Estar en el mundo, sin ser del mundo

Contenido

Estar en el mundo, sin ser del mundo[1]
Directorio de Espiritualidad, 46

Este próximo 6 de agosto hemos de recordar con alegría y solemnidad que el fin específico de nuestra pequeñísima Familia Religiosa es el de evangelizar la cultura, o sea transfigurarla en Cristo[2].

Dicho fin, trae consigo la ineludible responsabilidad de “estar en el mundo[3] y asumir en Cristo todo lo humano, ya que ‘lo que no es asumido no es redimido’[4] ‘y se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja’[5]. Iluminando, los sacerdotes a modo de directores espirituales, lo temporal y formando a los laicos para que ellos ‘traten y ordenen, según Dios, los asuntos temporales’[6]. No asumiendo ‘materia’ no asumible como el pecado, el error, la mentira, el mal: absteneos hasta de la apariencia de mal[7][8] nos dicen las Constituciones.

Esta magnífica tarea pone delante de nosotros el augusto ideal de ser –a imitación el Verbo Encarnado– signo de contradicción[9] en un mundo lacerado por la secularización. Secularización que a menudo se vuelve secularismo, por el abandono de la acepción positiva de secularidad –la sana distinción y orden entre el ámbito espiritual y el temporal– lo cual pone a dura prueba no sólo la vida cristiana de las personas sino que también afecta seriamente la vida religiosa[10].

Por eso se nos advierte: “Frente al mundo, al cual Cristo nos envía como ovejas en medio de lobos[11]; no os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente de forma que podáis distinguir cual es la voluntad de Dios: lo bueno lo agradable, lo perfecto[12][13].

Viviendo y desplegando nuestro apostolado específico en el crisol de las situaciones actuales que cambian continuamente y tantas veces son imprevisibles, no estamos exentos de caer en la tentación de “la embriaguez de la inmersión en el mundo”[14] mientras se debilita la búsqueda de lo único necesario que debe constituir el testimonio de la vida religiosa.

Es mi esperanza que la lectura consciente de estas páginas contribuya a la necesaria vigilancia y discernimiento de espíritus que proteja nuestra vida consagrada y nos enfervorice a la hora de dar un testimonio convincente al mundo que a gritos nos dice: ¡Queremos ver a Jesús![15].

1. La Iglesia y el mundo

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Es decir, así como el Verbo asumió una naturaleza humana para cumplir el designio de salvación, del mismo modo para prolongar ese designio a través de los tiempos elige otras “naturalezas humanas” –sus miembros– para que la salvación llegue a todos los hombres, de todos los tiempos[16]. Por tanto decimos que “la Iglesia es Jesucristo continuado, difundido y comunicado”[17].

Ahora bien, una de las observaciones más interesantes que hizo nuestro Señor con respecto a Su Cuerpo fue la de que sería odiado por el mundo, como Él mismo lo fue. El mundo ama las cosas del mundo, pero odia lo que es divino. Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, él mundo los odia[18].

De aquí que el problema más apremiante que padece el Cuerpo Místico de Cristo en la actualidad sea la tendencia manifiesta a regatear con el mundo, secularismo que se presenta como un cáncer que invade e intenta destruir los tejidos orgánicos de la Iglesia; es decir, “la mutilación de la parte inalienable del hombre que afecta a su identidad profunda: la dimensión religiosa”[19].  En efecto, presenciamos hoy de una manera sorprendente el avance del “eclipse progresivo de lo sagrado y la eliminación sistemática de los valores religiosos”, como lo advertía San Juan Pablo II[20].

El autor Massimo Borghesi habla precisamente de este ‘cáncer’. Él sostiene que estamos ante una religiosidad etérea y ligera, informe, que, lejos de abrir lo humano hacia Dios entendido como otro, es, más bien, el elemento llamado a ‘cerrar’ el mundo, a hacer soportable la existencia finita en la era del vacío. Para Borghesi, esta nueva pseudoreligión tiene como característica el rechazo, no sólo de la fe, sino de la razón, y se lleva por delante tanto al cristianismo como a la ilustración, funcionando como una creencia oscurantista en sentido pleno: es un cáncer cultural en toda regla.

Este cáncer tiene sus propios dogmas que se presentan, precisamente, como no dogmáticos, pero que poseen toda la fuerza de la creencia e incluso de la superstición; apología gay, hipersexualidad, multiculturalismo o legalidad internacional se presentan como dogmas incuestionables e incuestionados. Ninguno de ellos se sostiene racionalmente, y ese es precisamente el problema; buscando librar al hombre de la religión, el postmodernismo lo ha liberado también de la razón, y lo ha convertido en un manojo de ilusiones vacías, de emociones instantáneas y de ansias nunca saciadas. Susceptible de ser manipulado e instrumentalizado por una nueva religión que se presenta como no-religión[21].

Por otro lado, según este autor, el nihilismo contemporáneo afirma que hay que esconderse de un mundo desagradable del que hay que huir; un valle de lágrimas para una cultura que sólo acepta llorar de alegría. Dios está fuera de lugar porque es demasiado serio. Y a la negación de este mundo demasiado serio y arduo le sigue la creación de un mundo virtual: sobran el esfuerzo, el sacrificio, la lucha, la esperanza y la fe en el futuro; se instalan la indiferencia, el hedonismo, el pacifismo, la fe sólo en lo instantáneo. Un mundo virtual para un hombre que no soporta el mundo real. La principal víctima de ello resulta ser el hombre, que queda mutilado, disminuido en su humanidad.

Este panorama no puede sino hacer resonar en nuestras almas aquel lamento sentido y profundo del gran Papa Polaco: “Por primera vez desde el nacimiento de Cristo, acontecido hace dos mil años, es como si Él ya no encontrara lugar en un mundo cada vez más secularizado”[22].

Por eso con firme y paternal acentos nos advertía el Papa Benedicto XVI: “La secularización, que se presenta en las culturas como una configuración del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todos los aspectos de la vida diaria y desarrolla una mentalidad en la que Dios de hecho está ausente, total o parcialmente, de la existencia y de la conciencia humanas.

Esta secularización no es sólo una amenaza exterior para los creyentes, sino que ya desde hace tiempo se manifiesta en el seno de la Iglesia misma. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, como consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Estos viven en el mundo y a menudo están marcados, cuando no condicionados, por la cultura de la imagen, que impone modelos e impulsos contradictorios, negando en la práctica a Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en él y de volver a él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, tanto en los fieles como en los pastores, una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo que daña la vida eclesial.

La ‘muerte de Dios’, anunciada por tantos intelectuales en los decenios pasados, cede el paso a un estéril culto del individuo. En este contexto cultural, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por sucedáneos de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo”[23]

Las manifestaciones de esa tendencia secularista dentro de la Iglesia son variadas.

“El hombre contemporáneo a menudo tiene la impresión de que no necesita a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo”[24]. En los ‘creyentes’ eso se manifiesta en el rechazo a la autoridad. Por eso rechazan al Papa, a los Obispos, a los superiores religiosos, a los sacerdotes, porque hay un sentimiento general de que aquellos que han sido revestidos con autoridad no son lo suficientemente santos[25]. Y esto se puede verificar incluso en quienes ejercen autoridad en la Iglesia, de quienes se puede afirmar lo que se decía de Israel: no todos los que descienden de Israel son realmente israelitas[26]. Así lo afirmaba el Aquinate cuando decía: “el Señor tiene siervos malos y buenos”[27], pues Cristo mismo lo profetizó: habrá trigo y cizaña[28].

“La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida por la Ilustración, sustituye radicalmente a la luz de la fe, la luz de Dios”[29]. Entonces el aborto, la violencia, el divorcio, la ideología de género son aceptados e incluso defendidos por algunos, entre los cuales, a veces, lamentablemente se encuentran también miembros del clero. Hoy en día ya no se lanza esa falange moral en contra del espíritu del mal. Ya no se habla de lo que la Iglesia cree, o acerca de lo que nos previene la Sagrada Escritura; la conciencia individual en sí misma -sin referencia a la verdad objetiva- se vuelve el estándar de lo que está bien y de lo que está mal[30]. Tratan de justificar su postura en nombre de una religión interior o arguyendo ‘autenticidad personal’ o autonomía y presentan no poca resistencia a las misiones, por ejemplo[31].

Con razón seguía diciendo el Santo Papa Pablo VI: “Con demasiada frecuencia y bajo formas diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo la del Evangelio; que imponer una vía, aunque sea la de la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de “semillas del Verbo”. ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?

Cualquiera que haga un esfuerzo por examinar a fondo, a la luz de los documentos conciliares, las cuestiones de tales y tan superficiales razonamientos plantean, encontrará una bien distinta visión de la realidad.

Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer —sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos[32]—, lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen contra la libertad ajena proclamar con alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia del Señor?[33]. O, ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación y la pornografía han de tener derecho a ser propuestas y, por desgracia, incluso impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el miedo de los buenos y la audacia de los malos? Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien Él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo Él conoce[34]. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y Él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación…. los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio—[35], o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto.

Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo —como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia— con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”[36].

De hecho, en muchos de los países donde nos toca misionar constatamos la preocupante ausencia de práctica religiosa unida a la indiferencia y a la ignorancia de las verdades de la fe. Hay como un debilitamiento de las convicciones que en muchos ya no tienen la fuerza necesaria para inspirar el comportamiento. “Como suele decirse, la religión se ha privatizado, la sociedad se ha secularizado y la cultura se ha vuelto laica”[37].

Esto le llevó a decir al Venerable (y próximamente beato) Fulton Sheen que “los actuales enemigos de la Iglesia no son los bárbaros, los cismáticos o los heréticos de otros tiempos sino el mundo en el que vive la Iglesia”. Sostiene el Arzobispo que “durante ciclos de 500 años la Iglesia fue atacada de diferentes maneras. En el primer ciclo la Iglesia fue combatida con herejías centradas en el Cristo histórico: su Persona, su Naturaleza, Intelecto y Voluntad. En el segundo ciclo fue la Cabeza Visible de Cristo lo que negaron. En el tercer ciclo fue la Iglesia o el Cuerpo Místico de Cristo el que fue dividido en secciones o sectas. En nuestros días, el ataque es el secularismo y está dirigido a atacar la santidad, al sacrificio, la abnegación y la kenosis. El nuevo enemigo de la Iglesia es ecológico; pertenece al ambiente en el que vive la Iglesia”[38]. Y con su afilado humor concluía: “si la Iglesia se casa con el espíritu de esta era, será una viuda en la próxima”[39].

Entonces, frente al llamado eclipse de lo sagrado, es manifiesta la necesidad creciente de la experiencia religiosa, ya que no podemos negar que la nostalgia del Absoluto está enraizada en las profundidades del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios. Si la Iglesia no incomoda los placeres y planes del mundo, si en sus palabras sólo imita los dichos de moda, si no interpela sus costumbres, si no desafía a las personas a tomar una decisión definitiva, si predica la ‘civilización cristiana’ pero sin Cristo o hace alarde de un nuevo Pentecostés pero sin notar que ello exige 30 años de obediencia y un Calvario; si la Eucaristía es un banquete pero no un sacrificio; si quiere un sacerdocio glorioso y secular pero se olvida de su aspecto victimal; entonces no es más el Cuerpo de Cristo. Entonces habrá que recordar la amonestación de San Pablo a Timoteo: habrá hombres que aunque harán ostentación de piedad, carecerán realmente de ella. ¡Apártate de esa gente![40]. Simplemente porque se portan como enemigos de la cruz de Cristo[41].

Además, debemos decir que hoy el Cuerpo Místico de Cristo, como ayer la adorable Persona del Verbo Encarnado en el desierto, también se enfrenta al príncipe de este mundo. Esto se manifiesta en que este siempre está atacando su unidad, desparramando confusión, acentuando fisuras, y provocando separaciones. El enemigo[42] parece hoy más que nunca estar tentando a la Iglesia para que abandone los elevados pináculos de la verdad donde la fe y la razón reinan, por aquellas profundidades donde las masas viven con slogans y propaganda. El espíritu del mundo[43] no quiere la proclamación de principios inmutables sino opiniones; comentadores, no maestros; estadísticas, no principios; naturaleza, no la gracia. Y una y otra vez el tentador[44] busca perder a la Iglesia con los reinos de este mundo[45], es decir, teniendo una religión sin cruz, una liturgia sin un mundo futuro, una religión para invocar la política, o una política que se vuelva religión dándole al César incluso las cosas que pertenecen a Dios.

Por eso, lo nuestro siempre ha sido, es y será el “ofrecer con generosidad y en abundancia la riqueza del Evangelio a todo hombre”[46], a fin de que en todos esos países invadidos por el secularismo nazca una nueva generación de creyentes.

Ya lo decía San Juan Pablo II: “El gran desafío que afronta la Iglesia consiste en encontrar puntos de apoyo en esta nueva situación cultural, y en presentar el Evangelio como una buena nueva para las culturas, para el hombre artífice de cultura. Dios no es el rival del hombre, sino el garante de su libertad y la fuente de su felicidad. Dios hace crecer al hombre dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del amor”[47].

Debemos trabajar con fervoroso afán y constancia por “llevar adelante una renovada pastoral de la cultura ya que la cultura constituye el lugar de encuentro privilegiado con el mensaje de Cristo. Pues, ‘una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad’”[48].

2. El sacerdote y el mundo

Todo esto que estamos diciendo, nosotros sacerdotes, lamentablemente no lo vemos desde la vereda de enfrente. Representa un verdadero peligro también para todos nosotros que estamos llamados a ir al mundo para ser sal del mundo[49] y no miel. Mas aun, no somos inmunes a las presiones de una concepción secularista o consumista de la existencia. Por eso afirmaba San Juan Pablo II: “Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo”[50] que no sólo afecta a individuos, sino que también “afecta a la vida religiosa”[51]. Y vivamente nos exhortaba: “No os dejéis poseer por el mundo ni por su príncipe, el maligno[52]. No os acomodéis a las opiniones y a los gustos de este mundo”[53].

Como se sabe, en algunos ambientes, en el período postconciliar –con frecuencia debido a una lectura errónea del magisterio del Concilio Vaticano II– se ofuscó la conciencia de la verdadera identidad sacerdotal, y se originó una tendencia a ‘laicizar’ las funciones sacerdotales, paralela a la tendencia a ‘clericalizar’ la figura del laico[54]. Por ese motivo, hubo seminarios que buscando preparar a sus seminaristas para lo social y las actividades pastorales, equivocadamente fueron negligentes en la disciplina y en la vida espiritual, y muchas veces, en el enseñamiento de la sana teología y de la moral católica.

Así es que hoy en día “algunos discípulos de Cristo han abandonado la vida de Cristo por una que se ajusta mejor al ambiente secular. Ya no es el modelo de Cristo lo que determina su vida, sino la mentalidad del grupo. […] La ‘presencia cristiana’, que es a menudo sólo una presencia física sin el Espíritu de Cristo, sólo suaviza al mundo, pero no la reconcilia con Dios. Actuando de ese modo el sacerdote comete una doble traición [pues] traiciona a Dios y al mundo. Traiciona el mundo cuando dialécticamente se rehúsa a decir ‘No’ a su espíritu. Traiciona a Cristo cuando no se ocupa del pecado del mundo. Démonos cuenta que el ‘Sí’ al mundo y sus valores muy a menudo es precedido por un ‘No’ a Cristo”[55].

En este sentido es importante notar que todo lo que hagamos en la pastoral, por más loable que sea el esfuerzo y por más grande que sea la obra, queda sin efecto si no está acompañado por nuestro testimonio como religiosos íntimamente unidos a Dios. Es así como el evangelio llega más fácilmente al hombre: a través del testimonio de la vida, por el servicio desinteresado y por el lenguaje de los signos sacramentales[56].

Por eso en un encuentro con religiosos San Juan Pablo II con sapiencial acierto les decía: “Los laicos tienen necesidad de la fuerte savia que les llega precisamente de la presencia espiritual de los religiosos y la echarían de menos si, por la embriaguez de la inmersión en el mundo, los religiosos acabaran por negar a la Iglesia la contribución de lo que les es propio. … sigue siendo importante la clara diferencia (¡y no la confusión!) y la valiosa complementariedad (¡y no el aislamiento!) de los carismas y las vocaciones. No será nunca fecunda a largo plazo (¿pero lo será incluso inmediatamente?) una presencia de religiosos en los combates temporales si es en perjuicio de los valores esenciales, hasta los más humildes, de la vida religiosa”[57].

Una y otra vez, a lo largo y a lo ancho del derecho propio del Instituto se nos dice: “debemos aprender a estar en el mundo[58], ‘sin ser del mundo’[59]. Debemos ir al mundo para convertirlo y no mimetizarnos en él. Debemos ir a la cultura y a las culturas del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y elevarlas con la fuerza del Evangelio”[60] Y en otra parte: “El ‘estar en el mundo’ sólo tiene sentido para nosotros cuando depende del ‘no ser del mundo’”[61].

En este sentido el misterio de la Transfiguración es un ejemplo excelente acerca de cómo nosotros debemos relacionarnos con el mundo. Ya que “la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz”[62], que representa nuestro trabajo pastoral[63].

Este magnífico misterio tiene como trasfondo el hecho de que Cristo no había logrado convencer todavía a sus apóstoles de que Él es un Sacerdote-Víctima. De hecho, la escena sucede cuando acababan de venir de Cesarea de Filipo donde Pedro confesó la divinidad de Cristo pero negó su Cruz, y por lo cual nuestro Señor lo llamó “Satanás” (el diablo siempre se comporta como enemigo de la Cruz).

Cristo tomó consigo a tres de los más capaces de entender su muerte y gloria futura. Pero ellos estaban agobiados de sueño[64]. Pero apenas se despertaron y vieron la gloria de Cristo, Pedro reaccionó diciendo: Maestro bueno es para nosotros estarnos aquí; hagamos, pues, tres carpas, una para Ti, una para Moisés, y otra para Elías[65].

Esa es una de las reacciones de la Iglesia hacia la gloria del Sacerdote-Víctima. Pedro quería hacer su gloria permanente. ¿Para qué ir a predicar? ¿Para qué ir a la misión?, mejor consolidarnos. ¿Para qué el sin sentido de ir a Jerusalén a ser crucificado? ¡Cuántas excusas similares podemos poner nosotros! Es como querer un sacerdocio glorioso sin la ignominia de la victimación; así, sin penas, sin enemigos, sin luchas.

Sucede a veces en la Iglesia que muchos, como Pedro, quieren la gloria pero no el combate, no la penitencia, no la purificación en manos de Dios. De hecho algunos incluso sólo quieren éxtasis, pero ni hablar de mortificación, de ayunos, de vigilias. Quieren la gloria instantánea, sin la cruz. Quieren la exaltación del sentimiento sin la exaltación de la Cruz. Es interesante que el Evangelista después de esas palabras de Pedro dice: pero él no sabía lo que decía[66].

Cristo los hace descender del Monte donde los espera el trabajo. Que es como decir, van de las alturas a las profundidades; del éxtasis al dolor. “Los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro…, vuelven de repente a la realidad cotidiana”[67]. Al llegar se encontraron con un niño endemoniado que muchas veces había tratado de suicidarse tirándose al fuego y al agua[68] junto a su padre profundamente angustiado porque los discípulos no habían sido capaces de expulsar el demonio[69]. Algunos ven en esta escena al mundo al que la Iglesia debe servir. Según lo cual podríamos decir que en la altura del Monte los apóstoles contemplaron al Verbo y ahora al descender, al Verbo hecho carne a quien deben servir.

Es interesante notar que en esta escena el valle se presenta como una continuación del Monte y que así lo quiso nuestro Señor. Ya que el Monte sin el valle sería egoísmo y el valle sin la altura del Monte sería sólo trabajo arduo y amargura[70].

Aquí en el valle vemos a otra sección de la Iglesia representada por los otros nueve apóstoles y los discípulos. Ellos representan lo que hoy llamamos activistas. No estuvieron en el Monte de la visión, pero estaban profundamente involucrados con la ‘problemática’ del valle; estaban ‘comprometidos con lo social’. Pero fueron ineficaces.

Tan pronto el padre ve venir a Jesús se queja diciéndole: Yo lo llevé a tus discípulos, pero no lo pudieron curar[71]. ¡Pero antes lo habían hecho! Entonces cuando ven llegar a Jesús, también ellos van inmediatamente a preguntarle por qué no habían sido exitosos en su intento, como hacen tantos otros que dicen: ‘amamos a los pobres, queremos ayudar a los que están afligidos, ¿por qué nos sentimos impotentes?’ Porque ustedes tienen poca fe[72].

Es decir, cayeron en el estéril activismo, olvidándose de que la actividad para el Señor no nos debe apartar de Aquél que es el Señor de la actividad[73].

Siempre debemos tener presente que todas nuestras actividades pastorales tienen que ser concebidas y obradas desde la fe y muchas veces acompañadas con la oración y el ayuno[74]. Nosotros como miembros del Instituto del Verbo Encarnado estamos llamados a ser signos e instrumentos visibles del mundo invisible, de lo Trascendente. Hemos sido llamados “a ser sal… a ser luz del mundo[75] pero sin ser del mundo[76][77].

“Cuando se pierden de vista esos horizontes luminosos,” explica Juan Pablo Magno, “la figura del sacerdote se oscurece, su identidad entra en crisis, sus deberes peculiares no se justifican ya y se contradicen, se debilita su razón de ser”[78] .

Algunos creen que ser sacerdote se identifica sólo con ser “un hombre para los demás”. Lo es cualquier cristiano. Y ciertamente que el sacerdote también lo es, pero en virtud de su manera peculiar de ser un “hombre de Dios y para Dios”. Es en este sentido que el Directorio de Espiritualidad nos dice: “Todos los miembros del Instituto deben perfeccionarse siendo en Cristo ‘una ofrenda eterna para Dios’[79], ‘una víctima viva y perfecta para alabanza de tu gloria’[80][81]. El servicio de Dios es el cimiento sobre el que hay que construir el servicio genuino a los hombres, el cual consiste en liberar a las almas de la esclavitud del pecado y volver a conducir al hombre al necesario servicio de Dios.

Por tanto, nuestro ministerio sacerdotal quedaría vacío de contenido si, en nuestro trato pastoral con los hombres, nos olvidamos de la dimensión soteriológica cristiana. Somos enviados a los hombres para hacerles descubrir su vocación de hijos de Dios, para despertar en ellos el ansia de la vida sobrenatural. Somos enviados para exhortar a la conversión del corazón, educando la conciencia moral y reconciliando a los hombres con Dios mediante el sacramento de la penitencia[82].

“Quede así bien claro que el servicio sacerdotal, si quiere permanecer fiel a sí mismo, es un servicio excelente y esencialmente espiritual[83].

Por eso una vez más confesamos que lo propio, como miembros de este querido Instituto, “es la primacía de lo espiritual en todo nuestro pensar, sentir y proceder, porque Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su voluntad[84], y porque es clarísima la enseñanza del Verbo Encarnado: Buscad primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura[85][86].

Esa es la sublime y preciosa enseñanza de la Transfiguración. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables y el prójimo en la parábola del buen Samaritano es aquel que ‘está en necesidad’. El verdadero sacerdote víctima no separa lo que Dios ha unido.

Los primeros tres apóstoles querían ser ‘parroquiales’ con la exclusión del aspecto social. Son los que permaneciendo circunscriptos a sus límites parroquiales e incluso sólo a los límites de su oficina, rechazan a priori todo apostolado extra, son los que comúnmente decimos que tienen ‘mentalidad de kiosquito’. Son los que se olvidan de que precisamente lo nuestro es “prolongar a Cristo en las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre”[87] y que también a nosotros nos toca evangelizar en los “areópagos modernos”. 

Los nueve restantes estaban ‘comprometidos con lo social’ pero sin contacto con el Dios Trascendente. Son los que quieren ir al mundo pero para disolverse en el mundo. Son quienes “con excusa de ir a lo inferior se vacían de lo superior, y así, por ‘estar en el mundo’ se allanan al espíritu del mundo vaciándose y se olvidan que los cristianos están en el mundo, pero no son del mundo[88].

Estas dos actitudes ante la Transfiguración continúan presentes en la Iglesia, aunque siempre se pueden evitar si progresivamente vamos de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia al mundo, no al revés.

El Magisterio de la Iglesia nos advierte: “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”[89].

3. Características de nuestra misión en el mundo

Nosotros hemos de dedicarnos a las obras de apostolado, imitando a Cristo que ‘anunciaba el Reino de Dios’[90]. Un reino que “no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazareth, imagen de Dios invisible”[91].

Realizando todas nuestras obras con la intención de conducir a los hombres a Dios. Sin olvidar nunca que “la verdadera inculturación es desde dentro: consiste, en último término, en una renovación de la vida bajo la influencia de la gracia”[92]. Y que, por tanto, “el desarrollo humano auténtico debe echar sus raíces en una evangelización cada vez más profunda ya que el desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús, Dios y Hombre, y debe llevar a Dios”[93].

Siendo conscientes de que “el apostolado es una realidad sobrenatural”[94], y que por lo tanto su “fecundidad dependerá de nuestra unión con Dios y con la Iglesia[95], “nuestro apostolado lo realizamos siempre ‘en nombre de la Iglesia y por su mandato, lo ejercemos en comunión con ella’[96][97].

“La mera presencia de un sacerdote o de una monja sirviendo en el orden secular no necesariamente implica ‘dar testimonio’”[98], decía Fulton Sheen. Por esta razón, explica el derecho propio, lo nuestro es vivir sabiendo que en nuestra llamada a seguir a Cristo más de cerca, está incluida la tarea de dedicarse totalmente a la misión que consiste, en primer lugar, en dar testimonio personal de la presencia viva de Jesús, particularmente, en la imitación de su anonadamiento radical que está informado por la humildad, en el servicio desinteresado y, en particular, en el amor misericordioso[99]. Y este testimonio debe permanecer entre nosotros como el principal y el primordial por encima de todas las actividades que puedan realizarse[100].

Nosotros como sacerdotes-víctimas debemos estar persuadidos de que nuestra tarea no es ser críticos del orden social o económico, sino más bien, ser profetas. Nuestra misión profética implica dar un testimonio valiente y claro[101] y “en forma luminosa y singular de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las Bienaventuranzas”[102]. Hoy y siempre lo nuestro es ser embajadores de Cristo[103] sin anteponer nada a su amor[104].

Por tanto, debemos sacudir las conciencias, predicando a tiempo y a destiempo, aunque probablemente no sea eso lo que quiera el mundo: ¡No nos vaticinen la verdad! ¡Háblennos de cosas agradables![105]. Debemos estar convencidos que nuestra santa religión es verdaderamente una ayuda para el mundo si lo contradice.

No desconocemos que “la nueva evangelización encuentra el duro obstáculo de la indiferencia. Parece que algunos no están interesados en Cristo y su Evangelio y muestran cierta desconfianza hacia la Iglesia y su Magisterio. Los saciados de bienestar, saturados de mensajes, se dejan capturar por lo inmediato y por lo útil, viven de manera fragmentaria, quizás desconfiando del Misterio que va más allá de lo que ven y disfrutan. Ellos posponen su reflexión: ¡Te escucharemos otra vez![106], parecen exclamar, como los atenienses a Pablo.

Y, sin embargo, la indiferencia religiosa no es un muro impenetrable: la autosuficiencia no satisface, la tecnología no garantiza; no pocas veces, por el contrario, causa angustia y alimenta los temores del hombre moderno, lleno de dudas y preguntas. Sin dudarlo, debemos proclamar a Cristo a la gente”[107]. Es una tarea urgente y nos incumbe a todos.

 

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Queridos todos:

El ver los apremiantes peligros, los incesantes ataques y los males que sacuden a la Iglesia de hoy no nos debe llevar a temer por la Iglesia. Porque “Cristo, en cumplimiento de la voluntad de Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos”[108]. Este reino de Dios significa realmente la victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es su principal agente escondido: el príncipe de este mundo.

Marchemos siempre convencidos de que como el mismo Verbo Encarnado nos aseguró: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[109]. Y “así como perdura para siempre lo que en Cristo Pedro creyó, de la misma manera perdurará para siempre lo que en Pedro Cristo instituyó”[110]

Esto quiere decir, que no debemos temer de que la infalibilidad se ausente; ni que Dios pueda ser destronado, ni que la transustanciación perezca, ni que los sacramentos desaparezcan. Lo que nos debe preocupar es que el mundo sea llevado de la mano por el error, que la barbarie pueda reinar, que la familia perezca, que la ley moral se eclipse. Y para que ello no suceda debemos trabajar –“sin miedo a los verdugos que acechan a la Iglesia en todo tiempo”[111]– como hombres cuya vocación no tiene sentido fuera de Dios y sus promesas, con gran valentía y firmeza en nuestra fe por hacer que Jesucristo reine. Él es la plenitud de toda vida y cultura auténticamente humanas.

Tengamos siempre presente que nosotros si somos religiosos del Instituto del Verbo Encarnado es para dedicarnos totalmente a Dios como a nuestro amor supremo, viviendo entregados a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo[112]: ya sea entregados a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino a las multitudes… siempre, sin embargo, obedientes a la voluntad del Padre que nos envió”[113].

Que la solemnidad de la Transfiguración nos halle cada vez más ardorosos en nuestra intención de proponer infatigablemente a Jesucristo plenitud de toda vida y cultura auténticamente humanas, llevando su gracia a todos los hombres. Que nuestro esfuerzo sea cada vez mas generoso en hacer que la fe se haga cultura.

Encomendemos a María, Madre de la Iglesia, a todos nuestros misioneros que en tantas partes del mundo son hombres de Dios entre tantos hombres sin Dios. Que Ella prodigue siempre al Cuerpo Místico de Cristo nacido del Corazón abierto de nuestro Salvador el mismo cuidado materno y la misma caridad intensa que prodigó al Verbo Encarnado.

 

[1] Cf. Jn 17, 14-16. 

[2] Cf. Directorio de Espiritualidad, 122.

[3] Cf. Jn 17, 11.

[4] San Ireneo, citado en el Documento de Puebla, 400.

[5] Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla (1979), 400; 469.

[6] Cf. Lumen Gentium, 31.

[7] 1 Tes 5, 22.

[8] Constituciones, 11.

[9] Lc 2, 34.

[10] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura (08/03/2008).

[11] Mt 10, 16.

[12] Rom 12, 2.

[13] Cf. Directorio de Espiritualidad, 268.

[14] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en São Paulo, Brasil (03/07/1980).

[15] Jn 12, 21.

[16] Cf. Directorio de Espiritualidad, 227.

[17] Directorio de Espiritualidad, 227.

[18] Jn 15, 18-19.

[19] San Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional sobre el tema ‘El desafío del secularismo y el futuro de la fe en el umbral del tercer milenio’ (02/12/1995).

[20] San Juan Pablo II, Homilía (02/07/1980).

[21] Cf. Massimo Borghesi, Secularización y nihilismo. Cristianismo y cultura contemporánea, Madrid 2007.

[22] San Juan Pablo II, Mensaje con motivo del Capítulo General de la Orden de los Frailes Predicadores (28/06/2001).

[23] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura (08/03/2008).

[24] Ibidem.

[25] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]

[26] Rom 9, 6.

[27] Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, 82, 5.

[28] Cf. Mt 13, 25ss.

[29] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura (08/03/2008).

[30] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]

[31] Cf. Evangelii Nuntiandi, 56.

[32] Cf. Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 4.

[33] Cf. Ibidem, 9-14.

[34] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Ad gentes, 7.

[35] Cf. Ro 1, 16.

[36] Evangelii Nuntiandi, 80.

[37] San Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional sobre el tema ‘El desafío del secularismo y el futuro de la fe en el umbral del tercer milenio’ (02/12/1995).

[38] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]

[39] Ibidem.

[40] Cf. 2 Tim 3, 5.

[41] Flp 3, 18.

[42] 1Cor 15, 25-28.

[43] 1 Cor 2, 12.

[44] Mt 4, 3.

[45] Mt 4, 8.

[46] Directorio de Evangelización de la Cultura, 242.

[47] San Juan Pablo II, Discurso al Congreso Internacional sobre el tema ‘El desafío del secularismo y el futuro de la fe en el umbral del tercer milenio’ (02/12/1995).

[48] Directorio de Evangelización de la Cultura, 243; op. cit. San Juan Pablo II, Carta autógrafa por la que se instituye el Consejo Pontificio de la Cultura (20/05/1982): AAS 74 (1982) 685.

[49] Mt 5, 13.

[50] Christifideles Laici, 4; citado en el Directorio de Evangelización de la Cultura, 143.

[51] San Juan Pablo II, A los religiosos y religiosas en la Catedral de Utrecht (12/05/1985).

[52] Cf. Jn 17, 14-15.

[53] San Juan Pablo II, Homilía (02/07/1980).

[54] Cf. San Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo (10/03/1991).

[55] Cf. Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 10. [Traducido del inglés]

[56] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Vicenza (08/11/1991).

[57] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en São Paulo, Brasil (03/07/1980).

[58] Cf. Jn 17, 11.

[59] Cf. Jn 17, 14-16.

[60] Directorio de Espiritualidad, 46.

[61] Directorio de Espiritualidad, 65.

[62] Directorio de Vida Consagrada, 350; op. cit. Vita Consecrata, 14.

[63] Constituciones, 156.

[64] Lc 9, 32.

[65] Lc 9, 33.

[66] Ibidem.

[67] Directorio de Vida Consagrada, 350; op. cit. Vita Consecrata, 14.

[68] Cf. Mc 9, 22.

[69] Cf. Mc 9, 17-18.

[70] Cf. Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 16. [Traducido del inglés]

[71] Mt 17, 16.

[72] Mt 17, 20.

[73] Cf. Constituciones, 156.

[74] Mt 17, 21.

[75] Mt 5, 13ss.

[76] Cf. Jn 17,16.

[77] Constituciones, 10.

[78] San Juan Pablo II, Homilía (02/07/1980).

[79] Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística III.

[80] Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.

[81] Directorio de Espiritualidad, 73.

[82] Cf. San Juan Pablo II, Homilía (16/06/1993).

[83] San Juan Pablo II, Homilía (02/07/1980).

[84] Flp 2, 13.

[85] Mt 6, 33.

[86] Constituciones, 9.

[87] Constituciones, 31.

[88] Cf. Directorio de Espiritualidad, 23.

[89] Gaudium et Spes, 43.

[90] CIC, c. 577.

[91] Constituciones, 163; op. cit. Redemptoris Missio, 18.

[92] Directorio de Espiritualidad, 51; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de Zimbabue (02/07/1988), 7.

[93] Directorio de Misiones Ad Gentes, 105.

[94] Directorio de Vida Consagrada, 258.

[95] Cf. Ibidem.

[96] Cf. CIC, c. 675, §2 y 3.

[97] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 260.

[98] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 16. [Traducido del inglés]

[99] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 279.

[100] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 281.

[101] Directorio de Vida Consagrada, 282.

[102] Directorio de Vida Consagrada, 284.

[103] Directorio de Espiritualidad, 44; op. cit. 2 Cor 5, 20.

[104] Constituciones, 37.

[105] Is 30, 10.

[106] He 17, 31; 24, 25.

[107] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Vicenza (08/11/1991).

[108] Lumen Gentium, 3.

[109] Mt 16, 18.

[110] San León Magno, Serm. 3, 2, UTE, Torino 1968, 60.

[111] Directorio de Espiritualidad, 316.

[112] Cf. Constituciones, 23.

[113] Lumen Gentium, 46.

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