegetales, pero fomentan el antinatalismo, la contracepción… Más aún, hacen aparente la necesidad de la Redención incluso para lo temporal: en la política, la economía, la vida social, la cultura, la educación, los medios de comunicación, la iconolatría, la música sagrada. Niegan la realidad de Satanás haciéndola un caso más de docetismo. Lo mismo hacen con el Anticristo. Lo niegan y en eso mismo lo sirven.

Se niega el pecado, como en el caso de los protestantes liberales y los modernistas, que negaban que, por el pecado, ‘existiese verdadera enemistad de Dios para con los hombres’[17]. Se niega la realidad del fuego del infierno; o del cielo como lugar, después de la resurrección de los cuerpos. Niegan el Reinado Social de Cristo Rey. Arguyen el amor de Dios para destruir la justicia de Dios. Niegan lo ‘terrible’ de la existencia humana[18]. Niegan la realidad del fuego de la conflagración final: Esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán…[19] Hacen aparente el Código de Derecho Canónico. Niegan la maldad del pecado mortal, y así sucesivamente hasta llegar a decir que el hombre también es pura apariencia, lo mismo que los sacramentos y, que si bien la Iglesia es ‘sacramento universal de salvación’[20], es de salvación aparente…”[21].

Lo cierto es que muchos seductores han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Ese es el Seductor y el Anticristo[22]. Y que siempre la gran estrategia de Satanás es intentar que no creamos en su existencia. Nos lo ha hecho notar Santa Faustina luego de su visión del infierno: “Una cosa he notado, y es que la mayor parte de las almas que hay allí son almas que no creían que existía el infierno”[23]

Al menos a través de 35 maneras se nos indican en el Nuevo Testamento lo que son estos principados y potestades revelando cada vez algún aspecto de su naturaleza, modo de actuar, su abundancia, su poder y su lugar.

San Juan Pablo II enseñaba: “Encontramos muchos otros nombres que describen sus nefastas relaciones con el hombre: Belcebú o Belial, espíritu inmundo, tentador, maligno y finalmente anticristo[24]. Se le compara a un león[25], a un dragón[26] y a una serpiente[27]. Muy frecuentemente para nombrarlo se ha usado el nombre de diablo, que quiere decir: causar la destrucción, dividir, calumniar, engañar. Y a decir verdad, todo esto sucede desde el comienzo por obra del espíritu maligno que es presentado en la Sagrada Escritura como una persona, aunque se afirma que no está solo: somos muchos, gritaban los diablos a Jesús en la región de las gerasenos[28]; el diablo y sus ángeles[29], dice Jesús en la descripción del juicio final”[30].

Cualquiera sea el nombre que se les dé a estos espíritus, hay que decir que todos ellos corresponden a las innumerables fuerzas de Satanás y que a él están subordinadas y trabajan desplegando su poder.

De sus nombres podemos deducir que Satanás –y sus secuaces- tienen varias características.

Su lugar esencial está en el “cielo” humano. Es decir, como príncipe de este mundo que es, su afán es hacernos creer que no hay otro mundo y así encierra al hombre en la inmanencia.

Están en contra de Dios: en la carta de Judas leemos que los ángeles no mantuvieron su principado, sino que abandonaron su propia morada[31]. Esto significa que si bien ellos le deben, antes y después, su poderío a Dios, ellos se han convertido en arbitrarios y autónomos, y más aún, en adictos a sí mismos y obstinados. Por tanto ahora utilizan su poder como si fuera un poder propio. Son –o pretenden ser en su obrar- autónomos[32]. Su esencia es la rebeldía y la autonomía, proclamada en aquel non serviam de su insurrección contra Dios. Buscan afirmar su poder, dominar, y como un poder autónomo. 

Actúan adueñándose del mundo y del hombre, para manifestar en ellos y por medio de ellos su naturaleza de poder. “Según la Sagrada Escritura, y especialmente el Nuevo Testamento, el dominio y el influjo de Satanás y de los demás espíritus malignos se extiende al mundo entero. […] La acción de Satanás consiste ante todo en tentar a los hombres para el mal, influyendo sobre su imaginación y sobre las facultades superiores para poder situarlos en dirección contraria a la ley de Dios”[33].

“No se excluye que en ciertos casos el espíritu maligno llegue incluso a ejercitar su influjo no sólo sobre las cosas materiales, sino también sobre el cuerpo del hombre, por lo que se habla de ‘posesiones diabólicas’[34]. No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás pueda llegar a esta extrema manifestación de su superioridad”[35].

Se apoderan también de la naturaleza para imprimir en ella su propio siniestro ‘influjo’, constriñendo al pagano a caer como víctima de su tenebrosa ley que conduce a la muerte.

Se apoderan aun de la vida histórica: tanto que ciertas situaciones e instituciones históricas llegan a ser el lugar, el espacio, el medio y los instrumentos de aquellos poderes. Por ejemplo, San Pablo afirma que fue Satanás quien le impidió dos veces visitar la comunidad de Tesalónica para confortarla en la tribulación: pretendimos ir, al menos yo, Pablo, una y otra vez; pero Satanás nos lo estorbó[36]. La combinación de determinadas circunstancias y relaciones aparece aquí como satánicamente determinada. En ellas y por ellas actúa Satanás.

El mundo todo está bajo el maligno[37]. Estas palabras aluden también a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios. El influjo del espíritu maligno puede ‘ocultarse’ de forma más profunda y eficaz: pasar inadvertido corresponde a sus ‘intereses’. La habilidad de Satanás en el mundo es la de inducir a los hombres a negar su existencia en nombre del racionalismo y de cualquier otro sistema de pensamiento que busca todas las escapatorias con tal de no admitir la obra del diablo”[38]. Por eso, podemos decir que “penetrando en el mundo y en la existencia humana para ejercer su poder por medio de ellos, estas potencias a la vez se ocultan en este mundo y en la existencia humana. O si se quiere: mientras ellas y su poder se manifiestan en y por medio de los hombres, de los elementos y de las instituciones, simultáneamente se repliegan en sí mismas, quedando encubiertas. El encubrir su presencia pertenece esencialmente a su naturaleza”[39].

El Ven. Arzobispo Fulton Sheen en un mensaje radial de 1947 habla precisamente de esa advertencia que también nos hacía San Juan Pablo II acerca de la capacidad del espíritu maligno para ‘ocultarse’ y pasar inadvertido. Decía Fulton Sheen: “Nuestro Señor nos dijo que el diablo, el anticristo, se parecerá mucho a Él, tanto que engañará incluso a los elegidos […] vendrá disfrazado como el ‘gran humanitario’; hablará de paz, prosperidad y abundancia, pero no como medios que nos conducen a Dios, sino como fines en sí mismos. Escribirá libros sobre una idea nueva de Dios que se acomode al modo al que vive la gente; inducirá a la fe en la astrología para hacer responsable de los pecados no a la voluntad, sino a las estrellas; explicará la culpa psicológicamente como un erotismo inhibido; hará que los hombres se encojan de vergüenza si sus semejantes dicen que no son ‘abiertos’ y ‘liberales’; [el maligno] será ‘tan abierto de mente’ que identificará tolerancia con indiferencia y bien con mal, verdad con error; diseminará la mentira de que el hombre nunca será mejor si no hace la sociedad mejor y hará que el egoísmo alimente la próxima revolución; fomentará la ciencia pero sólo para que la industria de armamentos use una maravilla de la ciencia para destruir otra; promoverá más divorcios bajo el disfraz de que tener otra/o compañera/o es vital; incrementará el romance por el romance y disminuirá el amor por la persona; invocará la religión para destruir la religión; hablará incluso de Cristo y dirá que es el Hombre más grande que jamás haya existido; dirá que su misión es liberar al hombre de las servidumbres de la superstición y el fascismo, sin embargo, nunca las definirá. […] En medio de todo su amor aparente por la humanidad y de su habladuría de libertad e igualdad, [el anticristo] tendrá un gran secreto que no querrá contar a nadie: él no creerá en Dios. Porque su religión será la hermandad sin la paternidad de Dios …”[40].

Suena familiar, ¿no? Sólo para ilustrar, menciono las estadísticas registradas por la compañía americana Pew Research Center el pasado octubre de 2018: el 33% de los católicos en USA creen en la astrología, el 36% en la reencarnación y el 46% en poderes paranormales o sensitivos (psychics)[41]. Además el 76% de los católicos en ese país quieren que la Iglesia permita la anticoncepción de forma deliberada, el 61% quiere que se permita a las parejas que cohabitan sin estar casadas por la Iglesia el recibir la comunión, el 62% quiere que se permita a los divorciados y vueltos a casar sin anulación, el recibir la comunión, y el 46% quiere que se reconozca a las uniones homosexuales como matrimonios[42].

Ni siquiera la predicación cristiana escapa a las fuerzas del maligno. Por eso vale aquí la clara advertencia del Apóstol de los gentiles: los falsos apóstoles se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño; pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por tanto, no es mucho que sus ministros se disfracen también de ministros de justicia[43]. Y en su Primera Carta a Timoteo se lee: El Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas diabólicas[44]. La misma amonestación nos hace el Apóstol San Juan acerca de los falsos profetas cristianos que son utilizados por el espíritu del anticristo: no os fiéis de cualquier espíritu[45]. Porque existe una sabiduría terrena, animal y diabólica, enfrentada con la sabiduría de lo alto[46]. De modo tal que, “incluso la doctrina cristiana, circunstancialmente, puede estar al servicio del poder del mal”[47].

Estos principados y potestades, además, se manifiestan como maestros de la cultura de la muerte, de la tentación, del pecado, de la mentira: acusadores de los hermanos. Por eso explicaba San Juan Pablo II: “Satanás es el destructor de la vida sobrenatural que Dios había injertado desde el comienzo en él y en las criaturas hechas a imagen de Dios: los otros espíritus puros y los hombres; Satanás quiere destruir la vida según la verdad, la vida en la plenitud del bien, la vida sobrenatural de gracia y de amor”[48].

Toda ese accionar, a mi modo de ver, ha sido muy bien descripto por el filósofo argentino Dr. Alberto Caturelli: “En Satán tiene su origen el pecado y como el mal no tiene naturaleza, es la negación del ser, es decir, la mentira radical; con el pecado comenzó a actuar la negatividad en la historia que, como una naturaleza segunda, actúa con el anti-Yavé o el anti-Creador puesto que intenta la nadificación del ser. Por eso en el demonio no hay verdad[49] y quiere trocar la verdad de Dios en mentira[50]; y si pensamos que la verdad de un ser es su conformidad con la idea divina, Satanás quiere trocar esta Idea en su opuesto: la belleza en la fealdad, la verdad en la mentira, la bondad en la maldad, la luz en las tinieblas, el ser, pues, en la nada; trátase entonces de una inversión de los trascendentales, especie de demencia ontológica que ha puesto en la interioridad de la historia su incoercible tendencia al no-ser. Y como la regla de toda verdad es el Verbo, el demonio no solamente peca desde el principio y es padre de la mentira, sino que es, por eso mismo, verbicida.

[…] Satanás odia el orden (que es su contrario) y pone en todo lo que puede el desorden radical. […] al Reino de Dios él opone su propio “reino”, reino de la negatividad cuyos miembros son todos aquellos que le están sujetos por el pecado; mientras los miembros vivos del Cuerpo Místico están unidos por la caridad, los desolados miembros del anti-Cuerpo satánico están “adicionados” por el odio sobrenatural. […] Así pues, el que peca desde el principio y es homicida desde el principio, el padre de la mentira (cabeza del anti-Cuerpo Místico) y mediador de la muerte, es por esencia el que se afinca en el mundo; en cuanto ‘mundo’ significa el mismo ambiente de pecado donde se absolutiza lo finito y se niega la trascendencia, él es el príncipe de este mundo que induce a los hombres al mal auto-destructivo. Por consiguiente, Satán odia no solamente la trascendencia sino todo lo sagrado; en el lenguaje de hoy, podemos decir que es el dios de la inmanencia y el dios de la secularización puesto que, en cuanto Adversario, debe hacer del ‘siglo’, del ‘mundo’, un absoluto no ligado a Dios sino autosuficiente. En este sentido, sin ninguna duda debemos decir que el demonio induce, sugiere, el inmanentismo total de la vida, el secularismo autosuficiente y la desacralización de todo lo que es. 

Como se ve, el mundo, este mundo cerrado y replegado en sí, este siglo, el nuestro pero en la inmanencia de sí mismo, constituye el imperio de Satán o el contra-Reino que intenta afincarse definitivamente en el mundo. Coherentemente con todo lo dicho, Satanás, así como niega la Creación (es el anti-Creador) quiere negar a Dios trascendente resolviéndolo todo en la inmanencia del mundo; es el dios de la secularidad total, de la desacralización absoluta y, por eso, como un poder subterráneo y demoledor, intenta por un lado sofocar toda obra sobrenaturalmente buena, y, por otro, conducir al hombre a su propia aniquilación”[51].

2. Jesucristo y las potestades malignas

A lo largo de toda la vida de nuestro Señor hubo una infatigable e ininterrumpida lucha contra la esencia del mal. Esa batalla de Jesús contra la poderosa naturaleza del mal se manifiesta en las numerosas narraciones de expulsión de demonios.

Jesús ordena a los demonios salir y ellos le obedecen[52]. ¿Qué palabra es ésta, ya que él manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y ellos salen?[53]. Se trata de la palabra del poder de Dios, que Jesús ejerce en su palabra.

Así, el Verbo Encarnado en su obediencia al Padre, que significa al mismo tiempo su abnegación por los hombres, manifestó totalmente el fundamento del poder que hace ceder a los demonios. Porque es el amor sacrificial de Jesús que lo llevó a morir en la cruz lo que venció al espíritu egoísta. Allí llegó a la plenitud la potencia del amor obediente a Dios, que priva de poder a los mismos demonios, de su pretendido poder autónomo que es por esencia inobediente. Allí, en la pasión y muerte de Jesucristo preparadas por los demonios y por los hombres instigados por ellos, la prolongada tiranía de Satanás naufragó impotente en el amor obediente. En el cuerpo de Jesucristo que murió en la cruz fueron llevados a la muerte toda auto-justificación de los hombres y el espíritu arbitrario que los anima. En la cruz de Jesús fue destrozado el poder de las potencias por el indestructible poder del amor.

Y este amor de Cristo no terminó con su muerte, porque de hecho resucitó de entre los muertos, donde había descendido. De modo tal que el Padre lo exaltó por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero[54]. Por lo tanto, podemos afirmar que en Jesucristo murió todo espíritu de poder autónomo y que en Jesucristo obediente a Dios –resucitado de entre los muertos, que subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios– triunfa el poder de Dios sobre todas las potencias malignas.

Por consiguiente, con toda certeza podemos aseverar –y esto reviste particular importancia tanto para cada uno de nosotros como para todos como miembros del Instituto– que no hay poder alguno que pueda algo contra Dios y contra las obras de Dios. Porque todo poder autónomo se estremece ante Dios. Lo cual implica que nosotros no debemos ‘achicar’, o ‘cambiar’, o ‘acortar’ nuestros ideales, ni mucho menos doblegarnos ante cualquier otro poder que no sea el de Cristo venido en carne. Está de por medio la promesa de Cristo y en juego nuestra salvación: A todo aquel que me confiese delante de los hombres, Yo también lo confesaré delante de mi Padre celestial; mas a quien me niegue delante de los hombres, Yo también lo negaré delante de mi Padre celestial[55].

Esto es tan así, que aunque nos tocase vivir en tiempos del Anticristo, y con mayor razón entonces, no debemos olvidar que nuestro ideal y todo nuestro trabajo misionero y apostólico debe estar dirigido a que Cristo reine[56]. Actuar de otra manera sería señal clara de una cierta apostasía en la fe, porque sería olvidarse de que es preciso que Cristo reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies como enseña San Pablo[57].

“Efectivamente, la fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. Él sólo es una criatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una criatura, con los límites de la criatura, subordinada al querer y al dominio de Dios. Si Satanás obra en el mundo por su odio a Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia que con potencia y bondad dirige la historia del hombre y del mundo. Si la acción de Satanás ciertamente causa muchos daños -de naturaleza espiritual- e indirectamente de naturaleza también física a los individuos y a la sociedad, él no puede, sin embargo, anular la finalidad definitiva a la que tienden el hombre y toda la creación, el bien. Él no puede obstaculizar la edificación del reino de Dios en el cual se tendrá, al final, la plena actuación de la justicia y del amor del Padre hacia las criaturas eternamente ‘predestinadas’ en el Hijo-Verbo, Jesucristo. Más aún, podemos decir con San Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los elegidos[58].

“Desde luego, el triunfo de Jesucristo resucitado y crucificado y elevado al poder de Dios por encima de todas las potencias permanece por ahora oculto y, en este sentido, todavía no es definitivo en lo que concierne al mundo. El sometimiento y la impotencia de las potencias, como también el mismo Señor exaltado sobre ellas, serán manifiestos y definitivos como tales para los hombres en la parusía de Jesucristo, en su venida visible y definitiva y en su presencia como Señor.

Cabe aquí hacer notar que esto implica que, hasta entonces, los poderes también pueden ser arrojados siempre de nuevo fuera de la dimensión ocupada por Cristo sobre la tierra, del cuerpo de Cristo, la Iglesia, y están obligados a ceder. Cuando se dice que en Jesucristo las potencias han sido privadas de poder sólo provisionalmente y que este primer derrocamiento será manifiesto en el porvenir de Jesucristo, no hay que entender que por consiguiente nada ha cambiado en sentido propio para el presente, o para el tiempo. Porque ha cambiado no sólo algo, sino todo. Ha cambiado aquello que es decisivo. La victoria ha sido conseguida, y las potencias están vencidas. La victoria (¡para nuestro bien!) ha sido obtenida por Dios en Jesucristo para nosotros. Ciertamente también nosotros tenemos que permanecer en Jesucristo y perseverar en su victoria desde ahora. Debemos vivir en Cristo Jesús que ha logrado la victoria sobre las potencias, y ya mismo, desde ahora y por de pronto, vivir de esta victoria. Debemos vivir en Cristo Jesús su victoria obtenida para nosotros”[59].

Esta es la gran certeza de la fe cristiana: El príncipe de este mundo ya está juzgado[60]; Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo[61]. Así, pues, Cristo crucificado y resucitado se ha revelado como el ‘más fuerte’ que ha vencido ‘al hombre fuerte’, el diablo, y lo ha destronado.

“Sobre esa solidez debe fundarse nuestra espiritualidad que debe acerarse con las pruebas, acrisolarse con las tribulaciones, perfeccionarse con las persecuciones, ser inconmovible ante todas las furias del infierno desatadas, aún en el caso de que nos tocase vivir en los tiempos del Anticristo… seguimos a quien hoy como ayer tiene todo el poder, por tanto no hay lugar a ningún miedo y nada nos puede mover a renunciar a la verdad revelada y al amor de Cristo”[62]. Nosotros podemos y debemos defendernos de los poderes impotentes del mal. Es más: “necesitamos religiosos convencidos no sólo de que tienen por gracia de Dios poder para resistir al demonio, sino también para poder exorcizarlo”[63].

No podemos, sin embargo, negar la virulencia del espíritu del mal, haciendo en cierto sentido siempre más violenta nuestra lucha. Esto se debe, según San Luis María Grignion de Montfort a que “el diablo –sabiendo que le queda poco tiempo[64]– para perder a las gentes, redobla cada día sus esfuerzos y ataques”[65]. H. Schlier describe esto como la “rabia” y la “violencia” de las potestades malignas, que se acrecienta al percibir que por su ser creatural no pueden escapar de la causalidad universal de Dios… y más aún, que en su lucha y en su odio contra Dios y contra lo que es de Dios finalmente contribuyen a los altísimos fines por los que Dios en su Providencia les permite obrar, haciendo que convivan hasta el final de los tiempos el trigo y la cizaña. Por eso hacia el final de los tiempos esa rabia y esa violencia se incrementan.

Por lo tanto, se hace imperiosamente necesario el seguir el paternal y urgente aviso de San Pablo a los Efesios: Para el futuro, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneos firmes. ¡En pie!, pues, ceñida vuestra cintura con la verdad y revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies con el celo por Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del maligno. Tomad también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, siempre en oración y súplica[66]. Siempre sabiendo que la lucha se concluirá con la definitiva victoria del bien.

Este revestirse de las armas de Dios, no es otra cosa que el apoyarse y abandonarse en la verdad, la justicia, la paz, la esperanza, la Palabra de Dios, y entre ellas, como un fundamento permanente, en la fe, que es el escudo con el cual se puede no sólo preservar de las flechas inflamadas del maligno, sino también disminuir y extinguir su ardor.

Por eso nuestro derecho propio nos exhorta vivamente a pedir “una fe llena de presteza en desechar el error percibido aún a través de las más débiles apariencias, llena de celo ardoroso en propagarla, pero sin amarguras ni asperezas; una fe penetrante que ve todas las cosas a la luz de la revelación, sub specie aeternitatis, elevando el alma a los planes sobrenaturales de Dios ; una fe heroica como la de los santos del Antiguo Testamento[67], que triunfa sobre el mundo y el mal[68], que construye cosas grandes, que ilumina la vida y le da sentido, que fortalece, anima, conforta y excluye el miedo”[69].

Y esto porque la batalla contra el diablo tiene su asidero fundamentalmente en cada uno de nosotros. Por ende, cada uno debe repeler y expulsar el espíritu del maligno rechazándolo tajantemente a la vez que fortaleciendo en sí mismo el espíritu de Cristo.

 “El Nuevo Testamento nos revela una y otra vez que esta batalla contra las potencias, precisamente porque es a la vez una lucha contra el pecado, es tremendamente difícil. Si la justicia, la verdad, la paz y, en definitiva, la salvación, tienen que prevalecer sobre la injusticia, la mentira, la falta de paz y la perdición, que actuando conjuntamente con las potencias y con el pecado determinan este mundo y la vida de los hombres desde Adán, entonces esto puede suceder sólo bajo la acción de víctimas, y finalmente por medio del sacrificio. Esto de manera patente fue realizado y convertido en modelo en el sacrificio de Cristo. El cual es imitado y reproducido en cada pequeño sacrificio en el que cada uno se entrega a la justicia y a la verdad manifestadas en Cristo. Y contra el sacrificio el enemigo es impotente. En él no encuentra más ningún punto de apoyo ni ninguna ayuda para su naturaleza y su apremio tiránico. En el sacrificio él se ve hollado, como si en absoluto no existiera más, como de hecho no existe más para quien por amor a Dios asume sobre sí el sacrificio”[70].

Ese es el ejemplo que recibimos de los mártires de todos los tiempos. Su aparente derrota, aunque a los ojos del mundo parezca muy real, es sin embargo su triunfo. Pues mediante su sacrificio ellos ganan corazones, ambientes, ciudades enteras, donde se pone fin al dominio del diablo y comienza el reinado de Cristo.

Más aún: para la victoria sobre las potencias, que comienza en la fe, progresa en las buenas obras y se completa en el testimonio que se da sufriendo por Cristo, es de suma importancia, la oración. El mismo Verbo Encarnado nos dio ejemplo cuando nos enseñó a pedir: y líbranos del mal[71] y cuando rogando a su Padre por los discípulos rezó: que tú los guardes del maligno[72].

Cada martes, cuando rezamos completas, leemos la exhortación del Apóstol Pedro: Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle fuertes en la fe[73]. De lo cual se deduce:

Sobriedad que en este caso hace referencia a la “ausencia de ilusiones, que tiene en cuenta al demonio y a sus poderes y por tanto la situación de tentación y de sufrimiento en este mundo, preparada por él, pero que no teme ni a él ni al peligro del mundo dominado por él”[74].

Vigilancia que en este contexto implica una “atención creciente e incansable hacia las artimañas de este espíritu y, por tanto, la atención tensa y serena a los verdaderos acontecimientos en este mundo”[75].

Por todo lo antedicho, se vuelve de capital importancia un discernimiento espiritual constante[76], para aceptar y secundar las mociones del Espíritu Santo y rechazar las del mal espíritu[77]. “Pues sólo la mirada abierta y penetrante, que Dios concede, conoce la frecuentemente compleja frontera entre los malos y buenos espíritus y es capaz de atravesar la niebla creada intencionalmente por el mal espíritu”[78].

3. Una sola e irreconciliable hostilidad[79]

Mas yo quisiera agregar un medio más para resistir a estos principados y potestades. Es un medio que nosotros tenemos muy a la mano y al que debemos aferrarnos cada vez más. Un medio potentísimo: la devoción a María Santísima. 

Porque como explica San Luis María: “Dios ha hecho y preparado una sola e irreconciliable hostilidad, que durará y se intensificará hasta el fin. Y es entre María, su digna Madre, y el diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer…[Porque] el enemigo más terrible que Dios ha suscitado contra Satanás es María, su santísima Madre”[80].

De tal modo esto es así que nuestra Madre Purísima tiene “tanta sagacidad para descubrir la malicia de esa antigua serpiente y tanta fuerza para vencer, abatir y aplastar a ese orgulloso impío, que el diablo la teme no sólo más que a todos los ángeles y hombres, sino, en cierto modo, más que al mismo Dios”[81].

El Santo nos hace notar que “Dios no puso solamente una hostilidad, sino hostilidades, y no sólo entre María y Lucifer, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir, Dios puso hostilidades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y esclavos del diablo: no pueden amarse ni entenderse unos a otros.

Los hijos de Belial[82], los esclavos de Satanás, los amigos de este mundo de pecado –¡todo viene a ser lo mismo! – han perseguido siempre, y perseguirán más que nunca de hoy en adelante, a quienes pertenezcan a la Santísima Virgen. […] Pero la humilde María triunfará siempre sobre aquel orgulloso, y con victoria tan completa que llegará a aplastarle la cabeza, donde reside su orgullo. María descubrirá siempre su malicia de serpiente, manifestará sus tramas infernales, desvanecerá sus planes diabólicos y defenderá hasta al fin a sus servidores de aquellas garras mortíferas.

El poder de María sobre todos los demonios resplandecerá, sin embargo, de modo particular en los últimos tiempos, cuando Satanás pondrá asechanzas a su calcañar, o sea, a sus humildes servidores y pobres hijos que Ella suscitará para hacerle la guerra. Serán pequeños y pobres a juicio del mundo; humillados delante de todos; rebajados y oprimidos como el calcañar respecto de los demás miembros del cuerpo. Pero, en cambio, serán ricos en gracias y carismas, que María les distribuirá con abundancia; grandes y elevados en santidad delante de Dios; superiores a cualquier otra creatura por su celo ardoroso; y tan fuertemente apoyados en el socorro divino, que, con la humildad de su calcañar y unidos a María, aplastarán la cabeza del demonio y harán triunfar a Jesucristo”[83].

 

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Queridos todos:

Es una grave realidad en el mundo el avance aparentemente incontenible del enemigo como se ve en el auge de la mentira, de las nuevas herejías, del terrorismo, de las guerras, en la perversión que algunos ejercen sobre los inocentes, etc. Resulta obvio que nosotros no podemos estar exceptuados de este avance, y que debemos ser conscientes y estar preparados pues estas acechanzas se nos hacen y se nos harán presente quizás siempre de manera más vehemente si somos fieles, como es una constante en la vida de los santos.

Sin embargo, el Verbo Encarnado nos sigue diciendo: Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos[84]. Insiste nuestro Señor: Id…, advirtiéndonos de los peligros que tendremos[85]. Pero a su vez asegurándonos que si nos mantenemos firmes, también reinaremos con Él[86]; porque Él sometió bajo su poder todas las cosas[87]. Por tanto, el triunfo es de Dios y “su triunfo es nuestro triunfo, su victoria es nuestra victoria”[88], y de esto mismo debe brotar una serena alegría.

No podemos desconocer que “habrá, por tanto, un tiempo en que los hombres se apartarán de la verdad y se complacerán en la iniquidad[89], un tiempo en el que la mayoría no tendrá auténtica fe en Jesucristo. La seguridad de que un día ocurrirá esta apostasía universal debe llevarnos a no atarnos al carro triunfal de ningún movimiento o ideología que se constituya al margen de Cristo, aunque parezca que lo sigue el mundo entero. Nosotros debemos seguir a Cristo siempre. Y aunque los enemigos parezcan mayoría debemos decir: ‘estamos rodeados por todas partes, no los dejemos escapar’”[90].

Cierto es: “somos profetas inermes, desarmados, sólo tenemos armas espirituales”[91]. Pero también es una realidad que Cristo es Dios, y es Rey, y es Juez, y que cuando parecemos débiles, entonces es cuando somos fuertes[92]. Y Dios puede dar la victoria con muchos o con pocos[93], y generalmente la da con pocos.

Por tanto, no seamos meramente espectadores, tomemos parte activa en esta lucha porque como decía nuestro Señor: El que no está conmigo, esta contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama[94]. Pues vale también para nosotros la exhortación del profeta: ¡Escúchenme, los que conocen la justicia, el pueblo que tiene mi Ley en su corazón! No teman el desprecio de los hombres ni se atemoricen por sus ultrajes. Porque la polilla se los comerá como a un vestido, como a lana, los consumirá la tiña. Pero mi justicia permanece para siempre, y mi salvación, por todas las generaciones[95].

En esta lucha diaria no olvidemos aquella hermosa frase de San Vicente Ferrer que nos recuerda: “…vuestra [es] mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa; vuestra la tierra para que en ella me sirváis, vuestro el cielo porque a él vendréis; vuestros los demonios y los infiernos, porque los hollaréis como esclavos y cárcel[96].

Que la Virgen Santísima, Reina de todo lo creado, los bendiga y proteja siempre.

[1] 1 Jn 3, 8. 

[2] 1 Cor 15, 25.

[3] Ef 1, 10.

[4] Constituciones, 13.

[5] 1 Jn 4, 2-3.

[6] Directorio de Espiritualidad, 29.

[7] Cf. Mt 13, 25.

[8] 1 Jn 4, 3.

[9] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, IVE Press, New York 2012, cap. 2, 6. Muchas de las ideas de esta carta las tomamos de este conocido exégeta alemán, convertido al catolicismo.

[10] Cf. 1 Jn 3, 8. 

[11] Cf. H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, Cap. 2.

[12] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, Introducción.

[13] Ven. Arz. Fulton Sheen, Mensaje radial (26/01/1947). 

[14] Cf. Fray Aureliano Martínez, OP., en la presentación de la III Pars de la Suma Teológica, BAC, p. 505.

[15] Cf. Los docetas reducían a simple apariencia la sagrada Humanidad de Nuestro Señor.

[16] 2 Tes 2, 7.

[17] José M. Bover, Teología de San Pablo, BAC, Madrid 1952, p. 346. 

[18] Joseph Pieper, Sobre el fin de los tiempos, p. 21-22.

[19] 2 Pe 3, 12.

[20] Lumen gentium, 48.

[21] P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte II, cap. único, III.2.

[22] 2 Jn 7.

[23] Diario de Santa Faustina Kowalska, 741.

[24] 1 Jn 4, 3.

[25] 1 Pe 5, 8

[26] Ap 12, 7; 9.

[27] Gn 3.

[28] Mc 5, 9.

[29] Cf. Mt 25, 41.

[30] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (13/08/1986).

[31] Jds 1, 6.

[32] Cf. H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 1, 14.

[33] San Juan Pablo II, Audiencia General (13/08/1986).

[34] Cf. Mc 5, 2-9.

[35] San Juan Pablo II, Audiencia General (13/08/1986).

[36] 1 Tes 2, 18.

[37] 1 Jn 5, 19.

[38] San Juan Pablo II, Audiencia General (13/08/1986).

[39] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 1, 10.

[40] Ven. Arz. Fulton Sheen, Mensaje radial (26/01/1947).

[41] https://www.pewresearch.org/fact-tank/2018/10/01/new-age-beliefs-common-among-both-religious-and-nonreligious-americans/

[42] https://www.pewresearch.org/fact-tank/2018/10/10/7-facts-about-american-catholics/

[43] 2 Cor 11, 13-15.

[44] 1 Tim 4, 1.

[45] 1 Jn 4, 1.

[46] Sant 3, 15.

[47] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 1, 9c.

[48] San Juan Pablo II, Audiencia General (13/08/1986).

[49] Jn 8, 44.

[50] Ro 1, 25.

[51] A. Caturelli, La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, Ed. Almena, Buenos Aires 1974, p. 94-97, citado en H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 1, 14.

[52] Mc 1, 27.

[53] Lc 4, 36.

[54] Ef 1, 21.

[55] Mt 10, 32-33.

[56] Cf. Directorio de Espiritualidad, 225; op. cit. 1 Cor 15, 25.

[57] 1 Cor 15, 25.

[58] San Juan Pablo II, Audiencia General (20/08/1986); op. cit. Cf. 2 Tim 2, 10.

[59] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 2.

[60] Jn 16, 11.

[61] 1 Jn 3, 8.

[62] Directorio de Espiritualidad, 121.

[63] Directorio de Espiritualidad, 38.

[64] Ap 12, 12.

[65] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, [50].

[66] Ef 6, 10-18.

[67] Cf. Heb 11, 1ss.

[68] Cf. 1 Jn 5, 4.

[69] Directorio de Espiritualidad, 76.

[70] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 3, 3.

[71] Mt 6, 13.  

[72] Jn 17, 15.

[73] 1 Pe 5, 8-9.

[74] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 3.

[75] Ibidem.

[76] Cf. Directorio de Espiritualidad, 51.

[77] Ibidem, 15.

[78] H. Schlier, Principados y potestades en el Nuevo Testamento, cap. 3, 5.

[79] San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, [52].

[80] Ibidem.

[81] Ibidem.

[82] Dt 13, 14. Belial, el devorador, personificación del poder de los poderes del mal.

[83] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, [54].

[84] Lc 10, 3.

[85] Directorio de Misiones Populares, 22.

[86] 2 Tim 2, 12.

[87] Ef 1, 22.

[88] Directorio de Espiritualidad, 212.

[89] Cf. 2 Tes 2, 12.

[90] Directorio de Espiritualidad, 315.

[91] Directorio de Misiones Populares, 22.

[92] Cf. 2 Cor 12, 10.

[93] 1 Sam 14, 6.

[94] Mt 12, 30; Lc 11, 23.

[95] Is 51, 7-8.

[96] Constituciones, 214; op. cit. Cf. Nm 18, 24; Gn 47, 26; San Juan de Ávila, Sermones de santos, op. cit., T. III, 230, cit. a San Vicente Ferrer, Opusculum de fine mundi.

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