La gracia del combate

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La gracia del combate

 

Sin enemigos[1]

 

¿No tienes enemigos, dices?

¡Qué pena! amigo mío, tu alarde es pobre.

El que se ha mezclado en la lucha del deber,

que soportan los valientes,

¡debe haber hecho enemigos!

 

Si no tienes ninguno,

pequeño es el trabajo que has hecho.

No has golpeado a ningún traidor en el trasero,

no has arrancado la copa de los labios perjuros,

nunca has convertido el mal en bien,

¡has sido un cobarde en la lucha!

 

Dicen que Margaret Thatcher guardaba este poema en su escritorio. Recientemente este detalle de la vida de la ex primer ministro británica salió a la luz cuando, en una serie cinematográfica contemporánea, ella recita este poema a la reina Isabel II luego de que ésta le expresase su inquietud de que el gobierno se estaría creando enemigos con las reformas que impulsaba.

Más allá de la popularidad mediática que hoy tiene el poema a causa de la televisión por internet y más allá de la primer ministro que lo recitaba, los versos expresan una verdad, y es el hecho de que los mediocres, prefiriendo navegar en las olas de la popularidad y para evitarse toda clase de inconvenientes, eligen negociar con el espíritu del mundo y sus secuaces. En cambio, son los valientes, es decir quienes se han ensuciado las manos en la lucha del justo deber, los que cosechan enemigos: “Si no tienes ninguno, pequeño es el trabajo que has hecho”.

Por eso, el ser aceptado así sin más, sin oposición alguna, es muchas veces signo de mediocridad (o de cobardía, según el lenguaje del poeta), y el ser perseguido, en cambio, es un halago. Es en este sentido que el Venerable arzobispo Fulton Sheen decía que nuestros “perseguidores nos rinden el hermoso tributo de la hostilidad, nos hacen el fino elogio de la oposición”[2]. Es el misterio de la persecución. Misterio que, cuando esa persecución es injusta o es por Cristo, implica una de las bienaventuranzas evangélicas.

1. Dichosos los perseguidos a causa de la justicia

 

Por eso un día los labios adorables de nuestro Señor pronunciaron estas profundas palabras: Dichosos los perseguidos a causa de la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos[3].

“Para Mateo, para sus lectores y oyentes, la expresión los perseguidos a causa de la justicia tenía un significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida a causa de la justicia. En el lenguaje del Antiguo Testamento ‘justicia’ expresa la fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta indicada por Dios, cuyo núcleo está formado por los Diez Mandamientos. En el Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo Testamento es el de la fe: el creyente es el ‘justo’, el que sigue los caminos de Dios[4]. Pues la fe es caminar con Cristo, en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo mismo”[5].

Estos perseguidos de los que habla Cristo, explica el Papa Benedicto XVI, “son los que viven de la justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse solo a sí mismo, la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al ‘mundo’ –a los poderes dominantes en cada momento–, y por eso habrá persecución a causa de la justicia en todos los períodos de la historia. […] En su falta de poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí donde llega el Reino de Dios”[6]. Por eso los que seguimos a Cristo nunca seremos populares ni, por así decirlo, estaremos cómodos, ya que el inconformismo con el mal es una forma de resistencia que el mundo no soporta porque el espíritu del mundo exige colaboracionismo[7], te pide trabajar de manera mancomunada con él, en una especie de “pensamiento único”. Y esto les sucede incluso a religiosos y eclesiásticos cuando se convierten en mundanos, pues estos más que sufrir la persecución son los que normalmente la realizan. ¡Le sucedió a Jesús!

Supongamos por un momento que nuestra Familia religiosa no tuviese más ninguna dificultad externa, ninguna persecución. Eso sería ciertamente muy placentero, pero podría ser al mismo tiempo un signo de que nuestra sal ha perdido su sabor y nuestra llama se ha extinguido. Por este motivo, como muy bien dice el derecho propio, “la gracia más grande que Dios puede conceder a nuestra minúscula Familia Religiosa aquella de la persecución”[8].

Hay que darse cuenta de que “el mundo al que tanto le disgusta el celo por el reino de Dios, odió a Cristo primero. Fue su celo lo que lo llevó a la Cruz. El mundo ama al indiferente, al mediocre, al ordinario, al bonachón, pero odia dos clases de personas: a los que son realmente buenos y los que son realmente malos. […] Algunos van a la cruz porque son muy buenos en contraste con la mayoría o con el sistema; otros van a la cruz porque son muy malos.

Y dado que el mundo odia del mismo modo en que odió a Cristo: odia al celoso por la causa de Cristo porque éste le reprocha al mundo su mediocridad; pero también odia al malvado, como odió a los ladrones crucificados a ambos lados de Cristo porque eran una molestia para su autocomplacencia.

¿Se dan cuenta? Los buenos van a la muerte porque son buenos; los malvados van a la muerte porque son malvados; los mediocres sobreviven. Los mediocres son los que se “acomodan”, procuran ocupar cargos para los que no son aptos, ambicionan y abusan del poder, e inescrupulosamente lo ejercen contra aquellos que quieren hacer las cosas bien. En palabras de nuestro Señor: El mundo no puede odiaros a vosotros; a Mí, al contrario, me odia, porque yo testifico contra él que sus obras son malas[9]. Y si esto era cierto acerca de nuestro Señor, también lo debe ser para nosotros. El servidor no es más que su Maestro[10].

Por eso quienes nos calumnian o nos atacan injustamente no hacen más que confesar que toman en serio nuestro propósito y que –si el mal quiere triunfar– deben eliminar la causa que defendemos. Lo mismo le sucedió a Jesús con sus contemporáneos mundanos; aquí se encuentra el fundamento teológico de la persecución: Si el mundo os odia, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de la palabra que yo os dije: Un siervo no es mayor que su señor’… Pero todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusa por su pecado[11].

Es por eso por lo que la persecución es la ley de la Iglesia –como señaló atinadamente el padre Castellani– es la carga que debemos llevar, y debemos hoy mirarla de frente.

A lo largo de la historia la persecución a los buenos ha estado siempre vigente; no es que se ha perseguido a todos los cristianos, ciertamente. Por ejemplo a los cristianos solamente de nombre, los cuales no sólo no sufren, sino que incluso a veces sirven de idiotas útiles a los impíos. Pues como San Pablo dijo: todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos[12]. No dijo “todos los bautizados”; dijo: todos los que quieren vivir piadosamente[13].

 Solo por ilustrar mencionemos el martirio de los Apóstoles, quienes fueron martirizados en distintas partes del mundo, a lo cual se siguieron las diez persecuciones sangrientas en Roma, donde fueron muertos, casi siempre con refinadas y terribles torturas, miles de cristianos de toda condición. También las incontables persecuciones que aun hoy en día acometen a los buenos. Al punto que a veces pareciera que “Jesús aquí en la tierra no nos concede como cristianos más que un derecho, el derecho a la persecución y a la maldición de los hombres”[14].

Pero la persecución interna también existe. Sin ir más lejos, como decíamos, es la que padeció el mismo Cristo por parte de Judas. Por eso nos advirtió: Y serán enemigos del hombre los de su propia casa[15] de cuya persecución solapada y traidora se quejaba el mismo San Pablo al decir que pasaba peligros entre falsos hermanos[16]. Y muy probablemente esa sea la peor clase de persecución, porque está llena de hipocresía y no pocas veces de crueldad. Así lo expresaba San Pedro Julián Eymard: “Hay principalmente un género de penas que hace sufrir, y son las persecuciones y las calumnias de las personas [supuestamente] devotas. Nada hiere tan en lo hondo, porque su [supuesta] virtud da pie para creer que tendrán razón y que es el mismo Dios quien está irritado. Permite que a las veces los [aparentemente] mejores no vean bien y persigan a uno, a pesar de su inocencia, para purificarle mejor[17]. Y, por lo tanto, no deja de ser una gracia. 

Si en nuestro afán por permanecer fieles a la voluntad de Dios expresada en nuestras Constituciones[18], nos sobrevienen ataques infundados, ¡bendito sea Dios! Porque “esta Cruz nos prepara un peso eterno de gloria incalculable[19]. A veces nos quejamos porque nuestros perseguidores o “falsos hermanos” nos acosan con acusaciones falsas, del mismo modo en que acusaban a Cristo llamándolo glotón y borracho[20]. A veces protestamos porque algunos nos cuestionan todo, no porque quieran una respuesta, sino precisamente porque no la quieren; ¡pero cuidado! no sin antes decirnos que quieren escuchar nuestra opinión, que están interesados en oír nuestro parecer. Frente a todas esas maquinaciones en el fondo debemos saber decir: ¡bendito sea Dios! 

Si no rezáramos, si tuviésemos una formación laxa, si tuviésemos una espiritualidad light en vez de una espiritualidad seria (aunque no “rígida”), si no tuviésemos vocaciones, si no defendiésemos a capa y espada el carisma del Instituto, si fuésemos tributarios, jamás nos hostigarían. Nos dejarían completamente en paz.

De todas maneras uno válidamente puede preguntarse ¿por qué tanta oposición? A lo cual el Venerable Fulton Sheen responde: “Los ridiculizan y los hostigan poque ustedes tienen algo que ellos no tienen, y porque su fe es un reproche a su maldad. En el fondo de su alma ellos quisieran tener su paz; les gustaría tener su certeza en vez de sus dudas; su alegría en vez de sus miedos, su confianza en Dios en vez de su confusión. Los envidian a ustedes y a lo que ustedes tienen, pero quieren todo eso a su precio, no al precio de Cristo. En una palabra, quieren su fe, pero sin la Cruz”[21]. Al punto que sin querer parecen dar cumplimiento al salmo que dice: me devuelven mal por bien porque me empeño en lo bueno[22].

“Antiguamente el carácter de las personas se conocía por las personas que las amaban; hoy en día el carácter se conoce mejor por aquellos que las odian”[23], afirmaba Fulton Sheen. Entonces, el tener enemigos de algún modo declara al mundo que el perseguido por causa de la justicia posee espíritu de príncipe, pues “son los que saben en cada instante las cosas por las cuales se debe morir”[24], “no piden libertad sino jerarquía”[25] y “sienten el honor como la vida”[26]. Y como todos esos valores chocan contra el espíritu del mundo, éste busca eliminarlos; es por eso que buscan desunirnos y dispersarnos.

Ahora bien, no seríamos realistas si dijésemos que los ataques no nos causan pesar. Pero tenemos que convencernos en la fe que Dios saca bienes de males y por tanto que los sucesos más adversos contribuyen para nuestro bien. Servirán, con el favor de Dios, para crecimiento personal y del Instituto, y como insignias de buen combate.

Oigamos el aviso que San Pedro Julián Eymard daba a unas religiosas: “Dios permite que los santos sean calumniados, despreciados y perseguidos. Y pues lo ha sido también el Señor, es una honra para vosotras el serlo”[27].

Así, por ejemplo, San Juan de la Cruz fue envidiado por Diego Evangelista, quien alguna vez se había sentido humillado por una corrección del santo. Fue en gran medida este fraile resentido el agente que puso en marcha la última gran persecución que sufrió el Místico de Fontiveros. Santa Mary Mackillop fue excomulgada por el obispo tras ser acusada de insubordinación; y tantos, tantos, tantos otros ejemplos podríamos citar. El mismo Fulton Sheen que tenía millones de seguidores por televisión, que había convertido miles de almas, bajo cuyo liderazgo la oficina de Propaganda Fide recaudó grandes sumas para las misiones, fue acusado falsamente de malversación de fondos. Otro ejemplo: la Beata Marie Anne Blondin siendo la fundadora y superiora general de las Hermanas de Santa Ana, fue grandemente perseguida por el capellán asignado a la comunidad, quien ejerciendo un control dictatorial de la misma, hizo que llamaran a elecciones de una nueva superiora no sin antes advertir a Marie Anne que no aceptara ningún cargo de autoridad, aunque fuese elegida por las hermanas. Pasó el resto de sus días haciendo trabajos domésticos, ni siquiera figuraba en las listas de las hermanas. Y San José de Calasanz. Y San Josemaría Escrivá de Balaguer. Y San Pío de Pietrelcina… La lista es interminable. Ese fue el camino que siguieron los santos, plagados de piedras, de intrincadas acusaciones, en conflicto constante con sus enemigos que respiraban crueldad sobre ellos, pero todo eso les sirvió para purificar su fe y unirse más a Dios. Con esa actitud de noble gallardía debemos no solo aceptar sino enfrentar las tribulaciones que Dios se complace en enviarnos o al menos las permite.

La murmuración desleal, la calumnia, los juicios falsos: todos nacen, de una u otra manera, de la envidia. En este sentido, señala el venerable arzobispo americano: “toda palabra nacida de la envidia está basada en un juicio falso acerca de nuestra propia superioridad moral. Sentarse a juzgar nos hace sentir como que nosotros estamos por encima de aquellos que están siendo juzgados y que somos más justos y más inocentes que ellos”[28]. Por eso el acusar a otros es decir de alguna manera “yo no soy como ellos”, o como decir “me han robado lo que es mío”. De este modo “la envida se vuelve una negación total de la justicia y del amor. Y así, en los individuos se desarrolla un cinismo que destruye todos los valores morales, porque mandar a la ruina a los otros (destituyéndolos de toda buena reputación, por ejemplo) en definitiva, es mandarse a la ruina a uno mismo”[29]. Hay eclesiásticos que envidian que alguien tenga muchas vocaciones, y entonces hablan mal, critican… Y cabe la pregunta si no será esto lo que ellos no tienen.

En otras palabras: los que hablan mal de otros con calumnia, muchas veces, en definitiva, hablan mal de ellos mismos. Cuando la envidia se implanta en un grupo de personas produce un engaño y una mentira tal que hace que el grupo extienda su mano de bienvenida a cualquiera que difiera, por ejemplo de una congregación religiosa, –sin importar su prontuario con tal que se sume al ataque– hasta que éste se vuelve lo suficientemente poderoso y, por lo tanto, molesto, entonces lo expulsan porque ya no les sirve para su causa. ¡Lo hemos visto muchas veces!

Aconseja entonces Fulton Sheen, que “dado que la envida está tan desenfrenada en el mundo de hoy, es un consejo extremadamente bueno el no creer el 99% de las afirmaciones retorcidas que oímos acerca de otros. Piensen cuánto tuvo que descontar el buen ladrón de lo que decían los otros para llegar a la verdad. Tuvo que desconfiar del juicio de cuatro jueces envidiosos, dejar de lado la burla de los ancianos y escribas del templo, desoír las maledicencias blasfemas de los espectadores curiosos, y descartar la burla envidiosa del mal ladrón, que estaba dispuesto a perder su alma a cambio de poder seguir teniendo sus dedos ágiles para perpetrar más robos.

Dénse cuenta de que es muy probable que haya un poco de celos, un poco de envidia detrás de cada comentario afilado y de cada susurro punzante que le escuchamos decir a nuestro prójimo. Y para aquellos que son injustamente atacados sírvales de consuelo el saber que es físicamente imposible que alguien nos saque ventaja si siempre está detrás nuestro pateándonos[30]. 

2. Cristo tuvo enemigos

 

Cristo tuvo enemigos. Los saduceos y los fariseos, Judas y el sanedrín, Roma y los sacerdotes del Templo, Pilatos y Herodes, todos esos que entre sí tenían cierta enemistad, se unieron en gran hostilidad para confrontar a Cristo. Hablemos de los fariseos.

Dice el padre Castellani que toda la biografía de Jesús como hombre se puede resumir en esta fórmula: “Fue el Mesías y luchó contra los fariseos[31]. Sin los fariseos la historia de Cristo no sería la misma, como tampoco sería la misma la historia de la Iglesia.

El fariseísmo es la soberbia religiosa: es la corrupción más sutil y peligrosa de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los primeros. Pero en el momento en el que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene en propiedad del diablo.

El fariseo es el hombre de la práctica y de la voluntad. Es verdad que el fariseo no es como los otros hombres; solamente que no es mejor, como él cree, sino peor. Cristo los llamó hipócritas[32], pues son aquellos que dicen, pero no hacen[33]. Podríamos decir con San Pablo que los fariseos enemigos de Jesús son esos que, jactándose de sabios, se volvieron estúpidos[34].

 Hipócrita, de por sí, significa ser actor; pero quien continuamente se comporta como actor corre el riesgo de convertirse en un farsante, pues la preocupación por aparentar va unida a una despreocupación por lo que uno realmente es. Esa actitud acaba de conducir a la ceguera y al sinsentido. Engañan a los demás, comenzando por engañarse a sí mismos. Y en su ceguera incluso pueden llegar hasta pronunciarse y deplorar el mismo fariseísmo, engañando aún más a quienes les prestan oído. Según el padre Castellani, el fariseísmo “es una actitud radicalmente irreligiosa, e incluso antirreligiosa, que aparece como religiosa”[35]. Porque los hipócritas viven de apariencia, saben poner cara de estampita, se hacen ver como justos[36], se maquillan de buenos[37] te repiten hasta el cansancio que te quieren ayudar, se presentan con una actitud ‘salvadora’ y como si fuesen dueños de los contingentes te aseguran un futuro pleno de sol si les das la razón y te unís a ellos… eso sí, solo hasta que salgan ‘aparentemente’ victoriosos, porque cuando ya nos les sirvas te descartan. A ellos se les aplican las palabras del salmo que dice son obradores de iniquidad, que hablan paz a su prójimo y maquinan mal en su corazón[38].

Para lograr su cometido el fariseo usa la técnica del hipócrita[39]: te adula, te hace creer que te quiere, te engaña con sus ‘maneras piadosas’ de proceder, pero en el fondo actúa con mala intención ya que oculta una secreta ambición. Ya hace varios siglos San Juan de la Cruz hacía notar esa manera de proceder al decir: “Los calzados están tocados del vicio de la ambición, y así todo lo que hacen lo coloran y tiñen de bien, de manera que son incorregibles…”, acerca de lo cual comenta el padre Castellani: “La ambición en los religiosos, que se les vuelve a veces una pasión más fuerte que la lujuria en los seglares, es una de las partes más finas del fariseísmo: Amar los primeros puestosamar el vano honor que dan los hombres[40]. Se les vuelve “una forma de vivir”[41].

Por eso es cien veces peor el fariseísmo que cualquier otro vicio. Ya que el fariseísmo es un vicio espiritual, es decir, es diabólico, pues las corrupciones del espíritu son peores que las corrupciones de la carne.

Así se lo dijo Cristo a Santa Catalina de Siena: “Por eso te aseguro que, si todos los demás pecados que han cometido se pusieran de un lado y sólo éste del otro, pesará más éste que los otros”[42]. Ya que el fariseísmo es como un compendio de todos los vicios espirituales: avaricia, ambición, vanagloria, orgullo, obcecación, dureza de corazón, crueldad, que ha llegado a vaciar por dentro diabólicamente las tres virtudes teologales, constituyendo así el pecado contra el Espíritu Santo. […] Pero la flor del fariseísmo es la crueldad: la crueldad solapada, cautelosa, lenta, prudente y subterránea, el dar la muerte creyendo hacer obsequio a Dios. Todo se hace en silencio, en la oscuridad, por medio de tapujos y complicadas combinaciones, detrás de un telón de pretendida bondad y espíritu evangélico. Pero “la hipocresía destruye, la hipocresía mata, mata a las personas, incluso arranca la personalidad y el alma de una persona. Mata a las comunidades. Cuando hay hipócritas [‘falsos hermanos’] en una comunidad hay un peligro grande ahí, hay un peligro muy feo”[43]. Incluso puede llegar a decidir “la muerte ilegal, cruel e inicua de un hombre”, señala el padre Castellani, la cual “se resuelve en reuniones donde se invoca a la Ley con los textos en la mano, en graves cónclaves religiosos, diálogos, frases donde casi no habla más que la Sagrada Escritura y se usan las palabras más sacras que existen sobre la tierra. En verdad os digo que, si un muerto resucitado viniese a deponer, no lo creerías[44][45].

Y como para el fariseo todo sirve, “todos los medios son buenos con tal que sean sigilosos: la calumnia, el soborno, el dolo, la tergiversación, el falso testimonio, la amenaza”[46], el tirar en sus discursos nombres de grandes personalidades como quien hace alarde del aval que recibe de ellos y la impunidad de la que creen gozar. “Caifás mató a Cristo con un resumen de la profecía de Isaías y con el dogma de la Redención. ¿Acaso no es conveniente que por la salud de todo un pueblo muera un hombre?[47].

Si observamos detenidamente el caso de Cristo, por ejemplo, Él fue juzgado por hereje al quebrantar el sábado y por lo tanto su suerte estaba sellada. Después vendrán sucesivamente, a medida que la ira y la envidia por sus éxitos crezcan, las calificaciones de loco, mago, poseído del demonio y después de blasfemo, sedicioso y por último conspirador ante el César. Como decíamos arriba: todo sirve. Es una acusación que va creciendo a medida que pasa el tiempo, sin que se pidan descargos o explicaciones del reo, al contrario, cada descargo que da éste se convierte en un nuevo cargo. El proceso es secreto. Cuando intervienen los jueces en público, ya no es una acusación sino una sentencia. Afirman calumniosamente y tratan de atrapar al reo en un renuncio para hacer buena la calumnia[48].  Por eso secretamente se gozan los fariseos de la fermentación lenta de la calumnia en el pueblo.

Ese fue el drama de Cristo. Así murió el Salvador. Toda su mansedumbre, toda su adorabilísima dulzura, sus beneficios, sus lágrimas, su Sangre Preciosa, sus avisos, sus amenazas proféticas habían de estrellarse contra la dureza de corazón de los fariseos. Ese sigue siendo el drama de su Iglesia.

Cristo mismo se quejaba con Santa Catalina de Siena de las heridas que este movimiento de persecución interna de la Iglesia le causaba a su Cuerpo Místico: “Te dije que me herían, y es la verdad. En su interior me persiguen como pueden. No es que yo en mí pueda recibir lesión alguna, ni ser herido por ellos, pero lo hacen como la piedra, que, arrojándola, no es recibida, sino que se vuelve contra el que la arroja. Así, los heridos por sus ofensas, los que arrojan la pestilencia, no me pueden hacer daño, sino que vuelve contra ellos la saeta envenenada de la culpa. Esta les priva de la gracia en esta vida, perdiendo el fruto de la sangre, y en el último momento, si no se enmiendan con santa confesión y contrición de corazón, llegan a la condenación eterna, separados de mí y ligados al demonio.

[…] Por este lazo, los perseguidores de la sangre se hallan unidos con otros, y, como miembros ligados al demonio, han tomado el oficio de demonios. […] Esta ligadura se halla anudada con la soberbia y la propia reputación, con el temor servil, pues pierden la gracia por temor a perder los cargos. Esos lazos llevan el sello de las tinieblas, porque conocen en cuántos males y miserias han caído y hacen caer a otros.

[…] ¡Oh, queridísima hija! Duélete infinitamente de ver tanta ceguera y miseria de los que, como tú, están lavados en la sangre y se nutrieron y crecieron con esa sangre a los pechos de la santa Iglesia. Ahora, como rebeldes, por temor y con el pretexto de corregir los vicios de mis ministrosa los que he prohibido que nadie toque–, se han apartado de estos pechos. […] Lo peor es que, bajo la capa de los defectos de mis ministros, quieren cobijar y encubrir los suyos, y no consideran que no hay capa que pueda impedir a mi vista que yo los vea. Pueden ocultarse a los ojos de las criaturas, pero no a mí, a quien no se ocultan las cosas presentes ni ninguna otra.

Una de las razones por las que no se enmiendan los desgraciados hombres del mundo es que en realidad no creen con fe viva que yo los veo; que, si de veras creyeran que veo sus vicios y que todo vicio es castigado, como toda buena obra recompensada, no harían tanto mal, sino que se corregirían de lo que han hecho y humildemente implorarían mi misericordia. […] Ninguna persecución debe llevarse a cabo por algún pecado que se vea en los ministros de la sangre[49].

Queda claro que el fariseísmo no es algo del pasado, lo encontramos también en nuestros días porque es un vicio específico y una enfermedad grave de la religión verdadera[50]. “La cátedra de Moisés sigue siendo la cátedra de Moisés. Hay que hacer lo que dicen sin hacer lo que hacen; y decir una cantidad de cosas que ellos callan, y que deben decirse, y que los hará saltar como víboras: dar testimonio de la verdad[51].

“Si en el curso de los siglos una masa enorme de dolores y aun de sangre no hubiese sido rendida por otros cristos en la resistencia al fariseo, la Iglesia hoy no subsistiría. El fariseísmo es el mal más grande que existe sobre la tierra”[52].  Y hoy tanto más que ayer “tenemos necesidad de que alguien le recuerde a estos Poncios modernos que hay allá arriba otro Poder”[53].

3. ¿Qué hacer?

 

No pretendemos aquí dar una receta de solución. Pero evidentemente una cosa queda clara: no debemos ser fariseos. No vaya a ser que nos pase como a aquellos que estuvieron en el Calvario, pero del lado equivocado. Dedicaban gran parte de su tiempo y de sus energías al estudio y observancia de la Ley y, sin embargo, se perdieron el Mesías. Nosotros debemos ser personas íntegras, libres, no tributarios[54], y conducirnos por esta vida en las circunstancias que la Providencia disponga siempre con espíritu de príncipes[55]. Son tiempos de lucha intensa, por eso debemos tener nuestras prioridades en orden y permanecer leales aun si somos heridos en la batalla. Estos son tiempos magníficos para ser fieles al Verbo Encarnado, a su Iglesia y al Instituto en el que hemos consagrado nuestra vida tanto al Señor como a la Iglesia, que ambos es decir lo mismo.

Hay que notar que si alguna vez hubo una persona inocente que tuvo derecho a protestar contra una injusticia ese fue nuestro Señor. Y, sin embargo, perdonó. Ignoró los insultos a su Persona. ¿Acaso el Verbo Encarnado no predicó la mansedumbre? ¿No la debemos practicar nosotros?

Ciertamente que vernos atacados, cuando lo es con injusticia, nos causa pena. Ciertamente que el reconocer en esos mismos que debieran ser nuestros amigos a nuestros enemigos, causa dolor, trae una gran sensación de desamparo. Claro que ver a algunos de los ‘hermanos’ aliarse sigilosamente para combatir contra su propia Familia es desagradable, llena de impotencia, hiere profundamente. Pero al mismo tiempo, la lección es clara: el dolor no nos hace a nosotros mejores[56], nos hace aptos aun para soportar cosas peores. ¿Quién no ha experimentado en momentos de sufrimiento intenso la sensación de que ya no podemos aguantar ni un minuto más? Pero pasa ese minuto y nos damos cuenta de que estamos tocando nuevas capas de resistencia. No obstante, el dolor nunca se transforma en placentero. Pero debemos seguir adelante, con la mirada fija en el cielo donde nos espera la Recompensa con mayúscula. Todo depende de si unimos nuestro dolor a Aquel que, teniendo el gozo puesto delante de Él, soportó la Cruz, sin hacer caso de la ignominia[57].

Y en definitiva debemos alegrarnos si nos persiguen. Porque si nuestra fe debe “perfeccionarse con las persecuciones”[58], estas solo van a servir para herir nuestro orgullo, pero no nuestro temple; cauterizarán nuestra arrogancia, pero no mancharán nuestra alma ya que el mismísimo insulto de parte del mundo es la consagración de nuestra bondad[59].

Sabemos que no es de este mundo el rezar por aquellos que nos clavan a la Cruz. Pero justamente ese es el punto: nuestra fe no es mundana; nuestra fe da vuelta completamente los valores del mundo.

Sabemos que no es según el “sentido común” el amar a nuestros enemigos, porque el amar a nuestros enemigos significaría odiarnos a nosotros mismos (según lo que piensa el mundo); pero esa es la intención del cristianismo. Muy a menudo nuestros verdugos son nuestros aliados; quienes nos crucifican son nuestros más grandes benefactores.

Así escribía Santo Tomás Moro en el margen de su breviario cuando fue apresado en la Torre de Londres: “Dame la gracia Señor bueno… de poner mi mente firmemente en Ti y no ponderar las palabras que salen de la boca de los hombres; de estar contento de estar solo… de estar alegre en las tribulaciones… de pensar que mis enemigos son mis mejores amigos, porque como los hermanos de José no le podrían haber hecho tanto bien con su amor y favor como el que le hicieron con su malicia y odio”[60]

Es la actitud que tuvieron los cristianos cabales de todos los tiempos y que con santo orgullo murieron a manos de sus enemigos para gloria de Dios y de su Iglesia.

Pensemos por ejemplo en el mártir Tomás de la Mora, muerto el 15 de agosto de 1927 en la ciudad de Colima, México, víctima de la persecución desatada por el presidente Plutarco Calles. Tomás, que había sido seminarista, escribió un año antes: “Ya no hemos de pedir a Dios que cese la persecución, sino que en cada católico haya un héroe como en tiempos de Nerón”.  Luego de ser arrestado por el solo delito de ser cristiano y habiendo conocido su sentencia pidió que se cumpliera inmediatamente: “La tardanza me molesta”, expresó. Al ver el árbol donde había descansado Benito Juárez[61] pidió al jefe de la escolta ser ahorcado allí: “Este –dijo– es lugar de ignominia; aquí cuélgueme para que se cambie en bendición este lugar de maldición”. Con un grito de ¡Viva Cristo Rey! fue alzado en la medianoche de un sábado. Tenía sólo 18 años.

Para tener esta fortaleza y entereza de ánimo debemos al mismo tiempo rezar, y mucho, pidiendo permanecer fieles, manteniendo intacta nuestra conciencia y perseverar en la santa vocación que Dios nos ha concedido. Y rezar también por nuestro Instituto, así como rezaba, por ejemplo, San Pedro Julián por los Sacramentinos: “Aleja de tu familia eucarística las vocaciones falsas, engañosas, impuras; no permitas que esta pobre y humilde familia caiga jamás en manos de un orgulloso, de un ambicioso ni de ningún hombre duro e iracundo. No entregues a bestias inmundas y perversas las almas que te confiesan y esperan en Ti. Preserva a tu familia eucarística de todo escándalo, consérvala virgen de todo vicio, libre de toda servidumbre mundana, extraña al siglo, a fin de que pueda cifrar toda su alegría en servirte santa y libremente, con paz y tranquilidad”[62].

Y cuando la lucha se ponga aún más recia podemos poner en práctica el consejo que San Juan de Ávila le daba a una señora: “No conviene, señora, desmayar por la grandeza de los enemigos, no por sus astucias, no por tormentos que den; que tanto será más acepta a su Señor, cuanto más fuere perseverante en mayores tormentos por Él. En Cruz conviene estar hasta que demos el espíritu al Padre; y vivos, no hemos de bajar de ella, por mucho que letrados y fariseos nos digan que descendamos y que seguirá provecho de la descendida, como decían al Señor[63]. La Cruz se tomó por Él, y Él la ha ayudado a llevar hasta ahora; y si alguna vez es tan  pesada que hace arrodillar, así también hizo a nuestro Señor; y no se maravillará Él que nuestra flaqueza arrodille, pues su gran fortaleza arrodilló; lo cual Él quiso hacer para que no desmayasen los flacos, cuando con el peso de los trabajos algunas veces les parece que, no pudiendo sufrir tanto, quedan atollados con tristeza y como con alguna desconfianza, y sin aquella alegría en el padecer que otras veces. Bien sabe el Señor nuestra masa, bien sabe nuestra mancha; que en la frente la traemos escrita para con Él; no se maravilla de nuestras flaquezas, y más ama nuestra humilde confesión de nuestra falta que nuestro engreimiento con la justicia[64].

Además, tenemos que “rogar mucho por la Iglesia de Jesucristo, tan probada y tan perseguida, para que Dios la defienda de sus enemigos que al propio tiempo son hijos suyos, y que a éstos les toque el corazón, los convierta y los conduzca humildes y penitentes a los pies del trono de misericordia y de justicia”[65].

Y cuando las horas se pongan oscuras y la lima del desamparo se haga sentir aún más fuerte, demos lugar a la confianza. Todo acto de confianza implica que uno no puede ver. Si viéramos, si tuviésemos certeza no habría lugar para la confianza. Ahora bien, confiar en Dios significa aferrarse a la verdad de que sus designios son buenos y santos, no porque lo veamos claro, sino a pesar de todas las apariencias de lo contrario[66]. ¡Es la práctica de la virtud teologal de la esperanza, que mira a la omnipotencia, a la bondad infinita de Dios, a su providencia! Esta actitud del alma es fundamental en la vida cristiana y es parte de aquel elemento no negociable adjunto al carisma que debe caracterizarnos y que nosotros denominamos como el ‘tener una visión providencial de la vida’. Todas las tribulaciones, con sus mínimos detalles, entran en el entramado de ese manto de santidad que Dios nos quiere conceder a quienes creemos en Él. Estemos “dispuestos a sacrificar todo sin reservas, persuadidos de que nada es tan ventajoso como abandonarse en las manos de Dios en todo lo que a Él le plazca ordenar”[67]. Y, en fin, demos gracias a Dios que nos ha hallado dignos de padecer algo por su Reino.

En este mes en que celebramos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús anidemos en el alma el pensamiento de que “el Corazón de Jesús nos guarda… para defendernos de nuestros enemigos, como la madre que para librar a su hijo de un peligro lo estrecha contra su corazón, con el fin de que no se hiera al hijo sin alcanzar también a la madre”[68].

Que la Virgen Madre nos cobije a todos unidos bajo su manto y nos lleve a puerto seguro. Ella es nuestra esperanza, por ser la Madre del que es la Esperanza.

[1] Charles Mackay (1814-1889), escritor y periodista escocés.

[2] Cf. The Rock Plunged into Eternity, chapter 1. [Traducido del inglés al español]

[3] Mt 5, 10.

[4] Cf. Sal 1, 1; Jr 17, 58.

[5] Joseph Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Parte I, cap. 1, p. 82.

[6] Ibidem.

[7] Cf. Ibidem, p. 82.

[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 37.

[9] Jn 7, 7.

[10] Cf. Ven. Fulton Sheen, The Cries of Jesus from the Cross – An Anthology, p. 231. [Traducido del inglés al español]

[11] Jn 15, 18-22.

[12] 2 Tim 3, 12.

[13] Cf. Leonardo Castellani, Domingueras Prédicas II, p. 148.

[14] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, p. 115.

[15] Mt 10, 36.

[16] 2 Co 11, 26.

[17] Obras Eucarísticas, 5ª Serie, Ejercicios espirituales dados a los religiosos de la Congregación del santísimo Sacramento, p. 1046.

[18] “La voluntad de Dios se expresa… específicamente para los religiosos a través de sus propias Constituciones”, Directorio de Vida Consagrada, 184; op. cit. CICSVA, Orientaciones sobre la Formación en los Institutos Religiosos, 15.

[19] Directorio de Espiritualidad, 141; op. cit. 2 Co 4, 17.

[20] Mt 11, 19.

[21] Ven. Fulton Sheen, The Rock Plunged into Eternity, chapter 1. [Traducido del inglés al español]

[22] Sal 37, 21.

[23] Ven. Fulton Sheen, The Rock Plunged into Eternity, chapter 1. [Traducido del inglés al español]

[24] Directorio de Espiritualidad, 41.

[25] Ibidem.

[26] Ibidem.

[27] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, 5ª serie, Ejercicios espirituales dados a las Siervas del Santísimo Sacramento, p. 1169

[28] Ven. Fulton Sheen, The Cries of Jesus from the Cross – An Anthology, p. 81. [Traducido del inglés al español]

[29] Cf. Ibidem, p. 82.

[30] Cf. Ibidem, pp. 81-82.

[31] Cristo y los fariseos, prólogo, p. 11.

[32] Mt 26,13; 23,23; etc.

[33] Mt 23,3.

[34] Ro 1,22.

[35] Leonardo Castellani, Domingueras Prédicas II, p. 234.

[36] Cf. Francisco, Meditaciones diarias, (20/10/2017).

[37] Francisco, Meditaciones diarias, (18/03/2014).

[38] Sal 27, 3.

[39] Cf. Francisco, Meditaciones diarias, (06/06/2017).

[40] Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos.

[41] Francisco, Meditaciones diarias, (20/10/2017).

[42] Santa Catalina de Siena, El Diálogo, 117.

[43] Francisco, Meditaciones diarias, (06/06/2017).

[44] Cf. Lc 16, 31.

[45] Cristo y los fariseos, prólogo, p. 16.

[46] Ibidem, p. 17.

[47] Cf. Jn 18, 14.

[48] Cf. Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos, pp. 92-93.

[49] El Diálogo, 117.

[50] Cf. Leonardo Castellani, Domingueras Prédicas II, p. 235.

[51] Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos, prólogo, p. 14.

[52] Leonardo Castellani, Cristo y los fariseos, prólogo, p. 17.

[53] Ven. Fulton Sheen, The Rock Plunged into Eternity, chapter 2, p. 18. [Traducido del inglés al español]

[54] Constituciones, 214.

[55] Directorio de Espiritualidad, 41.

[56] Cf.  Ven. Fulton Sheen, The Cries of Jesus from the Cross – An Anthology, p. 72. [Traducido del inglés al español]

[57] Heb 12, 2.

[58] Directorio de Espiritualidad, 121.

[59] Cf.  Ven. Fulton Sheen, The Cries of Jesus from the Cross – An Anthology, p. 12. [Traducido del inglés al español]

[60] The Complete Works of St. Thomas More (Yale UP, 1976), pp. 226-27.

[61] Fue el primer y único presidente de origen indígena de México: su mandato duró 5 periodos: de 1857 a 1872. Él fue quien estableció las bases sobre las que se funda el Estado laico y la República federal en México.

[62] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, p. 49.

[63] Cf. Mc 15, 32.

[64] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV (BAC Maior), pp. 677-678).

[65] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, p. 45.

[66] Directorio de Espiritualidad, 67: “Debemos creer con firmeza inquebrantable que aun los acontecimientos más adversos y opuestos a nuestra mira natural son ordenados por Dios para nuestro bien, aunque no comprendamos sus designios e ignoremos el término al que nos quiere llevar”.

[67] Directorio de Espiritualidad, 67.

[68] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, p. 230.

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