San Juan de la Cruz y la Navidad

Contenido

Esto les servirá de señal: encontrarán al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre
Lc 2, 12
Evangelio de la Misa de medianoche de la Natividad del Señor

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

Ya próximos a comenzar el Adviento que es un tiempo de “una mayor purificación del alma”[1] como preparación para la celebración del augusto misterio de la Navidad, quiero saludarlos a todos con grandísimo afecto. Este año, esta preparación se ve particular y providencialmente iluminada por el 475º aniversario del nacimiento de San Juan de la Cruz[2], sacerdote religioso y doctor de la Iglesia, cuya fiesta celebramos durante este mes de diciembre.

Y digo esto, porque el Místico Doctor encontró en el misterio de la noche de Navidad y en la “nada de Belén” el núcleo y el modelo de la purificación progresiva del alma, necesaria para escalar hasta la cima de la perfección cristiana, y que no es otra cosa que el “imitar lo más perfectamente posible”[3] al Verbo venido en carne[4], envuelto en pañales y recostado en un pesebre[5].

El tiernísimo misterio del nacimiento “del Hijo de Dios humanado”[6] –con su frío[7], pobreza y desnudez– es la imagen simbólica de la noche que, a partir de los escritos sanjuanistas, ha venido a indicar la intervención de Dios que “purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la unión de amor con él”[8]. Noche que él considera como “experiencia típicamente humana y cristiana”[9] y que Dios se complace en obrar en las profundidades de nuestras almas, ya que “sabe Él tan sabia y hermosamente sacar de los males bienes”[10]

Por tanto, la sencillez y oscuridad de la noche de Belén que el mismo Dios eligió para nacer pequeño y desnudo, es como un ícono de las virtudes del anonadamiento de este Dios cuyo amor sobreabundante le hizo humanarse para donarse a sí mismo a nosotros y “comunicarnos las riquezas de su divinidad”[11]. Virtudes éstas de la “humildad, pobreza, dolor, obediencia, renuncia a sí mismo, misericordia y amor a todos los hombres”[12] que debemos nosotros “practicar con intensidad”[13] “en conformidad con el propio carisma”[14] y para “configurarnos con Cristo”[15]  y, de este modo, alcanzar nuestro fin como religiosos del Verbo Encarnado[16].

Por eso en la presente carta circular les propongo contemplar el misterio de la Navidad bajo los destellos de luz que irradian las virtudes del anonadamiento del Verbo en su nacimiento, guiados en este propósito por la doctrina del “maestro de la fe y testigo del Dios vivo”[17], como gustosamente llamaba nuestro querido Padre Espiritual a San Juan de la Cruz.

Abrigo la esperanza de que estas líneas servirán para disponer mejor nuestras almas a recibir al Niño Dios “en toda humildad y desasimiento de dentro y de fuera”[18], porque sólo así Dios nos llenará de su inefable deleite y paz.

1. San Juan de la Cruz y la Navidad

En su Cántico Espiritual, San Juan de la Cruz escribe que “la noticia de las obras de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe por ser mayores obras de Dios, y que mayor amor en sí encierran… hacen en el alma mayor efecto de amor”[19].

Tan al vivo experimentaba San Juan de la Cruz el misterio del Verbo hecho carne y tan llagada de amor tenía su alma por este amor al Dios humanado, que quienes le oían “ponderaban que así hablaba de las cosas de Dios y de los misterios de nuestra fe, como si los viera con ojos corporales”[20].

Gracias al don de la fe, tan eminente en el santo, el misterio formaba para él un mundo vivo y real. “Trataba familiarmente con Dios. Lo llevaba en el corazón y en los labios”[21]. Por eso, era usual que hablara “altísimamente del Dios humanado, porque a la persona del Verbo divino hecho hombre tenía particular afecto de amor, y hablaba de este Señor admirablemente y con gran ternura”[22].

Esta devoción y propensión a hablar “palabras al corazón, bañadas en dulzor y amor”[23] se hacían particularmente evidentes en San Juan de la Cruz durante el tiempo de la Navidad. Pues “en aquellos días, parecía transformado y como fuera de sí. Él, tan serio de ordinario, exultaba y se dejaba llevar por una alegría exterior, que se expresaba con palabras, con cantos, con juegos espirituales”[24].

Por ejemplo, siendo Maestro de novicios en Mancera de Abajo (Salamanca) “les mandaba a los novicios que así, de repente hiciesen alguna representación del misterio; donde si decían alguna simplicidad, sacaba conceptos del cielo”[25].

Otra vez, ejerciendo su priorato en Los Mártires de Granada –que es precisamente cuando redacta su obra “Noche oscura”– “… hizo poner a la Madre de Dios en unas andas, y, tomada en hombros, acompañada del siervo del Señor y de los religiosos que la seguían caminando por el claustro, llegaban a las puertas que había en él a pedir posada para aquella señora cercana al parto y para su esposo, que venían de camino. Y llegados a la primera puerta pidiendo posada cantaron esta letra que el santo compuso:

Del Verbo divino
la Virgen preñada,
viene de camino,
¡si le dais posada!

Y su glosa se fue cantando a las demás puertas, respondiéndoles de la parte de adentro religiosos que había puesto allí, los cuales secamente los despedían. Replicábales el santo con tan tiernas palabras, así del explicar quien fuesen los huéspedes, de la cercanía al parto de la doncella, del tiempo que hacía y hora que era, que el ardor de sus palabras y altezas que descubría enternecían los pechos de quienes le oían y estampaba en sus almas este misterio y un amor grande a Dios”[26]

También el convento de Segovia fue testigo de la sentida devoción y verdadera caridad que el misterio de Navidad despertaba en el Místico Doctor. El relato de fray Lucas de San José nos deja entrever la delicadeza y esmero con que San Juan de la Cruz buscaba solemnizar el Nacimiento de Cristo: “Era muy amigo del culto divino, y así en las fiestas bajaba a ayudar a componer los altares e iglesia; regocijábase en verlo todo muy adornado y curioso, y agradecíalo mucho a los sacristanes; holgábase de ver regocijar a sus religiosos en las Pascuas haciendo su altar del Nacimiento, o, cuando menos, poniendo por recuerdo en él alguna Virgen con su Santo Niño en los brazos, con que se enternecía y enternecía a sus súbditos”[27].

Todos los ejemplos arriba mencionados nos recuerdan aquellas palabras de nuestro derecho propio que dicen: “El nacimiento del Verbo encarnado nos urge, entre otras cosas, […] a vivir en la alegría, fruto del Espíritu Santo, y consecuencia de la Encarnación como anunció el ángel a los pastores: … os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo[28]. Ya que “por la Encarnación del Verbo se hace creíble la inmortalidad de la dicha”[29] y consecuentemente, “la peregrinación cristiana debe acompañarse con el canto, con manifestaciones de alegría”[30].

Por eso el día de Navidad “hay que exaltarlo por todos los medios. No se pueden mezquinar esfuerzos y tiempo para que ese día sea el mejor; debe ser esperado y luego valorado y agradecido”[31], como se nos enseña ya desde el Noviciado. Festividad que debe extenderse durante la Octava de Navidad y que debe ser difusiva de alegría entre todas las almas con quienes tratamos.

Para nosotros –como lo era para San Juan de la Cruz– el misterio del Verbo Encarnado es el eje de nuestra vida espiritual: “el centro de nuestra vida debe ser Jesucristo”[32], dice el derecho propio. Él –con su anonadamiento radical informado por la humildad[33]– es la fuente de donde emanan los principios de toda la espiritualidad de nuestro querido Instituto[34]. Él –en su sumo abajamiento[35]– es la plataforma desde donde “nos lanzamos osadamente a restaurar todas las cosas en Cristo[36]. Este Verbo Encarnado, en su “rebajamiento inconmensurable, con su juicio, interno y externo”[37] que en Navidad contemplamos pequeño, purísimo y necesitado, es el modelo “de vivir la vida fraterna en común y nuestro apostolado: en el servicio humilde y la entrega generosa, en la donación gratuita de sí mismo mediante un amor hasta el extremo”[38]. Él es también el cántico de nuestra poesía “porque cantar y entonar salmos es negocio de los que aman”[39].

Por tanto, “la noche de Navidad se convierte así en escuela de fe y vida”[40] donde el Niño Dios –frágil y pequeño– se levanta como “ejemplo insigne de práctica de las virtudes mortificativas en grado abismal, ya que, sin dejar de ser Dios infinito, se hizo hombre finito mostrándonos una humildad, pobreza, obediencia y amor infinitos”[41]. Pues, en aquella primera Nochebuena, el mismísimo Verbo Encarnado hecho niño y recostado en el pesebre, que “siendo el Creador de la raza humana se hace hombre; que alimentando Él mismo de su mano las aves del cielo ahora necesita leche para nutrirse; que reina en los cielos y en la tierra y sin embargo yace sobre paja; que nace en el tiempo aunque existía antes de todo tiempo; que siendo Él Hacedor de las estrellas, está debajo de las estrellas; que siendo Regidor de toda la tierra, es un desterrado en ella; que siendo que llena todo el mundo”[42], Él mismo no encuentra lugar para sí en el albergue.  Y nos demuestra y nos señala con su anonadamiento abismal que ése es precisamente el camino para “ir del todo al todo”[43].

2. “Participar del anonadamiento de Cristo”[44]

Ya en el segundo punto de nuestras Constituciones decimos que “deseamos vivir en un estado que ‘imite más de cerca […] aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo…’”[45], lo cual hace referencia inequívocamente al anonadamiento de nuestro Señor. Por eso seguidamente y a lo largo y ancho del derecho propio decimos que es nuestro intento decidido y nos proponemos “practicar, especialmente [y con toda radicalidad[46]] las virtudes que más nos hacen participar del anonadamiento de Cristo”[47]. Por tanto, las virtudes del anonadamiento de nuestro Redentor vienen a ser el adorno natural y distintivo principal que debe resplandecer en todos los miembros de nuestro querido Instituto.

Deseo, entonces, con la luz del “Espíritu Santo enseñador”[48] y en sintonía con el estilo sapiencial de San Juan de la Cruz, a quien el mismo derecho propio señala como “gran maestro de la vida espiritual”[49] de cuya doctrina debemos aprender a ser hombres virtuosos[50], comentar las virtudes mortificativas del anonadamiento, vividas según el tinte particular de nuestro carisma y espiritualidad propios.

Son varias las instancias en que el derecho propio enumera las virtudes del anonadarse. Vuelvo a mencionarlas aquí: “humildad, justicia, sacrificio, pobreza, dolor, obediencia, amor misericordioso…, en una palabra, tomar la cruz[51]. El Directorio de Espiritualidad también las incluye, aunque engloba “justicia y sacrificio” con la expresión “renuncia a sí mismo” y menciona como objeto de amor y misericordia a “todos los hombres”[52].

Es de notar que la primera de estas virtudes es la humildad. ¿Como podría ser de otra manera? Si el mismo Verbo Encarnado se compendió a sí mismo diciendo: soy manso y humilde de corazón[53]. Toda su existencia nos habla de su humildad. Ya que Él siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios… se humilló a sí mismo…[54] y asumió la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres[55] sin dejar de ser Dios[56]. Consecuentemente, si nosotros queremos imitar lo más perfectamente posible a Jesucristo[57], la humildad debe ser nuestra virtud fundamental, basilar, y en cierto sentido la gracia de toda nuestra vida religiosa.

“Sólo siendo humildes seremos santos”[58]. Por eso, nuestra espiritualidad nos exhorta a vivir esta virtud en plenitud[59] y a ejemplo del mismo Cristo que “no tuvo temor de pasar por un pecador más”[60], se nos llama a ser “constructores humildes y escondidos del Reino de Dios, de cuyas palabras, comportamiento y vida irradie el gozo luminoso de la opción que hicimos”[61].

La virtud de la humildad, tan importante y necesaria para nuestra vida espiritual, no lo es menos para nuestra vida comunitaria y nuestro apostolado. En efecto, la práctica de la humildad o la falta de ella en el trato con los demás, tiene gran incidencia en ambos campos. Por eso, el derecho propio con firmeza paternal nos pide el “aprender a tenernos unos a otros por superiores, buscando cada uno no su propio interés, sino el de los demás[62][63]; “sometiéndonos los unos a los otros en el temor de Cristo[64]; […] tratándonos los unos a los otros con humildad[65][66].

Ese es el apetito que hay que traer de ordinario en el alma: el del anonadarnos a nosotros mismos haciéndonos obedientes hasta la muerte y muerte de cruz[67]. De donde vemos que la humildad es el principio de la vida de obediencia. Y si humildes y obedientes, entonces habrá unidad y verdadera paz y nos aseguran las Constituciones que “pasaremos en la congregación una vida tranquila y feliz”[68].

Dice San Juan de la Cruz hablando de los verdaderamente humildes que éstos tales “no sólo teniendo sus propias cosas en nada, más con muy poca satisfacción de sí a todos los demás tienen por muy mejores, y les suelen tener una santa envidia, con gana de servir a Dios como ellos; porque, cuanto más fervor llevan y cuantas más obras hacen y gusto tienen en ellas, como van en humildad, tanto más conocen lo mucho que Dios merece y lo poco que es todo cuanto hacen por él”[69].

Por eso el auténticamente humilde con “clara conciencia de que sin Jesucristo nada puede”[70] y gran olvido de sí –a imitación del mismo Cristo– no pone pretextos vanos ni mucho menos teme ir a “los lugares más humildes y difíciles”[71]. Antes bien, fundando todo su entusiasmo apostólico en Jesucristo[72], con gran arrojo se “dispone a morir, como el grano de trigo, para ver a Cristo en todas las cosas”[73]. Porque precisamente “la virtud práctica del don de sí mismos es la humildad”[74]. Y una vez en el puesto que la Providencia le ha asignado, se esfuerza por estar contento aunque sufra, porque sabe que “el aprovechar no se halla sino imitando a Cristo”[75].

Más aun, persuadido de que para una “auténtica inculturación es necesaria una actitud parecida a la del Señor, cuando se encarnó y vino con amor y humildad entre nosotros”[76], en el servicio a los demás, éste tal no es arrogante, ni hiriente, “ni adopta una posición de superioridad ante el otro”[77]. Al contrario, sabe adaptarse razonablemente y mantener en todo tiempo “el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico”[78]. Un religioso así será en verdad fecundo –espiritual y apostólicamente hablando– por más árida e inhóspita que sea la tierra de misión: “¡Todo está en saber morir! ¡Esa es la gran ciencia!”[79]. Es más: ¿queremos perseverar en nuestra vocación? Seamos humildes[80], sólo así continuaremos dándonos.

Por eso si de verdad queremos honrar y servir al Verbo Encarnado –como nos compete según nuestra vocación– debemos esforzarnos por practicar la virtud regia de la humildad, que es la virtud propia de nuestro Señor.

Actuar de otro modo, me parece a mí, es no haber captado “el estilo del Verbo Encarnado”. Por eso mucho se nos previene acerca del peligro de buscar “desordenadamente la propia excelencia y de no querer someternos a los demás ni reconocer la excelencia ajena, o el no aceptar las enseñanzas de los demás, creyéndonos suficientes”[81]. Miremos cuán diferente a esa actitud es la del Niño Dios. “No olvidemos nunca que ‘la obediencia es el aroma del sacrificio’”[82].

Resulta imperativo entonces, que “los que en nuestras casas de formación se preparan para realizar grandes obras para la gloria de Dios en las misiones donde serán enviados, cultiven un gran amor a las virtudes que forman la base del crecimiento espiritual”[83], de entre las cuales la primera es la humildad. Porque “Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes (1 Pe 5, 5). Y si Dios resiste a un misionero, ¿qué podrá éste hacer?”[84].

Otra virtud del anonadarse es la pobreza, que en el misterio del Nacimiento de Cristo sobresale tan punzantemente dejándonos ver por contraste la tiernísima Persona del Niño recostado en un pesebre[85] como el más pobre de los pobres.

Nuestras Constituciones nos explican magistralmente el consejo evangélico de pobreza en los puntos que van del 60 al 71. Allí se nos enseña que para alcanzar la perfección debemos “seguir desnudo a Cristo desnudo”[86]. Esto es, en el desprendimiento y desapego voluntario de las riquezas[87], lo cual implica una vida pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de los bienes de esta tierra[88]. Más aun, dependientes en todo de la Divina Providencia[89].

Lo nuestro es “seguir a Cristo pobre en el significado más profundo de su pobreza”[90], es decir hasta el anonadamiento de hacerse hombre para comunicarnos las riquezas de su divinidad[91]. Lo cual se pone en práctica dándose a los demás, haciéndonos dispensadores de bien. Nosotros, que queremos servir a Jesucristo, debemos hacerlo “no como el mercenario que quiere su jornal después de cada día de trabajo, ni como un servidor que trabaja a sueldo durante algún tiempo para luego lograr una posición independiente. Debemos servir a Cristo sin prendas, sin días libres, sin consuelo y sin gloria”[92]. De tal modo que, despojados de todo, es decir, de “todo cuanto no sea el mismo Dios”[93], “en gran desnudez de espíritu y sin arrimo a las criaturas”[94], el darse al Verbo venga a ser toda nuestra riqueza[95].

Por eso se nos exhorta al desprendimiento total[96], a “despojarnos por Dios de todo lo que no es Dios”[97]. Porque como dice San Juan de la Cruz: “los bienes de Dios no caben ni caen sino en corazón vacío y solitario”[98]. Por tanto, continúa el santo, “el religioso de tal manera quiere Dios que sea religioso, que haya acabado con todo y que todo se haya acabado para él; porque Él mismo es el que quiere ser su riqueza, consuelo y gloria deleitable”[99]. “En esta desnudez halla el espíritu descanso”[100].

Nosotros, que somos religiosos misioneros, debemos además ser conscientes de que “el testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento […] puede ser –y de hecho por gracia de Dios en muchas de nuestras misiones lo es– una interpelación al mundo y a los miembros de la misma Iglesia, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad”[101]. ¡Cómo no recordar aquí el ejemplo de nuestros misioneros que trabajan en lugares de particular dificultad o riesgo, como en Medio y Extremo Oriente, y el de tantos de los nuestros que misionan en aldeas, parajes y pueblitos muy pobres, y también el de aquellos que se hallan en las grandes metrópolis del mundo, llevando un tenor de vida muy modesto y ejemplar!

Todos –cualquiera sea nuestra condición y oficio– debemos estar “dispuestos a sacrificar todo sin reservas, persuadidos de que nada es tan ventajoso como abandonarse en las manos de Dios”[102], ya que mientras no nos falte oración “Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño y no lo ha de ser”[103].

Esto nos lleva a tratar ahora el sacrificio o la renuncia a sí mismo como otra virtud que resplandece en el anonadamiento de Cristo y que si bien “pertenece a la esencia de la vocación cristiana, de manera especialísima nos corresponde a nosotros por la profesión de los consejos evangélicos”[104].

En todo el derecho propio “esta es la idea clamorosa: sacrificarse”[105].

Por eso, apenas entrados al noviciado –y de ahí en más– se nos estimula a ir por un “camino de mayor perfección”[106], que el derecho propio define indistintamente como el de la abnegación, la muerte total al propio yo, la renuncia a sí mismo o el sacrificarse que antes mencionamos. Y todo como presupuesto para alcanzar la perfección de caridad, fin de la vida consagrada.

Por eso, si nuestros miembros han de imitar al Verbo Encarnado, las Constituciones nos mandan educarles “con singular cuidado en la obediencia sacerdotal, en el tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación, de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a asemejarse a Cristo crucificado”[107].

Nosotros, religiosos del Verbo Encarnado, “debemos morir, de hecho, al hombre viejo, al pecado, a los afectos pecaminosos, hasta a la misma apariencia de mal”[108]. Pero aún más: dado que lo nuestro es vivir según el espíritu de príncipe, por el cual uno es capaz de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe, y sin cesar de aspirar nunca a una vida más santa y más perfecta[109], debemos morir también “incluso a los pecados más ligeros y a las menores imperfecciones; al mundo y a todas las cosas exteriores; a los sentidos y al cuidado inmoderado del propio cuerpo; al carácter y a los defectos naturales; a la voluntad propia y al propio espíritu; a la estima y amor de nosotros mismos; a las consolaciones espirituales, que un día Dios retira completamente; a los apoyos y seguridades con relación al estado de nuestra alma; a toda propiedad en lo que concierne a la santidad; es decir, vivir en entera desnudez”[110], como el Niño que nacerá en Belén.

Es lo que San Juan de la Cruz describe tan vivamente en todas sus obras: “Cristo es el camino, y este camino es morir a nuestra naturaleza en sensitivo y espiritual”[111]. Por tanto, “cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios. [La cual] no consiste, pues, en recreaciones ni gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de Cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior”[112]. De aquí que tanto se nos anima a disponernos valerosamente a pasar por las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu[113], queriendo que nos cueste algo este Cristo[114].

Todo lo cual trae a nuestras vidas un ordinario sufrir y esto abre paso a la próxima virtud del anonadamiento: el dolor.

“El dolor es algo precioso y de incalculable valor ya que es elegido por Dios para redimirnos, cuando se soporta con paciencia, se acepta como venido de Dios y se santifica uniéndolo al de Cristo”[115]. Con esta magnífica sentencia comienza el Directorio de Espiritualidad a desarrollar el tema del dolor como parte del misterio redentor de Cristo del cual debemos participar.

“Toda la eficacia corredentora de nuestros padecimientos depende de su unión con la Cruz y en la medida y grado de esa unión. […] Si no aprendemos a ser víctimas con la Víctima, todos nuestros sufrimientos son inútiles”[116].

Entonces se nos llama a “aprender a completar lo que falta a la Pasión de Cristo con una reparación afectiva –por la oración y el amor–, efectiva –cumplimiento de los deberes de estado, apostolado…–, y aflictiva –el sufrimiento santificado–, en provecho de sí mismo y de todo el Cuerpo místico”[117].

Por eso cualesquiera sean nuestras penas, las debemos sufrir por amor a Cristo y provecho nuestro, pues que en fin todo es “aldabas[118] y golpes en el alma para más amar”[119] y “es lo que a todos más nos conviene; sólo resta aplicar a ello la voluntad, para que, así como es verdad nos lo parezca”[120]. Es lo que nosotros comúnmente queremos significar cuando decimos que “hay que arreglar la mente”.

Seguidamente, y como la fuerza concomitante de todas las demás virtudes del anonadamiento, se halla el amor misericordioso por todos los hombres. 

Claramente dicen las Constituciones: “‘El sacerdote, el misionero, el monje, es el hombre de la caridad, y está llamado a educar a los demás en la imitación de Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15, 12). Pero esto exige que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor. En este sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación de la caridad, en particular del amor preferencial por los pobres, en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt 25, 40) y al amor misericordioso por los pecadores’[121][122].

Nuestra espiritualidad misionera se caracteriza, es más, está inspirada y animada por la caridad misma de Cristo, la cual está hecha de paternal atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad, interés por los problemas de la gente[123]. “Para poder anunciar a todo hombre que es amado por Dios y que él mismo puede amar, [es preciso que cada uno de nosotros] dé testimonio de caridad para con todos, gastando la vida por el prójimo”[124]. Lo mismo que el dulce Cristo que en Navidad contemplaremos hecho Niño por amor a nosotros.

De nosotros misioneros del Verbo Encarnado se espera y “se exige un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos que evangelizamos”[125] hasta poder decir con San Pablo: llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos[126]. Más aun, la caridad que se espera de nosotros debe ser –dice el derecho propio– mucho mayor que la de un pedagogo; es el amor de un padre; pero sobre todo, debe ser el amor de una madre[127].  Pues, es “el amor de Madre el que debe animar a todos los que colaboran en la acción apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva”[128].

Por eso nuestra pequeña y hermosa Familia Religiosa, cual otra prolongación de la Encarnación del Verbo, desea humildemente también por medio de las obras de misericordia continuar revelando a los hombres el amor misericordioso de Dios, amando al mismo Dios en el amor concreto a los hermanos[129]. Ya que como dice el Doctor de la fe y la noche oscura: “A la tarde te examinarán en el amor”[130].

Sólo en la práctica perseverante y fervorosa de las virtudes del anonadamiento, es que comenzamos a replicar en nuestras almas aquella “nada de Belén” que transfigura nuestras vidas en la de aquel niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre[131].  “Porque la cosa amada se hace una con el amante; y así hace Dios con quien le ama”[132].

 

* * * * *

Muy queridos todos: el camino de perfección que debemos transitar se nos presenta con toda su austeridad y ternura en el misterio del Nacimiento del Hijo de Dios que estamos por celebrar. En este camino angosto no cabe más que el anonadarse y tomar la cruz que es el báculo para poder arribar[133]. Que no nos espante la aspereza, ni se achique el alma ante la estrechez de la puerta, ni retrocedan nuestros pasos ante la oscuridad de la noche, que “los que quieren bien a Dios, Él se tiene cuidado de sus cosas, sin que ellos se soliciten por ellas”[134]. ¡Avancemos por él con el fervor de los santos, que “esta vida si no es para imitar a Cristo, no es buena”[135]!

¡Mucho ánimo y mucha serenidad en el alma siempre! Porque la verdadera Luz que nació en un rincón oscuro de Belén aquella primera Nochebuena, domina siempre en todas nuestras noches. Marchemos por el mundo convencidos de que hemos sido pensados por Dios para ser multiplicadores de navidades[136], es decir, multiplicadores pródigos de la infinita Bondad de Dios, que en su gran misericordia tuvo por su más grande alegría, hacerse visible en la Persona de un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre[137]. 

La Virgen Madre que “en pasmo de que tal trueque veía: el llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría”[138], los colme del gozo inefable de saberse elegidos y amados por el mismísimo Niño Dios.

Que en esta Navidad, contemplando el pesebre de Belén, llegue a lo profundo de nuestras almas la lección suma, que es dulce noticia, de que en callado amor el Verbo vino a enseñarnos a amar y entregarse. Porque lo único verdaderamente engrandecedor y sublime en esta vida es hacerse nada como el mismo Dios.

A la Virgen le pedimos nos conceda en esta Navidad la gracia de tener esa visión sapiencial sobre nuestra propia vida consagrada que da la perspectiva del Dios nacido en un portal.

Tengan todos un Adviento espiritualmente provechoso y una muy feliz y santa Navidad.

En el Verbo Encarnado y su Madre, la Virgen Santísima,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de diciembre de 2017
Carta Circular 17/2017

 

[1] Directorio de Vida Contemplativa, 103. Ver además: Directorio de Espiritualidad, 103; Directorio de Seminarios Mayores, 231, etc.

[2] Nació en 1542 en Fontiveros (Ávila), en fecha desconocida, de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez.

[3] Directorio de Espiritualidad, 44.

[4] 1 Jn 4, 2.

[5] Lc 2, 12.

[6] Procesos de Beatificación y Canonización, Declaración de María de la Cruz, en Biblioteca Mística Carmelitana, XIV, Burgos, 1931, pág. 121.

[7] “escogió también la crudeza del invierno para nacer, a fin de sufrir por nosotros las penalidades corporales ya desde entonces”. Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 35, a. 8, ad. 3.

[8] Benedicto XVI, Audiencia General, 16 de febrero de 2011.

[9] San Juan Pablo II, Maestro en la fe, 14.

[10] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, B, 23, 5.

[11] Directorio de Vida Consagrada, 74.

[12] Directorio de Vida Consagrada, 335.

[13] Directorio de Vida Consagrada, 227.

[14] Directorio de Vida Consagrada, 223.

[15] Cf. Directorio de Espiritualidad, 44.

[16] “Buscar la gloria de Dios y la salvación de las almas […] practicando, especialmente, las virtudes que más nos hacen participar del anonadamiento de Cristo”. Cf. Constituciones, 4.

[17] San Juan Pablo II, Maestro en la fe.

[18] Carta 16, A la M. María de Jesús, OCD, 18 de julio de 1589.

[19] Cf. San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, B, 7, 3.

[20] Cf. Procesos de Beatificación y Canonización, Declaración de fray Alonso de la Madre de Dios, en Biblioteca Mística Carmelitana, XIV, Burgos, 1931, pág. 370.

[21] Cf. San Juan Pablo II, Maestro en la fe, 406.

[22] Testimonio de María de la Cruz en Biblioteca Mística Carmelitana [BMC], 25, 488. Cit. en Rodríguez, J. V., San Juan de la Cruz. La biografía, 493. Todos los testimonios son extraídos del escrito Navidad en San Juan de la Cruz, ‘El llanto del hombre en Dios’ del P. Juan Manuel Rossi, IVE.

[23] Cf. San Juan de la Cruz, Dichos de amor y de luz, Prólogo.

[24] Beato María-Eugenio del Niño Jesús, Juan de la Cruz. Presencia de luz, 313.

[25] Testimonio de Luis de San Ángel en BMC, 23, 492. Cit. en Rodríguez, J. V., San Juan de la Cruz…, 468.

[26] Alonso de la Madre de Dios, Vida, virtudes y milagros del santo Padre Fray Juan de la Cruz, EDE (Madrid 1989), 402. 

[27] Testimonio de Lucas de San José en BMC, 14, 282. Cit. en Rodríguez, J. V., San Juan de la Cruz. La biografía, 625.

[28] Directorio de Espiritualidad, 85; op. cit. Lc 2, 10.

[29] Directorio de Espiritualidad, 12; op. cit.  San Agustín, De Trinitate, XIII, 9.

[30] Directorio de Espiritualidad, 202.

[31] Directorio de Noviciado, 203.

[32] Constituciones, 12.

[33] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 279.

[34] Cf. Constituciones, 36.

[35] Cf. Directorio de Espiritualidad, 75.

[36] Cf. Directorio de Espiritualidad, 1; op. cit. Ef 1, 10.

[37] Cf. Directorio de Espiritualidad, 75.

[38] Directorio de Vida Consagrada, 228.

[39] Directorio de Espiritualidad, 202; op. cit. San Agustín, Sermo 33,1: ML 38,207.

[40] San Juan Pablo II, Homilía, 24 de diciembre de 2002.

[41] Directorio de Espiritualidad, 74.

[42] Cf. Ven. Arz. Fulton Sheen, The Eternal Galilean, cap. 1. [Traducido del inglés]

[43] San Juan de la Cruz, Monte de perfección.

[44] Constituciones, 5; op. cit. cf. Flp 2, 7-8; PC, 5.

[45] Constituciones, 2; op. cit.  LG, 44.

[46] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 224.

[47] Constituciones, 4. Cf. Constituciones, 20 y 23. Directorio de Vida Consagrada, 3, 74, 224, 227-229, 279, 334-335, 367, 407. Directorio de Vida Contemplativa, 5. Directorio de Rama Oriental, 93. Directorio de Tercera Orden, 18.

[48] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 29, 1.

[49] Cf. Constituciones, 212.

[50] Ibidem.

[51] Constituciones, 11. Directorio de Vida Consagrada, 227.

[52] Cf. Directorio de Espiritualidad, 335.

[53] Mt 11, 29.

[54] Flp 2, 6-8

[55] Flp 2, 7.

[56] Cf. Directorio de Espiritualidad, 75.

[57] Directorio de Espiritualidad, 44.

[58] Lorenzo Sales, La vida espiritual según las conversaciones ascéticas del siervo de Dios José Allamano, 397.

[59] Cf. Directorio de Espiritualidad, 98.

[60] Ibidem.

[61] Cf. Directorio de Espiritualidad, 292.

[62] Flp 2, 4.

[63] Cf. Ibidem; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 161, 3.

[64] Cf. Ef 5, 21.

[65] Cf. 1 Pe 5, 5.

[66] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 38.

[67] Cf. Flp 2, 8-9.

[68] Cf. Constituciones, 77; op. cit. San Juan Bosco, Reglas o constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales, VIII.

[69] Noche Oscura, Libro 1, Canción 1, cap. 2, 6.

[70] Cf. Directorio de Espiritualidad, 12; op. cit. Cf. Jn 15, 5.

[71] Directorio de Misiones Ad Gentes, 147; op. cit. Redemptoris Missio, 66.

[72] Cf. Directorio de Espiritualidad, 84.

[73] Cf. Directorio de Espiritualidad, 216.

[74] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, II Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales a las Siervas del Santísimo Sacramento, cap. 19.

[75] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, cap. 7.8.

[76] Vita Consecrata, 79.

[77] Directorio de Obras de Misericordia, 63.

[78] Directorio de Espiritualidad, 277; op. cit. Ecclesiam Suam, 31.

[79] Directorio de Espiritualidad, 173.

[80] Cf. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, I Parte, cap. 4, 2; op. cit. Antonio Royo Marín, Teología de la Salvación, Madrid, 1965, 114-117.

[81] Cf. Directorio de Espiritualidad, 251.

[82] Cf. Constituciones, 76; op. cit. San Juan de la Cruz, Cautelas 12, Segunda cautela contra el demonio.

[83] Directorio de Misiones Ad Gentes, 109.

[84] Ibidem.

[85] Lc 2, 12.

[86] Constituciones, 61.

[87] Constituciones, 62.

[88] Cf. Constituciones, 63.

[89] Ibidem.

[90] Directorio de Vida Consagrada, 74.

[91] Cf. Ibidem.

[92] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, II Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales a las Siervas del Santísimo Sacramento, cap. 14.

[93] Constituciones, 68.

[94] San Juan de la Cruz, Carta 3, A la M. Ana de san Alberto, OCD, Granada 1582.

[95] Cf. Directorio de Espiritualidad, 52.

[96] Constituciones, 68.

[97] Constituciones, 68; op. cit. Cf. San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, cap. 5, 7.

[98] San Juan de la Cruz, Carta 15, A la M. Leonor Bautista, OCD, 18 de julio de 1589.

[99] San Juan de la Cruz, Carta 9, A la M. Leonor Bautista, OCD, 8 de febrero de 1588.

[100] San Juan de la Cruz, Monte de Perfección.

[101] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 137.

[102] Directorio de Espiritualidad, 67.

[103] San Juan de la Cruz, Carta 11, A Doña Juana de Pedraza, 28 de enero de 1589.

[104] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 65; op. cit. Redemptionis Donum, 10.

[105] Directorio de Espiritualidad, 146.

[106] Directorio de Noviciado, 162.

[107] Constituciones, 207; cf. Optatam Totius, 9.

[108] Directorio de Espiritualidad, 177.

[109] Cf. Directorio de Espiritualidad, 41.

[110] Cf. Directorio de Espiritualidad, 178.

[111] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, cap. 7.9.

[112] Ibidem, cap. 7.11.

[113] Cf. Constituciones, 10, 40. Directorio de Espiritualidad, 22.

[114] San Juan de la Cruz, Carta 16, A la M. Ma. de Jesús, OCD, 18 de julio 1589.

[115] Directorio de Espiritualidad, 166.

[116] Directorio de Espiritualidad, 168.

[117] Directorio de Espiritualidad, 169.

[118] Pieza de metal, especialmente de hierro o de bronce, que se sujeta en la parte exterior de la puerta por una base articulada y con la que se golpea para llamar.

[119] San Juan de la Cruz, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28 de enero de 1589.

[120] San Juan de la Cruz, Carta 25, A la M. Ana de Jesús, OCD, 6 de julio de 1591.

[121] Cf. Pastores Dabo Vobis, 49.

[122] Constituciones, 206.

[123] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 165.

[124] Directorio de Misiones Ad Gentes, 166.

[125] Directorio de Misiones Ad Gentes, 140.

[126] Ibidem; op. cit. 1 Tes 2, 8; cf. Flp 1, 8.

[127] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 141.

[128] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 171; op. cit. LG, 65.

[129] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 15. Ver también: Directorio de Vida Consagrada, 254: “El que ama a Dios, en Él ama al prójimo”.  

[130] Dichos de Luz y de amor, 60.

[131] Lc 2, 12.

[132] San Juan de la Cruz, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28 de enero de 1589.

[133] Cf. San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 7, 7.

[134] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta a Doña Juana de Pedraza, Segovia, 28 de enero de 1589.

[135] Cf. San Juan de la Cruz, Carta 25, A la M. Ana de Jesús, OCD, 6 de julio de 1591.

[136] Cf. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, II Parte, cap. 1.3.

[137] Lc 2, 12.

[138] San Juan de la Cruz, Poesías, Romances, 9º, 305-310.

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