Para construir el Reino llamaba a los hombres para hacerlos discípulos

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“Para construir el Reino llamaba a los hombres para hacerlos discípulos”
Directorio de Espiritualidad, 118

El próximo domingo 24 de este mes, último del año litúrgico, hemos de celebrar la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, una fiesta de institución relativamente reciente que muy pronto le dio a nuestra Santa Madre Iglesia sus mártires: hombres, mujeres, sacerdotes, religiosas, jóvenes y niños que morían al grito de “¡Viva Cristo Rey!”.

Esos mártires, como tantos otros a lo largo de la historia, fueron testigos valientes y ejemplos luminosos de entrega generosa y heroica a Cristo, manifestando públicamente con su muerte su adhesión al Evangelio.

Nosotros, que por la Providencia misericordiosa de Dios, hemos sido congregados en nuestro querido Instituto para consagrarnos a Él, que es lo mismo que decir consagrarnos a la Iglesia, entendemos que “la fidelidad a Cristo, no se puede separar jamás de la fidelidad a la Iglesia”[1] dado que nuestra finalidad ha sido, es y siempre lo será “el trabajar para la edificación del Cuerpo Místico de Cristo según el designio de Dios”[2] y según nos ha sido dado por el Espíritu, por medio del fundador[3].

Siendo entonces el amor a la Iglesia –donde “Cristo mismo está Encarnado”[4]– el origen de las Constituciones y de todos los Directorios de nuestra Familia Religiosa, los cuales declaran expresamente nuestro compromiso de sumisión a la autoridad eclesial[5] he querido en esta carta tratar brevemente dos puntos: 1) el reinado de Cristo en su Iglesia; y 2) nuestra misión de ser signos luminosos de las realidades del Reino.

Quiero dedicar esta carta a todos Uds., los miembros del Instituto –sacerdotes, hermanos, monjes, seminaristas y novicios–, mis hermanos y amigos, que en 42 países diferentes y en circunstancias de misión no pocas veces desafiantes y extremas, son testigos de un reino que no es de este mundo. Porque nosotros, los miembros del Instituto del Verbo Encarnado, pertenecemos a la familia de aquellos que –por el Reino de los cielos[6]– han abandonado todas las cosas, para testimoniar a todos que: la apariencia de este mundo pasa[7]. El cielo y la tierra pasarán, la palabra de Dios no pasa[8].

1. El reinado de Cristo en su Iglesia

“El Señor es Rey de toda la humanidad en sentido estricto, literal y propio, ya que recibió del Padre la potestad, el poder y el reino[9], por eso es Rey de reyes y Señor de los señores[10][11]. Con estas palabras comienza nuestro derecho propio a tratar sobre la realeza de Cristo. 

Tal afirmación enoja a muchos que, enarbolando la bandera del liberalismo, justifican en nombre de la libertad todo pecado y también a aquellos falsos profetas del marxismo que exaltan al hombre por el hombre a costa de los derechos imprescriptibles e inalienables de Dios.

Estos tales se comportan como aquellos de quienes decía el P. Leonardo Castellani, SJ: “Son hombres que desconocen la perversidad profunda del corazón humano, la necesidad de una redención, y en el fondo, el dominio universal de Dios sobre todas las cosas, como Principio y como Fin de todas ellas, incluso las sociedades humanas. Ellos son los que dicen: ‘Hay que dejar libres a todos’, sin ver que el que deja libre a un malhechor es cómplice del malhechor. ‘Hay que respetar todas las opiniones’, sin ver que el que respeta las opiniones falsas es un falsario. ‘La religión es un asunto privado’, sin ver que, siendo el hombre naturalmente social, si la religión no tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve para nada, ni siquiera para lo privado”[12].

Contra tal error, la Iglesia no duda en afirmar que “el fundamento de este reinado es cuádruple:

  • En primer lugar, le compete por ser Dios, el Verbo Encarnado, y así dice San Cirilo de Alejandría: ‘Cristo obtiene la dominación de todas las creaturas, no arrancada por la fuerza ni tomada por ninguna otra razón, sino por su misma esencia y naturaleza’[13];
  • en segundo lugar, le compete en virtud de la Redención, por derecho de conquista, al habernos comprado con su sangre: No fuisteis rescatados… con oro o plata corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo[14];
  • en tercer lugar, por ser Cabeza de la Iglesia, por la plenitud de la gracia: lleno de gracia y de verdad[15];
  • en cuarto lugar, por derecho de herencia: a quien constituyó heredero de todas las cosas[16].

Además, su autoridad regia incluye la plenitud del triple poder: legislativo, judicial y ejecutivo”[17].

Sin embargo, debemos decir que, aunque Él debe reinar en todo ámbito, sea privado o social, su Reino no es de este mundo[18] , sino que es un Reino eterno: su reino no tendrá fin[19], y es universal: le fue dado todo poder en el cielo y en la tierra[20]; reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz[21]. Por lo tanto, “no es como los reinos temporales, que se ganan y sustentan con la mentira y la violencia; y en todo caso, aún cuando sean legítimos y rectos, tienen fines temporales y están mechados y limitados por la inevitable imperfección humana”[22].

Démonos cuenta de que “la época moderna –como afirma el Papa Benedicto XVI– ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero ‘reino de Dios’”[23].

Por eso San Juan Pablo II, citando a su predecesor Juan Pablo I, nos advertía acerca de “no confundir el Regnum Dei con el regnum hominis, como si la liberación política, social y económica fuera lo mismo que la salvación en Jesucristo”[24], que es precisamente lo que hacen aquellos que identifican el reino de Cristo con una ciudad secular donde la teología y la piedad se vuelven superegos inútiles o ideologías[25]; o como aquellos que esperan el reino de la razón desligada completamente de la fe como la nueva condición para que la humanidad llegue a ser totalmente libre[26].

En el decir del Ven. Arzobispo Fulton Sheen: “[Cristo] es un Rey que falló a los ojos del mundo para ganar la victoria eterna a los ojos de Dios”[27]. Por tanto, Cristo es “Rey de verdad, de paz y de amor, su Reino procedente de la Gracia reina invisiblemente en los corazones, y eso tiene más duración que los imperios. Su Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de allí arriba; pero eso no quiere decir que sea una mera alegoría, o un reino invisible de espíritus. Dice que no es de aquí, pero no dice que no está aquí, Dice que no es carnal, pero no dice que no es real. Dice que es reino de almas, pero no quiere decir reino de fantasmas, sino reino de hombres”[28].

De lo antedicho se sigue que “el ámbito del reinado de Cristo es doble, personal y social. Reina sobre las inteligencias porque es la Verdad, ‘y es necesario que los hombres reciban con obediencia la verdad de Él’[29]; reina sobre las voluntades porque es la Bondad, ‘de tal modo que nos inflama hacia las cosas más nobles’[30]; y reina sobre los corazones porque es el Amor. Y reina también socialmente, ya que ‘no hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos, unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la potestad de Cristo, que lo están cada uno de ellos separadamente. Él es la fuente de la salud privada y pública’[31][32].

Entonces, “no es indiferente aceptarlo o no, y es supremamente peligroso rebelarse contra Él”[33]. Y por eso, hay que “rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión…”[34], como hacen aquellos que pregonan “las dos grandes mentiras de este mundo”.

Una dice: “Hombre tú eres libre; no te sujetes. Tú eres rey; no obedezcas. Tú eres hermoso; goza; todo es tuyo. Pueblo soberano, tú no debes ser gobernado por nadie, sino gobernarte a ti mismo. Rey de la creación, la ciencia y el progreso ponen en tus manos la tierra toda. Animal erguido y blanco, tu cuerpo es hermoso, no lo ocultes. Tu cuerpo es la fuente y el vaso de un mundo de placeres: bébelos. El dinero es la llave de este mundo: procúratelo. Los honores, las dignidades, el mando son un manjar de dioses; la fama es el ideal de las almas grandes; la ciencia es la aristocracia del alma. ¡A luchar! ¡A arrebatar tu parte! ¡A triunfar! ¡A echar fuera a los otros! ¡Si eres pobre: asalta a los ricos! ¡Si eres rico: exprime a la plebe!”[35].

Ahora bien, “no cabe duda de que un ‘reino de Dios’ instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en ‘el final perverso’ de todas las cosas”[36].

Por eso la segunda gran mentira dice: “Hombre: eres un absurdo, un enigma, una miseria. Tu nacimiento es sucio; tu vida, ridícula; tu fin es desconocido. Engañado por los fantasmas de las cosas hermosas que te prometen la felicidad, corres sin saber adónde, dando tumbos por la vida, hasta dar el gran salto del que nadie vuelve, a la noche de lo desconocido. Tu hermano, a tu lado, es un lobo para ti; tu superior, arriba, es un tirano; el apóstol que te predica, te engaña y te explota. No sabes nada de nada; no puedes nada contra tu destino. Tus ideales más grandes, tus ensueños más hermosos: el amor, la religión, el arte, la santidad… ¿quieres saber lo que son en el fondo? Son solamente sublimaciones del instinto del sexo que llevas en la subconciencia. La vida no vale la pena de ser vivida”[37]. Y así erradican toda esperanza del corazón humano.

Lo cierto es que “puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma”[38]

Así entonces, por encima de esta confusión y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su divino Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo. Por encima del tumulto y la polvareda, con los ojos fijos en la Cruz, firme en su experiencia de veinte siglos, segura de su porvenir profetizado, lista para soportar la prueba y la lucha en la esperanza cierta del triunfo, la Iglesia, con su sola presencia y con su silencio mismo, está diciendo a todos los Caifás, Herodes y Pilatos del mundo que aquella palabra de su divino Fundador –Yo soy Rey– no ha sido vana[39]

Queridos todos, somos bien conscientes que muchos en la Iglesia, siempre, ayer y hoy, no han estado a la altura de esta realidad, y que en vez de la verdad siembran el error o al menos la confusión, lo cual es devastador. Lamentablemente esto se ve incluso en algunos pastores. No obstante, nosotros no debemos, por culpa de algunos hombres de Iglesia, desconfiar jamás de la misma Iglesia y de su esencial e invicta defensa de la verdad, como hicieron los grandes hombres y santos en todas las épocas de la bimilenaria historia de la Iglesia.

Profesamos, en efecto, que el mismo Verbo Encarnado estableció su Iglesia, que es su Cuerpo Místico unido a Él por el Espíritu Santo, cuando en Cesarea de Filipo le dijo a uno de sus apóstoles: Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos[40]. Y cuando se despedía de ellos les recordó: Y Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos[41]. Y a pesar de haber sido semejante a un grano de mostaza[42] en sus comienzos, a la Iglesia le prometió por medio de hermosísimas parábolas y de profecías deslumbradoras, los más inesperados privilegios: durará por todos los siglos[43], se difundirá por todas las naciones[44], abarcará todas las razas, el que entre en ella, estará salvado, el que la rechace, estará perdido[45]; el que la combata, se estrellará contra ella; lo que ella ate en la tierra, será atado en el cielo, y lo que ella desate en la tierra, será desatado en el cielo[46] transmitiendo de esta manera su poder a Su Cuerpo Místico, tanto que sus preceptos son los Suyos; sus órdenes, las Suyas.

Es por eso que nuestra confianza en la Iglesia es absolutamente indestructible y los “escándalos” de aquellos pastores que no pregonan ni defienden la verdad no hace mella en nuestras convicciones. Sabemos pues que aquel pequeño germen que fue la Iglesia en sus comienzos fue creciendo y durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie ha podido acabar con ella. Crucificaron a su divino Fundador, mataron a sus apóstoles, mataron a miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la esperaban cuando apenas surgía; y muchísimas veces dijeron que habían acabado con ella, y cantaban victoria sus enemigos diciendo: “Se acabó la Iglesia”.

Y así como en otros tiempos la Iglesia era atacada desde su exterior, hoy en día, se suma el hecho de “que no sólo de fuera son atacados el Papa y la Iglesia, sino que los sufrimientos de la Iglesia vienen justamente desde dentro de la Iglesia, del pecado que existe en la Iglesia. Esto siempre se ha sabido, pero hoy lo vemos en modo realmente terrorífico: que la más grande persecución de la Iglesia no viene de los enemigos de fuera, sino que nace del pecado de la Iglesia…”[47]. Desafortunadamente muchos escudándose en esa apreciación sobre la innegable situación actual en la Iglesia vaticinan su fin o dudan como otros Pilatos de que Jesucristo reine y, hay otros, que incluso argumentan que la Iglesia es verdaderamente obra del demonio. Pero todos ellos se estrellan ante la infalible promesa de la indefectibilidad de su Esposa hecha por su divino Fundador: las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[48].

Ante esto conviene tener presente la atinada observación que ya en 1950 hacía el Ven. Arzobispo Fulton Sheen: “¿Y qué viene a demostrarnos todo esto –se pregunta– sino que el Señor se desposó con la humanidad tal como ella es, en lugar de la que quisiéramos que fuese? ¡Nunca ha podido pretenderse que Su Cuerpo Místico, la Iglesia, estuviese libre de escándalos cuando Él fue la primera víctima! Jesucristo sirvió de escándalo para los que sabían que era Dios y vieron que lo crucificaban y que pasaba por una derrota aparente en el momento en que sus enemigos lo desafiaban a que probase su divinidad descendiendo de la cruz. Por eso no debe asombrar que dijese a sus seguidores que no se escandalizasen de Él.

[…] Jesús quiso padecer hambre y sed y que la misma muerte se cebara en su cuerpo físico, ¿cómo, pues, no iba a consentir que debilidades místicas y morales, como son la pérdida de la fe, el pecado, las herejías, los cismas y los sacrilegios, pudiesen atacar a Su Cuerpo Místico? El que sucedan todas estas cosas no prueba en manera alguna que no sea íntimamente divina la naturaleza de la Iglesia, como tampoco negó la crucifixión que Jesucristo fuese Dios. Si nuestras manos están sucias, no por eso puede decirse que lo esté todo nuestro cuerpo. Los escándalos que se adviertan en el Cuerpo Místico no pueden destruir Su cantidad “sustancial” más de lo que destruyera la crucifixión la integridad del cuerpo físico de Cristo. La profecía del Antiguo Testamento referente al Calvario decía que ni uno solo de sus huesos sería quebrantado. Su carne sería colgada casi como un trapo de púrpura; las heridas, como mudos y dolorosos agujeros, pregonarían su sufrimiento con la sangre; las manos y los pies, traspasados, dejarían salir torrentes de vida y de redención; pero Su ‘sustancia’, Sus huesos, permanecerían intactos. Así sucede con la Iglesia. Ni uno solo de Sus huesos será quebrantado; la sustancia de Su doctrina será siempre pura, a pesar de la debilidad y fragilidad de alguno de sus doctores; la sustancia de Su disciplina será siempre justa, a pesar de la rebeldía de alguno de sus discípulos; la sustancia de Su fe será siempre divina, a pesar de la carnalidad de algunos de sus fieles. Sus heridas no serán nunca mortales porque Su alma es santa e inmortal por la inmortalidad del amor divino que descendió sobre Su Cuerpo el día de Pentecostés en forma de lenguas de fuego.

Y ahora –continúa Fulton Sheen–, para hablar de uno de los mayores escándalos, permítanme que pregunte: ‘¿Cómo pudo ser Vicario infalible de Cristo y cabeza de su Iglesia un hombre perverso como Alejandro VI?’ La respuesta está en el Evangelio. El Señor cambió el nombre de Simón por el de Pedro, y lo hizo piedra sobre la cual construiría lo que llamó Su Iglesia. Hizo entonces una distinción que bien pocos habrán notado: el Señor distinguió entre ‘infalibilidad’ o inmunidad de error e ‘impecabilidad’ o inmunidad de pecado. La infalibilidad es la imposibilidad de ‘enseñar’ el mal; la impecabilidad, la de ‘hacer’ el mal. El Señor hizo a Pedro infalible, pero no impecable”[49].

“El Papa tiene el depósito de la fe, cuya custodia y sanción infalible le han sido confiadas. El Papa es Jesucristo enseñando, es Jesucristo santificando, es Jesucristo gobernando su Iglesia. […] El falso pastor –decía San Pedro Julián Eymard– no tiene la voz de la Iglesia, ni su caridad y santidad. Se predica a sí mismo, para sí trabaja y de ordinario es orgulloso e impuro. Estas son las señales con que se puede conocer siempre a un intruso, a un cismático o revoltoso. Es el lobo entre ovejas, de quien hay que huir”[50].

Jesucristo, el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios, y Rey soberano de todo el orbe, reina en su Iglesia. La Iglesia es Jesucristo continuado[51]. Y “toda la actividad del Cuerpo Místico, está dirigida a ‘propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo’”[52].

Lo cual nos lleva ahora al segundo punto que deseo tratar aquí.

2. Nuestra misión de ser signos luminosos de las realidades del reino

“Porque es clarísima la enseñanza del Verbo encarnado: Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura[53] nosotros, los miembros del Instituto del Verbo Encarnado, nos sabemos llamados a encarnar en nuestra vida los valores del Reino que no es de este mundo[54] pero que transforma el mundo desde dentro. Por eso, buscamos hacerlo con una disponibilidad radical, viviendo según aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al encarnarse[55], es decir, una vida de servicio en castidad, pobreza y obediencia intentando con ello dar testimonio de lo Trascendente, y de esta manera, recordar a la gente que existe algo más en este mundo de lo que se presenta a los ojos. Existe una vocación trascendente y espiritual, y un destino al que cada persona está llamada por Dios. Por eso nos empeñamos en ser ante el mundo “una huella concreta que la Trinidad deja en la historia y así todos los hombres descubran el atractivo y la nostalgia de la belleza divina”, como reza nuestra formula de profesión tomando la feliz expresión del magisterio de San Juan Pablo II[56]. Estamos persuadidos de que un testimonio así sólo se puede dar marchando por el camino estrecho de la cruz en compañía de Cristo Crucificado. Es en este sentido que afirmamos que “el trabajo pastoral es cruz, no motivo de escapismo”[57].

Lejos de nosotros la tentación de reducir la misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, a un bienestar material; el poner el énfasis en la actividad –olvidándonos de toda preocupación espiritual y religiosa– o en iniciativas de orden político o social[58].

Para nosotros sólo servir a Cristo es reinar porque el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán[59] ya que Él es el único que tiene palabras de vida eterna[60]. Más aún, porque confesamos su realeza y primacía sobre todo lo creado entendemos que “todo el trabajo misionero y apostólico se fundamenta en la convicción de que es necesario que Él reine”[61]. Por eso tenemos por el más honroso de los oficios el dedicar todas nuestras fuerzas para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y en los pueblos, y se dilate por todo el mundo[62], esforzándonos en “prolongar la Encarnación en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre, de acuerdo con las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia”[63].

Así entonces, siguiendo el Magisterio Petrino, para nosotros el reino de Cristo, sólo puede realizarse por la gracia y el poder del amor de Dios en nosotros. “La caridad, sólo la caridad salvará al mundo”[64], decía Don Orione. Ese “sigue siendo el camino real para la evangelización”[65]. Por tanto, continúa diciendo el derecho propio, “la caridad es imprescindible para evangelizar la cultura, como fin del que obra y como fin de la obra, en caso contrario, no se alcanzará la civilización del amor’”[66], no habrá una reforma adecuada de las estructuras de la sociedad y nuestra tarea evangelizadora sólo sería “un barniz superficial”[67]. “Por esto, en la variedad de apostolados de nuestro Instituto se ha de reservar un lugar preferencial a la labor caritativa, que es un componente esencial de la misión evangelizadora de la Iglesia y un elemento imprescindible para la evangelización de la cultura”[68]. “La única violencia que lleva a la construcción del reino de Cristo es el sacrificio y el servicio que nacen del amor”[69], decía San Juan Pablo II, y de esto estamos convencidos. Y a la vista de todos está el hecho de que nuestros misioneros dan, y Dios mediante seguirán dando siempre, magnánimas pruebas de ello.

“Para construir el Reino llamaba a los hombres para hacerlos discípulos”[70]. En ese sentido, la primera característica de nuestra identidad y la fuente más profunda del vínculo especial que nos une en este querido Instituto es nuestra consagración a Dios como a nuestro amor supremo[71] y a la difusión de su Reino. Ese es nuestro apostolado principal. Nada tiene sentido en nuestra vida personal y comunitaria, si está separado de nuestra condición de personas consagradas a Cristo por medio de la profesión y práctica de los votos religiosos. Nuestra búsqueda de la “caridad perfecta”, representa para nosotros el camino fundamental y una obligación. Pues a través de la práctica de los consejos evangélicos nosotros como miembros del Cuerpo Místico de Cristo seguimos indicando al mundo el camino de su transfiguración en el reino de Dios.

Por tanto, entendemos que nuestra proclamación del Reino, que es lo mismo que evangelizar, se lleva a cabo primordialmente a través del testimonio de vida que es “ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la buena nueva”[72]. Sin este elemento concreto, se corre el peligro de que se enfríe nuestra caridad, o de que se atenúe la paradoja del Evangelio que anunciamos. Dicho en otras palabras: “nos convertiríamos en sal sosa y en luz bajo el celemín”[73].

Paternalmente nos lo advertía San Juan Pablo II hace unos años: “Sed luz que ilumine, sal que no pierda su sabor. Cuanto más intensa sea vuestra tarea apostólica, tanto más eficaz debe ser el testimonio de vuestra consagración a Cristo. Cuanto más comprometida sea vuestra animación de las realidades temporales, tanto más debéis aparecer en vuestras acciones como personas que han optado por un irrevocable seguimiento de Cristo pobre, obediente y casto”[74].

Pero además, es necesario también un anuncio explícito: hay que saber dar razón de vuestra esperanza[75]. No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios…[76]. Sin embargo, este anuncio es un aspecto[77] ya que de nada sirve el anuncio si no se adhieren los hombres a él. “Por esto, la auténtica evangelización debe conducir y culminar en la digna recepción de los sacramentos, pues por medio de ellos se comunica de modo ordinario la gracia del Espíritu Santo”[78].

Consecuentemente, sin desviarnos del eje religioso que dirige la evangelización –ante todo el reino de Dios en su sentido plenamente teológico[79]–, nosotros reconocemos la necesidad de trabajar por la implantación de un orden social cristiano.

Entendido así, este anuncio del Reino no nos aleja en absoluto del mundo. Pero tampoco tiene nada que ver con nuestro estilo de santificación y apostolado el buscar una alianza con el mundo. Pues para nosotros el “estar en el mundo” sólo tiene sentido cuando depende del “no ser del mundo”[80].  En efecto, señala el derecho propio, “que todo antitestimonio, toda incoherencia entre cómo se expresan los valores o ideales, y cómo se viven de hecho, toda búsqueda de sí mismo y no del Reino de Dios y su justicia[81], toda falsificación de la palabra de Dios[82]” atenta contra ese deber de ser signos luminosos del reino de Cristo. “Si un signo se difumina, pierde su razón de ser, desorienta y confunde”[83]. ¡Cuánta necesidad tiene este mundo que anda tan confundido por falta de ideales superiores, de religiosos que dejen ver en sus acciones lo que son: embajadores de Cristo[84], cooperadores del reino de Dios[85]!

La Iglesia, y nosotros dentro de ella, tenemos “como misión proclamar el Reino de Dios, que ‘no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazareth, imagen de Dios invisible’” [86].

Todavía más: del mismo modo que el Verbo Encarnado recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo[87], nosotros hemos elegido difundir el Reino de Cristo hasta las regiones más lejanas[88] para poder decir con el salmista: El Señor es rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente[89]. Por consiguiente, el Reino es la acción eficaz, pero misteriosa, que Dios lleva a cabo en el universo y en el entramado de las vicisitudes humanas. Vence las resistencias del mal con paciencia, no con prepotencia y de forma clamorosa.

Y si bien es cierto que Jesús comparó el Reino con aquella semilla que un hombre echa en la tierra, y sin que él sepa cómo la semilla crece[90], nosotros no somos testigos inertes del desarrollo de ese reino, sino cooperadores activos. “Jesús nos invita a ‘buscar’ activamente ‘el reino de Dios y su justicia’ y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal[91][92]. Y por eso queremos ir al mundo para que este se convierta a Cristo. Y queremos ir a la cultura y a las culturas del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y, asumiendo de ellas todo lo auténticamente humano, elevarlas con la fuerza del Evangelio. Es decir, no para arrodillarnos ante el mundo sino para que el mundo se arrodille ante Dios.

No podemos sustraernos a la magna tarea de cambiar el mundo “de salvaje volverlo humano, de humano volverlo divino, es decir, según el corazón de Dios”[93]. Decía San Juan Pablo II: “No os contentéis con ese mundo más humano. Haced un mundo más explícitamente divino”[94]. Puesto que, como sapiencialmente afirmaba San Pío X: “La civilización del mundo es civilización cristiana”[95].

Cierto es que a los laicos corresponde el gestionar directamente los asuntos temporales ordenándolos según Dios[96]. Pero todos los cristianos –y especialmente nosotros como religiosos– debemos ser el alma de la sociedad. Y esto “no porque la Iglesia busque más el poder o el favor de los poderosos de turno que la ayuda de Dios, que es infinitamente poderoso; no porque quiera el gobierno temporal de los pueblos: ‘que no arrebata los reinos temporales, Quien viene a traer el reino celestial’[97] –aunque alguna vez debió hacer esto en forma supletoria–; no para obtener un mero reconocimiento formal de estado confesional; no porque sea deseable que los obispos reemplacen a los gobernadores; no para obtener favores que ayuden a su expansión material; no simplemente para evitarse enemigos, que no son sus enemigos los que destruirán la Iglesia: …no prevalecerán[98]; no por conveniencia y convivencia; no por táctica, sino por vocación: Id por todo el mundo[99]; no para que los pueblos se subordinen a los hombres de la Iglesia, sino a Jesucristo; no para ser servida, sino para servir; no para tratar de que los eclesiásticos renuncien a su deber o para que ‘regulen’ el Estado; no para buscar reinos temporales, cuando Jesucristo nos da el eterno; nada de eso, sino porque así se sigue de la realidad de las cosas: por ordenamiento divino, por razones teológicas y filosóficas, por sentido común, porque lo manda la historia y porque lo contrario es un atentado contra el Verbo”[100].

“Tan sólo desentrañando cada vez más todas las ilimitadas e insondables virtualidades del misterio de Jesucristo, el Verbo Encarnado, los hombres y los pueblos serán capaces de construir una futura civilización a la altura de los verdaderos reclamos de la naturaleza humana y del divino querer”[101].

No trabajar por una civilización cristiana es en cierto modo una apostasía en la fe. Por eso hoy como en otro tiempo vuelve a resonar aquella célebre frase de Don Orione que nuestro derecho propio hace suya y que dice: “Quien no quiera ser apóstol que salga de la Congregación: hoy, quien no es apóstol de Jesucristo y de la Iglesia, es apóstata”[102].

Nosotros que cada año en nuestros Ejercicios espirituales meditamos en el “Llamamiento del Rey Eternal” debemos distinguirnos y señalarnos en la campaña del Reino de Dios contra las fuerzas del mal, campaña que es el eje de la historia del mundo, sabiendo que nuestro Rey ya venció y es invencible, que su Reino no tendrá fin, que la manifestación definitiva de su triunfo en su segunda venida no está lejos y que su recompensa supera todas las vanidades de este mundo, pues lo que ojo no vio, ni el oído oyó, ni ha entrado jamás en corazón de hombre, es lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman[103].

Todos nosotros –religiosos y nuestros laicos, cada uno según su vocación específica– estamos llamados a edificar el Reino de Dios, colaborando con el Señor, que es su artífice primero y decisivo.

Este es el Reino de las bienaventuranzas evangélicas que nos propone vivir como pobres de espíritu para levantar a los últimos de la tierra del polvo de la humillación. ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo –se pregunta el apóstol Santiago en su carta– para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que prometió a los que le aman?[104]. Este es el Reino en el que entran los que soportan con amor los sufrimientos de la vida:  Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios[105], donde Dios mismo enjugará toda lágrima (…) y no habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas[106]. Es el Reino en el que entran los puros de corazón que eligen la senda de la justicia, es decir, de la adhesión a la voluntad de Dios, como advierte San Pablo: ¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios[107].

Por eso, debemos ponernos en sus manos, confiar en su palabra y dejarnos guiar por Él como niños inexpertos que sólo en el Padre encuentran la seguridad: El que no reciba el reino de Dios como niño –dijo Jesús– no entrará en él[108].

Con este espíritu debemos hacer nuestra la invocación: ¡Venga tu Reino!

Esa invocación nos impulsa a dirigir nuestra mirada al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la venida final del reino de Dios. Sin embargo, este deseo no impide a la Iglesia cumplir su misión en este mundo; al contrario, la compromete aún más[109], a la espera de poder cruzar el umbral del Reino, del que la Iglesia es germen e inicio[110], cuando llegue en su plenitud. Porque entonces, como nos asegura San Pedro en su segunda carta, se os dará amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo[111].

 

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Muy queridos todos:

“El martirio de ir contra corriente para seguir al divino Maestro”[112] no debe sofocar nuestras esperanzas ni infundirnos temor.

Cristo mismo dijo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[113]. Si nosotros estamos con Pedro, no tenemos que tener miedo, aunque vengan todos los poderes del infierno juntos, porque las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia[114]. Y es Jesucristo quien dijo a los Apóstoles y a sus sucesores: Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha[115].  Esa experiencia de Iglesia nos tiene que llevar a conocer por qué es posible la caridad y la ayuda mutua entre los miembros de la Iglesia. Es posible por Jesucristo, porque Él nos da su espíritu, porque Él nos enseña a ser solidarios unos con otros, porque Él nos enseña que debemos ocuparnos de las cosas del alma, de las cosas importantes, de las cosas que no pasan, de las cosas que no mueren. Desafortunadamente, –lo hemos visto y lo estamos viviendo también hoy– sabemos muy bien que la vida de la Iglesia es también experiencia de que hay mal entre los hombres de Iglesia. Lo dijo el mismo Jesús: habrá trigo y cizaña[116]. Si todos fuésemos trigo, todo el mundo sería católico. Pero hay trigo y cizaña, entonces, uno tiene libertad. Si uno viese que todos son santos, entonces uno estaría forzado a seguirlo a Jesucristo. Y no es así: vemos que en el Colegio Apostólico estuvo Judas. ¡Trigo y cizaña! Y será así hasta el fin de los tiempos, y el que piense otra cosa, es un utópico. No existe la Iglesia de los solo buenos. La Iglesia es santa porque su principio, sus medios y su fin son santos. Pero la Iglesia tiene en su seno a pecadores que somos nosotros. Y tenemos que darnos cuenta, además, que la misma existencia y obrar de la cizaña es en beneficio del trigo, de aquellos que aman a Dios y para cuyo bien Dios hace concurrir todas las cosas[117]. Y justamente ver el mal en la Iglesia, que es una de las tentaciones más grandes que puede tener el cristiano, nos tiene que llevar a nosotros a tener más fe en Jesucristo, porque Él ya lo profetizó, lo dijo hace dos mil años: Habrá trigo y cizaña. Y ¿qué es lo que tenemos que hacer nosotros? Trabajar para ser trigo[118].

Hoy más que nunca “necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es ‘realmente’ vida”[119].

María Santísima, que con su fiat inauguró el reinado de Jesucristo, sostenga nuestros esfuerzos por la difusión del reinado de su Hijo de modo tal que un día habiendo tenido parte con Él en la pena, le sigamos también en la gloria[120]. Que Ella nos alcance la gracia de comprender que el reino de Dios… es alegría en el Espíritu Santo[121] y que en nuestras comunidades se viva –aún en medio de las circunstancias más difíciles– lo que es la esencia del Reino que Jesucristo vino a inaugurar en la tierra: El Reino de Dios… es justicia, alegría y paz en el Espíritu Santo[122].

Quiera la Virgen Madre concedernos el perseverar hasta el fin en la santa causa de su Hijo y haga fructificar nuestro trabajo por recapitular en Él todas las cosas[123].

Si “la gracia más grande que Dios puede conceder a nuestra minúscula Familia Religiosa es la persecución…, en especial, aquella que llegue al martirio”[124] por nuestra adhesión firme e inconmovible a la causa de Cristo, que es lo mismo que decir, por nuestra adhesión firme a la Iglesia por Él instituida y a su misión en el mundo, fidelidad a la vida religiosa y al carisma propio del instituto, fidelidad al hombre y a nuestro tiempo[125]; quiera Dios hallarnos dignos de aceptar el martirio teniendo en los labios el grito de: 

¡Viva Cristo Rey!

 

[1] San Juan Pablo II, Carta al Prepósito General de los Carmelitas Descalzos (14/10/1981).

[2] Concilio Vaticano II, Perfectae Caritatis, 14. Ver también Constituciones, 23; Directorio de Vida Consagrada, 5; 22; 304; 320; etc.

[3] Cf. CIC, c. 677, §1 y Perfectae Caritatis, 20, citado en Directorio de Vida Consagrada, 304.

[4] Directorio de Espiritualidad, 244; op. cit. San Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro de oración en Toronto (15/09/1984), 5.

[5] Por ejemplo: Constituciones, 80; 271; Directorio de Espiritualidad, 281; 309; 312; Directorio de Vida Consagrada, 26; etc.

[6] Constituciones, 254; 257.

[7] 1 Cor 7, 31.

[8] Cf. Mc 13, 31; Lc 21, 33.

[9] Dan 7, 13.

[10] Apoc 19, 16.

[11] Directorio de Espiritualidad, 222.

[12] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 150.

[13] San Cirilo de Alejandría, In Ioh., XII, 18, 38: MG 74, 632.

[14] 1 Pe 1, 18-19.

[15] Jn1, 14.

[16] Heb 1, 2.

[17] Cf. Directorio de Espiritualidad, 222; Pío XI, Encíclica sobre la Fiesta de la realeza de Jesucristo Quas Primas (1925).

[18] Jn 18, 36.

[19] Lc 1, 33.

[20] Mt 28, 18.

[21] Misal Romano, Prefacio de Cristo Rey.

[22] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 150.

[23] Benedicto XVI, Encíclica sobre la esperanza cristiana Spe Salvi (30/11/2007), 30.

[24] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Edimburgo (31/05/1982); op. cit. Juan Pablo I, Audiencia General (20/09/1978).

[25] Cf. Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 1. [Traducido del inglés]

[26] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi, 18.

[27] The Eternal Galilean, cap. 7. [Traducido del inglés]

[28] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 151.

[29] Pío XI, Encíclica sobre la Fiesta de la realeza de Jesucristo Quas Primas (1925), 4.

[30] Ibidem.

[31] Ibidem, 16.

[32] Directorio de Espiritualidad, 223.

[33] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 151.

[34] Lumen Gentium, 36.

[35] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 144.

[36] Benedicto XVI, Spe Salvi, 23.

[37] P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 144-145.

[38] Benedicto XVI, Spe Salvi, 24.

[39] Cf. P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 153.

[40] Mt 16, 18-19.

[41] Mt 28, 20.

[42] Cf. Mt 13, 31.

[43] Lc 1, 33.

[44] Cf. Mc 16, 15.

[45] Cf. Mc 16, 16.

[46] Cf. Mt 16, 19.

[47] Benedicto XVI, Palabras a los periodistas durante el vuelo hacia Portugal (11/05/2010). Cf. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20100511_portogallo-interview.html

[48] Mt 16, 18.

[49] The Rock Plunged into Eternity, cap. 5. [Traducido del inglés]

[50] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, 3ª Serie, Directorio de los afiliados y consejos de vida espiritual, Parte III, cap. 1.

[51] Directorio de Espiritualidad, 227.

[52] Directorio de Vida Consagrada, 243; op. cit. Apostolicam actuositatem, 2.

[53] Constituciones, 9; op. cit. Mt 6, 33.

[54] Cf. Jn 18, 36.

[55] Directorio de Espiritualidad, 43; op. cit. Cf. Lumen Gentium, 44.

[56] San Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo Vita consecrata (25/3/1996), 20; Constituciones, 254; 257.

[57] Constituciones, 156.

[58] Cf. Evangelii Nuntiandi, 32.

[59] Cf. Mt 24, 35.

[60] Jn 6, 68.

[61] 1 Cor 15, 25.

[62] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 24.

[63] Constituciones, 5.

[64] Constituciones, 174; op. cit. San Luis Orione, Saludo natalicio de 1934, citado en En camino con Don Orione, Ed. Provincia Nuestra Señora de la Guardia 1974, t. I, 96.

[65] Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana, Feria de Verona (19/10/2006) citado en Directorio de Evangelización de la Cultura, 157.

[66] Constituciones, 174.

[67] Directorio de Evangelización de la Cultura, 63; 74. Cf. Evengelii Nuntiandi, 20.

[68] Directorio de Evangelización de la Cultura, 157.

[69] San Juan Pablo II, A las religiosas en Manila (17/02/1981).

[70] Directorio de Espiritualidad, 118.

[71] Cf. Constituciones, 23.

[72] Directorio de Evangelización de la Cultura, 59; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 21.

[73] Directorio de Espiritualidad, 65; cf. Mt 5, 13-15.

[74] Encuentro con las religiosas peruanas en Lima (15/5/1988), 1.

[75] 1 Pe 3, 15.

[76] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 60; op. cit. Cf. Evangelii Nuntiandi, 22.

[77] Evangelii nuntiandi, 22.

[78] Directorio de Evangelización de la Cultura, 62.

[79] Evangelii Nuntiandi, 32 citado en Directorio de Evangelización de la Cultura, 114.

[80] Directorio de Espiritualidad, 65; cf. Jn 15, 19.

[81] Cf. Mt 6, 33.

[82] Cf. 2 Cor 4, 2.

[83] San Juan Pablo II, A las consagradas en Lima (15/05/1988).

[84] 2 Cor 5, 20.

[85] Col 4, 11.

[86] Constituciones, 163; op. cit. San Juan Pablo II, Carta Encíclica sobre la permanente validez del mandato misionero Redemptoris Missio (07/12/1990), 18.

[87] Mt 4, 23; cf. Lc 8, 1.

[88] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 268.

[89] Sal 96, 10.

[90] Mc 4, 27.

[91] Cf. Mt 6, 33.

[92] San Juan Pablo II, Audiencia General (06/12/2000).

[93] Pío XII, Radiomessaggi ai fedeli romani (10/2/1952).

[94] San Juan Pablo II, Mensaje para la Iglesia de Latinoamérica, BAC 1979, pág. 19.

[95] Il Fermo Proposito (11/06/1905) – A.S.S., vol. XXXVII, p. 745 (Roma 1904, 1905).

[96] Lumen Gentium, 31.

[97] Himno en la Solemnidad de la Epifanía.

[98] Mt 16, 18.

[99] Mc 16, 15.

[100] Cf. P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte II, cap. único, III, III, 9.

[101] P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, Epílogo.

[102] Directorio de Espiritualidad, 216; Cartas de Don Orione, Carta del 02/08/1935, Edit. Pío XII, Mar del Plata 1952, 89.

[103] 1 Co 2, 9; cf. P. Leonardo Castellani, SJ, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, pág. 160.

[104] St 2, 5.

[105] Hch 14, 22; cf. 2 Ts 1, 4-5.

[106] Ap 21, 4.

[107] 1 Co 6, 9-10; cf. 15, 50; Ef 5, 5.

[108] Lc 18, 17.

[109] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2818.

[110] Cf. Lumen Gentium, 5.

[111] 2 P 1, 11.

[112] Cf. San Juan Pablo II, Discurso durante la vigilia de oración en Tor Vergata (19/08/2000).

[113] Mt 16, 18.

[114] Cf. Mt 16, 18.

[115] Lc 10, 16.

[116] Mt 13, 25ss.

[117] Rm 8, 28.

[118] Cf. P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte III, cap. 15, 8.

[119] Benedicto XVI, Spe Salvi, 31.

[120] Cf. Ejercicios Espirituales, [95].

[121] Directorio de Espiritualidad, 205; op. cit. Rom 14, 17.

[122] Constituciones, 93; op. cit. Rom 14, 17.

[123] Ef 1, 10.

[124] Directorio de Espiritualidad, 37.

[125] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 362; op. cit. Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos, 18.

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