Creatividad apostólica y misionera

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Queridos Padres, Seminaristas, Hermanos y Novicios:

“No se puede ser apóstol sin ser creativo; y sin ser creativo no se puede ser misionero”[1].

De allí que para nosotros que nos confesamos “esencialmente misioneros”[2] uno de los elementos adjuntos no-negociables del carisma de nuestro Instituto es precisamente la creatividad apostólica. El cual se desprende del mismo mandato de Cristo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio[3] y como el Padre me ha enviado, así también os envío yo[4].

Pues, en ese Id pronunciado por el Verbo Encarnado está implicado que la nuestra es una pastoral de propuesta, no burocrática, sino incisiva[5]. Porque la elección de los apóstoles por parte de Cristo no implica tan sólo la llamada a estar con Él ni tampoco la mera invitación a abandonar todo por Él[6]. En nuestra vocación está implícita la vocación a “ir”[7] para hacer discípulos de Cristo a todas las gentes[8].  Jesús vino enviado por el Padre, y está siempre en búsqueda de la humanidad perdida hasta que la encuentra[9]. Nosotros, ya sacerdotes, ya seminaristas, novicios o hermanos, daremos testimonio de que pertenecemos a la estirpe de los apóstoles sólo a condición de que aceptemos caminar con Cristo y compartamos su profundo anhelo por la salvación de las almas[10], más urgente hoy que nunca, porque “hoy, en este id de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva salida misionera”[11].

Por eso este “ir” comporta necesariamente una actitud misionera, la cual hace que no nos contentemos con permanecer encerrados en nuestras parroquias o casas religiosas, esperando que los demás vengan a nosotros, especialmente dadas las circunstancias del mundo de hoy. Cada uno de nosotros debe sentirse enviado a cada una de las almas con las que entra en contacto o a quienes tiene bajo su jurisdicción. Es más, debemos sentirnos llamados a salvar a tantísimas almas como Dios quiera servirse de nosotros. ¡El amor de Cristo nos urge![12], y es el mismo amor al Verbo Encarnado el que nos debe impulsar a ensanchar los confines del Reino de Dios.

San Juan Pablo II dice que “es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio” a los que están alejados de Cristo, “porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia”. La misión, dice el Santo Papa, “representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia” y “la causa misionera debe ser la primera”[13]. Retomando esta enseñanza, el Papa Francisco nos dice: “¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia”[14].

Ya en una Carta Circular[15] anterior hablamos de la dimensión universal y de la ayuda certísima de Dios para cumplir con la misión encomendada. En esta Carta quisiera referirme a la importancia de nuestra fidelidad al Espíritu Santo –protagonista de toda la misión eclesial[16]– que no sólo nos impele a la misión, sino que a una vez suscita en nosotros una generosa creatividad de palabras y obras para que el evangelio que anunciamos llegue a ser vida en las diversas circunstancias donde nos hallamos, y nos permite superar todas las dificultades con las que nos podemos encontrar en la misión[17].

1. La misión es el índice exacto de nuestra fe

Dicen nuestras Constituciones que “el espíritu de nuestra Familia Religiosa no quiere ser otro que el Espíritu Santo”[18] y que “sólo en la más absoluta fidelidad al Espíritu Santo se puede usar diestramente de la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios [19][20].

De aquí que la fidelidad al Espíritu Santo que se pide de nosotros –“suma, total e irrestricta”[21]– implica por un lado la consecuente respuesta de fidelidad al amor inefable de Dios y al carisma recibido (y por tanto a lo que la Iglesia espera de nosotros), de tal modo que podemos decir con el Apóstol: Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mi si no predicara el Evangelio![22]. Pero también por otro lado, esta fidelidad al Espíritu Santo es el medio por el cual podemos esperar que nuestros esfuerzos sean fructíferos. Por eso muy hermosamente siguen diciendo nuestras Constituciones: “Nuestro pobre aliento únicamente es fecundo e irresistible si está en comunicación con el viento de Pentecostés”[23]. Por tanto, no se puede hablar de creatividad apostólica sin hablar de ser fieles a las mociones del Espíritu Divino.

San Juan Pablo II repite con insistencia en su carta magna sobre la misión que “el Espíritu Santo es el protagonista de la misión”[24] y nuestro derecho propio toma como suya tal afirmación en varias ocasiones[25]. Ya que es el Espíritu Santo quien no sólo “transforma a los discípulos de manera maravillosa”[26] y los hace aptos para trabajar como sus instrumentos, sino que al mismo tiempo actúa también en los oyentes[27] y hace que la Buena Nueva “se difunda en la historia”[28].

El Papa Francisco dice, a su vez: “¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora”[29]. En definitiva, “evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan”[30], y que para trabajar se dejan primero transformar por el Espíritu.

Ahora bien, para que dicha transformación de los discípulos y acción en medio de las almas tenga lugar, es imperativo que nosotros, misioneros del Verbo Encarnado, nos dejemos guiar por el Espíritu, vivamos el misterio de Cristo enviado y amemos a la Iglesia y a los hombres como Jesús los ha amado[31].

Por eso se nos señala como parte de la espiritualidad propia del ser misioneros, la aceptación y el compromiso de “dejarse plasmar interiormente por Él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo”[32] y a “acoger los dones de fortaleza y discernimiento, que son rasgos esenciales de la espiritualidad misionera”[33]. Porque “no se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por la obra del Espíritu”[34]. La misión hoy, como en tiempos apostólicos sigue siendo “difícil y compleja”[35], por eso es absolutamente necesario que nos mantengamos en íntima unión con Jesús Crucificado, animados por el Espíritu Santo, fundamental y principalmente por medio de la oración.

Es en la oración donde “conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por Él hasta la verdad completa”[36], es allí donde nosotros debemos embebernos de la libertad de espíritu con que Dios bendice a los verdaderamente humildes.

Buscar a Cristo en la oración es primordial para nosotros[37]. Y esto es así, simplemente porque ser religioso y ser misionero, implica ser hombres de fe. Bien lo dice nuestro Directorio: “La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros”[38]. Fe que debe alimentarse del trato diario con Cristo Eucarístico.

El Beato Paolo Manna escribía a los suyos: “El fervor de la vida de un misionero, su actividad controlada, sabia, industriosa, incansable, el gozo inalterable y su perseverancia en el trabajo, aun en medio de privaciones, calamidades y dificultades, son siempre el resultado de una vida de fe. Si la fe se ofusca, también el celo disminuye de intensidad; asoman entonces, aún en los más fuertes, el cansancio y la depresión y se puede llegar hasta la desesperación y la pérdida de la vocación. Si el misionero vive de fe, entonces es grande, es sublime, es divino; la Iglesia y las almas pueden esperar todo de él; ningún trabajo, ninguna dificultad lo asusta, ningún heroísmo es superior a sus fuerzas; si el espíritu de fe en él es lánguido y débil, él se agitará, trabajará sin embargo, pero poco o nada le aprovecharán sus fatigas y el poco éxito de sus obras hechas sin ganas, aumentará la desconfianza y la depresión”[39].

De aquí que antes de enviarnos, Cristo nos llama hacia sí; y si día a día lo buscamos en la oración no nos faltarán ni las fuerzas ni la creatividad ni el empeño para buscar espacios de presencia, de testimonio y de servicio apostólico y ganas de seguir siempre adelante en la tarea misional. “Sólo en las profundidades de la contemplación puede el Espíritu Santo transformar nuestros corazones; y sólo si el propio corazón es transformado se puede cumplir con la gran tarea de ayudar a los demás para que el Espíritu les guíe hasta la verdad completa[40], que es la esencia de la misión cristiana”[41]

Para alcanzar esta sintonía con el Espíritu Santo el Directorio de Espiritualidad señala que debemos: a) estar atentos a sus inspiraciones, luchando contra la habitual disipación, la falta de mortificación y los afectos desordenados[42]; b) ejercitarnos en el discernimiento de espíritus[43], y finalmente,  c) ser dóciles y prontos en la ejecución de lo que pide el Espíritu Santo porque ‘los cálculos lentos son extraños a la gracia del Espíritu Santo’[44], trabajando siempre contra la tentación de la dilación, contra el miedo al sacrificio y a la entrega total y contra la tentación de recuperar lo que hemos dado buscando compensaciones o instalándonos poniendo “nido”[45] en cosas que no sean Dios[46].

De igual importancia es el saberse “enviado por Cristo”, ya que “no se puede comprender y vivir la misión si no es con referencia a Cristo, enviado por el Padre a evangelizar[47][48]. El derecho propio, citando al magisterio de la Iglesia, señala que si bien es cierto que al misionero se le pide “renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos”[49] precisamente porque es enviado, sin embargo experimentará la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo[50]. Convencidos de esto, debemos ponernos en marcha sin temor, más bien con atrevimiento para llevar adelante con constancia y generosa entrega todo emprendimiento que el mismo Espíritu nos sugiera. 

2. Encendido fervor misionero

 Si el misionero no sólo es un hombre de fe, sino que además “es el hombre de la caridad”[51], es definitivamente necesario que nos nutramos del mismo Espíritu de Amor, que es el Espíritu Santo; que nos dejemos guiar e inspirar por Él, y que “hagamos lugar” en nuestro corazón para que éste se llene del celo que con sana inventiva nos hará “ir” con plena disponibilidad en busca de almas superando todo obstáculo.

Claramente lo enseña el Concilio Vaticano II: “Ejercítense, cultívense y nútranse cuidadosamente de vida espiritual estas disposiciones de alma ya desde el tiempo de la formación. Lleno de fe viva y de esperanza firme, el misionero sea hombre de oración: inflámese en el espíritu de fortaleza, de amor y de templanza; aprenda a contentarse con lo que tiene; lleve en sí mismo con espíritu de sacrificio la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús obre en aquellos a los que es enviado; llevado del celo por las almas gástelo todo y sacrifíquese a sí mismo por ellas, de forma que crezca ‘en el amor de Dios y del prójimo con el cumplimiento diario de su ministerio’”[52].

Por esta razón, insiste el derecho propio en que nuestros religiosos cultiven ya desde los inicios de la formación “un gran amor a las virtudes que forman la base del crecimiento espiritual, como son la humildad, la caridad y la docilidad a los superiores”[53]. “Ya que difícilmente serán aptos para la misión aquellos tipos de personalidad que ‘lo saben todo’, ‘se llevan mal con todos’, que a todo le encuentran defectos, todo lo discuten o no escuchan ni obedecen a nadie salvo cuando los demás coinciden con lo que ellos piensan”[54]. El motivo de esto es muy sencillo: porque “Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Y si Dios resiste a un misionero, ¿qué podrá éste hacer?”[55].

Cada uno de nosotros debe tener siempre presente que “los votos no dispensan de la propia iniciativa apostólica, y de buscar intensamente en el trato con Dios, la voluntad de Dios en las diversas circunstancias, secundando las mociones del Espíritu Santo”[56]. Esto es a lo que nosotros usualmente nos referimos cuando decimos que “hay que tener motor propio”. Iniciativa apostólica y obediencia son dos realidades que no pueden oponerse dialécticamente una a otra. La iniciativa personal no excluye ni va en detrimento de la obediencia y ésta no debe excluir tal iniciativa; ambas realidades deben estar armónicamente unidas[57].

Por eso, nuestro Directorio de Misiones Ad Gentes establece que: nuestros religiosos “deben prepararse con una formación espiritual y moral especial para una tarea tan elevada. Deben, pues, ser capaces de tomar iniciativas, constantes para terminar las obras, perseverantes en las dificultades, soportando con paciencia y fortaleza la soledad, el cansancio y el trabajo infructuoso”[58]. Lo mismo recordaban los Padres Capitulares en el reciente Capítulo General de 2016 al hablar de la formación de nuestros religiosos como misioneros: “es necesaria una profunda visión de fe, iluminada muy particularmente por el misterio de la Encarnación. [Esto] requiere reflexionar y meditar en cómo se hubiera adaptado el Verbo a esta cultura concreta, la del propio lugar de misión; y cómo es que su Misterio ilumina este ser y hacer humano concreto”[59].

Para ilustrar lo que venimos diciendo quisiera citar aquí esta página magistral de San Manuel González, quien con experimentada pluma escribió: “Con ese celo que inquieta, que desazona, que quita el sueño, que hace de las almas de los feligreses una obsesión para el cura, es con el que aprende éste a hacerse todo para todos y es el que da esa adaptabilidad a oficios, condiciones, caracteres y circunstancias tan necesarias para el que ejerce de padre de tantas clases de hijos”. Y sigue diciendo el santo: “Ese celo es el que da al cura que lo siente esa habilidad y flexibilidad para hacerse agricultor con los labradores, abogado con los que pleitean, carpintero, albañil y de cualquier otro oficio, cuando hay que hacer una obra de esas y no hay dinero para pagarla; niño con los niños, joven con los jóvenes, viejo con los viejos. Ese celo, por último, es el que pone en la cara del cura esa inalterable sonrisa con que acoge a todos y todo, lo agradable y lo desagradable, y en su boca aquella palabra siempre tranquila y afectuosa; es el que impulsa su mano para llevarla muchas veces al bolsillo propio y vaciarla después en el bolsillo ajeno. Sí, el celo hace verdaderos milagros de iniciativas, de improvisación, de dominio de sí mismo, de generosidad sin condiciones y sin límites”[60]. Por eso digo, que en donde ese celo anide en el corazón del misionero, allí florecerá la flor de la verdadera evangelización.

Imbuidos del Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo, Él mismo nos inspirará el abrir nuevos caminos para que el mensaje del Hijo de Dios penetre en los corazones y en los puntos de inflexión de la cultura[61], instruyéndonos en la lectura de los signos de los tiempos y así estar a la vanguardia de la renovación querida por la Iglesia; respondiendo eficaz y competentemente a las exigencias del presente. San Juan Pablo II escribió: “Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios”[62].

Y en este anunciar las obras de Dios, es casi como una consecuencia natural de la acción del Espíritu Santo, suscitar en el corazón de los misioneros iniciativas de toda clase, para que con gran arrojo y mayor entusiasmo aun, no sólo se embarquen en la noble empresa de salvar almas, sino que se multipliquen los modos y la búsqueda de ocasiones para el anuncio evangélico.

Por eso nosotros decimos que “no queremos ‘dejar de intentar nada para que el amor de Cristo tenga primado supremo en la Iglesia y en la sociedad’”[63]. Pues, por el apremio incontenible que brota de nuestra conciencia plenamente responsable del mandato misionero y del amor de Cristo, surge este celo por las almas. “Todo nuestro trabajo misionero y apostólico se fundamenta en la convicción de que es necesario que Él reine[64]. De aquí que a nosotros no nos “basta una actitud meramente conservadora”[65], sino que más bien experimentamos una apasionada “impaciencia por predicar al Verbo en toda forma, siguiendo el consejo de San Pablo: predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta…[66]. Porque como bien decía el Venerable Obispo Fulton Sheen: “grandes esfuerzos sin el Espíritu son impaciencia; pero impaciencia tocada por el Espíritu es celo por las almas”[67].  Por tanto, consideramos que es nuestra felicidad sacerdotal –y la del seminarista, monje, hermano o novicio– el gastarse y desgastarse[68] por la salvación de las almas.

Dado que “la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, se hace misión”[69], estamos convencidos de que nuestra consagración religiosa, la intimidad, la riqueza y la estabilidad de nuestro vínculo especial con el Espíritu Santo están a la raíz de este celo, de esta pasión por las misiones, y de esta creatividad misionera tan distintiva de nuestra Familia Religiosa.

De nosotros se pide que seamos “animosos en el obrar” y que nos distingamos por “la genialidad y el atrevimiento”[70] de nuestro apostolado. Como misioneros del Verbo Encarnado esto es lo nuestro y este es el espíritu que se nos ha legado: no calcular lo que cuesta ser servidores de Cristo y de su Evangelio, ser valientes en todas nuestras empresas apostólicas porque en ella nos embarcamos confiados en la Divina Providencia que nunca nos deja de asistir y nos saca adelante en todo; y por eso pedimos a Dios incesantemente la gracia de “conservar y cultivar el fervor espiritual y la alegría de evangelizar, incluso cuando tengamos que sembrar entre lágrimas”[71], porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza… y no nos avergonzamos del testimonio que debemos dar de nuestro Señor [72].

En comunión con el viento de Pentecostés, estamos llamados a estar disponibles para el “ministerio de la Palabra sin fronteras, guiado por razones de urgencia, oportunidad y eficacia al servicio del reino de Dios”[73]; porque estamos convencidos de que siendo de la “estirpe de los apóstoles” hemos recibido todo el ancho mundo como los cinco talentos que nos toca hacer fructificar, y por eso no renunciamos a priori a ninguna forma de apostolado ni queremos ahorrar esfuerzo para llevar el Evangelio de Jesucristo a todas partes. Ya lo decían los Padres Capitulares en el 2007: “ninguna obra de apostolado nos es ajena, precisamente porque nada de lo auténticamente humano nos es ajeno”[74]. Y porque en analogía con el misterio de la Encarnación, que está al centro de nuestra espiritualidad y carisma, y en el cual el Verbo asumió una naturaleza humana completa y perfecta, tenemos que estar convencidos que debemos llegar a todos los hombres y a todo ámbito que pueda ser asumido por el evangelio, pues “lo que no asumido no es redimido”[75].

Por eso nosotros queremos y debemos misionar como lo hizo el mismo Verbo Encarnado y al modo de los apóstoles y de la multitud de santos misioneros que nos han precedido, entregados a la misión “con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir”[76], “no tristes ni desalentados”[77], sino a través de una vida entregada a la causa de Cristo, irradiando el fervor de haber recibido la alegría de Cristo, y persuadidos de que es un honor para nosotros el consagrar nuestra vida “a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”[78]. Es éste nuestro empeño: ya sea que nuestra misión sea en una parroquia en medio de la indiferencia de las grandes ciudades, o en un poblado aislado; ya sea que trabajemos en una universidad o atendiendo a huérfanos y discapacitados; e incluso en el claustro o aunque hayamos “sido ‘relegados’ por razones de enfermedad o de edad a una aparente inactividad”[79]. Porque en todas partes queremos ser sal de la tierra y luz del mundo[80]; sal que dé una inspiración nueva a la sociedad, luz que oriente hacia horizontes eternos.

Por eso, aunque algunos consideren como “descabellado” e incluso algún otro afirme “que no sea prudente” el “emprender obras con pocos medios, en pobreza de recursos y de personal; el hacer grandes sacrificios para emprender nuevos apostolados o misiones; el elegir y aceptar los lugares más difíciles”[81] para misionar, nosotros que queremos ser cada vez más fieles a nuestra espiritualidad “anclada en el sacrosanto misterio de la Encarnación”[82], entendemos –como consta en las Notas del último Capítulo General– que “vivir a partir de él [del misterio de la Encarnación] conlleva una constante llamada a las virtudes de la trascendencia y del anonadamiento”; y que, aunque a algunos esto les pueda ser incómodo, nosotros no queremos ni podemos renunciar a nuestra identidad.

Sostenemos que, si bien es cierto que de nosotros se pide que seamos “religiosos que vivan al máximo la pobreza”[83], no es menos cierto, que para las obras de apostolado se necesitan recursos materiales proporcionados y que por tanto debemos ser también “magnánimos y magnificentes en emprender las obras apostólicas, según la voluntad de Dios, sin arredrarse por las dificultades y gastos que se deban realizar en los diversos compromisos apostólicos, confiando para esto en la Divina Providencia. Especialmente en las Casas de formación, en la educación, en los medios de comunicación social, en las publicaciones, en las misiones, en la atención de los más necesitados, etc.”[84].

Por otro lado, quisiera remarcar que todos los apostolados propios tienen gran vigencia, y cuando hablamos de “creatividad apostólica y misionera” no se trata de mirar ‘lo que hacen otros’ para imitarlos en detrimento de lo que nos es propio. Antes bien, afirmamos una vez más que nuestros apostolados propios no sólo conservan toda su actualidad, sino que la Iglesia nos ha enviado a desarrollar precisamente esos apostolados al darnos la misión canónica el día de nuestra aprobación como instituto religioso. Por eso cuando hablamos de “creatividad misionera” nos referimos a la debida adaptación que éstos requieren (“según las diversas circunstancias de tiempo, lugar, cultura”[85]) para que sean verdaderamente “medios privilegiados de evangelización, de testimonio y de promoción humana”[86], para hacerlos siempre vigorosos, incisivos, de mayor alcance y envergadura, oportunos, up-to-date, sabiendo buscar nuevos espacios, sin temor a ‘invertir’[87] en hacer el bien, animándose a llegar a los areópagos modernos donde el mensaje del Evangelio puede tener mayor injerencia, etc., sin que esto sea en menoscabo de la propia identidad o nos alejemos de la intención evangélica del carisma fundacional, sino ¡todo lo contrario!, se trata de sacar de nuestro tesoro lo nuevo y lo añejo[88].

Esta “creatividad apostólica” es pedida por nuestras mismas Constituciones cuando dicen: “Hay que asumir, en la medida de lo posible, sin dejar los medios tradicionales de apostolado, los modernos campos que se abren a la actividad de la Iglesia. La sana creatividad es un elemento esencial de la Tradición viva de la Iglesia. No hay que tener miedo, el mismo Cristo nos invita: ¡Navegad mar adentro!”[89]

Y en otro lado, el derecho propio nos indica: “La misión, de suyo, acepta una gran creatividad, siempre que se respete lo esencial: que se predique el auténtico Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que se busque eficazmente la conversión de quienes están en pecado, que se acerquen bien preparados los misionados a los sacramentos, que haya una renovación en profundidad de la vida cristiana, que se prevea a la perseverancia de los mismos”[90].

Lejos de nosotros esa “pastoral de mantenimiento”, sin entusiasmo, sin incisividad, sin garra, sin contacto con las personas, de escritorio, que está desconectada de la realidad y que espera que las almas vengan a tocar la puerta. Ya que esa ‘pastoral’ es, en definitiva, nominalista, superficial, de espera y no de propuesta –como pide la Iglesia y la queremos nosotros–y por lo tanto no arrastra, no transforma, no mueve a los grandes ideales y produce tan pocos frutos.

Por tanto, las excusas de falta de tiempo, de la falta de apoyo, del estar ‘rodeado de caras largas’, de la falta de infraestructura, o los pretextos nacidos de la excesiva preocupación por la salud, de la ansiedad provocada por la exagerada pretensión “de condiciones ideales”, o la tan común tentación de pensar que ‘nadie ve lo que hacemos’, o el escudarse en la afirmación ‘yo no soy el jefe’ para desentenderse de la búsqueda de nuevas iniciativas, etc. no deben nunca cohibir, paralizar o disuadirnos de movernos a intentar al menos que otros amen y sirvan a Jesucristo y de hacer siempre más y mejor por la causa de Cristo. Es precisamente ahí, en esas circunstancias, donde debemos ejercitar nuestra creatividad apostólica. De hecho, cuantas veces, justamente por esas mismas dificultades enfrentadas con entereza, con creatividad, con perspicaz ingenio, Dios ha bendecido –y bendice– nuestros apostolados con grandísimo fruto. Nunca somos más auténticamente del Verbo Encarnado como cuando buscamos “enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aún en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[91], porque ese es nuestro carisma.

Queridos Todos: lo nuestro es “orientar el alma a actos grandes…”[92], es “jugarse la vida para que los otros tengan vida y esperanza”[93], es el seguir adelante impulsados por “un celo incansable por las almas, con espíritu de sacrificio, con paciencia, con misericordia…”[94] fundando “todo nuestro entusiasmo apostólico”[95] en sólo Cristo y en la ayuda infalible de nuestra Madre Santísima.

En este sentido, quisiera mencionar aquí –para edificación de todos y como ejemplos concretos de entusiasmo misionero–  el loable esfuerzo de los nuestros, por ejemplo, al lanzarse a construir aun estando ellos mismos en situaciones de gran necesidad, confiando en que Dios dará los medios para las vocaciones que nos manda (como es el caso del Noviciado en Tanzania y del Seminario y Noviciado en Filipinas); o el deseo casi incontenible de nuestros monjes de abrir más monasterios –aunque implique gran sacrificio– en orden a multiplicar presencias intercesoras y orantes en un mundo cada vez más necesitado de ellos; la dedicación y empeño con que los nuestros trabajan por sacar adelante e incluso expandir el “Proyecto Fabro” con publicaciones de calidad en español y en inglés (e incluso en ruso); los ofrecimientos fervorosos de tantos religiosos por ir a lugares difíciles (incluso donde los misioneros son perseguidos y amenazados de muerte); el no regatear esfuerzos para la no pocas veces árida tarea de aprender lenguas difíciles (como el árabe, el chino, el ruso, las lenguas germánicas, el lituano y tantos diferentes dialectos); el intenso y arduo trabajo con que en tantas jurisdicciones se llevan a cabo las Jornadas de los Jóvenes, de las Familias y se preocupan “de contar con medios para darles una atención espiritual más regular, y una formación más completa y sólida”[96]; el apostolado de gran fruto que son los Voluntariados; sumado a la gran fuerza que da a toda nuestra obra misionera, en aquellos lugares donde se hace mancomunadamente, el trabajar con nuestras Hermanas; como así también, la oculta pero magnífica tarea de sembrar el buen espíritu y diseminar la Buena Nueva que llevan a cabo quienes trabajan en las distintas páginas web del Instituto. También quiero destacar la entrega con que muchos de los nuestros trabajan afanosamente llevando adelante la formación de tantos candidatos al sacerdocio y a la vida Consagrada (133 es el número actual de postulantes y novicios y más de 350 el de nuestros formandos); como también el silencioso y abnegado apostolado de la dirección espiritual, de la enseñanza y del asesoramiento en el gobierno y en las misiones que cerca de 200 de nuestros nuestros sacerdotes prestan a las Hermanas Servidoras.

Aunque queden muchos, muchísimos ejemplos muy valiosos ocultos a nuestra vista, pero bien patentes ante los ojos de Dios, basten éstos como muestras palpables y factibles, siempre que tengamos en el alma y en el corazón el sin Mí nada podéis hacer [97] que dijo nuestro Señor. Sólo Dios sabe las muchas otras iniciativas apostólicas que por su gracia y generosidad nuestra se podrán realizar. El destino de un pueblo entero puede ser radicalmente transformado para el tiempo y la eternidad dependiendo de la fidelidad y generosidad con que sigamos las inspiraciones que el Espíritu Santo nos hace en el fondo de nuestras almas[98]. Eso, de hecho, sucedió muchas veces en la historia de la evangelización de los pueblos. Tengámoslo siempre presente.

3. Tribulaciones apostólicas

Sería una visión miope de la realidad, ignorar o negar las dificultades de distinta índole –internas y externas– que se presentan en la misión. Y sin detenerme a detallarlas quisiera recordarles esto: las dificultades son parte de nuestro camino, y aunque a veces parecen insuperables, no nos deben desanimar, porque la tarea de salvar almas no es obra meramente humana sino divina. Y El mismo que pronunció el Id al mundo entero y proclamad el Evangelio[99] fue el mismo que dijo: ¡No tengáis miedo![100] Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo[101]; Confiad, yo he vencido al mundo[102].

Hoy en día, por gracia de Dios, nuestro Instituto se encuentra en los cinco continentes, mayormente en países donde antes caminaron santos misioneros, hombres superiores, por medio de quienes el Espíritu Santo obró maravillas.

Algunos fueron hombres eminentes por su inteligencia y enseñanzas preclaras, como fue el caso de nuestro querido San Juan Pablo II, el gran misionero planetario, que hasta el final de sus días siguió diciendo: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!”; “¡Levantaos! ¡Vamos![103].

Otros por su gran habilidad para hablar la lengua del lugar, o por su gran tacto en asemejarse y tratar a las distintas personas, como fue el caso del gran misionero Matteo Ricci, italiano, que pasó casi 28 años en China. “Donde hay amistad hay éxito”, rezaba una de sus máximas. Y con su característica simpatía hacia el pueblo chino, aceptándolo en su historia, su cultura y su tradición, se hizo “chino con los chinos”, y esto lo convirtió en “un valioso eslabón de unión entre Occidente y Oriente, entre la cultura europea del Renacimiento y la cultura de China, así como, recíprocamente, entre la antigua y elevada civilización china y el mundo europeo”[104].

Otros se destacaron por la gran visión estratégica y por su laboriosidad para la misión, como fue por ejemplo el caso de Santo Toribio de Mogrovejo, misionero español, que a los 42 años fue nombrado arzobispo de Lima. Recorrió mayormente a pie tres veces su Arquidiócesis, que en aquel entonces incluía los países de Perú, Bolivia, Chile, Ecuador, Colombia, Venezuela y parte de Argentina. Solía decir: “Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo”. Fue él quien fundó el primer seminario de América e incrementó por un centenar el número de parroquias en la arquidiócesis. De él es la frase que rezamos en nuestra fórmula de profesión, cuando decimos que comprometemos todas nuestras fuerzas para “no ser esquivos a la aventura misionera”[105].

Y podríamos seguir enumerando incontables ejemplos de misioneros valientes, dedicados a cualquier trabajo, listos para cualquier emprendimiento. Cualquiera sea el caso, lo cierto es que no fueron ni solo sus dotes naturales, ni solo la capacidad organizativa, ni solo los muchos medios lo que los transformó en grandes misioneros. Antes bien, fue sobre todo la conciencia de la inutilidad propia y la entrega generosa con abandono confiado y total al amor omnipotente y providente de Dios lo que hizo de ellos grandes misioneros y más aún, misioneros santos, que se dejaron llevar por el viento del Espíritu, convencidos de la verdad de la enseñanza de San Pablo: “¿Quién es, pues, Apolo? ¿Y quién es Pablo?… ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído! Cada uno trabajó según el designio del Señor: yo planté y Apolo regó, mas fue Dios quien proporcionó el crecimiento. De modo que el que planta y el que riega nada son, sino Dios, que proporciona el crecimiento… Nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros, el campo que Dios cultiva, el edificio que Dios construye[106].

La salvación de la humanidad en la que nosotros somos –por pura gracia y elección divina– colaboradores, es obra eminentemente divina, de una grandeza tal que supera las dimensiones y posibilidades de las fuerzas humanas; y, por tanto, sólo se puede llevar a cabo si nosotros aceptamos y confiamos plenamente en la omnipotencia y bondad ilimitada de nuestro Dios. Éste fue el secreto de los santos, el alma de su celo, de su perseverancia y de sus triunfos; ésta es la sublime enseñanza que nos han dejado y que yo quisiera tengamos siempre presente.

Todos, tarde o temprano, somos purificados en el crisol de las tribulaciones apostólicas[107]. Sin embargo, debemos ser valientes y entusiastas en nuestros apostolados, sin dejar que las dificultades, la falta de apoyo, el afán de ver frutos de gran envergadura, la inseguridad del futuro, la ingratitud de los mismos beneficiados, la falta de fuerzas físicas y las desolaciones del alma, nos descorazonen, nos quiten el entusiasmo, o nos aparten de la obra comenzada. Porque “la gracia de Dios se realiza plenamente en la debilidad”[108].

Junto al Padre Espiritual de nuestra querida Familia Religiosa, les repito: “¡Que ninguno se desaliente! ¡Que ninguno se deje extraviar en los momentos de dificultad y de las eventuales derrotas! ¡Que ninguno se deje vencer por la tentación de la inutilidad de los esfuerzos!”[109].

También San Juan Bosco alguna vez le escribía a un párroco desalentado: “Usted, pues, esté tranquilo. No hable de liberarse de la parroquia. ¡Hay que trabajar! [Dígase a sí mismo:] moriré en el campo de trabajo como buen soldado de Cristo. ¿No valgo para nada? Todo lo puedo en aquel que me conforta. ¿Hay espinas? Con las espinas transformadas en flores los ángeles tejerán para usted una corona en el cielo. ¿Los tiempos son difíciles? Siempre lo fueron así, pero Dios nunca faltó con su ayuda. Christus heri et hodie[110]. Y en otra ocasión decía a los suyos: “¡Que todos trabajen con celo y ardor: trabajo, trabajo! Afanaos siempre e incansablemente por salvar almas”[111]. Eso mismo debemos hacer nosotros, “‘venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, murmure quien murmurare’[112]. Lo que importa es dar un paso, un paso más, siempre es el mismo paso que vuelve a comenzar”[113].

Es cierto que muchas veces “cada ladrillo es una cruz, cada piedra un sufrimiento. Las lágrimas las entrelazan. Así construyeron los santos”[114], así debemos construir nosotros. Y aunque a veces pareciera que Dios se complace en multiplicar las dificultades, que nos detiene y clava en la impotencia y aun queriendo, no podemos: ¡Confiemos siempre! ¡Nuestro Señor es nuestro! Vayamos a Él con confianza[115]. Las almas esperan mucho de nosotros. No las defraudemos en la donación generosa.

Quiero finalmente hacer mención aquí del testimonio valeroso y tantas veces heroico de varios de los nuestros que en puestos difíciles de misión nos dan ejemplo de perseverancia y de que la verdadera realeza –como nos lo enseñó Aquel cuyo reino no es de este mundo[116]– está en la alegría de la abnegación y en ser tenido por nada[117]. A ellos, que no se contentaron con pasar simplemente por esos difíciles lugares, y sin desalentarse ante las dificultades, se quedaron allí, aunque haga falta que pase mucho tiempo para que de su siembra del evangelio se pueda ver algún fruto, les manifiesto nuestra más sincera gratitud y reconocimiento, porque la lámpara de su fe y de su caridad brilla con más pureza. Y nadie que así se entrega puede perderse. ¡Sigan siendo siempre fieles!

A la Madre del Verbo Encarnado y Reina de los Apóstoles, encomiendo todas las obras apostólicas de nuestro Instituto como así también las proyectadas y las que en un futuro Dios ha de inspirar a nuestras almas. Que Ella infunda en nuestros corazones el fervoroso celo que animó el suyo. Nos ayude en todo esta Madre en quien confiamos y quien es nuestro ideal de misionero. Ave María y ¡adelante!

¡Que viva la misión!

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de julio de 2017
Carta Circular 12/2017

 

[1] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Ars Participandi, Cap. 10, 2, c, 1.

[2] Constituciones, 31.

[3] Mc 16, 15.

[4] Jn 20, 21.

[5] Cf. Constituciones, 158.

[6] Lc 5, 11.

[7] Cf. Mt 10, 5; Mc 6, 7; Lc 9, 2.

[8] Cf. Mt 28, 19-20.

[9] Lc 15, 4-6.

[10] Cf. CIVCSVA, Caminar desde Cristo, 9: “El celo por la instauración del Reino de Dios y la salvación de los hermanos viene así a constituir la mejor prueba de una donación auténticamente vivida por las personas consagradas. He aquí por qué todo intento de renovación se traduce en un nuevo ímpetu por la misión evangelizadora”; op. cit. cf. Novo millennio ineunte, 2.

[11] Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, 20.

[12] 2 Cor 5, 14.

[13] Carta encíclica Redemptoris Missio, 7 de diciembre de 1990, 34.40.86.

[14] Evangelii gaudium, 15. El Papa recuerda allí también que “en esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya “no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos” y que hace falta pasar “de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera”; V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 29 de junio de 2007, 548.

[15] Carta Circular 9/2017.

[16] Directorio de Misiones Ad Gentes, 60.

[17] Cf. Constituciones, 164.

[18] Constituciones, 17.

[19] Ef 6, 17.

[20] Cf. Constituciones, 18.

[21] Constituciones, 19; además Constituciones, 30.39 y Directorio de Vida Consagrada, 13.16.235, entre otros.

[22] 1 Cor 9, 16.

[23] Constituciones, 18.

[24] Redemptoris Missio, 21.30.36.

[25] Cf. Constituciones, 163; Directorio de Misiones Ad Gentes, 60.

[26] Directorio de Misiones Ad Gentes, 61.

[27] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 60.

[28] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 60; op. cit. Dominum et Vivificantem, 64.

[29] Evangelii gaudium, 261.

[30] Evangelii gaudium, 262.

[31] Cf. Redemptoris Missio, 87-89.

[32] Directorio de Misiones Ad Gentes, 161.

[33] Ibidem.

[34] Redemptoris Missio, 87.

[35] Ibidem.

[36] Ibidem.

[37] Cf. CIVCSVA, Mutuae Relationes, 16: “La misión… está exigiendo a cada uno de los enviados… la oración. […] Es sin duda una necesidad apremiante, para todos, el tener en gran consideración la oración y el recurrir a ella. […] en vista de la eficacia misma de la misión, es absolutamente indispensable que todos, y antes que nadie los Pastores, se dediquen a la oración”.

[38] Directorio de Misiones Ad Gentes, 50.

[39] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 6, 15 de septiembre de 1926.

[40] Jn 16, 13.

[41] San Juan Pablo II, Mensaje a los Capitulares de la Congregación de los Sagrados Corazones de Picpus, 21 de septiembre de 2000.

[42] Directorio de Espiritualidad, 14.

[43] Directorio de Espiritualidad, 15.

[44] San Ambrosio, Comentario a San Lucas, II, 19.

[45] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [322].

[46] Directorio de Espiritualidad, 16.

[47] Cf. Lc 4, 18.21.

[48] Directorio de Misiones Ad Gentes, 162; op. cit. Redemptoris Missio, 88.

[49]Directorio de Misiones Ad Gentes, 163; op. cit. Redemptoris Missio, 88.

[50] Mt 28, 20.

[51] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 166; op. cit. Redemptoris Missio, 89.

[52] Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la iglesia Ad Gentes, 25.

[53] Directorio de Misiones Ad Gentes, 109.

[54] Directorio de Misiones Ad Gentes, 109.

[55] Directorio de Misiones Ad Gentes, 109; op. cit. 1 Pe 5, 5.

[56] Directorio de Parroquias, 40.

[57] Nuestras Constituciones establecen que ningún religioso puede tomar un apostolado sin permiso explícito del superior (n. 157), pues es el superior quien asigna los apostolados según las necesidades de la casa, o del mismo Instituto, que tiene obras que atender. Pero este someter a la obediencia la propia iniciativa apostólica no la quita ni la anula, todo lo contrario. Más aun, desde otro punto de vista, la hace más perfecta.

[58] Directorio de Misiones Ad Gentes, 107; op. cit. Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la iglesia Ad Gentes, 25.

[59] Notas del VII Capítulo General, 74.

[60] San Manuel González, Lo que puede un cura hoy, 1772.

[61] Constituciones, 29.

[62] Redemptoris Missio, 1.

[63] Directorio de Espiritualidad, 58; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de la Conferencia Episcopal Toscana (14/09/1980), 5.

[64] Directorio de Espiritualidad, 225; op. cit. 1 Cor 15, 25.

[65] Directorio de Espiritualidad, 268.

[66] Directorio de Espiritualidad, 115; op. cit. 2 Tim 4, 2.

[67] Ven. Arzobispo Fulton Sheen, The Priest is Not His Own, Cap. 6. [Traducido de la edición en inglés]

[68] Cf. 2 Cor 12, 15.

[69] CIVCSVA, Caminar desde Cristo, 9.

[70] Cf. Evangelii Nuntiandi, 69.

[71] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.

[72] Cf. 2 Tim 1, 7-8.

[73] San Juan Pablo II, Al Superior General de los Claretianos en el 150º aniversario de su fundación, 12 de junio de 1999.

[74] Notas del V Capítulo General, 8. Cf. Constituciones, 40 y Directorio de Espiritualidad, 27.49.

[75] San Ireneo, citado en Celam, Documento de Puebla, n. 400; y repetidas veces en nuestro derecho propio: Constituciones, 11; Directorio de Espiritualidad, 49; Directorio de Evangelización de la cultura, 82; Directorio de Vida Consagrada, 341. Análoga afirmación tiene San Gregorio de Nacianzo: “Lo que no fue tomado tampoco fue redimido” (Ep. 101; MG 37,181). Se vea al respecto Concilio Vaticano II, Ad Gentes 3, nota 15: “Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo: cf. San Atanasio, Ep. ad Epictetum, 7; MG 26,1060; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9; MG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3; ML 8,1101; San Basilio, Ep. 261,2; MG 32,969; San Gregorio Niceno, Antirrethicus, Adv. Apollim. 17: MG 45,1156; San Ambrosio, Ep. 48,5: ML 16,1153; San Agustín, In Io. Ev. Tract. 23,6: ML 35,1585; CChr. 36,236.

[76] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 80.

[77] Ibidem.

[78] Ibidem.

[79] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Mariazell, Austria, 13 de septiembre de 1983.

[80] Mt 5, 13-14.

[81] Notas del VII Capítulo General, 66.

[82] Constituciones, 36.

[83] Directorio de Vida Consagrada, 91.

[84] Ibidem.

[85] Evangelii Nuntiandi, 40.

[86] San Juan Pablo II, A las Consagradas en Madrid, 8 de noviembre de 1982; op. cit. Religiosos y promoción humana, 6.

[87] Dice el Directorio de Vida Consagrada, 92-93: “…los religiosos de nuestro Instituto sabrán realizar los esfuerzos y gastos necesarios para cumplir adecuadamente los fines apostólicos que perseguimos, según nuestro propio carisma. El obrar de este modo no implica un relajamiento en la pobreza. No olvidemos que la pobreza es un medio de perfección […]; y como medio, su valor se mide por la adaptación al fin”.

[88] Mt 13, 52.

[89] Directorio de Espiritualidad, 160.

[90] Directorio de Misiones Populares, Apéndice, 2.

[91] Constituciones, 30.

[92] Directorio de Espiritualidad, 41.

[93] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 270.

[94] Cf. Directorio de Parroquias, 132.

[95] Directorio de Espiritualidad, 84.

[96] Notas del VII Capítulo General, 93.

[97] Jn 15, 5.

[98] San Juan Pablo II, Alocución del Santo Padre a los seminaristas en la Capilla del seminario de Maynooth, 1 de octubre de 1979.

[99] Mc 16, 15.

[100] Mc 6, 50.

[101] Mt 28, 20.

[102] Jn 16, 33.

[103] Mc 14, 42.

[104] Citado por San Juan Pablo II, Mensaje en el IV Centenario de la llegada a Pekín del P. Matteo Ricci, 24 de octubre de 2001; op. cit. Cf. Opere Storiche del P. Matteo Ricci, s.j., bajo la dirección del p. Tacchi Venturi, s.j., vol. II, Macerata 1913, p. 496 ss.

[105] Constituciones 254, 257; Directorio de Espiritualidad, 216.

[106] 1 Co 3, 5-9.

[107] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, I Parte, Cap. 3, 12.

[108] CIVCSVA, Caminar desde Cristo, 11. En 2 Cor 12, 9-10 dice San Pablo: “Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en los insultos, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias sufridas por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”.

[109] San Juan Pablo II, Al capítulo general de los Salesianos, 3 de abril de 1984.

[110] Cf. San Juan Bosco, Carta, Turín, 25 de octubre de 1878.

[111] San Juan Bosco, Memorias Biográficas, XVIII, 477.

[112] Cf. Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección, 21, 2.

[113] Directorio de Espiritualidad, 42.

[114] La frase es del Card. August Hlond, que fue Primado de Polonia e hijo espiritual de Don Bosco; cf. C. Bissoli, “Un pastore della Chiesa in tempi difficili”, Salesianum, n. 4, 1982.

[115] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a las Siervas del Santísimo Sacramento.

[116] Jn 18, 36.

[117] Cf. Santa Teresa del Niño Jesús, Historia de un alma.

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