Avisos de San Juan de la Cruz para alcanzar la divina transformación

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Monasterio San Pablo – Tuscania 10 de junio de 2017

 

[Exordio] Queridas Madres y Hermanas: Primero que nada, quiero decirles que les estoy muy agradecido por la invitación que me han hecho de venir a visitarlas y compartir esta “buenas tardes” aquí con Ustedes. Sinceramente es una alegría para mí, ya que un monasterio es -como decía San Juan de la Cruz- “tierra harto acomodada para servir a Dios”[1] y yo estoy seguro de que aquí se le ha de dar hartura en grande.

Hoy, que estamos celebrando la gran solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio al cual le “debemos tener una ‘profunda y raigal devoción’ ya que es el principio activo de la Encarnación”[2] quisiera –si me permiten– reflexionar con Ustedes acerca de la llamada singularísima que cada uno de nosotros ha recibido a vivir “una existencia transfigurada”[3] por medio de la cual –como decimos en nuestra formula de profesión– queremos “ser una huella concreta que la Trinidad deja en la historia”[4].

1. La primacía de lo espiritual

Nuestra espiritualidad tiene indubitablemente un carácter “intensamente cristológico y trinitario”[5]. Si Ustedes se fijan, ya desde el primer párrafo de nuestras Constituciones se menciona a la Trinidad. Más aun, en la introducción misma y en lo que se refiere específicamente a nuestra Espiritualidad, leemos que de esta devoción a Dios Uno y Trino se deriva algo que le da a nuestra espiritualidad un timbre especial, y que es (cita textual): “la primacía de lo espiritual en todo nuestro pensar, sentir y proceder, ya que Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su voluntad (cf. Flp 2,13), y porque es clarísima la enseñanza del Verbo encarnado: Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33)”[6].

Y este intento –que debe de ser firme y decidido– de configurar nuestras existencias a la de Cristo, imitando todas las actitudes que ello conlleva, hemos de vivirlo en nuestra Familia Religiosa “con un estilo particular”[7] –según dice el Directorio de Vida Consagrada– lo cual implica de nuestra parte una “espiritualidad seria, no sensiblera[8] (que como Ustedes saben es uno de los elementos no-negociables adjuntos a nuestro carisma). Es decir, es característica distintiva y nobilísima de nuestra espiritualidad “el trascender lo meramente sensible, y estar dispuesto a pasar las noches oscuras”[9] para alcanzar esta divina transformación.

Este elemento adjunto no negociable a nuestro carisma, el de una “espiritualidad seria”, es precisamente no negociable porque es lo que nos distingue contra el mundo, y que, si bien muchas veces ha generado y genera rechazo, es lo que nos ha permitido presentar un cristianismo vivo y ha sido fuente de abundantes frutos espirituales y de vocaciones (y también de numerosas cruces y persecuciones, pues es una franca oposición a una espiritualidad sensiblera o, más aún, vacía). Y, por tanto, todo lo que no se corresponda con él, todo lo que intente menguar su fuerza determinante o nos aparte de él, debe ser dejado de lado como algo extraño a nuestro carisma.

Dicho esto en positivo: Por esta nota distintiva y singularísima de nuestro carisma es que, por ejemplo, practicamos los Ejercicios Espirituales y que nos formamos –como sabia y diáfanamente indican nuestras Constituciones– “con la doctrina de los grandes maestros de la vida espiritual, en especial: San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Luis María Grignion de Montfort, Santa Teresa del Niño Jesús, y de todos los santos de todos los tiempos que la Iglesia propone como ejemplares para que imitemos sus virtudes”[10]. Es decir, buscando siempre formarnos en la escuela de los grandes místicos y doctores de la Iglesia.

Dentro de este marco hoy quisiera destacar la figura de San Juan de la Cruz (y he elegido a él, porque, como Uds. saben, este año se celebra el 475 aniversario de su nacimiento), ya que su doctrina, aparece nueve veces explícitamente citada en nuestras Constituciones y Directorio de Espiritualidad, y otras tantas veces en el resto del derecho propio[11]. Con lo cual tenemos elementos de sobra para inferir que la doctrina de este Santo Doctor de la Iglesia es guía certísima para encontrar y unirse a Dios Trino –lo cual es una realidad no sensible sino meramente espiritual y requiere de una gran fe la cual se purifica en las tribulaciones o noches del alma–. 

Podemos resumir su doctrina al respecto, en una citación muy conocida de San Juan de la Cruz, en la que dice que “para entrar en esta divina unión, ha de morir todo lo que vive en el alma, poco y mucho, chico y grande, y el alma ha de quedar sin codicia de todo ello y tan desasida, como si ello no fuese para ella ni ella para ello”[12]. Sin esto, aclara en otra parte, no se puede dar la “verdadera y total transformación del alma en las tres Personas de las Santísima Trinidad”[13] y por tanto, no podríamos hablar de la “existencia transfigurada” que mencionábamos al principio.

Tal transfiguración es ciertamente una gracia de Dios, pero como todas las gracias, se deben implorar con la oración y el sacrifico y debe uno asimismo disponerse a recibirlas, “guardándose en soledad para Dios”[14], dice San Juan de la Cruz. Por tanto, no se dará sin que tengamos intimidad y familiaridad con Dios la cual se adquiere, se ejercita y nutre y principalmente en la oración, en el contacto con Cristo en el alma.

Es muy importante para todos (para los que llevan poco tiempo en la vida religiosa como para los que ya llevamos algunos años) leer y releer la doctrina de San Juan de la Cruz y empaparse de sus enseñanzas de tal modo que vengan como a regir, nuestra vida de oración; a iluminar nuestras noches; a servirnos de criterio para interpretar la acción de Dios en nuestras almas (e incluso en las almas de otros, si es que nos tocase por oficio o por caridad hacerlo); que sus enseñanzas nos sirvan para moderar el ánimo en las consolaciones; incluso de incentivo en la práctica de la caridad en la vida comunitaria –por eso del “donde no hay amor pon amor y sacarás amor”[15]– y en todo “ayudarnos a obrar en despojarnos de todo lo que no es Dios por amor a Dios”[16].

Ustedes que por vocación “se dedican sólo a Dios en la soledad y silencio”[17] deben –y cito aquí palabras del Santo Doctor extraídas del derecho propio–: “Vivir como si no hubiese en este mundo más que Dios y [su alma], para que no pueda su corazón ser detenido por cosa humana”[18]. Sino más bien, dejarlo todo y hasta “la piel y lo restante por Cristo”[19]. Porque ¿qué más grande y noble que Dios?

Precisamente es de esta doctrina de San Juan de la Cruz que se deriva la sabia y practiquísima enseñanza contenida en el punto 68 de nuestras Constituciones cuando trata del voto de pobreza, la cual nos invita a no preocuparnos: “de la estima y buena opinión de los hombres, de la salud y fuerzas corporales, de los cargos u oficios que puedan darnos o quitarnos, de los sucesos prósperos o adversos que puedan sucedernos, de morir joven o viejo”. Sino más bien tener en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nuestro centro, nuestro “nido”[20].

Dice un autor, comentando el dibujo del Monte de Perfección hecho por el Santo: “Si nos entretenemos tontamente con bienes de la tierra, cosa que suele suceder; o tontamente nos entretenemos con los bienes del Cielo, estamos perdiendo el tiempo. No llegamos adonde tendríamos que llegar, ‘porque cuando reparas en algo, dejas de arribar al todo’. Esto se engarza perfectamente con lo que Jesús quiere de nosotros, como hemos visto en las dos banderas: suma pobreza espiritual, pasar por oprobios y menosprecios, para llegar a la suma humildad. Para quien esto busca de verdad: ‘Nada le fatiga de arriba y nada lo oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad’”.

Sigue diciendo: “Si nosotros fuésemos capaces de formar religiosas que de verdad amen la Cruz, el mundo podría cambiar. Pero mientras no tengamos almas que realmente sigan a Cristo crucificado y quieran estar crucificadas con Cristo, haremos cosas, muchas veces cosas externas, que algún valor pueden tener. Pero no haremos lo más importante de lo que tenemos que hacer, que es alcanzar la santidad y difundir la santidad de Cristo por todo el mundo”.

2. Cuatro avisos espirituales

Para lo cual San Juan de la Cruz da cuatro avisos (o consejos) espirituales[21], que podemos sintetizar en cuatro palabras:

a. La resignación: “viviendo en el monasterio como si otra persona no viviese. Es decir, sin entrometerse ni de palabra ni de pensamiento en las cosas ajenas; y aunque se hunda el mundo, ni querer advertir ni entremeterse en ello, por guardar el sosiego del alma”. Es lo que nosotros queremos decir cuando decimos “evitar el preocuparse inútilmente por cosas que ni me van ni me vienen”. Evitando pensamientos frívolos, del pasado, el juzgar al prójimo, etc., lo cual solo sirve para interrumpir el silencio interior que debe reinar en el alma. Noten Ustedes cuán importante es entonces el guardar la paz del alma y la vigilancia que debemos tener al respecto, porque esta es signo de que se lucha por eliminar los amores contrarios y es signo de posesión de sí mismo[22].

b. La mortificación: sabiendo “que no hemos venido a otra cosa al convento sino para que nos labren y ejerciten en la virtud”. A propósito de esto dice un autor que hay que evitar “el buscar el cielo sin ordenar las cosas de la tierra, el andar siempre buscando consuelos, el que se nos comprenda o en la oración el buscar sentirse bien. Pretendiendo seguridades que aquí no se pueden tener; tratando de entender los misterios que superan nuestra capacidad”.

c. El ejercicio de la virtud: “para lo cual conviene tener constancia en obrar las cosas de su Religión y de la obediencia, sin ningún respeto del mundo, sino solamente por Dios. Y para eso no poner nunca los ojos en el gusto o en el disgusto, sino hacerlo solo por Dios”. Es lo que San Ignacio llama “la santa indiferencia”. Por eso nunca dejen de hacer nada porque les disgusta, sino háganlo porque es Voluntad de Dios y solo le quieren agradar.

d. Finalmente, la soledad: por la cual “le conviene tener todas las cosas del mundo por acabadas”. Con lo cual, aclara el mismo Santo, “no quiere decir que por esto se deje de hacer el oficio que se tiene, o cualquier otro que la obediencia le mande, con toda la solicitud posible y que fuese necesaria, sino que de tal manera lo haga, que nada se le pegue en el de culpa, porque esto no lo quiere Dios ni la obediencia”.

Y luego de estos cuatro avisos, concluye el Santo Doctor diciendo: “Procure ser continuo en la oración…y ande siempre deseando a Dios y aficionado a Él su corazón, en la cual se requiere no dejar el alma para ningún pensamiento que no sea enderezado a Dios y en olvido de todas las cosas que son y pasan en esta mísera y breve vida. En ninguna manera, dice San Juan de la Cruz, quiera saber cosa, sino sólo como servirá más a Dios y guardará mejor las cosas de su Instituto”.

Y como no podía faltar en una “espiritualidad seria y no sensiblera” y en este disponerse a alcanzar una “existencia transfigurada”, la devoción a María Santísima, el amor tierno y filial que le debemos ocupa un lugar preponderante y tiene que renovarse cotidianamente –como decía San Juan Pablo II– según las propias tradiciones, por medio de una “unión espiritual con la Virgen María, recorriendo con ella los misterios del Hijo, particularmente con el rezo del Santo Rosario”[23].

Queridas Hermanas: como escribía San Juan de la Cruz en una de sus cartas: ¡Alégrense y fíense de Dios![24] “En este camino siempre se ha de caminar para llegar, lo cual es ir siempre quitando quereres, no sustentándolos. Y si no se acaban de quitar, no se acaba de llegar…y así no se transformará el alma en Dios”[25].

“Y no hay que tener por imposible esta transformación”, porque no hay imposibles para Dios y “porque precisamente para que pudiésemos llegar a esa transformación nos creó Dios a su imagen y semejanza[26].

Que la Virgen las bendiga.

[1] Obras Completas, Epistolario, Carta a María de Soto en Baeza, fines de marzo de 1582.

[2] Directorio de Vida Consagrada, 232; op. cit. Constituciones, 9.

[3] Directorio de Vida Consagrada, 231; op. cit. cf. Vita Consecrata, 20.

[4] Constituciones, 254; 257.

[5] Directorio de Vida Consagrada, 234.

[6] Constituciones, 9. Sin ir más lejos de esto nace la preeminencia que la rama contemplativa de nuestra Familia Religiosa tiene en todos nuestros apostolados y por eso decimos que nuestros contemplativos muestran “a todos la primacía del amor a Dios y el valor de las virtudes mortificativas del silencio, penitencia, obediencia, sacrificio y amor oblativo”. Directorio de Vida Contemplativa, 8.

[7] Directorio de Vida Consagrada, 234.

[8] Notas del V Capitulo General, 4.

[9] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, cap. 30.

[10] Constituciones, 212.

[11] Por ejemplo: cuatro veces en el Directorio de Vida Contemplativa; una vez en el Directorio de Noviciados; tres veces en el Directorio de Tercera Orden; una vez en el Directorio de Vocaciones; y asimismo un par de veces en el Directorio de Seminarios Mayores.

[12] San Juan de la Cruz, Subida al monte, cap. 11, 8.

[13] Cf. San Juan de la Cruz, Cantico Espiritual, Canción 39, 2.

[14] San Juan de la Cruz, Subida al monte, Cap. 11, 5.

[15] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta a la M. María de la Encarnación, 6 de junio de 1591.

[16] Cf. Constituciones, 68; op. cit. San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, L. II, cap. 5, 7.

[17] Directorio de Vida Contemplativa, 1.

[18] Cf. Constituciones, 68; op. cit. San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, 143.

[19] Cf. Constituciones, 68; op. cit. San Juan de la Cruz, Avisos y Sentencias espirituales, 68, 4.

[20] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [322].

[21] Cf. San Juan de la Cruz, Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, 2, 3, 4, 7.

[22] Directorio de Espiritualidad, 98 y 178.

[23] Vita Consecrata, 95.

[24] San Juan de la Cruz, Epistolario, A doña Juana de Pedraza, en Granada, 12 de octubre de 1589.

[25] Cf. San Juan de la Cruz, Subida al monte, Cap. 11, 6.

[26] Cf. San Juan de la Cruz, Cantico Espiritual, Canción 39, 4; op. cit. Gen 1, 26.

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