Nuestra alegría ha de ser espiritual y sobrenatural

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Nuestra alegría ha de ser espiritual y sobrenatural

Directorio de Vida Consagrada, 392

“Nuestro mundo se está volviendo viejo con tanta seriedad…el sacerdote hoy tiene la misión de mantener el carácter diáfano del universo y así preservar el humor”[1], escribía el Venerable arzobispo Fulton Sheen.

Dentro de unos días vamos a celebrar junto a los cristianos del mundo entero el misterio de la Resurrección de nuestro Señor, misterio del cual brota “un elemento que debe ser esencial en nuestra espiritualidad[2]: la alegría.

¿De qué alegría se trata?

No nos referimos aquí a “la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo”[3]. El derecho propio nos dice que “nuestra alegría ha de ser espiritual y sobrenatural”[4].  Por eso quisiéramos dedicar este espacio a desarrollar al menos en sus notas más sobresalientes qué quiere decir que nuestra alegría debe ser espiritual y sobrenatural.

Vayan estas páginas como sentido homenaje a tantos de nuestros religiosos que en muchas partes y desempeñando muy variados oficios viven en constante alegría, conservando el recuerdo de los beneficios de nuestro Señor, y a pesar de sus cansancios, limitaciones, pruebas y fracasos viven alegres por estar cerca de Cristo y ser útiles a la Iglesia. Pero muy especialmente vayan estas páginas a todos aquellos que, por lo infructuoso de sus trabajos apostólicos, por los diferentes tormentos espirituales y las densas soledades están vacilantes, desalentados y prontos a rendirse a la tristeza. Dios quiera servirse de estas líneas para consolarlos y para que vuelva a sus almas la serena alegría.

1. Alegría

 

La alegría puede ser natural o espiritual. La alegría natural es, por ejemplo, la del joven religioso cuya alma todavía no ha experimentado las pruebas de la desilusión misionera; o la alegría de la salud cuando toda la comida le sabe a uno bien; es la alegría del éxito después de una batalla ganada, o es la alegría de los afectos cuando uno se siente querido y “el sentirse amado siempre produce consuelo y alegría”[5]. Todas estas alegrías ‘naturales’ son intensificadas y elevadas sobre una base más duradera y profunda por las alegrías espirituales.

En general, podríamos decir que “la alegría espiritual es la serenidad de temperamento en medio de las situaciones cambiantes de la vida, como la que tiene una montaña cuando una tormenta la arrasa. Por eso un hombre que no tiene su alma enraizada en lo Divino sobredimensiona cada problema. No puede aplicar todo su potencial a ninguna cosa porque está preocupado por muchas cosas”[6]. Más que una actitud pasajera, la alegría espiritual es más bien un hábito y al ser más permanente hace que las cosas difíciles se sobrelleven más fácilmente.

En otras palabras, esta alegría espiritual a la que nos referimos puede ser experimentada tanto en la prosperidad como en la adversidad. En la prosperidad consiste no en los bienes que se disfrutan, sino en los bienes que se esperan; no en los placeres que se experimentan sino en la promesa de aquellos en los cuales creemos aun sin haberlos visto. Los bienes pueden abundar, pero aquellos que esperamos son de esa clase que ni la polilla ni la herrumbre destruyen, ni los ladrones pueden usurpar. Es la alegría que se experimenta aun en la adversidad al saber que el Divino Maestro murió en la cruz como condición para su Resurrección[7].

Por eso el derecho propio dice que “el hecho espléndido de que Cristo resucitó nos debe llevar a vivir… con inmensa alegría”[8]. Y de aquí se desprende una de las notas características de ‘nuestra alegría’. La alegría del misionero, del religioso, del monje del Verbo Encarnado está íntimamente relacionada al Misterio Pascual de Cristo, es decir, a nuestra Redención. Precisamente nuestra alegría es espiritual porque “nace de la contemplación de los misterios de la Vida de Cristo, en particular de su Encarnación y de su Resurrección”[9]. Por tanto, admitamos que la alegría espiritual halla su fuente, se nutre y se conserva en la oración, en la familiaridad con el Verbo Encarnado[10].

  • Contemplación de la Encarnación 

“Por la Encarnación del Verbo se hace creíble la inmortalidad de la dicha”[11] dice San Agustín. Jesús con su nacimiento trajo una “nueva visión” al mundo y a los hombres. Solo si somos humildes podemos contemplar en el Niño recostado en el pesebre en el Verbo hecho carne, a la Omnipotencia divina, a la Alegría infinita[12]. Pero, como decimos, para eso hace falta ser humildes, hacerse pequeños y entrar en el juego divino de no tomarse a sí mismo en serio, de no creerse demasiado central, para poder llegar a ser por gracia lo que Él es por naturaleza[13]. Consecuentemente, hay que elevarse hasta el alegre olvido de sí mismo[14].

“El nacimiento del Verbo Encarnado nos urge, entre otras cosas, a vivir en la alegría, fruto del Espíritu Santo y consecuencia de la Encarnación, como anunció el ángel a los pastores: os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo (Lc 2, 10); es la alegría de la Virgen María, ‘causa de nuestra alegría’”[15].

Muy hermosamente el Directorio de Vida Contemplativa desarrolla este punto diciendo: “En la Encarnación del Verbo puede ya percibirse un cierto ‘juego’ amoroso y eterno que sólo Dios podía llevar a cabo:

– el hombre había ambicionado hacerse como Dios[16] por el pecado; por la Encarnación Dios se hace hombre[17] para salvarlo y elevarlo, por la gracia, a su nivel divino.

– El hombre pecó pretendiendo ‘ser adulto’, conocedor del bien y del mal; Dios, la Sabiduría Eterna, al encarnarse ‘se hace niño balbuciente’ para que el hombre alcance su madurez en Cristo[18].

– El hombre, queriendo correr la aventura de su autonomía, le pidió a Dios, la parte de su herencia[19], y acabó apacentando cerdos[20]; Dios, siendo rico se hizo pobre para enriquecerlo con su pobreza[21][22].

Por eso nuestra alegría −según lo que llegamos a entender− tiene que ver también con hacerse como niños (lo cual −aclaramos− nada tiene que ver con el infantilismo que hace que personas llegadas a la madurez biológica demuestren actitudes psicológicas propias de la infancia). La infancia espiritual devuelve la alegría a nuestras vidas porque nos hace humildes y, por lo mismo, nos hace reconocer que necesitamos de la Redención.

Dios se ríe de los que se creen ‘sabios’ porque ostentan algún título académico o de los que se creen ‘algo’ porque ocupan algún puesto de importancia, o de los que piensan que ‘no necesitan nada’ porque tienen algunas pocas cosas. La Encarnación del Verbo nos enseña a vivir según criterios muy distintos a esos y particularmente a nosotros que hacemos profesión religiosa y queremos confesar con valentía y fortaleza la fe en Cristo. Porque, en definitiva, el vivir alegres es una cuestión de fe.

“Si un sacerdote pierde la fe, pierde la alegría. En la medida en que aumenta su fe, aumenta su alegría al punto de la locura de la cruz”[23]. Nadie se engañe a sí mismo –dice el apóstol– Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para hacerse sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad para Dios[24]. Esa es la lógica de la Encarnación que muy elocuentemente describe el derecho propio: “La locura de la cruz consiste en vivir las bienaventuranzas. ¡Bienaventurados los locos por Cristo! Se los llevará de aquí para allá, se reirán de ellos y los tendrán por torpes, atrasados y, aun, débiles mentales: de ellos es el Reino de los Cielos. ¡Bienaventurados los locos por Cristo! Porque se han despojado a sí mismos y están ante Dios con toda su candidez. ¡Bienaventurados estos locos por Cristo! Ninguna sabiduría del mundo podrá jamás engañarlos. Es la locura del amor sin límites ni medidas. Es bendecir a los que nos maldicen[25], es no devolver mal por mal (Rm 12, 17). Cuando el mundo nos diga: ¡Mirad a los locos! se les tiran piedras y ellos besan la mano que las tira, se ríen y burlan de ellos y ellos ríen también, como niños que no comprenden; se les golpea, persigue y martiriza, pero ellos dan gracias a Dios que los encontró dignos. Cuando el mundo diga eso, es señal que vamos bien”[26].

El misterio de la Encarnación nos pone en contacto con Cristo anonadado, con Cristo Víctima a quien nosotros debemos imitar. Pero del mismo modo que Cristo supo soportar toda pena, toda humillación, e incluso la muerte por amor nuestro, nosotros también debemos saber ver en esas mismas cosas la oportunidad para devolver a Cristo amor por amor. “Si no aprendemos a ser víctimas con la Víctima, todos nuestros sufrimientos son inútiles”[27]. Pero el sufrimiento se vence amando y encontrando en él un nuevo modo de servir a los demás. Y ese servicio se transforma en alegría espiritual, la cual nos permite, a pesar de las pruebas y los obstáculos de esta vida, no desanimarnos y seguir siempre adelante. Lo nuestro es ser sacerdotes siempre víctimas, pero en el espíritu siempre victoriosos. Seamos imitadores de Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia[28]. La fe es la que nos da la valentía de superar las derrotas, que en definitiva, a la luz de la Encarnación y de la Resurrección de Cristo, son solo derrotas aparentes. Pues nuestra victoria sobre el mundo es precisamente nuestra fe en el Hijo de Dios que encarnado ha venido al mundo[29].

Cuando pasaba Jesucristo, el Verbo Encarnado, toda la gente se alegraba[30]. Del mismo modo nosotros, misioneros del Verbo Encarado que hacemos profesión religiosa para que nuestra vida sea memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, el Verbo hecho carne[31], debemos esforzarnos por irradiar la alegría de Cristo[32]. La nuestra no es una alegría cualquiera, es espiritual y es sobrenatural y por lo mismo es incontenible, por eso nuestro lema es “vivir en cristalina y contagiosa alegría”[33]

Es cierto que “hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que ‘se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo’[34]. Es una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros mundanos”[35].

La kénosis del Señor en su Encarnación y en su Pasión nos hace ver la relación misteriosa que hay entre la renuncia y la alegría interior, entre el sacrificio y la amplitud de corazón, entre la disciplina y la libertad espiritual[36]. No seamos pesimistas: ¡Alegrémonos incluso en los padecimientos[37]!

Para ayudarnos en esto, y casi como al pasar, el derecho propio nos da la siguiente provisión: “Es conveniente que el sacerdote […] desee y se alegre de visitar y adorar a Cristo sacramentalmente presente en la Eucaristía”[38].

  • Contemplación de la Resurrección

 “No hay motivo mayor de alegría –dice el derecho propio– que la Resurrección del Señor, porque su triunfo es nuestro triunfo, su victoria es nuestra victoria. El Misterio Pascual es la manifestación por excelencia del amor de Dios a los hombres: los amó hasta el extremo[39]. Por eso en este misterio debemos alegrarnos, y nuestra alegría debe ser permanente[40].

Ahora bien, para que nuestra alegría sea permanente además de tener bien fija la mirada en el Verbo Encarnado hay que tener buen sentido del humor, tan destacado, por ejemplo, en Santo Tomás Moro, que decía: “Felices los que saben reírse de sí mismos porque nunca terminarán de divertirse”, o en san Felipe Neri a quien el derecho propio cita con la siguiente frase: “‘la melancolía es el octavo pecado capital’[41][42], o en el Beato mártir Miguel Agustín Pro a quien “ni los sufrimientos, ni las graves enfermedades, ni la agotadora actividad ministerial, ejercida frecuentemente en circunstancias penosas y arriesgadas, pudieron sofocar el gozo irradiante y comunicativo que nacía de su amor a Cristo y que nadie le pudo quitar”[43] y terminó su vida como siempre la vivió: generosamente, con alegría para darlo todo y sin quedarse con nada.

“El sacerdote no puede tomar este mundo muy seriamente. Somos peregrinos, no turistas. El Reino de Dios no es la Ciudad Secular”[44], decía Fulton Sheen. Por eso, conscientes de que somos peregrinos debemos tener el corazón puesto en Dios y aprender a tener una visión providencial de la vida, sabiendo mirar todo como venido de Aquel que no se olvida ni de un pajarillo… y tiene contados hasta nuestros cabellos[45]. Y “al decir todas las cosas quiere decir todos los acontecimientos, prósperos o adversos, lo concerniente al bien del alma, los bienes de fortuna, la reputación, todas las condiciones de la vida humana, todos los estados interiores por los que pasamos, hasta las faltas y los mismos pecados”[46].

Por este motivo, nuestra alegría si ha de ser permanente no puede ser mundana. “La mundanidad es siempre triste, porque si perdemos la pelota de este mundo, nos sentimos miserables. Cuanto más santos somos, menos tristes estamos. Y si hoy en día hay sacerdotes tristes, no es porque ‘el mundo está lleno de problemas’ –¿cuándo ha estado sin problemas?–, es porque el sacerdote ha perdido la transparencia de la fe”[47], en el sentido de que ha perdido esa capacidad de ver la providencia de Dios en los sucesos de este mundo y de su vida en particular. Por eso decimos que nuestra alegría es sobrenatural.

Ahora bien, es verdad que “en toda comunidad se encuentran diversas categorías de almas. Algunas viven alegres e irradiando en torno a sí la santa alegría de la cual gozan. No la puramente sensible, que puede depender del temperamento, sino la interior que preludia la felicidad eterna. Otros no gozan de ella, en su interior están turbados, inquietos, infelices. ¿Por qué esta diferencia? Porque, en el primer caso, el que busca a Dios en todas las cosas, lo encuentra siempre y en todo lugar, y con Dios adquiere el sumo bien y la felicidad que no se pierde. En el segundo caso, en cambio, el alma se aferra a las criaturas, alimenta el amor propio y buscándose a sí mismo se dirige al vacío, y esto no puede contentarla. Se dará del todo a la ocupación exterior, pero esa distracción será ilusoria e insuficiente; encontrará distracción, pero no consuelo y sentirá su vida pesada y difícil de llevar”[48].

Cuánto debemos guardarnos de no caer en la tentación de ser el sacerdote crispado: “todo seriedad, siempre distante, inaccesible, tenso, que no sabe reír, toda sana distracción le parece una liviandad, una palabra mal sonante es para él un grave pecado, para quien pareciera que no es virtud la eutrapelia, quien por ver el árbol se olvida del bosque, y suele hacer tormentas en un vaso de agua”[49]. O en la tentación de ser un sacerdote malhumorado: “siempre impaciente, hosco, que sólo es accesible cuando está de buen humor, y se vuelve estéril, todo lo ve negro, no es célibe sino solterón, ignora de hecho que un miligramo de gracia pesa más que todos los pecados del mundo, aun éstos elevados a la enésima potencia”[50]. “La alegría serena es la externa expresión de una intimidad espiritual equilibrada”[51].

Muy por el contrario, debemos intentar cada día tener un espíritu positivo y esperanzado, y sin perder el realismo saber tomar las cosas con cierto sentido del humor, siendo agradecidos y no demasiado complicados. Esta actitud, esta visión sobrenatural de las cosas, este desapego de lo terreno es, según Fulton Sheen, el vestíbulo del misticismo[52].

Como sacerdotes debemos aprender a espiritualizar, sacramentalizar y ennoblecer todo en este mundo y hacer de eso oración, es decir, elevar todo a Dios y unirnos voluntariamente en todo con Él, mediante el ejercicio activo de la fe, la esperanza y la caridad. Fíjense Ustedes que ninguna ocupación es tan baja como para no ser espiritualizada, ningún sufrimiento tan duro como para no ser ennoblecido. Debemos desarrollar en nosotros esa capacidad que no deja pasar las muchas ocasiones que nos da la vida diaria sin hacer de ellas oración o sacar de ellas una lección divina. Por eso con cierto humor el derecho propio nos pone ante esta situación: “nos urge a trabajar en los lugares más difíciles (aquellos donde nadie quiere ir) y cuando allí no se pueda seguir, luego de rezarlo una noche ante Jesús Sacramentado, pedirle al obispo que nos envíe a un lugar peor”[53]. Para que aún en una situación así, sepamos dónde encontrar la calma, recuperar el sentido sobrenatural de las cosas y responder aún con mayor entrega, sin desalentarnos.

La Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor nos eleva por encima de nuestras precariedades y situaciones, tantas veces miserables, al plano sobrenatural. Fulton Sheen decía: “Si un acto de contrición tuviese que ser traducido en una expresión facial, sería una sonrisa…  Si uno no sabe que está herido nunca se puede alegrar de ser curado”[54].

Es en este sentido que el derecho propio nos exhorta “a redescubrir […] la belleza y la alegría del sacramento de la Penitencia”[55] como ocasión para experimentar “la alegría consoladora del perdón”[56]. ¡Qué alegría más cristalina que la de la conciencia limpia!

Es más, podemos decir que la Resurrección de Cristo, no sólo es causa de gozo para el Señor sino también para los redimidos, ya que nos permite hacer nuestras las palabras del salmo: Entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría[57].

Un día San Juan Pablo II, hablando a los sacerdotes y religiosos en Copenhague, les decía (y hoy quiere repetirnos a nosotros): “Dios no nos ha llamado solo a una vida de sacrificio y de renuncias, sino también a una vida de íntima alegría y plenitud”[58]. Eso también es importante tenerlo presente. Porque a veces se identifica el proyecto de santificación o la ‘perfección evangélica’ unilateral o exclusivamente con la abnegación y la cruz, la renuncia y la purificación. No hay duda: el seguimiento a Cristo requiere todo eso como primera condición del discípulo, y es importante también aceptarlo y asumirlo, pues son lineamientos básicos del único Evangelio. Sin embargo, lamentablemente a veces reducimos la santidad a solo eso, cuando en realidad, las noches activas y pasivas cumplen la función de disponernos para que la acción divina alcance su plenitud: la unión con Dios, la Alegría infinita. Y eso no se ha de olvidar.

2. Características distintivas

 

Individualicemos ahora algunas notas distintivas de la alegría que debe caracterizarnos y nuestro modo específico de vivirla y manifestarla en el Instituto.

Nuestra misma consagración como religiosos debe ser fuente de alegría, eso en primer lugar. Pues la profesión de nuestros votos proclama “la alegría de vivir según las bienaventuranzas evangélicas”[59]. Y para aquellos que ya somos sacerdotes, “nuestra identidad [sacerdotal], nuestra verdadera dignidad, debe ser especialmente la fuente de nuestra alegría y la certeza de nuestra vida”[60].

Vivida en comunidad: Consecuentemente esta alegría espiritual y sobrenatural de la que venimos hablando se debe vivir y manifestar también comunitariamente. “El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar con el bien de los otros: Alegraos con los que están alegres[61][62]. Pues la alegría es “fruto del Espíritu Santo y efecto de la caridad, y por lo tanto hay que tratar, por todos los medios, que ‘nadie sea disturbado o entristecido en la casa de Dios’. Para ello es totalmente imprescindible vivir la caridad fraterna[63]. Lo cual es regla tanto para superiores como para súbditos. ¡Cuántos religiosos viven desalentados o tristes por desavenencias entre sí! 

Hay que tener cuidado con eso porque una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga y muy pronto sus miembros se verán tentados de buscar en otra parte lo que no pueden encontrar en su casa…[64]. Por el contrario, la alegría en los religiosos suscita un enorme atractivo hacia la vida religiosa, es una fuente de nuevas vocaciones y es un apoyo para la perseverancia[65].

El derecho propio es claro: “Toda comunidad de nuestra pequeña Familia Religiosa debe vivir ese espíritu de sano esparcimiento y de contagiosa alegría, que se fundan en el cumplimiento de los deberes religiosos y en el considerar siempre que ‘Dios es el primer servido[66][67]. Ahora bien, “sólo se alegra verdaderamente el que se alegra en el amor: ‘donde se alegra la caridad, allí hay festividad[68]. Y esto porque toda fiesta implica una riqueza existencial que a su vez nace de una renuncia, pues no puede haber un tiempo para fiesta si no se renuncia a algo. Y esta renuncia implica amor, pues no hay renuncia donde no hay amor[69][70]. Y de esto se sigue la siguiente nota práctica para vivir la alegría como religioso del Verbo Encarnado. A saber:

Vivir en un clima de alegría festiva[71]: Es una de las características de nuestra alegría muy relacionada con la nota anterior. Pues “nuestras comunidades deben mostrar cómo el amor de Cristo aparta hasta la sombra de tristeza”[72]. En efecto, paternalmente el derecho propio nos manda “propiciar aun exteriormente un ambiente de alegría[73]. Y enfatiza: “Es muy importante cultivar esta alegría en la comunidad religiosa: el exceso de trabajo la puede apagar, el celo exagerado por algunas causas la puede hacer olvidar, el continuo cuestionarse sobre la propia identidad y sobre el propio futuro puede ensombrecerla…”[74]. Por tanto, hay que “saber alegrarse juntos, concederse momentos personales y comunitarios de distensión, tomar distancia de vez en cuando del propio trabajo, gozar con las alegrías del hermano, prestar atención solícita a las necesidades de los hermanos y hermanas, entregarse generosamente al trabajo apostólico, afrontar con misericordia las situaciones, salir al encuentro del futuro con la esperanza de hallar siempre y en todas partes al Señor: todo esto alimenta la serenidad, la paz y la alegría, y se convierte en fuerza para la acción apostólica. El camino es difícil, pero posible en Cristo: Alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración[75][76].

Tenemos que tener siempre en claro que nuestro modo de vivir en comunidad implica vivir “como una verdadera familia en Cristo, con muestras de deferencia, y llevando las cargas de los demás”[77]; “ayudándose, animándose o enardeciéndose espiritualmente”[78]. Esto implica también asumir con benevolencia los defectos, verdaderos o aparentes de los demás, incluso cuando nos molestan, y aceptar con gusto todos los sacrificios que impone la convivencia con aquellos cuya mentalidad y temperamento no concuerdan plenamente con nuestro propio modo de ver y de juzgar[79]. De esto se desprende la siguiente nota para practicar la alegría según la espiritualidad de nuestro Instituto.

Vivir en afectuoso y alegre clima de familia: ya sea en el seminario menor o mayor, en un monasterio contemplativo o en una pequeña comunidad abocada a la misión, el religioso, el seminarista, el sacerdote debe amar a sus compañeros como verdaderos hermanos y a sus Superiores como verdaderos padres[80].

En este sentido el derecho propio condescendiendo con nuestras debilidades y con gran pedagogía nos exhorta diciéndonos que “para fomentar la práctica de la caridad en la gozosa ayuda mutua que nace de la contemplación y amor de Dios, y que se puede resumir en el espíritu oratoriano[81], es importante festejar debidamente las solemnidades del año litúrgico, promoviendo la participación  en la liturgia de los misterios de Cristo y de la Iglesia, al igual que las fiestas propias de la Congregación y del Seminario preparadas por medio de novenas o triduos, en especial la Octava de Pascua, los domingos, y las fiestas de los Apóstoles y de nuestra Señora[82]. Todo esto se logra solemnizando y participando activamente de la liturgia, y también por medio del descanso, de la alegría y de los convenientes festejos[83]. “Asimismo ayudará –en la medida que se pueda– dedicar ciertas solemnidades o fiestas para juntarse con las otras comunidades de la Familia Religiosa que se encuentren en la Provincia”[84]. Es importante que se sepa ‘invertir’ en todo lo que contribuya a ese espíritu de clima festivo en familia como explícitamente se nos indica: el religioso “debe tener la alegría espiritual pero también manifestarla[85]. “Todo debe contribuir a la alegría”[86].

A veces suele pensarse que las manifestaciones de alegría están reservadas a los más jóvenes que no se han ‘curtido’ con los sufrimientos de la misión, o bien, otros piensan que porque los religiosos ya son mayores ya no se divierten. No pocas veces quienes así piensan creen que la alegría es solo un ‘divague’. Lo cierto es que para cada edad hay un modo de divertirse y de expresar esa alegría. Prestemos atención a lo que nos señala el derecho propio: “La presencia de personas ancianas en las comunidades puede ser muy positiva. Un religioso anciano que no se deja vencer por los achaques y por los límites de la edad, sino que mantiene viva la alegría, el amor y la esperanza, es un apoyo de valor incalculable para los jóvenes”[87]. A medida que va pasando el tiempo y que –por gracia de Dios– en varias comunidades de nuestro Instituto vamos teniendo juntos religiosos de ‘los más jóvenes’ y de ‘los más antiguos’, hay que saber explotar el potencial de sabiduría y experiencia de estos últimos, pero también ellos deben saber que están llamados a practicar conforme a su edad la virtud de la eutrapelia, que es la siguiente nota característica de nuestra alegría. 

Eutrapelia: “Son altamente importantes las diversiones y descanso en común. A esto llamamos con el nombre de la virtud a la cual pertenecen: eutrapelia[88].  “El alma, a semejanza del cuerpo, se fatiga, y debe reposar. El reposo del alma es la delectación, por lo que ésta debe ser el remedio contra el cansancio del alma, que interrumpa la tensión del espíritu. De aquí que sea necesario procurar este reposo al alma mediante los juegos y las fiestas, cuya moderación pertenece a la virtud de la eutrapelia, practicada en los momentos de recreación”[89].

“Sabiamente dice Santo Tomás que nadie tiene derecho a ser gravoso para con los demás[90]. Por tanto, la virtud de la eutrapelia no es sinónimo del religioso que hace a todos los demás objeto de sus bromas, o del religioso que se cree comediante y que hace de sí mismo el objeto de las bromas de los demás. La eutrapelia “tiene por objeto regular según el recto orden de la razón los juegos y diversiones”[91]. Se oponen a esta virtud la necia alegría, que se entrega a diversiones ilícitas, ya sea por su objeto mismo, ya por falta de las debidas circunstancias de tiempo, lugar o de persona; y se opone también a esta virtud la austeridad excesiva de los que no quieren recrearse ni dejan recrear a los demás.

“Es en la eutrapelia donde se ve la generosidad y se constata el buen espíritu; no en la diversión en sí misma, que puede ser fruto de entusiasmo humano, sino en cuanto es alegría sobrenatural, que puede darse aun en compañía de pruebas o sequedades interiores”[92]. Oportunamente señala además el derecho propio que “no hay medida fija u obligatoria para participar de las eutrapelias, pero es cierto que cuanta más caridad se ponga en ella, más bienes de Dios se recibirán; y es constatable que aquellos que más generosos son en las alegrías son los que rinden más en sus otras actividades”[93].

Fulton Sheen decía que no hay un grupo en el mundo con más humor que los sacerdotes en sus recreaciones –podríamos decir– las “Pro” de los sacerdotes. Y en pocas líneas –y no con poca ironía– ejemplifica la sana alegría que debe reinar en ellas: “las bromas bien intencionadas que desinflan inmediatamente al agrandado, las historias interminables acerca de obispos, madres superioras y parroquianos hacen reinar la risa en cada reunión. [Allí] no se defiende ningún talento, no se premian los logros, pero tampoco se permite que los perdedores se depriman. Sólo sobre una cosa no se ríe nunca y esa es la salvación de un alma. […] Como en esas reuniones reina la fe, y por lo tanto el sano juicio, nuestras opiniones son ‘siempre correctas’. Si nosotros decimos que ‘tal cura es un loco’, ese cura es un loco. La opinión individual a menudo es absurda pero cuando la fe reina: allí donde dos o tres están reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos[94][95].

Alegrarse con Cristo anunciado: es decir, en el trabajo apostólico. “La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe”[96]. Es importante recordar lo que nuestros documentos dicen acerca de los hermanos religiosos, pero que bien se aplica a cualquiera de los miembros: “Mediante el trabajo el hermano religioso aporta gran ayuda a la comunidad, especialmente si sabe encontrar en el trabajo una fuente de alegría. En el trabajo puede comprobar el progreso de sus capacidades, el desarrollo de su personalidad y el perfeccionamiento de sus valores físicos y espirituales. La alegría, además, proviene del servicio, según la sentencia de nuestro Señor citada por San Pablo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir (Hch 20, 35)”[97]. “El ocioso no gustará jamás de las alegrías de un merecido descanso, porque el trabajo es agradable también porque luego se le recompensa con el descanso”[98].

Cuán edificante es el ejemplo de los religiosos del Instituto entregados al sublime y a la vez exigente oficio de la evangelización en países en guerra, o en medio de grandes privaciones y pruebas, que superándose a sí mismos saben transformar el sufrimiento en donación y servicio, y conservan la alegría de evangelizar, incluso cuando tienen que sembrar entre lágrimas. En verdad su ejemplo nos aguijonea, nos alegra sobremanera y nos estimula a mayor entrega.

Vivida aun en la pobreza: A nosotros los miembros del Instituto se nos manda “aceptar con alegría, por amor a Dios, las privaciones, aun en las cosas necesarias, por la santa pobreza”[99]. Muchos de nosotros que recordamos los primeros años del Instituto, o hemos estado en los comienzos de alguna misión conocemos –no de oídas– las necesidades que pasamos y, sin embargo, es denominador común, la inmensa alegría de la que se gozaba, al punto que las escaseces nos parecían motivo de mayor alegría y se convertían en anecdóticas. Por eso nos parece no errar cuando decimos que la alegría está profundamente relacionada con la pobreza de espíritu. “Porque el pobre de espíritu en las menguas está más constante y alegre porque ha puesto su todo en nonada en nada, y así halla en todo anchura de corazón”[100]. Dicho de otro modo: “No existen preocupaciones sobre este mundo para aquel que nada quiere tener en él; porque su riqueza es Dios”[101].

*****

En fin, no busquemos otro camino para la alegría honda y serena de la vida religiosa, porque no existe más que éste: el abandono activo y responsable en aras de la voluntad de Dios. Las dificultades, las cruces que nunca han de faltar “ni Dios quiere que falten”[102] no deben mermar nuestra alegría.

Porque en la vida “existe una sola tristeza, la de no ser santos”[103]. El alegraos en el Señor siempre[104] es algo teológico: es el fruto de una amistad continua con el Verbo Encarnado y de dejarse guiar por su Espíritu, uno de cuyos frutos es el gozo[105].

Ahora que junto a toda la Iglesia nos alegramos por la Resurrección de nuestro Señor recordemos que nuestra espiritualidad es también la del “Gloria” y del “Magníficat”[106] y recobremos con vigor nuestra lucha por la santidad, avancemos con renovado entusiasmo en nuestra misión para que nuestro testimonio de esperanza en la resurrección sea creíble[107].  

No nos desalentemos nunca. En medio de la inseguridad de las situaciones, del desamparo que es lima para el alma, de la escasez de recursos de todo orden, de las perplejidades que intentan detener nuestra marcha, no hay que mirar atrás, ni hay que ‘achicarse’. A nosotros, Jesús nos da una seguridad: Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría[108]. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud[109].

Hoy la Iglesia tiene necesidad de nuestro testimonio de alegría. Elevemos nuestras preces para que el reconocimiento de nuestros límites y debilidades, y nuestra aceptación cristiana de los desafíos se conviertan en ocasión para experimentar la fuerza de Dios y la riqueza extraordinaria de su gracia. El Resucitado está junto a nosotros y vuelve a repetirnos: ¡No temáis![110]Por qué os turbáis, y por qué razón se suscitan dudas en vuestro corazón… soy Yo mismo[111].

Que la Santísima Virgen, Madre del Resucitado y Causa de nuestra alegría, nos haga testigos de la alegría del Cristo que vive para siempre. 

En estas Pascuas los saludamos con el saludo habitual de Don Bosco, el Santo de la gracia y la alegría:

¡Estad alegres!

[1] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[2] Directorio de Espiritualidad, 203.

[3] Francisco, Gaudete et Exsultate, 128.

[4] Directorio de Vida Consagrada, 392; cf. Directorio de Espiritualidad, 204.

[5] Directorio de Obras de Misericordia, 149; op. cit. cf. Santo Tomas de Aquino, S. Th., I-II, 38, 3.

[6] Cf. Ven. Fulton Sheen, A Way to Happiness, cap. 4. [Traducido del inglés]

[7] Cf. Ibidem.

[8] Cf. Constituciones, 43.

[9] Directorio de Vida Consagrada, 392.

[10] Cf. Constituciones, 231.

[11] De Trinitate, XIII, 9; citado en Directorio de Espiritualidad, 12.

[12] Directorio de Espiritualidad, 210; op. cit. Santa Teresa de los Andes, Cartas, 101.

[13] Directorio de Espiritualidad, 188; op. cit. San Cirilo de Alejandría, In Ioh., I, 13; PG 73, 153.

[14] G. K. Chesterton, Ortodoxia, cap. 7.

[15] Cf. Directorio de Espiritualidad, 85.

[16] Cf. Gn 3, 5.

[17] Cf. Jn 1, 14.

[18] Cf. Ef 4, 13.

[19] Cf. Lc 15, 12.

[20] Cf. Lc 15, 15.

[21] Cf. Flp 2, 6.

[22] Directorio de Vida Contemplativa, 19.

[23] Cf. Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[24] 1 Co 3, 18-19.

[25] Cf. Rm 12, 14.

[26] Directorio de Espiritualidad, 181.

[27] Directorio de Espiritualidad, 168.

[28] Hb 12, 2.

[29] 1 Jn 5, 4.

[30] Lc 13, 17.

[31] Constituciones, 254.257.

[32] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 144; op. cit. Cf. Evangelii Nuntiandi, 80.

[33] Constituciones, 231.

[34] Evangelii Gaudium, 6.

[35] Gaudete et Exsultate, 125.

[36] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 194.

[37] Directorio de Espiritualidad, 207.

[38] Cf. Ratio Fundamentalis, 55; citado en Directorio de Seminarios Mayores, nota 328.

[39] Jn 13, 1.

[40] Directorio de Espiritualidad, 212.

[41] Juan Bautista Lemoyne, Memorias biográficas, VIII, 751.

[42] Directorio de Seminarios Menores, 121.

[43] Juan Pablo II, Homilía en la Ceremonia de Beatificación de Miguel Agustín Pro (25/09/1988).

[44] Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[45] Cf. Lc 12, 6-7 citado en Directorio de Espiritualidad, 67.

[46] Cf. Directorio de Espiritualidad, 67.

[47] Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[48] Directorio de Noviciados, 22.

[49] Cf. Directorio de Espiritualidad, 108.

[50] Cf. Ibidem.

[51] Directorio de Oratorios, 106.

[52] Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[53] Directorio de Espiritualidad, 86.

[54] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[55] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 230.

[56] Ibidem; op. cit. Pastores Dabo Vobis, 48.

[57] Sal 126, 2. Cf. Directorio de Vida Contemplativa, 21.

[58] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Copenhague (07/06/1989).

[59] Directorio de Vida Consagrada, 55.

[60] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 238.

[61] Rm 12, 15.

[62] Gaudete et Exsultate, 128.

[63] Cf. Constituciones, 95.

[64] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 40.

[65] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 394.

[66] San Juan Pablo II, San Benito, patrono y protector de Europa: su mensaje para nuestro tiempo (28/09/1980); OR (05/10/1980).

[67] Cf. Directorio de Oratorios, 112.

[68] Josef Pieper, Una teoría de la fiesta, Madrid 1974, 33.

[69] Cf. Ibidem, 30.

[70] Directorio de Oratorios, 45.

[71] Directorio de Espiritualidad, 91.

[72] Directorio de Obras de Misericordia, 144.

[73] Directorio de Noviciados, 112.

[74] Directorio de Vida Fraterna, 41.

[75] Rm 12, 12.

[76] Directorio de Vida Fraterna, 42.

[77] Cf. Perfectae Caritatis, 15. Cf. Elementos Esenciales sobre la Vida Religiosa, 19.

[78] Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 7, ad 1.

[79] Cf. San Juan Pablo II, Catequesis (14/12/1994).

[80] Directorio de Seminarios Menores, 5.

[81] Cf. Directorio de Oratorio, 212-216.

[82] Cf. Directorio de Espiritualidad, 212.

[83] Directorio de Seminarios Mayores, 242.

[84] Directorio de Seminarios Mayores, 243.

[85] Directorio de Seminarios Menores, 88.

[86] Directorio de Seminarios Menores, 102.

[87] Directorio de Vida Fraterna, 47.

[88] Directorio de Noviciados, 195.

[89] Directorio de Espiritualidad, 213.

[90] Directorio de Noviciados, 195.

[91] Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, III Parte, l. 2, cap. 2, art. 7, IV.

[92] Directorio de Noviciados, 195.

[93] Directorio de Noviciados, 199.

[94] Mt 18, 20.

[95] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 15. [Traducido del inglés]

[96] Directorio de Misiones Ad Gentes, 169; op. cit. Redemptoris Missio, 91.

[97] Directorio de Hermanos Religiosos, 78.

[98] Directorio de Oratorios, 66.

[99] Constituciones, 67.

[100] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 16.

[101] Directorio de Obras de Misericordia, 253.

[102] San Juan de la Cruz, Avisos a un religioso, 4.

[103] Leon Bloy, La mujer pobre, II, 27.

[104] Flp 4, 4.

[105] Cf. Gal 5, 22.

[106] Cf. Directorio de Espiritualidad, 78.

[107] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 96.

[108] Jn 16, 20.22.

[109] Jn 15, 11.

[110] Mt 28, 10.

[111] Lc 24, 38-39.

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