“Nuestro timbre de honor: nuestra pertenencia a la Iglesia”

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Nuestro timbre de honor: nuestra pertenencia a la Iglesia

Cf. Directorio de Espiritualidad, 227

En uno de sus primeros párrafos nuestras Constituciones declaran que “queremos fundarnos en Jesucristo… porque la roca es Cristo[1] y nadie puede poner otro fundamento[2]. Queremos amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo: a su Cuerpo y a su Espíritu. Tanto al Cuerpo físico de Cristo en la Eucaristía, cuanto al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, formada por nosotros mismos que, por la santidad de vida, debemos llegar a ser ‘otros Cristos’, y por todos los hombres en los que vemos al mismo Cristo, en especial, los pobres, los pecadores y los enemigos. Queremos ser ‘como otra humanidad suya’[3], queremos ser cálices llenos de Cristo que derraman sobre los demás su superabundancia, queremos con nuestras vidas mostrar que Cristo vive. Y al Espíritu de Cristo porque es el alma de la Iglesia y porque si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de Cristo[4][5]. Manifestando con esta sucesión de “queremos” cuál es el fundamento de nuestra Familia Religiosa del Verbo Encarnado.

En plena concordancia y continuidad con lo antedicho, el Directorio de Espiritualidad afirma sin titubeos que “no queremos saber nada fuera de Ella”[6] , es decir, nada fuera de la Iglesia, pues “Cristo mismo está Encarnado en su Cuerpo, la Iglesia”[7]. Y deseamos fervorosamente que “nuestra pertenencia a Ella, por la fe y el Bautismo, sea siempre nuestro timbre de honor[8].

En este mes de mayo en que providencialmente la liturgia nos propone la celebración del Cristo de la Quebrada, fecha tan significativa para nosotros por ser el día de la gracia fundacional, y unas semanas más tarde la Solemnidad de Pentecostés, nos parece que puede ser de provecho espiritual para todos los miembros del Instituto el volver a contemplar la Vida mística del Verbo Encarnado, es decir, “la maravilla de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, alimentada por la Palabra de Dios, Una, Santa, Católica –misionera y ecuménica–, Apostólica, enriquecida y apoyada en las tres cosas blancas”[9]. Iglesia que, además, es quien “por su autoridad, acepta y aprueba”[10] el carisma de un Instituto precisamente “para edificación del Cuerpo de Cristo”[11].

Es nuestro deseo de que la lectura de estas consideraciones contribuya a profundizar y acrecentar nuestra fe en la Vida mística del Verbo Encarnado como pedíamos en la novena en preparación para la Anunciación del Señor; y que al mismo tiempo sirva para profundizar más y más en los hermosos textos que nuestro derecho posee sobre este tema.

1. Cristo, Cabeza de la Iglesia

 

Como no podría ser de otra manera, ya en las primeras líneas de nuestras Constituciones confesamos a “Cristo que ‘permanece en la Iglesia Católica gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él’”[12]. Asimismo “confesamos la preeminencia de Cristo, aún en cuanto hombre, sobre toda la creación. Primacía que Cristo tiene sobre las almas y sobre los cuerpos de los miembros de su Cuerpo Místico y, también, sobre todos los hombres de todos los tiempos –es Cabeza de todos– incluso de los no predestinados, quienes sólo dejarán de ser miembros en potencia del Cuerpo de Cristo cuando salgan de este mundo”[13].

Y sin demora, el Directorio de Espiritualidad continúa diciendo: “Confesamos que Cristo es Cabeza de la Iglesia[14] y de todos los hombres[15], y que sobre todos tiene una triple primacía: de orden, de perfección y de poder. Tiene prioridad de orden, ya que por su proximidad con Dios su gracia es la más elevada y la primera, aunque no temporalmente; porque todos cuantos reciben la gracia la reciben en relación con la suya: A los que de antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Este sea el primogénito entre muchos hermanos[16]. Tiene prioridad de perfección, porque posee la plenitud de todas las gracias: Le hemos visto… lleno de gracia y de verdad[17]. Tiene prioridad en el poder, ya que Él tiene todo el poder de comunicar la gracia y la gloria a todos los miembros de su Cuerpo: De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia[18][19]. Según esto último, podríamos decir que Cristo tiene también primacía en el influjo interior. Es una influencia física, íntima, vital, mística, analógicamente comparable a la influencia de la vid sobre sus sarmientos.

De lo cual se sigue que “absolutamente toda la humanidad de Cristo, su cuerpo y su alma, tiene influencia en todos los hombres y mujeres del mundo y en sus cuerpos y almas, y en todos los tiempos. Todos, porque pertenecen al Cuerpo Místico, de hecho (en acto) o como posibilidad (en potencia), aun los no bautizados, o los paganos, o pecadores, o… ¡Todos! reciben el influjo de Cristo, por medio de gracias actuales. Ni el demonio, ni el Anticristo son cabeza de los malos, hablando con propiedad, ya que de ninguna manera pueden ejercer un influjo interior. Sólo ejercen una influencia exterior: por medio de las tentaciones, los malos ejemplos, o las infestaciones, o sugestiones o posesiones. En cuanto el hombre libremente quiere apartarse de Dios por el pecado, se somete al poder del demonio. Y sólo en este sentido impropio se puede llamar al demonio cabeza de los malos”[20].

Y por esta triple primacía del Verbo Encarnado como Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo, “la Iglesia fundada sobre la piedra no podrá ser destruida”[21]. Su Cuerpo Místico sufrirá heridas, habrá ‘escándalos’ del mismo modo que Él fue piedra de escándalo, porque si la naturaleza humana de Cristo sufrió el rechazo y la ‘aparente derrota’ ¿por qué pretender que su Cuerpo Místico estará exento de ello? El Arzobispo Fulton Sheen escribía en uno de sus libros: “Si Él permitió que la sed, el dolor y una sentencia de muerte afectaran a su Cuerpo físico, por qué no permitiría que las debilidades místicas y morales tales como la pérdida de la fe, el pecado, los escándalos, las herejías, los cismas y los sacrilegios afectasen a su Cuerpo Místico? Cuando todas esas cosas suceden, no quiere decir que el Cuerpo Místico de la Iglesia no es Divino en su más íntima naturaleza, como tampoco la Crucifixión de nuestro Señor significó que Cristo no era de naturaleza divina”[22]. “La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia hace que ella, aunque esté marcada por el pecado de sus miembros, esté preservada de la defección”[23].

San Juan Pablo II explicaba que las palabras de nuestro Señor: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[24] “atestiguan la voluntad de Jesús de edificar su Iglesia, con una referencia esencial a la misión y al poder específicos que Él, a su tiempo, conferirá a Simón”. “La palabra piedra –continuaba diciendo el Papa– expresa un ser permanente, subsistente; por consiguiente, se aplica a la persona [de Pedro], más que a un acto suyo, necesariamente pasajero. La duración de la Iglesia está vinculada a la piedra. La relación Pedro-Iglesia repite en sí el vínculo entre la Iglesia y Cristo. Jesús, en efecto, dice: ‘Mi Iglesia’. Eso significa que la Iglesia será siempre Iglesia de Cristo, Iglesia que pertenece a Cristo. No se convierte en la Iglesia de Pedro, sino, como Iglesia de Cristo, está construida sobre Pedro, que es Kefas en el nombre y por virtud de Cristo”[25].

Frente a los vaivenes del tiempo y las circunstancias, siempre debemos tener presente que “nuestro Señor es el Fundador, la Cabeza, el Sustentador y el Salvador de este Cuerpo Místico”[26]. Sabiendo dar gloria a Dios al confiar sin límites en su Providencia que todo lo dispone para el bien de los que aman a Dios[27] y creer con firmeza inquebrantable que aun los acontecimientos más adversos y opuestos a nuestra mira natural son ordenados por Dios para nuestro bien, aunque no comprendamos sus designios e ignoremos el término al que nos quiere llevar[28].

 El derecho propio dedica abundantes páginas a desarrollar el hondísimo tema teológico de la Vida mística del Verbo Encarnado, ya que de allí brotan principios esenciales para nuestra espiritualidad. No es nuestro intento ahora transcribir todo cuanto allí se dice –aunque sí recomendamos vivamente su lectura[29]– sino que quisiéramos más bien señalar algunos de esos elementos enraizados en la fe en el misterio de la Vida mística de Cristo y que tienen que ver con nuestra vida consagrada y misión particular; ya que ha sido el Espíritu Santo quien le otorgó una gracia singular a nuestro Fundador para que a través de él nuestra Familia Religiosa contribuya a la edificación de la Iglesia según su modo peculiar de vivir la vida religiosa y el apostolado[30].

2. Timbre de honor

 

Todos los miembros del Instituto deben tener muy en claro que “así como el Verbo asumió una naturaleza humana para cumplir el designio de salvación, para prolongar ese designio a través de los tiempos, elige otras naturalezas humanas a fin de que la salvación llegue a todos los hombres de todos los tiempos. La Iglesia es Jesucristo continuado, difundido y comunicado; es como la prolongación de la Encarnación redentora al continuar la triple función: profética, sacerdotal y real”[31]. Unido a ello es imperioso recordar que nuestra pertenencia a la Iglesia, no sólo por el Bautismo sino también por la fe, debe ser nuestro timbre de honor. Es decir, debemos destacarnos por el amor y obediencia filial a nuestra Santa Madre Iglesia.

Pues no podría ser de otro modo ya que la fe en la Iglesia va indefectiblemente unida a la fe en el misterio del Verbo Encarnado. “Pues no se puede separar a la Iglesia de Cristo, ni a Cristo de la Iglesia”[32].

Bien sabemos que el Espíritu Santo luego de la Resurrección y Ascensión a los cielos de Jesús, fue enviado a la Iglesia[33] precisamente en el día de Pentecostés. “Por tanto el Espíritu Santo es un don dado por Dios a la Iglesia: recibiréis el don del Espíritu Santo[34] don que al mismo tiempo la vivifica […] y la vivifica hasta tal punto, que con razón se lo llama ‘Alma de la Iglesia’”[35]. El Espíritu Santo entonces juega un papel fundamental, esencial, constitutivo de la Iglesia. Es Él la fuente de unidad de la Iglesia y la fuente de santidad; es prenda de la vida eterna: el Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra herencia[36], es quien nos auxilia, ya que el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque no sabemos qué orar según conviene, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables[37]; es quien enriquece a la Iglesia con la diversidad de sus dones: todas estas cosas las obra el mismo y único Espíritu, repartiendo a cada cual según quiere[38]. Noten Ustedes que “el Espíritu Santo habita en la Iglesia, no como un huésped que queda, de todas formas, extraño, sino como el alma que transforma a la comunidad en templo santo de Dios[39] y la asimila continuamente a sí por medio de su don específico que es la caridad[40][41]

Por este motivo, el derecho propio paternalmente nos exhorta a pedir “siempre al Señor que nos conceda su Santo Espíritu, y la docilidad a Él, de modo que pertenezcamos cada vez más a Cristo, y por ende a su Cuerpo Místico, ya que si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo[42][43].

“La realidad jerárquica y a la vez mística, visible y espiritual, terrestre y celestial, canónica y carismática, humana y divina [de la Iglesia], por una profunda analogía ‘se asemeja al Misterio del Verbo Encarnado’[44], ya que ‘Cristo mismo está Encarnado en su Cuerpo, la Iglesia’[45]. Por tanto, nosotros, que nos honramos en llamarnos religiosos ‘del Verbo Encarnado’, traicionaríamos gravísimamente nuestro carisma si no trabajásemos por tener una auténtica espiritualidad eclesial, que nos incorpore plenamente a la Iglesia del Verbo Encarnado”[46].

Por lo tanto, no sólo confesamos nuestra fe en la Iglesia como manifestación de la Vida Mística del Verbo Encarnado en el tiempo, sino que buscamos destacarnos por nuestra pertenencia a Ella con toda nuestra vida.

Sin ir más lejos por nuestra misma consagración no se entiende sino en la Iglesia y por eso “deseamos vivir en un estado que ‘imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo…’”[47]. Es así que “movidos por la caridad… queremos vivir más y más para Cristo y su Cuerpo que es la Iglesia”[48].

La existencia de nuestro Instituto y lo que orienta su acción es precisamente la relación vital con la Iglesia, como bien lo expresa el derecho propio a lo largo y a lo ancho de todos sus documentos.  Aquí sólo hemos de hacer notar algunos elementos que lo ponen de manifiesto:

▪ Estamos convencidos de que “solo en la más absoluta fidelidad al Espíritu Santo se puede usar diestramente la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios[49]. Nuestro pobre aliento únicamente es fecundo e irresistible si está en comunicación con el viento de Pentecostés”[50]. Y por eso no concebimos la lectura de la Sagrada Escritura sino hecha ‘en Iglesia[51] para lo cual consideramos como absolutamente necesaria la más estricta fidelidad al Magisterio supremo de la Iglesia de todos los tiempos, norma próxima de la fe[52]. En efecto, para nosotros “la Palabra de Dios debe ser ‘profundizada en Iglesia’[53], es decir, con el mismo Espíritu con que fue escrita[54], solo así entendida, la Palabra de Dios se convierte en la fuerza de nuestro Instituto[55]. De aquí que la formación que impartimos a nuestros formandos “‘se basa y se construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina y de la teología’[56], que proviene de la fe y trata de conducir a ella, como siempre han enseñado el Magisterio de la Iglesia y los teólogos católicos”[57]. Más aun, “las enseñanzas de la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, las Exhortaciones Apostólicas Evangelii nuntiandi y Catechesi tradendae, el discurso del Papa San Juan Pablo II a la UNESCO y otros sobre el mismo tema, el Documento de Puebla, la Carta Encíclica Slavorum Apostoli, la Carta Encíclica Redemptoris missio, la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores dabo vobis, n. 55, c; y todas las futuras directivas, orientaciones y enseñanzas del Magisterio ordinario de la Iglesia que puedan darse sobre el fin específico de nuestra pequeña Familia Religiosa”[58] constituyen nuestra regla de trabajo a fin de realizar una aportación real a la misión que se nos ha encomendado. Por eso no sólo decimos, sino que nos ocupamos y preocupamos por “ser hombres dóciles a la gran disciplina de la Iglesia, expresada en el Código de Derecho Canónico, en todas las demás normas y leyes eclesiales, y dóciles a la disciplina particular de nuestro Instituto”[59].

▪ A su vez, nuestras Constituciones señalan que “el espíritu de nuestra Familia Religiosa no quiere ser otro que el Espíritu Santo y si degenera en otro, desde ahora y desde cualquier lugar, comprometemos nuestra súplica para que el Señor la borre de la faz de la Iglesia”[60].

Todos los miembros del Instituto –ya sean hermanos, seminaristas, sacerdotes, monjes, novicios– forman en la Iglesia la misma y única Congregación; independientemente del lugar de origen o del lugar donde misionen, de cuantos años lleven en la vida religiosa, de los títulos académicos que tengan o no, de los cargos que desempeñen, etc. Todos tenemos la misma regla, el mismo carisma, el mismo patrimonio espiritual, todos tenemos la misma misión, es decir, la de “trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aun en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”[61]. Por eso un intenso amor fraterno nos debe unir hoy y siempre en nuestra vocación.

El Espíritu Santo, “Alma de la Iglesia”, es espíritu de caridad y el derecho propio arroja innumerables provisiones para que se viva según ese espíritu como parte integral y esencial de nuestra fidelidad al carisma y a la misma vocación recibida dentro de la Iglesia. Por ejemplo, se nos indica, y aquí lo quisiéramos enfatizar, que “hay que tratar, por todos los medios, que ‘nadie sea disturbado o entristecido en la casa de Dios’[62]. Para lo cual es totalmente imprescindible vivir la caridad fraterna: ‘Esto es: tengan por más dignos a los demás[63]; soporten con paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su Abad [Superior] con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna’[64][65].

Sin caridad con los hermanos, ya sean estos pares, súbditos o superiores, nuestra confesión de fe en la Vida mística del Verbo Encarnado que se prolonga en toda alma en gracia, no sirve de nada. Por más que este tal haya leído todos los documentos del Magisterio, por más que pase años de misionero en lejanos países o que se sacrifique en el silencio del claustro, por más que se diga hijo obedientísimo de la Iglesia, por más que se diga muy fiel al carisma del Instituto y aparente seguir exteriormente todas sus reglas… Porque quien dice que ama a Dios y no ama a sus hermanos, es un mentiroso[66]. Es más, una persona así “aunque esté con el cuerpo con nosotros no pertenece a nuestra familia espiritual”[67], ya que traiciona o se aparta gravemente del espíritu de nuestra Familia Religiosa que es el Espíritu Santo, Espíritu de Caridad.

▪ Siendo “esencialmente misioneros”[68] los miembros del Instituto como hijos fieles de la Iglesia estamos dedicados por vocación a la difusión del Evangelio. El Espíritu Santo es quien guía nuestro discernimiento de la realidad para interpretar los signos de los tiempos y saber responder con el ímpetu de los santos[69] a las necesidades misionales de la Iglesia de hoy.

Es más, “todas nuestras empresas misioneras las realizaremos en comunión con la Iglesia, siendo conscientes que corresponde al Dicasterio misional dirigir y coordinar en todo el mundo la obra de Evangelización de los pueblos y la cooperación misionera”[70].

En vista de ello, nuestros Seminarios mayores preparan a futuros sacerdotes por la Iglesia y para la Iglesia[71]: por lo tanto, la formación pastoral de los candidatos se empeña en hacerles conocer y vivir las dimensiones eclesiales[72], invitándoles a abrir sus mentes y sus corazones, y hacerlos disponibles para todas las posibilidades que se les ofrezcan de anunciar el Evangelio[73]. Dicha formación intenta además que todos nuestros candidatos estén dispuestos a ser enviados a predicar el Evangelio a cualquier parte del mundo[74] y a “interesarse ‘no sólo por la Iglesia particular… sino también por la Iglesia universal’”[75]. Porque estamos “convencidos de que la dimensión misionera de la vida eclesial no es algo que depende simplemente de la generosidad personal, sino que pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia[76] y del sacerdocio ministerial”[77], damos gran importancia a que nuestros seminaristas se llenen “de un espíritu tan católico que se acostumbren a traspasar los límites de la propia diócesis o nación o rito y ayudar a las necesidades de toda la Iglesia, preparados para predicar el Evangelio en todas partes”[78].

Prueba de ello es que nuestros misioneros dedican todas sus fuerzas al servicio de la gran obra de la instauración y extensión del reino de Cristo en el mundo y se hallan hoy en día en 44 países desempeñando gran variedad de trabajos apostólicos. Y como “el amor de Dios, de la Iglesia y de las almas nos impone el trabajo apostólico vocacional”[79] ya que el tema de las vocaciones “afecta a toda la Iglesia en una de sus notas fundamentales, que es la de su apostolicidad”[80], en la actualidad podemos dar gracias a Dios que en el curso de nuestra corta historia como Instituto religioso y misionero nos ha bendecido con numerosas vocaciones autóctonas de los lugares donde misionamos e incluso de países en donde no estamos todavía. De hecho nuestras numerosas vocaciones en formación provienen de 45 países diferentes. Pues como bien decía San Juan Pablo II: “Las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada son un signo seguro de la vitalidad de una Iglesia”[81]. Deo gratias!  

▪ La Vida mística del Verbo Encarnado se halla enriquecida y apoyada en las tres cosas blancas[82]: la Eucaristía, la Santísima Virgen María y el Papa. “La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Esto significa que la Eucaristía, en la que el Señor entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo[83], es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial”[84]. En este sentido, señala el derecho propio que “la unicidad e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad e indivisibilidad de su Cuerpo Místico. De cada Eucaristía surge el entregarse al Señor insertándose en su Cuerpo uno e indiviso”[85].

Consecuentemente, por el espíritu de fe que nos anima y que nos ha sido legado tenemos como lema “con Pedro y bajo Pedro”[86]. Ya que “la unidad de la Eucaristía y la unidad del Episcopado… no son raíces independientes de la unidad de la Iglesia porque, por institución del mismo Cristo, Eucaristía y Episcopado son realidades esencialmente vinculadas[87][88].

Siendo esto así, el fundamento más profundo de nuestra unidad como Familia Religiosa lo hallamos siempre en la Eucaristía[89]. La Eucaristía es uno de nuestros grandes amores, es lo principal, lo más importante que debemos hacer cada día[90]. Muestra de ello es la gran importancia y el gran cuidado que ponemos en la celebración de la Santa Misa en nuestras comunidades religiosas y misioneras puesto que donde quiera que vayamos la Eucaristía dominical especialmente es central[91]. Desde allí emana nuestra pastoral de la santidad como fuente y medio para establecer una cultura verdaderamente cristiana.

▪ “Por ser la Iglesia ‘Sacramento universal de salvación’[92] está abierta a la dinámica misionera y ecuménica, y no replegada sobre sí misma, ya que ha sido enviada para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de la comunión que la constituye; para reunir a todos y a todo en Cristo[93]. Por eso, a imagen de la Iglesia, nuestra pequeña Familia Religiosa no quiere estar nunca replegada sobre sí misma, sino abierta como los brazos de Cristo en la Cruz, que tenía de tanto abrirlos de amores, los brazos descoyuntados”[94]. Por consiguiente, todos los miembros del Instituto hacen suya la causa ecuménica de la Iglesia pues es nuestra determinación “trabajar con todas nuestras fuerzas para edificar nuestra vida en unión con los legítimos Pastores, y especialísimamente con una adhesión cordial al Obispo de Roma, mostrando así a la Iglesia una:

– Para que todos los cristianos lleguen a la unidad perfecta a fin de que se cumpla la promesa y profecía del Señor: Habrá un solo rebaño y un solo Pastor (Jn 10, 16), y alcance fruto su oración: Padre, que todos sean uno (Jn 17, 21). Es la obra ecuménica.

– Para que todos los hombres confiesen el adorable Nombre del Señor Jesús, cumpliendo con su mandamiento: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15). Es la obra misionera. No olvidando que: ‘es la verdad, más que nada, la que construye la unidad: la comunión de inteligencias fácilmente se transforma en unión de corazones…’[95][96].

Es misión nuestra, por tanto, permanecer “abiertos a toda partícula de verdad allí donde se halle”[97] para descubrir “las semillas del Verbo”, con gozo y respeto, a fin de buscar que los hombres despierten a un deseo más vehemente de la verdad y de la caridad[98].

Sin olvidar que existen innumerables hombres y mujeres que aún no han oído el Nombre de Jesús y a quienes no se ha ofrecido todavía el inmenso don de la salvación, cada día debemos emplearnos en la proclamación explícita de Jesús como Señor, sin la cual no puede existir una verdadera evangelización. Al mismo tiempo, la inculturación y el diálogo interreligioso desempeñan un papel importante en varios lugares donde estamos, allí nuestros misioneros en comunión plena con la Iglesia de Cristo aportan la verdad de la redención que Dios realizó en Jesús. Agreguemos aquí, que un diálogo serio y abierto con las culturas y las religiones no debería ser considerado como opuesto a la misión ad gentes sino “parte de la misión evangelizadora de la Iglesia”[99]. Esto supone de parte de nuestros misioneros una seria preparación personal, dones maduros de discernimiento, fidelidad a los criterios indispensables de ortodoxia doctrinal, integridad moral y comunión eclesial[100]. “Nunca se debe olvidar que el diálogo puede profundizar y purificar la fe católica, pero no puede cambiarla”[101], puesto que “la unidad que busca el ecumenismo no sólo no puede prescindir de la verdad, sino que es unidad en la misma verdad”[102].

▪ Afirman nuestras Constituciones que el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, [está] formada por nosotros mismos que, por la santidad de vida, debemos llegar a ser ‘otros Cristos’[103]. Por tanto, resulta natural que el derecho propio nos exhorte a formarnos en la virtud de acuerdo a “la doctrina de los grandes maestros de la vida espiritual… y de todos los santos de todos los tiempos que la Iglesia propone como ejemplares para que imitemos sus virtudes. De modo tal que siguiendo al Papa en la doctrina y a los santos en la vida, jamás nos equivocaremos, ya que no puede equivocarse el Papa en las enseñanzas de la fe y de la moral, ni se equivocaron los santos en la práctica de las virtudes”[104]. Más aun, la Santísima Virgen, miembro eminentísimo del Cuerpo Místico de Cristo, es otro de nuestros grandes amores por “su unión con Cristo y con la Iglesia. Por habernos engendrado a nosotros, los miembros, junto a la Cabeza. Por habernos sido dada como Madre”[105]. Pues, “no se puede hablar de Iglesia si no está presente María… A la única Iglesia de Cristo le es esencial la dimensión mariana, como le es esencial la dimensión eucarística y la dimensión petrina”[106]. En efecto, María es para nosotros modelo de comunión eclesial y la imagen y principio de la Iglesia[107], y creemos firmemente que, así como estuvo en medio de los Apóstoles, así está en medio de nosotros y de la Iglesia de todos los tiempos[108].

Asimismo, en nuestra tarea de anunciar el Evangelio ya desde los inicios del Instituto se nos ha inculcado el hacerla siempre “con el fervor y el entusiasmo de los santos, aún en los momentos de dificultad y persecución en un mundo descristianizado y ateo”[109]. Porque “los santos son señal elocuentísima de la vitalidad de la Iglesia, ellos siempre han transformado al mundo. Han sido los verdaderos reformadores del mundo y de la Iglesia. Son los mejores miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Son el fruto mayor y más completo de la Encarnación y de la Redención. Los santos han sido los eximios testigos y protectores de la Tradición divina de la Iglesia, o sea, recuerdan y transmiten con sus vidas el aliento mismo de la Iglesia. Ellos han sabido superar todos los obstáculos que se oponían a la Evangelización, y, por lo tanto, son modelos a seguir y a los cuales debemos acudir en la obra de Evangelización”[110].

▪ “Nuestro tercer gran amor [es y] debe ser siempre la blanca figura del Papa: ‘Allí donde está Pedro, allí está la Iglesia’” [111]. Pues entendemos que “la idea de Cuerpo de las Iglesias reclama la existencia de una Cabeza de las Iglesias, que es precisamente la Iglesia de Roma”[112]. Así, entonces, los miembros del Instituto dondequiera que nos encontremos nos esforzamos por dar “testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad de la Iglesia universal, y con el obispo ‘principio y fundamento visible de unidad’ en la Iglesia particular, y en la ‘mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia’”[113]. Consecuentemente, “hacemos nuestra la enseñanza de San Ignacio de Loyola: ‘Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia Jerárquica así lo determina’[114][115]. Porque “estar en todo con el Papa quiere decir estar en todo con Dios; amar a Jesucristo y amar al Papa es el mismo amor”[116], ya que “… amar al Papa, amar a la Iglesia, es amar a Jesucristo”[117].

Persuadidos de que “al Papa se le debe amar en cruz; y quien no lo ama en cruz, no lo ama de veras”[118], el derecho propio hace suya la expresión de San Luis Orione que dice: “Nosotros debemos anonadarnos a los pies de la Iglesia y de los Superiores y obedecer por amor a Cristo y ser como estropajos… que nadie jamás nos supere en obediencia filial, en obsequiosidad y amor al Papa y a los Obispos, a quienes el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios”[119].

3. Para enriquecer a su única Iglesia

 

Desde Pentecostés hasta nuestros días, el Espíritu Santo derrama sus dones en una gran multiplicidad de formas para enriquecer con ellas a su única Iglesia, que, en su variada belleza, despliega en la historia la inescrutable riqueza de Cristo[120].  En cualquier caso, se trata siempre de un don divino, fundamentalmente único, aun dentro de la multiplicidad y variedad de los dones espirituales, o carismas, concedidos a las personas y a las comunidades[121].

Dentro de la inmensidad de dones con los que Dios se complace embellecer a su Iglesia se hallan los carismas concedidos a hombres y mujeres destinados a fundar obras eclesiales y especialmente institutos religiosos, los cuales reciben su caracterización de los carismas de los fundadores, viven y actúan bajo su influjo y, en la medida de su fidelidad, reciben nuevos dones[122], como explicaba San Juan Pablo II. De hecho, el Concilio observa que “la Iglesia recibió y aprobó de buen grado con su autoridad” las familias religiosas[123]; pues a ella le compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno[124]. Esa “es la razón por la cual la Iglesia defiende y sostiene el carácter propio de los diversos institutos religiosos”[125] .

De aquí que “un verdadero religioso guarda fidelidad y muestra un gran amor no sólo al don de la vida religiosa sino también a su propio instituto, que incluye de modo particular “la mente y propósito del Fundador”[126] y las Constituciones[127] ya que en última instancia se trata de ser fieles al don de Dios y a su Iglesia que ha suscitado nuestra Familia Religiosa para un servicio eclesial específico: la evangelización de la cultura.

Habiendo la Iglesia erigido canónicamente nuestro Instituto y aprobado sus Constituciones aquel 8 de mayo de 2004 hay un vínculo particular recíproco entre ambos, pues a partir de ese momento nuestro Instituto entró a formar parte del patrimonio espiritual y apostólico de la Iglesia[128].

Por eso, muy cercanos a celebrar el día de la gracia fundacional, y dentro del contexto eclesial que venimos tratando, nos parece conveniente volver a citar aquella advertencia paternal que nos hacía el Padre Espiritual de nuestro Instituto diciendo: “a veces se encuentra en la actualidad un prejuicio, según el cual deberían eliminarse las ‘diferencias’ que caracterizan y distinguen entre sí a los institutos religiosos. Cada instituto debe preocuparse de mantener su propia ‘fisonomía’, el carácter específico de su propia razón de ser, que ha ejercido un atractivo, que ha suscitado vocaciones, actitudes particulares, dando un testimonio público digno de aprecio. Es ingenuo y presuntuoso creer, a fin de cuentas, que cada instituto debe ser igual a todos los demás practicando un amor general a Dios y al prójimo. Quien así pensara, olvidaría un aspecto esencial del Cuerpo Místico: la heterogeneidad de su constitución, el pluralismo de modelos en los cuales se manifiesta la vitalidad del espíritu que lo anima, la trascendente perfección humana y divina de Cristo, su Cabeza, que solo puede ser imitada según los innumerables recursos del alma animada por la gracia”[129].

Conscientes de la gran importancia de nuestra vocación específica, tanto para nuestra Familia Religiosa como para toda la Iglesia, conozcamos, profundicemos, vivamos con convencimiento y trasmitamos la espiritualidad propia del Instituto a toda la Iglesia.

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Como decíamos al inicio, este mes de mayo que hoy iniciamos está sembrado de fechas muy significativas para nuestro Instituto: el 3 de mayo, día de la gracia fundacional; el 8 de mayo, solemnidad de la Virgen de Luján –Reina del Instituto–; y el 23 de mayo, solemnidad de Pentecostés, día en que nació la Iglesia.  Todas ellas nos invitan a hacer un alto y celebrar el don que el Espíritu Santo ha concedido a nuestro Instituto en relación con las necesidades crecientes de la Iglesia y del mundo. Sepamos reconocer en el magnífico carisma y patrimonio espiritual de nuestro Instituto uno de los signos más claros de la generosidad divina, que ha inspirado y sigue impulsando a la generosidad de tantas almas. Es preciso alegrarse de verdad por este hecho ya que indica que entre los hombres se ensancha y profundiza el sentido del servicio al reino de Dios y al desarrollo de la Iglesia.

Tengamos confianza en el que nos ha llamado, el mismo Verbo Encarnado, Cabeza de la Iglesia. Él nos ha confiado el maravilloso don de esta vocación especial en función de toda la Iglesia, para que vayamos y demos fruto, un fruto que permanezca[130]. Tengamos confianza en Dios que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén[131].

 Que María Santísima, Madre de la Iglesia, a quien celebraremos con gran solemnidad este próximo 8 de mayo, bendiga y proteja siempre la vida de nuestro Instituto. Que por su intercesión el Señor nos conceda su Santo Espíritu, y la docilidad a Él, de modo que pertenezcamos cada vez más a Cristo[132], y por ende a su Cuerpo Místico, y podamos “cantar siempre las misericordias de Dios”[133].

[1] Cf. 1 Co 10, 4.

[2] 1 Co 3, 11.

[3] Santa Isabel de la Trinidad, Elevaciones, Elevación 34.

[4] Rm 8, 9.

[5] Constituciones, 7.

[6] Directorio de Espiritualidad, 244.

[7] Directorio de Espiritualidad, 244; op. cit. Lumen Gentium, 8.

[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 227.

[9] Constituciones, 44.

[10] Directorio de Vida Consagrada, pie de página 416; op. cit. Elementos Esenciales de la Vida Religiosa, 11.

[11] Directorio de Vida Consagrada, 318; op. cit. Lumen Gentium, 45.

[12] Constituciones, 1; op. cit. Lumen Gentium, 8.

[13] Directorio de Espiritualidad, 4; op. cit. San Agustín, De Trinitate, VI, 10; PL 34, 148; cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, 59, 1 ad 2.

[14] Cf. Ef 1, 22.

[15] Cf. 1 Tm 4, 10; 1 Jn 2, 2.

[16] Rm 8, 29.

[17] Jn 1, 14.

[18] Jn 1, 16.

[19] Directorio de Espiritualidad, 5.

[20] P. C. Buela, IVE, El Arte del Padre, Parte II, cap. 1; cf. S. Th., III, q. 8, a. 7.

[21] San Juan Pablo II, Audiencia General (25/11/1992).

[22] Cf. Rock Plunged into Eternity, cap. 5. [Traducido del inglés]

[23] San Juan Pablo II, Audiencia General (08/07/1998).

[24] Mt 16, 18.

[25] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (25/11/1992).

[26] Pío XII, Carta encíclica Mystici Corporis Christi, 11 (29/06/1943).

[27] Cf. Rm 8, 28.

[28] Cf. Directorio de Espiritualidad, 67.

[29] Directorio de Espiritualidad, 226-312.

[30] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 319.

[31] Directorio de Espiritualidad, 227.

[32] San Juan Pablo II, Carta a los participantes en la XV Asamblea general de los religiosos de Brasil (11/07/1989).

[33] Cf. Directorio de Espiritualidad, 234.

[34] Hch 2, 38.

[35] Cf. Directorio de Espiritualidad, 234.

[36] Ef 1, 13-14.

[37] Rm 8, 26.

[38] 1 Co 12, 11.

[39] 1 Co 3, 17; cf. 6, 19; Ef 2, 21.

[40] Cf. Rm 5, 5; Ga 5, 22.

[41] San Juan Pablo II, Audiencia General (08/07/1998).

[42] Rm 8, 9.

[43] Directorio de Espiritualidad, 235.

[44] Lumen Gentium, 48.

[45] San Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro de oración en Toronto (15/09/1984), 5; OR (30/09/1984), 15.

[46] Directorio de Espiritualidad, 244.

[47] Constituciones, 2; op. cit. Lumen Gentium, 44.

[48] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 23; op. cit. Perfectae Caritatis, 1.

[49] Ef 6, 17.

[50] Constituciones, 18.

[51] San Juan Pablo II, Discurso al Consejo internacional de los Equipos de Nuestra Señora (17/09/1979); OR (30/09/1979), 8.

[52] Cf. Directorio de Espiritualidad, 222.

[53] San Juan Pablo II, Alocución a los obispos de Malí (26/03/1988); OR (24/04/1988), 11; cf. San Juan Pablo II, Renovar la familia a la luz del Evangelio. Discurso al Consejo Internacional de los Equipos de Nuestra Señora (17/09/1979); OR (30/09/1979), 8. 

[54] Dei Verbum, 11.

[55] Cf. Directorio de Espiritualidad, 238.

[56] Pastores Dabo Vobis, 53.

[57] Directorio de Espiritualidad, 223.

[58] Constituciones, 27.

[59] Constituciones, 217.

[60] Constituciones, 18.

[61] Constituciones, 30.

[62] San Benito, Santa Regla, XXXI, 19.

[63] Rm 12, 10.

[64] San Benito, Santa Regla, LXXII, 1-12.

[65] Cf. Directorio de Espiritualidad, 95.

[66] Cf. 1 Jn 4,20 citado en Directorio de Obras de Misericordia, 15b.

[67] Directorio de Espiritualidad, 42.

[68] Constituciones, 31.

[69] Directorio de Espiritualidad, 216.

[70] Directorio de Misiones Ad Gentes, 159.

[71] Directorio de Seminarios Mayores, 427.

[72] Ibidem.

[73] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 428.

[74] Cf. Constituciones, 183.

[75] Directorio de Seminarios Mayores, 429.

[76] Cf. Ad Gentes, 2.

[77] Directorio de Seminarios Mayores, 430.

[78] Ibidem.

[79] Directorio de Vocaciones, 1.

[80] Directorio de Espiritualidad, 288; op. cit. San Juan Pablo II, Meditación dominical a la hora meridiana del Regina Coeli (16/04/1989), 3; OR (23/04/1989), 1.

[81] Homilía durante la Misa celebrada en el Seminario mayor regional de Seúl, Corea (03/05/1984), 4; OR (13/05/1984), 2. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 291.

[82] Cf. Constituciones, 44.

[83] Cf. Lumen Gentium, 3. 11.

[84] Directorio de Espiritualidad, 295.

[85] Directorio de Espiritualidad, 298.

[86] Constituciones, 211; op. cit. Ad Gentes, 38.

[87] Cf. Lumen Gentium, 26

[88] Cf. Directorio de Espiritualidad, 299.

[89] Cf. Directorio de Espiritualidad, 300.

[90] Directorio de Vida Consagrada, 202.

[91] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 244.

[92] Lumen Gentium, 48.

[93] Cf. Mt 28, 19-20; Jn 17, 21-23; Ef 1, 10; Lumen Gentium, 9. 13. 17; Ad Gentes, 1.

[94] Cf. Directorio de Espiritualidad, 263.

[95] San Juan Pablo II, Alocución a los sacerdotes, religiosos, religiosas, miembros de institutos seculares y seminaristas en el Centro Pastoral Pablo VI (13/05/1982), 8; OR (23/05/1982), 10.

[96] Directorio de Espiritualidad, 59.

[97] Constituciones, 231.

[98] Cf. Directorio de Espiritualidad, 264.

[99] Directorio de Misiones Ad Gentes, 101.

[100] Cf. San Juan Pablo II, A los capitulares de la Sociedad del Verbo Divino (30/06/2000).

[101] Directorio de Ecumenismo, 118.

[102] Directorio de Ecumenismo, 108.

[103] Constituciones, 7.

[104] Cf. Constituciones, 212-213.

[105] Directorio de Espiritualidad, 303.

[106] Cf. Directorio de Espiritualidad, 306.

[107] Cf. Directorio de Espiritualidad, 304.

[108] Cf. Directorio de Espiritualidad, 305.

[109] Directorio de Misiones Ad Gentes, 143.

[110] Ibidem.

[111] Directorio de Espiritualidad, 309; op. cit. San Ambrosio, Enarr. in Psalmos, XL, 30.

[112] Directorio de Espiritualidad, 310.

[113] Directorio de Tercera Orden, 70; op. cit. Christifideles Laici, 30.

[114] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [365].

[115] Directorio de Espiritualidad, 312.

[116] San Luis Orione, Cartas, I, 99; cit. en OR (24/07/1992), 1; citado en Directorio de Espiritualidad, 312.

[117] San Luis Orione, “Carta del 1 de julio de 1936”, en Cartas, 133.

[118] San Luis Orione, Cartas, I, 99; cit. en OR (24/07/1992), 1; citado en Directorio de Espiritualidad, 312.

[119] Directorio de Espiritualidad, 76; op. cit. San Luis Orione, “Carta sobre la obediencia a los religiosos de la Pequeña Obra de la Divina Providencia. Epifanía de 1935”, en Cartas de Don Orione, ed. Pío XII, Mar del Plata 1952.

[120] Ef 3, 8.

[121] Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 103, 2.

[122] Catequesis sobre la vida consagrada (28/09/1994).

[123] Perfectae Caritatis, 1.

[124] Cf. 1 Ts 5, 19.21; cf. 5, 12; op. cit. Lumen Gentium, 12.

[125] Directorio de Vida Consagrada, 316; op. cit. Potissimum Institutioni, 16.

[126] Cf. Código de Derecho Canónico, canon 578.

[127] Directorio de Vida Consagrada, 317.

[128] Cf. Elio Gambari, Vita Religiosa secondo il Concilio e il nuovo Diritto Canonico, Roma 1985, 50; citado en Directorio de Vida Consagrada, 323.

[129] A la Unión Internacional de Superioras Generales en Roma (14/05/1987); op. cit. Perfectae Caritatis, 2b.

[130] Cf. Jn 15, 16.

[131] Ef 3, 20-21.

[132] Directorio de Espiritualidad, 235.

[133] Constituciones, 39.

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