Lo principal, lo más importante que debemos hacer cada día, es participar del Santo Sacrificio de la Misa

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Lo principal, lo más importante que debemos hacer cada día,
es participar del Santo Sacrificio de la Misa
Constituciones, 137

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

Ya en el comienzo de nuestras Constituciones y después de haber afirmado que para “realizar con mayor perfección el servicio de Dios y de los hombres”[1] hemos de profesar los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, firme y contundentemente declaramos: “queremos fundarnos en Jesucristo… queremos amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo”[2]. Y Jesucristo –como todos Ustedes saben– está verdadera, real y sustancialmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Por eso especifican las Constituciones que hemos de amar y servir y hacer amar y servir al Cuerpo físico de Cristo en la Eucaristía[3].

En verdad nuestra identidad como religiosos, el sentido y la fuerza de nuestra vocación religiosa, nuestra misión y el mismo medio para evangelizar eficazmente se halla en Cristo sacramentalmente presente en la Eucaristía. De aquí que el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa afirmase: “la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria. Ella es viático cotidiano y fuente de la espiritualidad de cada Instituto”[4].

De esto se desprende que a lo largo y ancho de todo el derecho propio se nos remarca la centralidad de la Santa Misa en nuestra vida de consagrados. Pues en la Eucaristía, es decir, en el Sacrificio Eucarístico y en la comunión eucarística, verdaderamente se halla “el centro afectivo y dinámico de nuestra vida consagrada y de todas nuestras comunidades”[5].

Lo mismo nos ha sido recordado en los Capítulos Generales. Sólo por citar los ejemplos más recientes menciono aquí lo enunciado en el Capítulo General del 2007: “Hemos de caracterizarnos por la importancia que se le debe dar a la celebración de la Santa Misa, así como por el modo reverente de celebrarla”[6]. “Asimismo, es una característica nuestra la marcada devoción eucarística”[7]. También en el Capítulo del 2016 los Padres Capitulares sostenían: “La Eucaristía es el origen y culmen de la vida de la Iglesia […] Por eso debe ser siempre objeto de nuestros desvelos el vivirla, celebrarla dignamente, enseñar a los cristianos a participar de ella con fruto, adorarla con devoción, profundizar en su misterio”[8]. Y volvían a afirmar lo ya expresado por el Capítulo del 2007 que reconocía como un elemento no negociable del carisma la digna celebración de la Santa Misa[9]. Ya que “en la Eucaristía, la lógica de la Encarnación alcanza sus extremas consecuencias”[10].

1. Vida religiosa centrada en la Eucaristía

La Eucaristía es fuente de toda vocación y ministerio en la Iglesia[11], decía nuestro querido San Juan Pablo II.

En efecto, ¡cuántos de nosotros podemos decir que fue en el encuentro con Cristo en la Eucaristía que descubrimos nuestra vocación a ser ministros del altar, otros a contemplar la belleza y la profundidad de este misterio, otros a encauzar la fuerza de su amor por Jesús-Eucaristía en su servicio a los demás! Simplemente porque es Jesús inmolado en el altar quien con un amor irresistible mueve a los hombres a una generosidad sin límites, a una entrega sin reservas a Él y a hacerlo todo por amor a Él.

Del mismo modo, es en el contacto diario, íntimo y profundo con Cristo oculto bajo los velos sacramentales que uno recibe las gracias necesarias para abrazar amorosamente los deberes de nuestra vocación como religiosos del “Verbo Encarnado”, que no es otra que la de ser “otros Cristos”[12]. A tal punto es así, que esta transformación de nosotros en Cristo queda expresada por el derecho propio con una hermosa imagen eucarística: “queremos ser cálices llenos de Cristo”[13].

Cada uno de nosotros está llamado a una intimidad profunda y mística con Cristo. Para asegurarnos ese trato familiar con el Verbo Encarnado, paternalmente el derecho propio nos exhorta a “mantener la exposición y adoración del Santísimo Sacramento durante una hora diaria -en la medida de las posibilidades-, así como la adoración perpetua en cada Provincia y distributivamente en cada Casa”[14]. Ya que nuestra vida religiosa debe ser una prefiguración desde el mundo presente, de aquella gloriosa condición futura que consistirá en un perenne e indefectible acto de alabanza y de adoración a Dios, contemplado sin velos y gustado en la dulzura infinita de su amor[15]. De aquí nuestra responsabilidad de alimentar de modo cada vez más intenso y ferviente nuestra vida espiritual en las fuentes de la piedad eucarística. Tengámoselo siempre presente: la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda nuestra vida espiritual, como lo es de toda la vida de la Iglesia[16].

Así lo enseña también el Magisterio de la Iglesia: “mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, ‘aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo’[17][18], y de la cual la Eucaristía es memorial.

Por eso San Pedro Julián Eymard decía a unos religiosos: “El religioso debe, pues, tomar como modelo al Señor Sacramentado. Allí es donde ha de estudiar a Jesucristo. Porque, ¿qué es un religioso sino un hombre que se ofrece e inmola a Dios por medio de la pobreza, castidad y obediencia, a cuya observancia se obliga para siempre?”[19].

Noten Ustedes que esto es tan así, que nuestra vida religiosa debe ser un signo del ofrecimiento sacrificial y expiatorio que Cristo realiza de sí mismo al Padre para la salvación del mundo en el sacrificio eucarístico. Ese es el gran carisma de la vida religiosa: el amor generoso, que se expresa en el servicio y en el sacrificio.

Así, pues, debemos ser pobres como el Cristo Eucarístico, lo cual “implica una vida pobre de hecho y de espíritu, esforzadamente sobria y desprendida de las riquezas terrenas, y lleva consigo la dependencia y la limitación en el uso y disposición de los bienes”[20].

“Miremos a Jesús en el Santísimo Sacramento y comparemos nuestra pobreza con su pobreza. ¿Qué posee Él? ¿De qué disfruta exteriormente? […] Si llega un tiempo en que la pobreza les cueste, levanten los ojos y miren a nuestro Señor en la Eucaristía, donde es harto más pobre que Ustedes, y se pasa con bastante menos. […] Cuando las órdenes religiosas se hicieron ricas, se perdieron. El día que el religioso diga: ‘Soy rico, no necesito nada’, dejará de ser religioso y la cólera de Dios bajará sobre los cimientos de la orden religiosa que así se exprese. […] Lo cual, ciertamente, no quiere decir que una Congregación no deba poseer nada: a la Regla le toca proveer en este punto”, decía el Santo Fundador francés[21].

Debemos ser castos como Jesucristo en la Hostia inmaculada que se inmola por amor a los hombres en cada Santa Misa. Siempre tenemos que tener presente que, al profesar el voto de castidad, por el que renunciamos a los deleites más intensos del cuerpo[22], estamos “destinados al sacrificio”[23]. Nos lo enseña también la oblación de Cristo en el Sacrificio Eucarístico: “el amor es crucificante, inmolador”[24].

Debemos ser obedientes como Cristo en el Santo Sacrificio. “¡Vean qué obediencia! ¡Qué sumisión más pasiva, ciega, absoluta, sin condición ni reserva alguna! El sacerdote es su dueño, al que siempre obedece, lo mismo si es santo y fervoroso, como si no lo es. Obedece a todos los fieles que le obligan a ir a ellos por la comunión, cuando quieren y cada vez que se presenten, mostrando con eso una obediencia permanente, constante, y siempre pronta”[25]. Según la obediencia de Cristo debe ser nuestra obediencia: “permanente, sin disminuciones ni retractaciones, sin reservas ni condiciones, sin subterfugios ni dilaciones, sin repliegues ni lentitudes”[26].

Por tanto, no sólo debemos celebrar o participar de la Santa Misa, sino también vivirla en nuestra condición de religiosos.

Si lo dicho hasta aquí se aplica a todo religioso, qué hemos de decir de aquellos que además somos sacerdotes.

A nosotros el derecho propio nos recuerda que la celebración del Sacrificio de la Misa es el acto principal y central, razón de ser del sacramento del orden sagrado[27]. “Para este sacramento hemos sido ordenados”[28].

Muchas veces hemos escuchado decir que, sin el sacerdote, la Eucaristía no podría existir; pero también debemos admitir que nosotros como sacerdotes no podríamos existir sin la Eucaristía, o de todas formas se frustraría en la raíz el don específico que Dios nos ha dado. Por eso se nos recomienda encarecidamente la celebración diaria de la Misa[29], la cual, aunque a veces se celebre sin asistencia de fieles, es una acción del mismo Cristo y de la Iglesia[30].

Parece que nunca se insistirá lo suficiente sobre el hecho de que a nosotros nos compete “ser maestros del ars celebrandi, y a nuestros seminaristas mayores, nuestros hermanos, etc., el esforzarse, por su parte, en vivir del modo más perfecto el ars participandi[31].

Sumado a esto, muchas veces y de distintos modos se nos ha enseñado que como sacerdotes no podremos nunca realizarnos plenamente si la Eucaristía no es para nosotros el centro y la raíz de nuestra vida[32], de tal modo que nuestra actividad sea esencialmente irradiación de la Eucaristía.

“El amor eucarístico” –enseñaba San Juan Pablo II– “es el que diariamente renueva y fecunda la paternidad espiritual del sacerdote, asimilándolo cada vez más a Cristo-Víctima y haciéndolo por tanto, como Él, ‘pan’ de las almas mientras se consuma voluntariamente por ellas en un amor que les comunica la gracia de la salvación. Y en este expropiarse de sí mismo el sacerdote halla su verdadera grandeza y el atractivo que él sabe ejercer en las almas, incitándolas a imitar el ofrecimiento que el Cordero de Dios hace de sí mismo al Padre para la redención del mundo”[33].

“Por otra parte hay que tener en cuenta que la celebración de la Misa es un termómetro de la vida sacerdotal”[34]. A tal punto, que se puede decir que “un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística; su misa sobre todo. Misa sin amor, sacerdote estéril: misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aún, en peligro”[35].

De esto se sigue lo crucial que es para nosotros sacerdotes y religiosos el cultivar un profundo amor personal a la Eucaristía de manera que este sacramento sea y permanezca siempre el punto esencial de referencia para nuestra unión creciente y poco a poco más perfecta con el Verbo Encarnado. La Eucaristía, recordaba San Leonardo Murialdo, no es un rito que se ha de realizar sino un misterio que hay que vivir[36].

Por tanto, decir que la Eucaristía es el centro de nuestras vidas significa también poner en el centro de nuestros pensamientos y de nuestras perspectivas no a nosotros mismos, a nuestros proyectos y planes humanos, sino a Él, vida de nuestra vida. De lo contrario, corremos el riesgo de ser un sarmiento seco o un címbalo que retiñe[37]

2. El fundamento más profundo de nuestra unidad lo encontraremos siempre en la Eucaristía[38]

“Una comunidad religiosa nunca está más unida que cuando se encuentra en torno al altar para el Sacrificio de la Eucaristía, signo de unidad”[39].

Pues la Eucaristía, memoria del Amor, vínculo de la caridad[40], es a la vez signo que produce la unión y la comunidad. Jesús mismo lo dijo: Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos[41]. Por tanto, al recibir el Cuerpo de Cristo nos unimos más íntimamente a Él y así, Cristo mismo nos une a todos en un solo cuerpo: la Iglesia[42]. De hecho, el efecto último de la Eucaristía es precisamente la unidad de la Iglesia: La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la participación en la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la participación en el cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno, nosotros, que somos muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan[43].

Consecuentemente, el derecho propio nos recuerda que “el centro insustituible y animador… de toda comunidad religiosa”[44] debe ser Jesús en la Eucaristía. Ya que “es en torno a la Eucaristía celebrada o adorada, donde se construye la comunión de los espíritus, premisa para todo crecimiento en la fraternidad. ‘De aquí debe partir toda forma de educación para el espíritu comunitario’[45][46].

Bien saben Ustedes que la Eucaristía, y por tanto la Misa diaria, es para todo miembro del Instituto uno de nuestros grandes amores porque ella “es el signo inequívoco del amor sin medida de Dios a los hombres, de Dios que quiere quedarse entre los hombres, de Dios que se entrega totalmente al hombre”[47]. Así, pues, la Eucaristía es para nosotros “escuela de amor activo al prójimo”[48] donde se nos educa y se nos impulsa para el ejercicio de la caridad con todos. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. “Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma”[49], afirmó el Papa Benedicto XVI.

Noten Ustedes cuán insistentemente el derecho propio en varios de sus Directorios nos prescribe no sólo el celebrar diariamente la Santa Misa, sino también, salvo compromisos pastorales, el tratar de concelebrar con la mayor frecuencia posible[50] y buscar un momento del día para la adoración eucarística comunitaria[51].

Es en la oración de adoración por excelencia que es la Santa Misa donde se engendra la unión de corazones entre nosotros, donde encontramos el apoyo en las dificultades comunes de la convivencia diaria y nos fortalecemos mutuamente en la fe. 

Es en la Santa Misa donde debemos hacernos particularmente sensibles a todo sufrimiento y miseria humana, y rezar unos por otros “como lo exige el orden de la caridad según la cual se ha de amar –afectiva y efectivamente– más a los que son más cercanos”[52]. Por tanto, también hacernos sensibles a toda injusticia y ofensa y buscar el modo de repararlos de manera eficaz, aprendiendo a ver en todos al Verbo Encarnado presente en sus almas.

Si lo nuestro es “ser otros Cristos”[53], es en la Santa Misa donde debemos abrir nuestras almas al Señor para impregnarnos totalmente y configurarnos con Él, con la caridad derramada en la Cruz por el Buen Pastor, que dio su sangre por nosotros entregando la propia vida.

3. El Seminario es la Misa[54]

Por consiguiente, ya desde el Noviciado se nos anima a aprender cuanto antes a bien rezar[55], se nos infunde un gran amor por la Santa Misa[56], y –en la mayoría de los casos– se nos introduce a la práctica de la noche heroica[57].

Todavía más: con gran énfasis se nos recomienda la participación activa en la Santa Misa diaria y el recibir la comunión sacramental[58].

La celebración de la Eucaristía y la participación activa de la misma son pilares fundamentales en la formación de todos nuestros miembros. Claramente así lo expresa el derecho propio: “la celebración de la Eucaristía tiene ‘importancia esencial’ en la formación espiritual de los seminaristas[59], y debe ser el ‘momento esencial de su jornada’ participando de modo activo y ‘diariamente’[60][61].

Por tanto, “la celebración eucarística sea el centro de toda la vida del Seminario, de manera que diariamente, participando de la caridad de Cristo, los alumnos cobren fuerzas sobre todo de esta fuente riquísima para el trabajo apostólico y para su vida espiritual”[62]. De aquí que “lo principal, lo más importante que debemos hacer cada día, es participar del Santo Sacrificio de la Misa”[63]. O, como hermosamente dice el derecho propio en otra parte: “en todas las casas del Instituto la Santa Misa es el centro de la vida, es el sol que ilumina la vida interior, el apostolado, el trabajo y toda actividad”[64].

Todas las demás actividades en nuestras casas de formación –los estudios, el deporte, la eutrapelia, el apostolado, el canto, etc.– deben brotar de la Misa y deben orientarse a la Misa. Es decir, a preparar de la manera más digna posible a quien ha de subir un día al altar para ofrecer el Sacrificio y predicar la Palabra[65].

Entonces, “para avivar esta conciencia y mover a una participación más activa, debe darse ‘al Sacrificio Eucarístico y a toda la Sagrada Liturgia un lugar destacado’”[66], tanto en el Seminario Mayor y Menor como también en el Noviciado. En orden a lo cual se recomienda, entre otras cosas, que la celebración de la Misa sea la primera actividad del día y, que por la fuerza del signo, se distribuya todos los días la comunión bajo las dos especies[67].

De lo dicho hasta aquí podemos inferir que la idea principal es que “la participación del Sacrificio Eucarístico se debe hacer vida”[68], y quisiera enfatizarlo. Porque “del misterio redentor de Cristo, renovado en la Eucaristía, se nutre también el sentido de la misión, el amor ardiente por los hombres. Desde la Eucaristía se comprende igualmente que toda participación en el sacerdocio de Cristo tiene una dimensión universal. Con esta perspectiva es preciso educar el corazón, para que vivamos el drama de los pueblos y multitudes que no conocen todavía a Cristo, y para que estemos siempre dispuestos a ir a cualquier parte del mundo, a anunciarlo a todas las gentes”[69].

4. La Santa Misa es el centro de la vida parroquial[70]

Siendo lo nuestro, también, el ser “esencialmente misioneros”[71] a nosotros nos corresponde el “estar dispuestos a ir a cualquier parte de la tierra a donde sea necesaria la predicación del Evangelio y la celebración de la Eucaristía”[72].

Todo esto a fin de proponer y promover, en todos los ambientes –de las familias, de las asociaciones laicales y de las parroquias y, sobre todo, en los centros de educación (especialmente en los seminarios y universidades) y de investigación científica, y en los medios de comunicación social–, una auténtica pastoral de la santidad, que subraya la primacía de la gracia y que tiene su centro en la Eucaristía dominical[73].

Queda claro que nuestro estilo de apostolado es marcadamente eucarístico y la dimensión eucarística ocupa un lugar principalísimo y fundamental en todo lo que hacemos.

De ahí que todos nuestros miembros, y especialmente quienes sean párrocos, deben esforzarse “para que la Santísima Eucaristía sea el centro de la comunidad parroquial de fieles”[74], y para eso empeñarse industriosamente en que las almas a ellos encomendadas –siempre que sea posible y cada vez en mayor número– se alimenten con la celebración piadosa de los sacramentos, de modo particular con la recepción frecuente de la Santísima Eucaristía, y además trabajar en promover el culto de la Eucaristía por medio de la exposición Eucarística para ser adorada por los fieles[75].

“La Santa Misa es el centro de la vida parroquial”[76], especialmente la Misa de los domingos, celebrada de tal manera, que los feligreses participen de la misma cada vez de manera más consciente, más activa y más fructuosa[77]. Y esta debe ser un signo distintivo de todas nuestras parroquias.

Respecto de esto el derecho propio señala que “nuestras celebraciones litúrgicas deben ser modélicas: ‘por los ritos, por el tono espiritual y pastoral, y por la fidelidad debida tanto a las prescripciones y a los textos de los libros litúrgicos, cuanto a las normas emanadas de la Santa Sede y de las Conferencias Episcopales’”[78]. Por tanto, todos los sacerdotes del Instituto tenemos que esforzarnos para que la liturgia de nuestras Misas sea catedralicia sin formalismos, bella sin afectaciones, solemne sin engolamientos, austera pero plena, fiel a las rúbricas pero creativa, con el máximo de participación y desarrollando todas las posibilidades que da la misma liturgia, de modo particular en los cantos y en la música sagrada.

Y aunque esto Ustedes ya lo saben y practican, quisiera subrayar que nuestro “estilo de celebraciones litúrgicas como parte de nuestro carisma, [consiste en] celebraciones en las que se encarne el Verbo y en las que aparezca –sacramentalmente– Encarnado, en las que se resalte siempre la principal presencia y acción del Sacerdote principal[79], en las que se perciba que la esencial actitud del sacerdote secundario es la actitud orante –propia del que se sabe mero instrumento, e instrumento deficiente, subordinado a la causa principal y sujeto a sus fines–, en las que todos los elementos visibles coadyuven al conocimiento esplendoroso de lo Invisible[80].

Es también en la celebración eucarística “el lugar donde se manifiesta la vida de la fe de una parroquia”[81].

En suma: para nosotros la Eucaristía no sólo es fuente de la caridad sino, de alguna manera, el objetivo de todo apostolado. Por tanto, todas nuestras actividades apostólicas –campamentos, oratorios, el apostolado educativo, las peregrinaciones, los grupos de jóvenes, las misiones populares, etc.– deben tener como componente esencial una marcada devoción eucarística o al menos ser conducentes a ella. “Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?”[82]

“Jesús vive en el Sagrario con el fin de vivir en los corazones”[83].

5. La primacía del trato asiduo con el Señor Sacramentado[84]

Siempre debemos tener presente que nos hemos consagrado religiosos en esta preciosa Familia Religiosa para imitar al Verbo Encarnado. Y nuestra imitación a Cristo –bien lo saben Ustedes– se ilumina particularmente a partir del misterio de la Transfiguración, el cual nos interpela a la oración y adoración incesantes[85]. Asimismo, pide de nuestra parte “gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística”[86].

Nosotros tenemos la gracia inmensa de adorar el Santísimo Sacramento cada día por espacio de una hora. Y ese es un compromiso que no debemos descuidar, pues del Santísimo Sacramento del Altar fluye toda gracia para la evangelización. Y “un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica”[87].

“Un Misionero […] que no valora la Santa Misa, que no tiene familiaridad con el Santísimo Sacramento […] que con el pretexto de las obras y del trabajo que le ocupan todo el tiempo tiene poco en cuenta la meditación y demás ejercicios de piedad, tal Misionero es un pobre iluso: su trabajo es inútil y sin la verdadera firmeza, sus proyectos, de los cuales tanto alardea no son más que puras y simples charlas, expresión muchas veces, de un alma vacía y superficial”[88].

De la celebración y participación plena en la Eucaristía y de un buen rato en “callado amor”[89] con Dios es de donde surgen las nuevas iniciativas de caridad. Es allí donde Cristo mismo nos infunde el celo apostólico irreprimible e inagotable que nos lleva a una actitud de servicio constante hacia todos y nos impulsa a tomar iniciativas misioneras y evangelizadoras siempre nuevas y cada vez más audaces. Y es allí también donde se apaciguan nuestras tribulaciones apostólicas y surge el ánimo para “trabajar en los lugares más difíciles (aquellos donde nadie quiere ir) y cuando allí no se pueda seguir, luego de rezarlo una noche ante Jesús Sacramentado, pedirle al Obispo que nos envíe a un lugar peor”[90].

Ese gran apóstol de la Eucaristía que fue San Manuel González escribía con magistral pluma: “¡Hermano mío contristado con tantas decepciones y agravios, mira hacia allá, hacia aquella puertecita dorada; hacia el Sagrario! ¡Aplica el oído y, más que el oído, el corazón! ¿Oyes lo que dicen desde adentro?… He aquí que yo estoy con vosotros… Sí, ahí está Él. Ya sabes quién es Él. Es Jesucristo, el Hijo de Dios y de María, vivo, real, como está en los cielos, con unos ojos que te miran y te sonríen; con una boca que, sin moverse, te habla; con unas manos que se levantan para bendecirte y se bajan para posarse sobre tu cabeza cansada; con unos brazos que se abren para abrazarte y, sobre todo, con un Corazón con espinas de olvidos, de ingratitudes, de sacrilegios… y llamas de amores… incansables, eternos… 

Pues todo ese Jesucristo con su grandeza de Dios y sus ojos y su boca y sus manos y su Corazón de hombre, con sus virtudes de Santo, con sus méritos de Redentor, con sus promesas de Padre, con su sangre de Víctima, ¡tuyo es! Así, sin hipérboles, ni exageraciones de lenguaje, ¡tuyo es!

Y eso quiere decir que cuando te sientas débil ante el empuje de tus enemigos, tienes derecho a contar con su omnipotencia. Que, cuando las ingratitudes de los hombres o los pecados tuyos te hagan llorar, tienes derecho a postrarte ante Él y abrazarte a sus rodillas y pedirle que, posando su mano bendita sobre tu cabeza, te perdone y los perdone a ellos. Quiere decir que, cuando encuentres un corazón, frío y duro como el mármol, que no quiera convertirse, tienes derecho a tomar un poco de aquel fuego de su Corazón y derretir aquella piedra. Quiere decir que, cuando siembres y no recojas, cuando prediques y no te oigan, cuando bendigas y te maldigan, tienes derecho a pedirle milagros de paciencia, de humildad, de caridad, de celo… Quiere decir, en suma, que, cuando las amarguras te ahoguen y tu mano no pueda levantarse para bendecir a tanto ingrato, y en tus ojos se sequen las lágrimas y las fuerzas te falten, y no quede parte sana en tu cuerpo de tantos golpes, ni fibra viva en tu corazón de tanto sufrir, tienes derecho a pedirle que te lleve… que te trasplante al cielo para vivir con Él siempre, siempre… Dime, hermano mío, quien quiera que seas y sufras lo que sufras, ¿te atreverás a decir que estás solo?”[91]

San Juan Pablo II dirigiéndose a sacerdotes les decía: “nunca son tan fuertes como cuando elevan sus manos al cielo en la celebración eucarística. En ese momento tienen de su parte la omnipotencia misma de Dios”[92].

Esto nos lleva de nuevo al fundamento de nuestra consagración del que hablábamos al principio: “Jesús es todo para nosotros y Jesús está en la Santa Eucaristía. […] Acerquémonos alrededor del Corazón Eucarístico de Jesús y en este inmenso horno de amor, nuestros corazones se santificarán y se encenderán con tanto ardor de celo que arrastraréis a vuestras innumerables almas. Así habremos alcanzado el objeto de nuestra vida, que consiste en nuestra santificación y el de nuestra divina vocación, que es la salvación de las almas confiadas a nosotros”[93].

 

* * * * *

Mañana, día de la Presentación de Jesús en el Templo, hemos de celebrar como ya es tradición, el día del religioso del Verbo Encarnado, que coincide con la Jornada Mundial de Oración por la Vida Consagrada.

Nuestro ser consagrados significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos con Cristo, aprendiendo en la escuela de María, mujer “eucarística”, y dejándonos acompañar por Ella.

Cada Misa que celebramos o de la cual participamos nos asocia más íntimamente a Cristo y conjuntamente a la Virgen María. Ya que el Cuerpo y la Sangre que se inmolan son los que el Padre Eterno formó por obra del Espíritu Santo en su seno purísimo[94]. Por eso no podemos dejar de entrever en el Sacrificio del Altar la presencia de la Madre. Es la Virgen quien ha hecho fructificar lo que en el Banquete Pascual vamos a comer y es Ella quien ha hecho brotar lo que vamos a beber[95]. Como decía Juan Pablo Magno: el “binomio de María y la Eucaristía”[96] es inseparable.

¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida como consagrados sea, como la de María, toda ella un Magnificat![97] Que la Virgen Santísima nos conceda esa gracia.

Les mando un fuerte abrazo para todos y les agradezco de corazón todo lo que hacen por la Iglesia, el Instituto y por sus apostolados particulares.

En el Verbo Encarnado,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de febrero de 2019
Carta Circular 31/2019

 

[1] Constituciones, 6.

[2] Ibidem, 7.

[3] Cf. Ibidem.

[4] Vita Consecrata, 95.

[5] San Juan Pablo II, A las religiosas en Milán, (20/05/1983).

[6] Notas del V Capítulo General, 13.

[7] Notas del V Capítulo General, 14.

[8] Notas del VII Capítulo General, 102.

[9] Cf. Ibidem, 103.

[10] Directorio de Espiritualidad, 300; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución dominical (19/07/1981), 2; OR (26/07/1981), 2.

[11] Mensaje para la XXXVII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, (14/05/2000).

[12] Constituciones, 7.

[13] Ibidem.

[14] Ibidem, 139.

[15] Cf. San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Téramo, Italia, (30/06/1985).

[16] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, 10.

[17] Lumen Gentium, 44.

[18] Vita Consecrata, 16.

[19] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, II Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación de Hermanos de San Vicente de Paúl.

[20] Constituciones, 63.

[21] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, II Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación de Hermanos de San Vicente de Paúl.

[22] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 13; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 186, 7c.

[23] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, II Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a las Siervas del Santísimo Sacramento.

[24] Ibidem.

[25] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, I Parte, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a las Siervas del Santísimo Sacramento.

[26] Cf. Directorio de Espiritualidad, 73.

[27] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 200.

[28] Directorio de Vida Litúrgica, 47.

[29] Directorio de Vida Consagrada, 200.

[30] Directorio de Vida Litúrgica, 48; op. cit. Redemptionis Sacramentum, 110.

[31] Cf. P. C. Buela, IVE, Ars Participandi, cap. 1.

[32] San Juan Pablo II, Santa Misa en la Plaza de Armas en Cuzco, (01/02/1985).

[33] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Téramo, Italia, (30/06/1985).

[34] Directorio de Vida Consagrada, 200.

[35] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Téramo, Italia, (30/06/1985).

[36] Citado por San Juan Pablo II, Carta al Superior General de la Congregación de San José, con ocasión del centenario de la muerte de San Leonardo Murialdo, (28/03/2000).

[37] Cf. 1 Co 13, 1.

[38] Directorio de Espiritualidad, 300.

[39] Directorio de Vida Contemplativa, 58.

[40] 1 Cor 10, 17; comentado por San Agustín, In Evangelium Ioannis tract. 31, 13: PL 35, 1613.

[41] Mt 18, 20.

[42] Cf. CCC, 1396.

[43] 1 Co 10, 16-17.

[44] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 199.

[45] Presbyterorum Ordinis, 6.

[46] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 53.

[47] Directorio de Espiritualidad, 300.

[48] San Juan Pablo II, Carta sobre el misterio y el culto de la Eucaristía Dominicae Cenae (24/02/1980), 6.

[49] Deus Caritas est, 14.

[50] De manera especial en los seminarios: “la Misa debe ser celebrada por toda la comunidad del seminario en la que cada uno participa según su condición. Por eso, los sacerdotes que viven en el seminario y que no están obligados por oficio pastoral a celebrar en otra parte, será bueno que concelebren la Misa de la comunidad”, Directorio de Vida Litúrgica, 68; op. cit. Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre la Formación litúrgica en los Seminarios, 23.

[51] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 53. Directorio de Vida Litúrgica, 48; 67. Directorio de Seminarios Mayores, 224; Directorio de Parroquias, 25.

[52] Directorio de Vida Consagrada, 303; op. cit. Cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 26, 6.

[53] Constituciones, 7.

[54] P. C. Buela, Homilía, (05/05/1998).

[55] Directorio de Noviciados, 74.

[56] Ibidem, 172.

[57] Ibidem, 98.

[58] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 199.

[59] Cf. San Juan Pablo II, Pastores Dabo Vobis, 48. Cf. Ibidem.

[60] Cf. Ibidem.

[61] Directorio de Seminarios Mayores, 224.

[62] Directorio de Seminarios Mayores, 224; op. cit. CIC, c. 246, § 1.

[63] Constituciones, 137.

[64] Directorio de Seminarios Menores, 14.

[65] Cf. Directorio de Vida Litúrgica, 51; 121.

[66] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 225; op. cit. Ratio Fundamentalis, 52, 174.

[67] Directorio de Seminarios Mayores, nota 356; op. cit. Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre la formación litúrgica en los Seminarios, 24.

[68] Directorio de Seminarios Mayores, 221.

[69] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y a los seminaristas en Madrid, (16/06/1993).

[70] Directorio de Parroquias, 25.

[71] Constituciones, 31.

[72] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 12.

[73] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 243-244.

[74] Directorio de Parroquias, 60; op. cit. CIC, c. 528 § 2.

[75] Ibidem.

[76] Ibidem, 29.

[77] Ibidem, 69.

[78] Directorio de Vida Litúrgica, 3; op. cit. Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre la formación litúrgica en los Seminarios, 16.

[79] San Juan Pablo II, Carta apostólica Vicesimus quintus annus (04/12/1998), 10: “nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por obra del Espíritu”; citado en Directorio de Vida Litúrgica, nota 2.

[80] Directorio de Vida Litúrgica, 2.

[81] Directorio de Vida Litúrgica, 59.

[82] San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 60.

[83] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Verona, Italia, (16/04/1988).

[84] Directorio de Vida Contemplativa, 59.

[85] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 225-226.

[86] Directorio de Vida Consagrada, 226.

[87] Constituciones, 22.

[88] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 6, (15/09/1926).

[89] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta a las Carmelitas Descalzas de Beas, (22/11/1587).

[90] Directorio de Espiritualidad, 86.

[91] San Manuel González, Lo que puede un cura hoy, [1638-1639].

[92] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).

[93] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 6, (15/09/1926).

[94] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, (25/03/1995).

[95] P. C. Buela, IVE, Ars Participandi, cap. 9.4. c.1.

[96] San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 57.

[97] Cf. Ibidem, 58.

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