“Las virtudes teologales en relación a la triple función sacerdotal”

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“Las virtudes teologales en relación a la triple función sacerdotal” 

Conferencia para los Seminaristas del Seminario “San Vitaliano Papa”

20 de abril de 2018

[Introducción] Agradezco al Padre Rector por la invitación y a todos por permitirme pasar este día con Ustedes que en verdad es para mí muy consolador.

En la Santa Misa hace un momento decíamos cómo la preparación para el sacerdocio implica necesariamente una configuración con Cristo Sacerdote, la cual se va obrando por la práctica y purificación de las virtudes teologales. Todo lo cual implica un “vivir según una realidad infusa”. Ya que una vez que llegue el glorioso día en que Ustedes sean ordenados sacerdotes, de ahí en más van a ser “representantes de Cristo cabeza, encargados por el mismo Cristo de continuar su presencia y obra salvadora en la Iglesia y en el mundo con su triple oficio de santificar, enseñar y apacentar”[1].

Por eso, el Concilio Vaticano II en su decreto Optatam Totius dice que la preparación de los seminaristas “debe tender a la formación de verdaderos pastores de almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, sacerdote, maestro y pastor”[2].

Entonces, si me permiten, yo quisiera hacer aquí una aplicación en concreto, de las virtudes teologales en relación a la triple función sacerdotal de santificar, enseñar y apacentar. Pues precisamente el oficio de santificarse está en relación directa con la virtud teologal de la caridad, y el oficio de enseñar con la de la fe y así, el oficio de apacentar con la virtud de la esperanza. Y de esta manera resaltar aún más la importancia del ejercicio de nuestra vida teologal en el alma en correspondencia con nuestra vocación sacerdotal.

1. Santificar – Virtud teologal de la Caridad

Nuestras Constituciones señalan como nuestro fin específico el conseguir la perfección de la caridad[3]. Y si esto se aplica a cualquier religioso del Instituto, sea hermano lego, monje, o novicio, con más razón aún, se aplica a aquellos que se preparan para el augusto ministerio sacerdotal. Porque, nuevamente, ¿no nos dicen también las Constituciones que “el sacerdote es el hombre de la caridad”[4]?

Afirma el magisterio de la Iglesia: “‘La nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y estos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad’[5]. Pero ya desde ahora es de fundamental importancia que cada uno descubra cada día la necesidad absoluta de su santidad personal.

Por tanto, es imperativo que “la formación espiritual del futuro sacerdote incluya la práctica de la caridad que es vínculo de la perfección”[6]. “En particular un amor preferencial por los pobres, en los que de modo especial Cristo se halla presente, y un amor misericordioso y lleno de compasión por los pecadores”[7]. Esto Ustedes ya lo tienen, se trata entonces de saber aprovecharse de esa ocasión –con todas sus cruces, dificultades, y también grandes gozos espirituales– para santificarse uno mismo e imitar a Cristo. Porque si hacemos todo lo que hacemos, pero no tenemos caridad, ¿de qué nos sirve?

Miren, tan importante es esto que San Gregorio advierte: “el que no tiene caridad para con otro, no debe absolutamente ejercer el ministerio de la predicación”[8].

Caridad que nos debe llevar a poder decir junto con San Pablo: Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre que cuida con cariño de sus hijos[9]; amor de padre dispuesto a dar la vida por sus hijos: De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos[10][11]. “Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia”, señala muy atinadamente el Directorio de Misiones Ad Gentes[12].

Nosotros no desempeñamos un oficio como los funcionarios, no escalamos rangos, nosotros estamos llamados a servir como el mismo Cristo que se hizo siervo. Por eso lo nuestro “no es el mando, ni son los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral”[13]. Nosotros debemos estar impulsados por el amor[14], por la virtud teologal de la caridad, que va más allá de miras naturales y de complacencias; simplemente porque el amor sobrenatural es sacrificial, decía el Ven. Arzobispo Fulton Sheen. Entonces se trata de un amor que sabe sobreponerse a los propios gustos, que sabe “renunciar a sí mismo por el bien de los demás”[15], que sabe acomodar la voluntad propia a la Voluntad de Dios y sabe ver en aquellas cosas que a nuestra naturaleza le parecen malas y adversas y que no dan gusto, lo mejor para el alma porque así lo ordena Dios que quiere nuestro bien y únicamente nuestro bien y porque reconoce que siempre es de más provecho el irse aniquilando a sí mismo[16], como dice San Juan de la Cruz. Pero por sobre todo, este amor sobrenatural no anda buscando consuelo ni gusto ni en Dios ni en otra cosa, sino que todo su cuidado se dirige a ver cómo podrá dar algún contento a Dios y servirle en algo[17].

Signo de este amor será el dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo[18]. Sin prepotencia, sin arrogancia, sin atropellamientos más bien benévolamente, y siempre con valor, con entusiasmo y grandísima paciencia paternal; todo envuelto en serena alegría.

El Beato Paolo Manna les decía a sus religiosos y hoy aquí yo se los quiero decir a Ustedes: “lo que la mayor parte de las veces abre el camino a la fe, no es la elocuencia y la erudición del Misionero sino su caridad. Un Misionero puede ser todo lo sabio se quiera, si es duro, frío, seco y reservado, si no se digna tratar con los niños, con los salvajes, no hará mucho bien. El paria, el pobre chino y cualesquiera sean las almas en frente nuestro son atraídas mejor con la bondad que con el prestigio de la autoridad y de la predicación. Aunque las conversiones se realicen por alguno de estos motivos, es después siempre la bondad personal del Misionero que gana el corazón y aficiona al convertido a la fe y a Jesucristo del cual él ve la imagen sobrehumana en el misionero”[19].

Tenemos que entender que sólo la caridad de Cristo salvará al mundo. No son nuestros programas, no son nuestros métodos, no es nuestra sabiduría; sólo es la caridad de Cristo la que salvará al mundo.

De mil maneras el derecho propio ejemplifica y especifica esta práctica de la caridad, –que si les parece bien a Ustedes sería bueno ¡muy bueno! dedicarse a leer con detenimiento.

Yo hoy simplemente quisiera enfatizar dos de ellas: la celebración de la Eucaristía (donde precisamente se halla la fuente de esta caridad sobrenatural de la que venimos hablando) y nuestra caridad particularmente con quienes –por lo general– tendremos siempre a nuestro lado: nuestros hermanos sacerdotes.

Acerca de la Eucaristía: recuerden siempre que la razón principal del sacerdocio ordenado es la celebración de la Eucaristía. El sacerdote es en cierto sentido “por ella y para ella”[20]. Si la Eucaristía no llega a ser el centro y la raíz de sus vidas nunca podrán realizarse plenamente como sacerdotes y van a andar buscando amores y consuelos en cisternas vacías y agrietadas[21]. Ningún trabajo que realicemos como sacerdotes es tan importante como la Misa. En efecto, la celebración de la Eucaristía es la mejor manera de servir a nuestros hermanos y hermanas en el mundo, porque ella es la fuente y el centro del dinamismo de sus vidas.

Qué crucial es, por tanto, para nuestra felicidad y para un ministerio fecundo, el que cultivemos un profundo amor a la Eucaristía. Ahora, durante el tiempo del seminario, a través del estudio teológico de la naturaleza del misterio eucarístico y de un buen conocimiento de las normas litúrgicas, a fin de prepararse bien para promover una participación plena, consciente y activa en la liturgia. El mismo derecho propio lo dice varias veces: “la celebración de la Eucaristía tiene importancia esencial en la formación espiritual de los seminaristas”[22]; y ella debe ser “el centro de la vida del Seminario”[23] porque esa es la fuente de donde se bebe la caridad del Verbo Encarnado que es la que nos da fuerzas para la entrega diaria, ahora y después en la vida sacerdotal.

Tengan presente también que la “digna celebración de la Santa Misa”[24] es uno de los elementos adjuntos no negociables a nuestro carisma. Por tanto, Ustedes tienen que prepararse como quienes van a ser maestros del ars celebrandi, porque es ahí donde se aprende a amar más a Dios ofreciéndose a sí mismos inmaculados a Dios[25]. 

Fíjense que todos “los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la Sagrada Eucaristía y a ella se ordenan. Porque es en la Santísima Eucaristía donde se halla contenido todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo”[26]. La Eucaristía es como la fuente y cima de toda la evangelización y de ella se nutre el amor ardiente por las almas. En la Eucaristía se comprende que toda participación en el sacerdocio de Cristo tiene una dimensión universal y se va ensanchando nuestra disponibilidad para ir a anunciarlo a todas las gentes[27]. 

Por eso hoy también quiero hacerles un pedido: “Que crezca, gracias a nuestro trabajo apostólico, el amor a Cristo presente en la Eucaristía”.

Respecto de nuestra caridad con nuestros hermanos sacerdotes: Esto nos lo manda el derecho propio cuando dice: que entre los sacerdotes debe darse una íntima fraternidad, la cual “debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal…”[28]. “También nuestros hermanos en el presbiterado deben ser objeto privilegiado de la caridad pastoral del sacerdote. Ayudarles material y espiritualmente, facilitarles delicadamente la confesión y la dirección espiritual, hacerles amable el camino del servicio, estar cerca de ellos en toda necesidad, acompañarles con fraternal solicitud durante cualquier dificultad, en la vejez, en la enfermedad…”.

2. Enseñar – Virtud teologal de la Fe 

Claramente lo dice el Directorio de Seminarios Mayores: “Ante el misterio del sacerdocio ministerial unido íntimamente al misterio de Cristo y de la Iglesia, sólo queda la respuesta de la fe. Sin ella nada se entiende”[29]. “Sólo el hombre de fe puede comprender la realidad del sacerdocio y lo que al sacerdocio se refiere”[30].

De allí, que el misterio del sacerdocio católico sólo puede descubrirse con una actitud profundamente contemplativa, con una contemplación hecha vida, y con el estudio de la teología hecha contemplación. Por eso es tan importante que adquieran un gran sentido sobrenatural de su existencia, que alimenten esta fe, que la refuercen cada día y que la defiendan.

Ustedes deben ser “profesionales de la fe; los especialistas de Dios”[31], como llamaba Juan Pablo Magno a los sacerdotes. Como futuros sacerdotes deben saber que han sido llamados a ser maestros de la fe y por tanto deben ser capaces de dar razón de la fe que predicarán y enseñarán ya desde ahora. Lo cual pone de relieve la importancia del estudio, orientado no sólo a la adquisición de conocimientos, sino como parte complementaria de nuestra vocación.

La fe se debe convertir en el “nuevo criterio de juicio y de valoración de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas”[32]. Por tanto, no hay que contentarse con una cantidad de ideas agarradas con alfileres en la cabeza, sino verdades bien cimentadas, por las que se vive y por las que se es capaz de dar la vida si fuese necesario; hay que formarse bien, sólidamente, en el recto pensar. En esto hay que exigirse al máximo, no se puede improvisar, no se puede descuidar la formación intelectual. Hacerlo sería ser negligentes con el trabajo pastoral y traicionar el compromiso asumido con Cristo. Porque sin la disciplina y hábito de estudio, el futuro sacerdote no podrá ser el hombre sabio según el evangelio que, oportuna e inoportunamente, exhorta con la palabra de Dios, convence con la verdad y libera del error. Las almas esperan tener certezas sólidas, palabras que no pasan, valores absolutos. Dios es la única certeza, Él es el Absoluto que se ha manifestado en el Verbo Encarnado.

Ahora presten atención a esto: el derecho propio señala que Ustedes se deben formar de tal manera que “estén prevenidos especialmente contra los errores del ‘progresismo teológico’ que procura una falsa inteligencia de la fe por la falta de crítica y discernimiento frente a las filosofías modernas y la asimilación del principio de inmanencia”[33].

De aquí que sea imperativo que Ustedes, nuestros seminaristas, aprovechen al máximo la riqueza de la formación que se les ofrece y que le permite “conocer el misterio de Cristo, a la vez, que los prepara para que, Dios mediante, sean capaces de anunciar el Evangelio”[34] con toda fidelidad. San Juan Bosco decía: “después de la piedad lo que más hay que recomendar es el estudio”[35] porque cada hora de estudio repercute mañana en el apostolado. Aquí se ve entonces que la dedicación al estudio debe hacerse siempre con una perspectiva pastoral la cual no puede estar nunca disociada de los problemas del mundo actual. El Magisterio de la Iglesia y el mismo derecho propio nos lo repiten hasta el cansancio: Es imprescindible para evangelizar la cultura[36] que “el sacerdote sea sensible a cuanto sucede a su alrededor, a los movimientos culturales de la época, a las corrientes de pensamiento. Sólo así podrán iluminarse desde la revelación cristiana, los problemas que atañen al hombre, aportando la verdad que viene de Jesucristo”[37]. Esto es lo que nosotros en pocas palabras queremos decir con “morder la realidad”.

Evangelizar significa, en efecto, anunciar y propagar, con todos los medios honestos y adecuados disponibles, los contenidos de las verdades reveladas (la fe Trinitaria y Cristológica; el sentido del dogma de la creación; las verdades escatológicas; la doctrina sobre la Iglesia, sobre el hombre; la enseñanza de fe sobre los sacramentos y los demás medios de salvación; etc.). Y significa también, al mismo tiempo, enseñar a traducir esas verdades en vida concreta, en testimonio y compromiso misionero[38]. Entonces debemos emprender con todo entusiasmo, con toda solicitud la maravillosa “obra de ‘caridad intelectual’ mediante una permanente y paciente catequesis sobre las verdades fundamentales de la fe y la moral católicas y su influjo en la vida espiritual”[39] a imitación de Cristo Maestro.

San Gregorio afirmaba que el sacerdote está especialmente establecido por Dios para enseñar el buen camino al que anda extraviado; y por eso añade San León que el sacerdote que no indica a los fieles su extravío demuestra que él mismo anda extraviado”. De lo cual se deduce que el oficio de enseñar, la tarea de la predicación es ineludible para el sacerdote. Y si esto es cierto para todo sacerdote, más aún lo es para nosotros como miembros del Instituto del Verbo Encarnado a los que se les manda el “tener impaciencia por predicar al Verbo en toda forma[40]. “La fe nace del mensaje y el mensaje consiste en hablar de Cristo, dice San Pablo. Entonces deben ser fervorosos y esforzados en adquirir un conocimiento profundo de la Palabra de Dios, tal como es vivida y proclamada en la Iglesia. Y si quieren que su predicación el día de mañana fructifique en la vida de aquellos a quienes servirán, tienen que cultivar en la mente y en el corazón una adhesión real interior al Magisterio de la Iglesia”[41].

Fíjense Ustedes que, sin fe, ni siquiera nos movemos a la misión; sin fe, flaquean las fuerzas y se quiere retacear en la entrega o incluso puede uno desear abandonar el lugar de misión; sin fe, podemos caer en la tentación de realizar nuestros oficios o la misión misma como se realizan los negocios terrenos, es decir, con modos de ver y métodos exclusivamente humanos: apoyándonos demasiado en los medios terrenos y en la propia habilidad y energía, descartando la confianza en la Divina Providencia.

En cambio, el que tiene fe no sólo se compromete a ir a los destinos más difíciles[42] sino que no se queja de misionar en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas[43]. Más aún, permanece fiel aún “sin poder tener sagrario y una imagen de la Virgen” o teniendo que pasar algún tiempo solo ¡y aún así tiene iniciativas apostólicas! Para eso, mis queridos seminaristas ¡hace falta fe!

Entonces, si Ustedes quieren vivir y mantenerse a la altura de su vocación, deben nutrirse constantemente de este espíritu de fe, iluminándose y enfervorizándose con la meditación de la Escritura y rezando bien. Nosotros somos instrumentos de Dios, y de Él debemos recibir por la continua oración y la recepción de los sacramentos, la gracia que necesitamos para nuestro ministerio, sin la cual no podemos nada con respecto a la eterna salvación de nuestras almas y la de aquellos encomendadas a nosotros.

Consecuentemente, “un aspecto, ciertamente no secundario de la misión del sacerdote es el de ser maestros de oración”[44]. De esto se deduce que no basta solo un conocimiento intelectual de Cristo, ¡hay que aprender de Él!, ¡hay que dar testimonio de la fe que profesamos! De aquí que sea ineludible la tarea de familiarizarse con su Divina Persona y su proyecto de salvación, hay que impregnarse de los mismos sentimientos de Cristo, y de alguna manera evangelizarse a uno mismo adquiriendo sus criterios de juicio. Jesucristo debe ser el centro de nuestros pensamientos, el tema de nuestras palabras, y todo el mundo debe reconocer que Él es el motivo de nuestra vida. Y si el Verbo Encarnado es el objeto de nuestro amor, de Él debe tomar vigor toda iniciativa. Cada uno de nosotros debe abrazar como a la misma vida el ideal del Verbo Encarnado de tal modo que si cayésemos muertos, muramos abrazados a Él. Por eso estos años de preparación doctrinal deben encontrar alimento también en una sólida vida espiritual[45].

El Beato Paolo Manna tiene unas líneas magistrales sobre esto, que si me permiten quisiera compartir hoy con Ustedes. Dice así: “El misionero es por excelencia hombre de fe: nace de la fe, vive de la fe, por ella trabaja con gusto, padece con gusto, padece y muere. El Misionero que no es esto, es a lo más, un aprendiz del apostolado”[46]. Y sigue diciendo: “el fervor de la vida de un Misionero, su actividad controlada, sabia, industriosa, incansable, el gozo inalterable y su perseverancia en el trabajo, aún en medio de privaciones, calamidades y dificultades, son siempre el resultado de una vida de fe. Si la fe se ofusca, también el celo disminuye de intensidad; asoman entonces, aún en los más fuertes, el cansancio y la depresión y se puede llegar hasta la desesperación y la pérdida de la vocación. Si el Misionero vive de fe, entonces es grande, es sublime, es divino; la Iglesia y las almas pueden esperar todo de él; ningún trabajo, ninguna dificultad lo asusta, ningún heroísmo es superior a sus fuerzas; si el espíritu de fe en él es lánguido y débil, él se agitará, sin embargo, trabajará, pero poco o nada le aprovecharán sus fatigas y el poco éxito de sus obras hechas sin ganas, aumentará la desconfianza y la depresión”[47].

Yo se los decía en una carta circular: “Sin la fe, nadie se sacrifica voluntariamente en las misiones. Es por la fe, por las profundas convicciones y el gran amor al Verbo Encarnado que luego se realizan los heroísmos de la Cruz” [48].

3. Apacentar – Virtud teologal de la esperanza 

Hay una frase en el derecho propio que a mí particularmente me encanta porque hablando de nosotros como misioneros dice: “Se necesitan personas que presenten el rostro paterno de Dios y materno de la Iglesia, que se jueguen la vida para que los otros tengan vida y esperanza[49]. Esta frase condensa, digamos así, lo que venimos hablando hasta ahora, pero le agrega también esa nota de eternidad: la esperanza. Tan característica del estilo de apacentar de nuestro Señor… infundir esperanza, animar, elevar por encima de las miras naturales.

Nosotros como sacerdotes misioneros somos enviados a un mundo angustiado y oprimido por miles de problemas, pero ahí mismo, en esas circunstancias que tantas veces tira hacia el pesimismo, debemos dar nuestra vida por anunciar la ‘Buena Nueva’ y dar testimonio con nuestra propia vida de que hemos encontrado en Cristo la verdadera esperanza[50]. Por eso todo lo que hagamos, todo lo que padezcamos, tiene que ir envuelto de esa gracia especial que es la esperanza victoriosa que nos ganó Cristo.

Un autor en una de sus definiciones del sacerdocio dice que “el sacerdote es un faro esperanzador en medio de tanta tiniebla y borrasca”[51].

Ustedes ahora aquí en el Seminario se están preparando “específicamente para comunicar la caridad de Cristo, Buen Pastor”[52], “que vigila, apacienta y evangeliza; que sabe sufrir en silencio y sabe dar la vida por sus ovejas”[53]. Esa es la meta de todo el proceso formativo en vistas a la ordenación sacerdotal: formar pastores de almas[54], la plena comunión con la caridad pastoral de Jesucristo[55]. O como magníficamente dicen nuestras Constituciones: “formar para la Iglesia Católica sacerdotes según el corazón de Cristo”[56].

Esto nos dice a las claras que “la pastoral, no puede reducirse ni siquiera en el mejor de los casos a una competente ciencia o a una práctica verdaderamente técnica”. “Formarse para el sacerdocio es aprender primordialmente de la caridad pastoral de Cristo, es prepararse por amor de Cristo a apacentar su rebaño”[57]. Y por eso se les ha de exigir “las virtudes relacionadas con los demás, es decir que ‘no sean arrogantes ni polémicos, sino afables, hospitalarios, sinceros en sus palabras y en su corazón, prudentes y discretos, generosos y disponibles para el servicio, capaces de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuestos a comprender, perdonar y a consolar”[58].

Eso por un lado. Pero por otro lado también tienen que “asumir de manera consciente y madura sus responsabilidades, formarse el hábito interior de valorar los problemas y establecer las prioridades y los medios de solución, fundados siempre en claras motivaciones de fe y según las exigencias teológicas de la pastoral misma”[59]. ¡Cuán consolador es ver un religioso que vive movido por la caridad pastoral como don total de sí mismo para la salvación de los demás[60], que tiene celo apostólico, que se las ingenia de tal manera que ninguno se aleje de él sin estar persuadido de que efectivamente busca el bien sobrenatural de su alma, que es pródigo en iniciativas pastorales y que en medio de las dificultades sabe mantener la serena confianza en Dios, la cual brota indudablemente de la esperanza que late en su alma!

Aquí en este punto, quisiera citar el ejemplo del Padre Ciszek –un sacerdote jesuita americano– porque me parece que su experiencia resume de algún modo todo lo que en este punto quisiera decirles, especialmente cuando la esperanza es probada. El P. Ciszek siendo seminarista se ofreció para ir a las misiones rusas después de que el Papa Pío XI les escribiera una carta especial a los jesuitas diciéndoles que había abierto un seminario para preparar a los jóvenes sacerdotes para la misión en Rusia. Después que fue ordenado no lo mandaron a Rusia, sino a Polonia. Él estaba allí cuando en 1939 los alemanes invadieron el país y durante la deportación que se siguió. El P. Ciszek, haciéndose pasar por un obrero, se fue con los refugiados con la esperanza de poder servirles espiritualmente. Pero pronto la policía secreta soviética lo descubrió y lo mandaron a la cárcel. Estuvo 5 años preso en Lubianka, después fue sentenciado a 15 años de trabajo forzado en los campos de prisioneros de Siberia. Lo pusieron a trabajar en construcción al aire libre con un frio ártico extremo, y también trabajó en minas de carbón, mal vestido, mal alimentado y alojado en condiciones miserables en cuarteles cercados por alambres de púas. Él mismo da testimonio de cómo los hombres morían, especialmente aquellos que abandonaban la esperanza. Cuando los 15 años pasaron, se quedó viviendo en pueblitos siberianos, porque no podía salir de Siberia y ni siquiera ir a las ciudades principales de Rusia. Entonces trabajó como mecánico y otros oficios por el estilo, hasta que el gobierno americano lo intercambió –en 1963– por dos espías rusos.

Respecto de su experiencia en Lubianka y después de relatar la situación inhumana en la que vivía y la injusticia de haber sido encarcelado sin razón y de detallar cómo en la prisión era despreciado precisamente por ser sacerdote, él escribe; presten atención: “Ninguna situación carece de valor o de sentido en la providencia divina. Es una tentación muy humana sentirse frustrado por las circunstancias, sentirse abrumado e indefenso ante el orden establecido, sea éste una prisión, o el sistema soviético en su conjunto, ¡o todo este mundo agobiante y podrido! En las peores circunstancias imaginables, el hombre sigue siendo hombre, dotado de una voluntad libre, y Dios siempre está dispuesto a ayudarle con su gracia. Es más, Dios espera de él que actúe en esas circunstancias, en esa situación, como Él quiere que actúe. Porque también esas situaciones, esas personas, esos lugares y esas cosas son lo que Dios quiere para él en ese momento. Puede que no esté en sus manos cambiar el ‘sistema’, como no estaba en las mías cambiar las condiciones de la prisión, pero eso no es ninguna excusa para dejar de actuar. Muchos hombres se sienten frustrados, o desalentados, o incluso derrotados cuando se encuentran frente a una situación o un mal contra el que no pueden hacer mucho. La pobreza, la injusticia social, el odio y el resentimiento, la guerra, la corrupción y la opresiva burocracia de las instituciones (y cada uno de nosotros podría agregar algo a la lista): todo puede generar una amarga frustración y, a veces, un sentimiento de absoluta desesperanza. Pero Dios no espera que ningún hombre cambie el mundo él solo, que acabe con todos los males o cure todas las enfermedades. Lo que sí espera de él es que actúe como Él quiere que lo haga en las circunstancias dispuestas por su voluntad y su providencia. Para actuar así no le faltará la ayuda de la gracia divina.

El sentimiento de desesperanza que todos experimentamos en circunstancias como estas nace en realidad de nuestra tendencia a introducir demasiado de nuestro yo en la escena. […] Tendemos a concentrarnos en nosotros, a pensar en lo que podemos o no podemos hacer, y nos olvidamos de Dios, de su voluntad y de su providencia. Dios, sin embargo, no se olvida nunca de la importancia de cada uno, de su dignidad y su valor y del papel que nos pide que desempeñemos en la obra de la providencia. Para Dios, todo individuo es igual de importante en todo momento. A Él sí le importamos. Pero también espera que cada uno aceptemos, como venidas de sus manos, las situaciones diarias que nos envía y que obremos como Él quiere que obremos, con la gracia que nos concede para ello”[61].

Piensen que el hombre que escribe esto estaba privado de todo apoyo externo: de su familia, de sus compañeros jesuitas, de la Iglesia visible… ni siquiera sus necesidades básicas estaban mínimamente satisfechas. Esa es la esperanza que debemos tener nosotros, una esperanza invencible, que ni las situaciones más adversas, ni las pruebas más lacerantes, logren doblegar. “En la vida no hay dificultades, solo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible”[62]. ¡Esa es la esperanza que debemos tener!

Tengan confianza en Jesús aún en sus desalientos, aún cuando el cuerpo o el espíritu estén reducidos a impotencia y se nieguen a colaborar. Mantengan fija su confianza en Dios, que Él los mira con amor inefable. Es cierto que a veces Dios se complace en multiplicar las dificultades, detiene y clava en la impotencia. Bien se quisiera, pero no se puede. Pero cuando se da un paso y se reza, viene Dios y da alas para seguir avanzando[63]. Así que: ¡Ánimo! Jesús no nos engaña. Él es el Dios con nosotros, el amor fiel que no nos abandona y que sabe transformar nuestras noches en albas de esperanza. Confíen siempre en Él y desconfíen de ustedes mismos; gracia que les deseo ahora y siempre.

Mucho más se podría decir en este punto, pero sería hacerlo aún más largo.

[Conclusión] Simplemente, como un pensamiento final, les quiero dejar un consejo del libro “Sacerdotes para siempre”.

“Hay que comenzar purificándose a sí mismo antes de purificar a los demás; hay que instruirse para poder instruir; hay que hacerse luz para iluminar, acercarse a Dios para acercar a los demás a Él, hacerse santos para santificar”[64]. Esto se concreta en la búsqueda de una profunda unidad de vida que conduce al sacerdote –al seminarista podríamos decir aquí– a tratar de ser, de vivir y de servir como otro Cristo en todas las circunstancias de la vida. Los fieles de la parroquia, o quienes participan en las diversas actividades pastorales, ven –¡observan! – y oyen –¡escuchan! – no sólo cuando se predica la Palabra de Dios, sino también cuando se celebran los distintos actos litúrgicos, en particular la Santa Misa; cuando son recibidos en la oficina parroquial, donde esperan ser atendidos con cordialidad y amabilidad;[65] cuando ven al sacerdote que come o que descansa, y se edifican por su ejemplo de sobriedad y de templanza; cuando lo van a buscar a su casa, y se alegran por la sencillez y la pobreza sacerdotal en la que vive;[66] cuando lo ven vistiendo con orden su propio hábito, cuando hablan con él, también sobre cosas sin importancia, y se sienten confortados al comprobar su visión sobrenatural, su delicadeza y la finura humana con la que trata también a las personas más humildes, con auténtica nobleza sacerdotal. ‘La gracia y la caridad del altar se difunden así al ambón, al confesionario, al archivo parroquial, a la escuela, a las actividades juveniles, a las casas y a las calles, a los hospitales, a los medios de transporte y a los de comunicación social, allí donde el sacerdote tiene la posibilidad de cumplir su tarea de pastor: de todos modos es su Misa la que se extiende, es su unión espiritual con Cristo Sacerdote y Hostia que lo lleva a ser –como decía san Ignacio de Antioquía– trigo de Dios para que sea hallado pan puro de Cristo,[67] para el bien de los hermanos[68].

Solo me queda animarlos en esta carrera por alcanzar a Cristo. Dénse cuenta de que Él ya los alcanzó primero. Déjense formar por Él. Amen sin reservas a la Iglesia, a nuestro querido Instituto y a nuestra Madre Santísima. Que Ella, la Madre de Cristo Sacerdote, los eduque con su amor maternal, para que en Ustedes se conforme a la imagen verdadera de su Hijo. A la Virgen Purísima los encomiendo muy especialmente a cada uno de ustedes, individualmente, con todas sus necesidades, con todos sus anhelos. La Virgen los guarde siempre. Se los deseo con todo cariño.

Muchas gracias por la atención. Que Dios los bendiga y los haga santos sacerdotes misioneros. Gracias de verdad.

[1] Directorio de Seminarios Mayores, 2; op. cit. Optatam Totius, Proemio.

[2] Cf. Optatam Totius, 4.

[3] Constituciones, 23.

[4] Constituciones, 206.

[5] Pastores dabo vobis, 82.

[6] Directorio de Seminarios Mayores, 235.

[7] Directorio de Seminarios Mayores, 238; op. cit. cf. Mt 25, 40. Delicadamente aclara el Directorio en la nota página 378: “Compasión a ejemplo de Cristo que deberán practicar siendo sacerdotes particularmente en la administración del sacramento de la Reconciliación”[7].

[8] Citado por el Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, 15 de septiembre de 1927.

[9] 1 Tes 2, 7.

[10] 1 Tes 2, 8.

[11] Directorio de Seminarios Mayores, 239.

[12] Directorio de Misiones Ad Gentes, 141.

[13] Directorio de Seminarios Mayores, 247; op. cit. Optatam Totius, 9.

[14] Cf. Evangelii Nuntiandi, 79 citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 140.

[15] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 241.

[16] Cf. Noche Oscura, Canción 2ª, Libro 2, cap. 18.

[17] Cf. San Juan de la Cruz, Noche Oscura, Canción 2ª, Libro 2, cap. 19.

[18] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 142.

[19] Cf. Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, 15 de septiembre de 1927.

[20] San Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo 1980.

[21] Cf. Jer 2, 13.

[22] Directorio de Seminarios Mayores, 224; op. cit. Pastores dabo vobis, 48.

[23] Directorio de Seminarios Mayores, 97; op. cit. CIC, c. 246, § 1.

[24] Notas del V Capítulo General, 5.

[25] Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, II Parte, cap. 2, 1.

[26] Cf. Presbyterorum Ordinis, 5.

[27] Cf. San Juan Pablo II, A los Sacerdotes y Seminaristas en Madrid, 16 de junio de 1993.

[28] Directorio de Espiritualidad, 284; op. cit. Lumen Gentium, 28.

[29] Directorio de Seminarios Mayores, 206.

[30] Directorio de Seminarios Mayores, 53.

[31] A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Bari, Italia, 26 de febrero de 1984.

[32] Directorio de Seminarios Mayores, 206; op. cit. Pastores dabo vobis, 47.

[33] Directorio de Seminarios Mayores, 324.

[34] Cf. Mensaje para la Vigilia de oración por las vocaciones en Notre Dame de Paris, 21 de agosto de 1997; op. cit. Cf. Optatam totius, 14-16.

[35] Reglas para las Casas, Cap. 6, 1.

[36] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 126.

[37] Cf. San Juan Pablo II, A los Sacerdotes y Seminaristas en Madrid, 16 de junio de 1993.

[38] P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, II Parte, Cap. 3, 2.

[39] Ibidem.

[40] Directorio de Espiritualidad, 115.

[41] Cf. San Juan Pablo II, A los seminaristas y candidatos a la vida religiosa en San Antonio, Texas, USA, 13 de septiembre de 1987.

[42] Constituciones, 67.

[43] Constituciones, 30.

[44] Constituciones, 203.

[45] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 326.

[46] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 6, 15 de septiembre de 1926.

[47] Ibidem.

[48] Carta Circular 11, 1 de junio de 2017.

[49] Directorio de Vida Consagrada, 270; op. cit. Vita Consecrata, 105.

[50] Directorio de Misiones Ad Gentes, 169.

[51] Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, Conclusión, 1.

[52] Cf. Constituciones, 228.

[53] Directorio de Espiritualidad, 283; op. cit. San Luis Orione, Carta del 06/02/1935, op. cit., 58.

[54] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 11; op. cit. Cf. Pastores dabo vobis, 61 y Optatam Totius, 4.

[55] Directorio de Seminarios Mayores, 395; op. cit. Cf. Pastores dabo vobis, 57.

[56] Constituciones, 231. Expresión ampliamente detallada en la Carta Circular 16, Sobre el ADN de un religioso del IVE.

[57] Directorio de Seminarios Mayores, 13.

[58] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 181; op. cit. cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1, 7-9.

[59] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 421; op. cit. Pastores dabo vobis, 57.

[60] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 239 y Directorio de Seminarios Mayores, 13, 26, 420.

[61] He leadeth me, cap. 4. [Traducido del inglés]. En español el libro se llama Caminando por valles oscuros.

[62] San Alberto Hurtado.

[63] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, 5ª serie, Ejercicios espirituales a las Siervas del SSmo. Sacramento.

[64] San Gregorio Nacianceno, Oraciones, 2, 71: PG 35, 480.

[65] Cfr. Pastores dabo vobis, 43.

[66] Presbyterorum Ordinis, 17; CIC, can. 282.

[67] Cf. Rom 4, 1.

[68] San Juan Pablo, Catequesis, 7 de Julio de 1993.

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