[Exordio] En nuestro Directorio de Espiritualidad se lee: “Podríamos decir que nuestra espiritualidad debe ser la del himno de la Kénosis”[1], haciendo referencia al texto de Filipenses 2, 6-7: Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y de manera aún más interpelante leemos en otro lugar del derecho propio que lo nuestro propio es “imitar a Cristo en el anonadamiento de su Encarnación”[2].
Es quizás eso también lo que hace que nuestro punto de concentración, como miembros de esta Familia Religiosa, sea el texto de la kénosis, dado que estamos llamados a replicar en nuestras vidas el ejemplo del Verbo Encarnado y a prolongar la Encarnación[3].
1. El anonadamiento del Verbo
No hay manera de ponderar justamente lo que significa el anonadamiento de Cristo. Algunos usaban el ejemplo de los sapos para explicar el anonadamiento del Verbo en la Encarnación[4]. Otros, como Fulton Sheen usa el de los perros. La idea es la misma. Dice Sheen[5] después de narrar todo un caso hipotético de que tuviésemos que anonadarnos a vivir como los perros para salvarlos que la humillación es doble. Primero, al asumir el cuerpo de un perro, es como si ese hombre hubiese decidido limitarse a los límites de un cuerpo canino. Podría hablar, pero sólo ladra. Podría razonar y contar las estrellas, pero son sólo es guiado por instinto y tendría el hocico fijo en la tierra. La segunda humillación sería que ese hombre tendría que pasar el resto de su vida con perros sabiendo que es un millón de veces mejor que los perros. Tendría que correr siempre con ellos. La futilidad de su vida entre perros sería increíblemente degradante. Y al final, los perros se volverían contra ustedes y los harían pedazos. Y uno pensaría que es muy grande la humildad de tal hombre, por su espíritu de pobreza, de sacrificio, de servicio, de amor por los perros por el hecho de haberse vuelto canino.
“Sin embargo, dice un autor, ese anonadamiento estaría dentro del orden de las creaturas, dentro de la finitud; sería el paso de una creatura superior a una creatura inferior. No es este, ni remotamente, el caso de la Encarnación por la que el anonadarse es de todo un Dios infinito que asume una naturaleza finita. Esto es abismal. Es un infinito anonadarse y un anonadamiento infinito. No se está en el mismo orden como en la hipótesis de la que hablábamos, sino que, en esta realidad, hay un abajarse del orden del Creador al orden de la creatura. Por tanto, abismal también es el ejemplo de las virtudes que nos enseña Jesucristo por su Encarnación: abismal es su humildad, su pobreza, su obediencia, su sacrificio, su paciencia, su dolor, su servicio y su amor por el hombre. ¡Estremece el pensarlo! De trascendente a inmanente, de poderoso a débil, de majestuoso a humilde, de inmortal a mortal, de infinito a finito, de Espíritu purísimo a carne material, de eterno a temporal, de impasible a pasible, de inmenso a chico, de ilimitado a limitado, de omnímodo a siervo, de rico a pobre, de Señor a esclavo, de Rey a súbdito, ‘de vida eterna a muerte temporal’[6]. Y todo eso, ¡sin dejar de ser Dios! ¡Es un anonadarse abismal!”[7].
Dios se hizo siervo y vivió con hombres siervos (esclavos).
2. Implicancias
Ahora bien, fíjense que nosotros hemos sido llamados a ser otros Cristos[8], a imitar −como decíamos anteriormente− a Cristo en el anonadamiento de su Encarnación”[9].
Por tanto, cabe preguntarse: ¿Cuáles son las implicancias de la kénosis del Hijo de Dios para nosotros llamados a ser sacerdotes-víctimas o sacerdotes del Verbo Encarnado? Fulton Sheen respondía
– Como sacerdote implicará el vaciamiento de uno mismo para llenarse de santidad;
– Como víctima implicará que uno se vacía a sí mismo en el servicio a los demás.
Es el desafío de nuestra vocación. Esta kénosis en un sacerdote del Verbo Encarnado se manifiesta específicamente en dos resoluciones:
- Humildad: porque la medida del incremento del Espíritu de Cristo en el alma está en relación directa con la disminución del amor propio, del juicio propio, de los apegos, etc.[10]
- La otra es el vaciarse de uno mismo que también viene dada en proporción directa con la compasión hacia otros. Cuanto menos énfasis hay en el ego, tanto más cuidado, más atención hay hacia el prójimo.
Nuestro Fundador dice esto mismo con estas palabras: “El sacerdote como Cristo… es un hombre que no posee nada, porque posee al que es todo y es poseído por el que se anonadó, se hizo nada”[11].
Cuánto más el religioso o el sacerdote se vacía de sus propios planes para hacer el plan de Dios, de su comodidad para sacrificarse por Cristo, cuando se vacía de ese deseo excesivo de ser apreciado, de ser alabado, de ser tenido en cuenta, de ser consultado, de ser preferido a otros, deja de estar maniatado por la ansiedad. Como la humillación de Cristo se vuelve su modelo, entonces hasta los mismos sufrimientos que padece se vuelven parte de la alegría interior y del servicio que brindan al exterior.
3. Mírale a Él también humanado[12]
Nuestras Constituciones tienen en el número 7 ese párrafo maravilloso que sabemos casi de memoria: “Queremos fundarnos en Jesucristo, que ha venido en carne (1 Jn 4,2), y en sólo Cristo, y Cristo siempre, y Cristo en todo, y Cristo en todos, y Cristo Todo”. Esas brevísimas líneas del derecho propio que tan explícitamente hacen referencia al misterio de la Encarnación tienen una profundidad inmensa y pienso son de gran fruto para nuestra vida espiritual y sacerdotal. Está claro que es a Él al que debemos mirar, es a Él al que debemos volver una y otra vez y sólo a Él.
San Juan de la Cruz tiene un capítulo en su libro de la Subida en el cual habla precisamente de esto y es cuando habla de Cristo como el Todo del Padre celestial.
Así dice el santo que “en darnos [el Padre], como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar”[13].
“Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo”[14].
Cristo es la Palabra definitiva, la única y la mejor Palabra del Padre. Un regalo, un don que se nos ha hecho. Siendo esto así, dice el Místico Doctor, “el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad”[15]. Con lo cual ya nos está diciendo que justamente lo que hay que hacer es poner los ojos bien clavados en el Verbo Encarnado y darnos cuenta del Tesoro que tenemos en Él.
Entonces pone en boca del Padre Celestial lo siguiente: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas”[16].
Esto debería aplicarse a todo en nuestra vida cualquiera sea la circunstancia en la que nos hallásemos, cualquiera sea nuestra ansiedad y cualquiera sea nuestra incertidumbre o necesidad; a todos nos responde: “él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio”[17].
No puedo extenderme mucho sobre esto ahora pero si podemos mencionar cuán saludable es para el alma el pensar en el Verbo Encarnado como nuestro hermano, como nuestro compañero, como nuestro maestro, como nuestro precio y como nuestro premio… Y sigue diciendo el Padre Celestial: “Si [aun] quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor, y afligido, y verás cuántas te responde. […] mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas […] [Porque] en Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad”[18].
Mírale a Él también humanado, mírale anonadado, mírale padeciendo los mismos dolores y aún mayores que los que estas pasando, mírale olvidado, mírale el Corazón saturado de ingratitudes, mírale con los brazos extendidos para abrazarte… mírale a Él también humanado porque en Él mora la plenitud de la divinidad, es decir, todo el descanso, toda la bondad, toda la dulzura, todo y lo único que da verdadera saciedad al alma, aunque falte todo lo demás.
[Peroratio] Cada uno de nosotros por ser miembro del Instituto y por ser sacerdote está llamado a “prolongar la Encarnación”. Ese es nuestro fin especifico[19], nuestro apostolado[20], nuestro carisma[21], nuestra vocación.
Para eso primero debemos prolongar la Encarnación en nosotros mismos. La Virgen Madre le dio a Dios una naturaleza humana a través de la cual el enseñó, gobernó y santificó. Cada vez que nosotros repetimos genuinamente nuestra consagración a Jesucristo (por medio de la Virgen como también es “lo nuestro”) le damos Cristo nuestra naturaleza humana para que El use análogamente nuestro sacerdocio para continuar su enseñanza, su gobierno, su obra santificadora.
Termino una vez más, para que se nos grabe en el alma; lo nuestro propio es “imitar a Cristo en el anonadamiento de su Encarnación”. Es una gracia grande, casi insuperable si vemos quienes somos y que siempre debemos implorar a nuestro señor, por eso podemos concluir pidiendo esta gracia por medio “la oración del alma enamorada” del místico doctor de Fontiveros.
¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo,
haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero,
y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos.
Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego,
dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase.
Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío? ¿Por qué te tardas?
Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido,
toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos
si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?
¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas,
si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?
No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo,
en que me diste todo lo que quiero.
Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.
Recordemos lo que dice nuestro derecho propio: otras congregaciones brillaran por su renombre, por su gran influencia, por la magnificencia de sus obras. Nosotros sólo queremos –y esta ha sido siempre nuestra intención declarada– destacarnos por la imitación en la kénosis del Verbo Encarnado[22], por configurarnos con su estilo[23], por pasar por este mundo haciendo el bien[24] y dar testimonio de la Verdad[25]. Por eso nuestra pasión debe ser “el ‘asumir’ las culturas, purificarlas y elevarlas a partir de Cristo y su Evangelio, entendido ‘en Iglesia’[26]”[27]. Esta es y esta ha sido siempre nuestra intención, nuestro objetivo. Aun cuando nos contradigan o nos persigan, aun en medio de la más áspera pobreza y a pesar de nuestras grandes miserias. Porque nuestra fe y nuestra confianza están fijas en Aquel que dijo: A todo aquel que me confiese delante de los hombres, Yo también lo confesaré delante de mi Padre celestial[28]; sí, en el mundo tendréis tribulaciones, mas no temáis: Yo he vencido al mundo[29] yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo[30].
Que Dios nuestro Señor y su Santísima Madre nos concedan la gracia de tener siempre ante nuestros ojos el misterio del Verbo Encarnado que hoy celebramos. Que así sea.
[1] Cf. Directorio de Espiritualidad, 78; op. cit. Cf. Flp 2,6ss.
[2] Directorio de Vida Consagrada, 407.
[3] Constituciones, 5.
[4] Cf. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte II.
[5] Traduzco libremente del libro Those Mysterious Priests, cap. 4.
[6] San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, [58].
[7] Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte II.
[8] Constituciones, 7.
[9] Directorio de Vida Consagrada, 407.
[10] “Viendo tamaña humildad debemos aprender a tenernos unos a otros por superiores, buscando cada uno no su propio interés, sino el de los demás (Flp 2,4)”. Directorio de Espiritualidad, 75.
[11] Sacerdotes para siempre, Conclusión, 1.
[12] Subida al Monte, Libro 2, cap. 22, 6.
[13] Subida al Monte, Libro 2, cap. 22, 3.
[14] Subida al Monte, Libro 2, cap. 22, 4. (Texto que dicho sea de paso cita el Catecismo de la Iglesia Católica en el núm. 65).
[15] Subida al Monte, Libro 2, cap. 22, 5.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem.
[18] Cf. Subida al Monte, Libro 2, cap. 22, 6.
[19] Constituciones, 5.
[20] Constituciones, 16.
[21] Constituciones, 31.
[22] Cf. Constituciones, 12; Cf. Directorio de Espiritualidad, 75; 157.
[23] Cf. Constituciones, 216.
[24] Cf. Directorio de Espiritualidad, 158; op. cit. Mc 7, 37.
[25] Cf. Directorio de Espiritualidad, 66.
[26] San Juan Pablo II, Discurso al Consejo Internacional de los Equipos de Nuestra Señora, 17 de septiembre de 1979.
[27] Cf. Directorio de Espiritualidad, 65.
[28] Mt 10, 32.
[29] Jn 16, 33.
[30] Mt. 28, 20.