El vestido de novia

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[Exordio] Muy queridos todos: Nos hallamos hoy en la Iglesia de la casa madre del Instituto para celebrar esta Santa Misa en la que tendrá lugar la toma de hábito de varias religiosas del Instituto Servidoras del Señor y la Virgen de Matará.

Una celebración que es ya de por sí espiritualmente sobrecogedora y gozosa y que hoy por ser el día del Inmaculado Corazón de María cobra dimensiones aún mayores.

La liturgia de hoy nos presenta al corazón de la Madre primero en búsqueda como dice el Evangelio que acabamos de escuchar: se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y una vez encontrado, el corazón de la Madre se vuelve sagrario: su madre conservaba todo esto en su corazón.

Así las novicias que hoy van a recibir el hábito después de andar en búsqueda del Amado habiéndolo encontrado ya le han de atesorar en su corazón, como quien se refugia en el interior bajo el velo del amor.

Ya van intuyendo Ustedes cuán amorosamente providente ha sido Dios con nosotros que ha preparado hasta el más mínimo detalle esta celebración.

1. Signo de su consagración

Pues hoy estas queridas hermanas nuestras han de vestir el santo hábito por primera vez, hábito que no sólo es “signo de pertenencia a una determinada familia religiosa”1, nuestra querida Familia del Verbo Encarnado, sino que, además, como dicen nuestras Constituciones “es signo de su consagración y testimonio de su pobreza”2.

Santo Tomás enseña que la religión es un estado de penitencia y desprecio de la gloria mundana, por eso compete a los religiosos la vileza de los vestidos, y esto por dos motivos –afirma el santo–: primero, para su propia humillación; segundo, para ejemplo de otros, ‘el que predica la penitencia ostenta el hábito de penitencia’3. Por tanto, nosotros religiosos del Verbo Encarnado testimoniamos con el hábito religioso nuestra total consagración a Dios”4.

Es interesante notar que “el uso del hábito religioso implica, por un lado, la deposición de los vestidos seglares, [es decir, el dejar de lado la vestimenta que usaban hasta ahora en el mundo]. Tal abandono expresa concretamente nuestro no ser del mundo5, nuestra separación de todo aquello que no es Dios, y se convierte en ‘el medio de recordaros constantemente a nosotros mismos nuestro compromiso que contrasta con el espíritu del mundo’6. Pero también, y más importante aún, conlleva el aspecto de la vestición. De aquí que la imposición del hábito religioso:

habla de una consagración, o sea, de una donación a Dios [como recién decíamos. Porque es signo evidente de consagración total a los ideales del reino de los cielos].

significa el cambio de vida y de mentalidad (la metanoia del Nuevo Testamento), la entrega total a Dios, la adhesión cordial, efectiva e irrevocable a la tradición religiosa católica, [es la asimilación del estilo del Verbo Encarnado].

significa también la renuncia al mundo, [es decir, una separación definitiva de los meros intereses humanos y terrenos] y una renuncia también a los bienes materiales [por eso el vestir el hábito, la sotana, da testimonio de una vida de pobreza alegremente vivida y amada en abandono confiado a la acción providente de Dios].

  • [Y finalmente, también] implica el que uno quiere tender a la perfección de la vida cristiana, que se niega a sí mismo, que carga con su cruz, que muere con Jesucristo una muerte mística”7.

Todas esas realidades quedan implicadas, contenidas, sobrenaturalmente impresas en el hábito que de ahora en más han de vestir.

2. El uso del santo hábito

Ustedes que hoy reciben el hábito por primera vez, y todos nosotros que ya lo vestimos hace algunos años, debemos ser conscientes de que el uso del santo hábito “es un testimonio silencioso, pero elocuente ante los demás; es una señal que nuestro mundo secularizado tiene necesidad de encontrar en su camino, y que es por otra parte, la señal que desean muchos cristianos’”8. Nosotros mismos tenemos que estar cada vez más profundamente convencidos de ello. Cuántas personas piensan en Dios, en la Virgen por el sólo hecho de ver a los religiosos con su hábito, cuántos se mueven a rezar o a preguntar siquiera cómo rezar, para cuántas almas los religiosos identificados con su santo hábito son un punto de referencia en términos de bondad, de sana doctrina, en fin, de coherencia de vida. Por eso me animo a decir que el uso del santo hábito que Ustedes hoy van a recibir presta de algún modo un servicio eclesial.

En efecto, nuestras Constituciones citando a San Francisco de Asís dice que la sola presencia del religioso vestido con su santo hábito ya predica9. También el Padre Espiritual de nuestros Institutos, San Juan Pablo II, repetía con insistencia que “los religiosos no sólo por nuestra vida en común, o por el modo de comportarnos, sino aun por nuestro modo de vestir –que siempre nos debe distinguir como religiosos– somos en el medio del mundo una predicación constante e inteligente, aun sin palabras, del mensaje evangélico; y de este modo, los religiosos nos convertimos no en meros signos de los tiempos, sino en signos de vida eterna en el mundo de hoy”10.

Y esto es así porque el hábito religioso, en su simplicidad y modestia atrae a los pobres e interpela sin rumor a los poderosos predicándoles sin palabras acerca del mismo modo de vivir del Verbo Encarnado. Silenciosamente un religioso en su santo hábito interpela a los demás con el mensaje de que “este mundo no puede ser transformado sin el espíritu de las bienaventuranzas”11. Les señala la caducidad de lo terreno y les habla de una realidad sobrenatural infinitamente abundante y eterna.

Démonos cuenta entonces de la importancia de usarlo en estos tiempos: “Los signos deben emplearse ahora más que nunca, –dicen las Constituciones– ‘sobre todo en este mundo de hoy, que se muestra tan sensible al lenguaje de las imágenes… donde se ha debilitado tan terriblemente el sentido de lo sacro, la gente necesita también estos reclamos a Dios, que no se pueden descuidar sin un cierto empobrecimiento de nuestro servicio sacerdotal’12 o religioso, también podríamos decir.

El valor del hábito, queridas novicias, viene dado “no sólo porque contribuye al decoro de la religiosa [o del sacerdote] en su comportamiento externo o en el ejercicio de su ministerio, sino sobre todo porque evidencia en la comunidad eclesiástica el testimonio público que cada sacerdote o religiosa está llamado a dar de su propia identidad y especial pertenencia a Dios”13. ¡Jamás nos avergoncemos de esta dignísima identidad!

3. Vestido de novia

El hábito religioso es, además, para ustedes que son novicias, como el vestido de novias. La virginidad consagrada –que es para el mundo de hoy una locura– pero cuya dignidad se ve confirmada en la imagen de la Virgen de Nazaret y está completamente fundada en el radicalismo del ideal que propone el Verbo Encarnado a quien quiera entender es el ideal de la dedicación exclusiva al Verbo Encarnado, análogamente a como una esposa se dedica a su esposo y a sus hijos. Por tanto, la virginidad consagrada, que Ustedes han abrazado, se fundamenta en particular en un sí profundo y constante en el orden nupcial; en la donación de sí mismas por amor, de manera total y sin reservas.

Evidentemente la virginidad en su significación evangélica comporta la renuncia al matrimonio y por ello a la maternidad física. Pero esta renuncia no causa frustración –como muchos piensan, incluso familiares nuestros– porque la virginidad abre todo el ser a una maternidad según el espíritu; a una maternidad espiritual que se expresa de múltiples maneras. Entiéndase bien: la virginidad no priva a la mujer de sus características propias: el amor esponsal, que nutre por Cristo, hace que ella se abra a todos y cada uno.

El Magisterio de la Iglesia en la Lumen Gentium ha expresado perfectamente esta verdad, presten atención: “Y nadie piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no serven directamente a sus contemporáneos (como los contemplativos), los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos”14.

Por eso, queridas hermanas, esta sublime vocación, que es a la vez maternal, nupcial y virginal deben aprender a vivirla en la escuela del Inmaculado Corazón de María Santísima. Su identidad a partir de ahora es la de consagradas y esta identidad se ilumina y se enriquece a la luz de las enseñanzas de esta Bondadosa Madre que quiere que también sus hijos seamos buscadores de Dios, amantes de Dios, felices de vivir separados del mundo, pero solícitos para con nuestros hermanos que viven en el mundo y unidos a ellos mediante el vínculo de la caridad en Cristo, felices de vivir en la ‘casa de Dios’ como en una familia, arraigada en la obediencia y en la caridad.

Muchas veces el Papa polaco remarcaba que los religiosos somos “un signo vivo del siglo futuro15 –y agregaba– “signo que se enraíza mediante el hábito”16. De modo tal, que el hábito religioso viene a ser testimonio coherente y sereno, pero también valeroso, de aquello para lo cual vivimos. Es decir, “para imitar al Verbo Encarnado casto, pobre, obediente e hijo de María”17; habla de nuestra misión que “se fundamenta en la convicción de que es necesario que El reine18; habla de que “toda nuestra riqueza consiste en darnos al Verbo”19 porque como dice San Juan de la Cruz “todo lo mejor de acá, comparado con aquellos bienes eternos para que somos criados, es feo y amargo”20, y así, por medio de todo esto, queremos alcanzar el más alto fin que es la unión con Dios.

Por eso la toma de hábito es de alguna manera una celebración que nos transporta al futuro, que se inicia, sí, aquí el día de hoy, pero que se prolonga a lo largo de toda nuestra vida y apunta a la eternidad, a ese cielo nuevo y tierra nueva21 que no pasarán.

Nuestras Constituciones con acentos de suavísima caridad paternal que encierran a la vez un fervoroso anhelo del corazón y un amoroso precepto, nos piden que “amemos, pues, el hábito, que se nos debe hacer piel”22. Que este sea nuestro deseo fervoroso hoy y siempre.

*****

[Peroratio] Ya para concluir, me gustaría decirles con las palabras que una vez escribió Santa Clara de Asís que: “De entre los demás beneficios que hemos recibido y que recibimos cada día de nuestro Dador, el Padre de las Misericordias, por los cuales estamos obligados a glorificarlo con vivas acciones de gracias, es grande el de la vocación”23.

Recuerden siempre que los dones y la vocación de Dios son irrevocables24 y si somos infieles, El permanece fiel25 . Esfuércense por testimoniar todas juntas cuál es la fuerza de la gracia y demuestren con los hechos la generosidad, hasta el heroísmo, que puede nacer de un corazón conquistado por el amor de Cristo y que nada prefiere a este amor. Tengan el corazón siempre abierto a la Iglesia y háganse disponibles, como verdaderas Servidoras, a la acción de Dios a través de su donación a Él.

Que la Madre del Verbo Encarnado, las haga –como decía San Pablo– irreprochables en su presencia, por el amor26.

Rezamos agradecidos también por los padres de estas novicias, para que Dios recompense con abundantes bendiciones la ofrenda generosa, desinteresada y que con gran fe hacen de sus hijos.

La Virgen los bendiga a todos.

1 Vita Consecrata, 25.

2 154.

3 Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 187, 6c.

4 Cf. Directorio de Vida Consagrada, 105.

5 Cf. Jn 17,14

6 San Juan Pablo II, Discurso a la Unión Internacional de las Superioras Generales de las Órdenes Religiosas, OR, 26/11/1978.

7 Carlos Buela, IVE, Servidoras I, Cap. 3, 1.1.

8 Cf. SSVM Directorio de Vida Consagrada, 103.

9 Cf. Constituciones, 154; Cf. San Francisco de Asís, Florecillas.

10 Cf. San Juan Pablo II, A las consagradas en Madrid, 8 de noviembre de 1982.

11 Constituciones, 1; op. cit. Lumen Gentium, 31.

12 Constituciones, 154.

13 Ibidem.

14 46.

15 San Juan Pablo II, A las religiosas en Jasna Gora, 5 de junio de 1979.

16 Cf. Ibidem.

17 Directorio de Vida Consagrada, 326.

18 Directorio de Espiritualidad, 225; cf. 1 Co 15,25.

19 Cf. Directorio de Espiritualidad, 52.

20 Carta 12, A una doncella de Narros del Castillo (Ávila), febrero de 1589.

21 2 Pe 3, 13.

22 Ibidem.

23 Fuentes Franciscanas, 2823; citado por San Juan Pablo II, A las Clarisas de Caltanissetta, 10 de mayo de 1993.

24 Ro 11,29.

25 2 Tim 2,12.

26 Ef 1, 4.

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