Ecce venio… ecce Mater

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30º aniversario sacerdotal

 

[Exordio] Muy queridos todos:

Tengo la gracia de poder celebrar esta Santa Misa con todos Ustedes en este hermoso templo dedicado al Inmaculado Corazón de María en el día en que celebro el 30º aniversario de mi ordenación sacerdotal. Quiero agradecer muy especialmente al P. José por permitirme celebrar esta misa y a todos ustedes por haber venido a compartir este día y a agradecer a Dios y a la Virgen por esta gracia tan grande que me ha concedido de ser sacerdote del Verbo Encarnado.

Desde que me ordené de sacerdote, debo decir que mi vida y especialmente todo mi sacerdocio ha estado íntimamente entrelazado con nuestra Madre Santísima a quien aprendí a amar y a honrar, desde muy niño, gracias a mis padres y muy especialmente a mi madre.

Por eso yo quería en esta homilía y a los pies de esta hermosa imagen del Inmaculado Corazón de María que preside nuestro templo hablar de Ella, la madre de los sacerdotes.

1. La madre 

Veo aquí entre Ustedes muchas que son madres de familia y muchas otras que yo llamo ‘madres del corazón’ que, si bien no tienen hijos propios, se dedican a otros, con un amor maternal exquisito del que no pocas veces me he visto favorecido (como lo son las hermanas).

La realidad de una madre en esta tierra es un don inconmensurable… Las madres son el supremo consuelo que Dios nos ha dado en este valle de lágrimas… Creo que es tan íntimo y profundo el misterio de una madre, que en esta tierra ni ellas se dan cuenta la grandeza de esta vocación.

Es que la madre, de una manera especial lo es todo para uno (y creo yo, que los religiosos vivimos esta realidad de una manera más plena y más hermosa que los otros hijos). Porque en gran parte, todo lo que uno es, la manera de ser, de pensar, de creer, todo lo que uno tiene de bueno, se lo debe principalmente a la madre. ¡Quién podrá dudar que la contribución de nuestras madres a nuestras vidas ha sido decisiva! Por eso me atrevo a decir que, entre todas las relaciones humanas, no hay ninguna que se pueda igualar a esta. Porque como enseñaba San Juan Pablo II, “aunque el hecho de ser padres pertenece al padre y a la madre, la madre es la ‘parte’ especial y más cualificada”.

Es que cada vez que nace un niño, nace también una madre y la relación que se establece entre ambos es única, intimísima, irrepetible y eterna, ya que ninguna otra relación futura por más profunda que ésta sea, ni las circunstancias más tortuosas, ni las debilidades humanas más humillantes, ni siquiera la muerte misma podrán borrar jamás el vínculo sagrado entre madre e hijo. Para un hijo, su madre será siempre su madre y para una madre, su hijo será siempre su hijo.

La madre es, de alguna manera, como nuestra Providencia sobre la tierra en los primeros años de vida, nuestro apoyo más firme en los años siguientes de la niñez, nuestra amiga más tierna y más leal de la juventud y nuestra compañera más inseparable e incondicional durante toda la vida (e incluso cuando ella ya no está entre nosotros). Una buena madre es una bendición de Dios y el supremo consuelo que nos ha sido dado en este valle de lágrimas.

Ella nos muestra el camino cuando vamos errados. Nos levanta cuando caemos. Nos anima cuando estamos abatidos. Dulcifica la vida en la tierra y convierte, mágicamente, en rosas las espinas. Dios transmite al mundo el consuelo del amor a través del alma de la madre. Es por eso que el amor de una madre no tiene fronteras. Puede renunciar a sus intereses con generosidad y sufrir con la sonrisa en los labios porque ama; es capaz de renunciar, por amor al hijo, a todas las grandezas de la tierra. Dedica su vida a luchar por sus hijos y se alegra de verlos felices.

Es por eso que para un hijo no hay lugar en el mundo, por más hermoso que sea, que éste, el corazón de su madre. No hay creatura en esta vida a la que estemos más unidos, que el corazón y el alma de nuestra madre. Del Corazón de la Virgen y del de Nuestro Señor se dice que latían al unísono y un autor dice que esto pasa con todas las madres con la diferencia que en ese latir es la madre la que siempre lleva el ritmo y por eso siempre sabe o intuye lo que pasa en el corazón del hijo. ¿Quién no ha experimentado esto? Por eso se aconsejaban las mujeres hebreas que tomar la decisión de tener un hijo es de crucial importancia, “es decidir para siempre que tu corazón caminará fuera de tu cuerpo” y el proverbio dice que “quien toma a un niño de la mano, en definitiva, toma el corazón de una madre”.

Por eso, pasa con las buenas madres, como con los santos, que es tan grande la obra que ella realiza con nosotros que solo queda alabar a Dios por el don de habérnosla dado, porque ella ha sido, es y lo seguirá siendo, aunque ya no esté con nosotros aquí, la imagen de la providencia y del amor de Dios en esta tierra.

La madre es el corazón de la familia, es la madre la que en cierta manera crea y constituye el hogar y protege su unidad. ¿Quién no ha visto esto? En torno a ella, todo se ordena y unifica, todo se armoniza y desarrolla.

Por eso es que cuando una madre se va, ya nada es lo mismo. Ella teje los lazos entre todos, envía a los hijos hacia el padre y al padre hacia los hijos. La madre es de manera particular la que escucha, consuela, alienta, perdona, reconcilia y da a cada uno su lugar. Ella esparce el bálsamo del amor y la ternura sobre todas las relaciones familiares. Ella tiene la preocupación permanente de cada uno y no descansa mientras no estén todos satisfechos.

¡Cuántos de nosotros podemos decir de nuestras madres –a quien Dios mismo nos ha confiado– que ellas han sido y son el don precioso por el cual se nos es dado ver cuán llena de amor está la Divina Providencia! Pues ellas, considerando “el buen ejemplo como su primera misión” “con su fiat materno (‘hágase en mí’)” nos enseñaron que no hay felicidad más grande que el hacer la Voluntad de Dios. Y al abrigo del santuario de sus corazones nos enseñaron que lo que hay de más noble, puro y pleno, es la entrega generosa, sin condiciones, sin tiempos, la entrega ilimitada hasta el olvido de sí mismos por amor. Por eso, nuestras madres serán siempre la pincelada más luminosa que Dios estampó en el libro de nuestras vidas y la caricia más tierna por la cual tuvimos noticia de la suavidad paternal de Dios.

Por tanto, cualquiera de nosotros donde quiera que esté, al acariciar con el corazón a su buena madre puede decir con San Juan de Dios: “Dios ha depositado el tesoro de su amor en la tierra en tres cofres: en la Eucaristía, en la Confesión y en el corazón de mi madre”.

Santa Angela de Merici decía que “las madres, aunque tuvieran mil hijos, llevarían siempre grabados en el corazón a cada uno de ellos, y jamás se olvidarían de ninguno, porque su amor es sobremanera auténtico”.

*     *     *

Ahora, si esto decimos de nuestras madres terrenas, cuánto hemos de decir la Madre de Dios, que es Madre del Sumo Sacerdote Jesús y de todos los sacerdotes. ¿Quién podrá medir la longitud, la altura y la profundidad del amor contenido en ese Inmaculado Corazón maternal? Y más en relación a los sacerdotes

San Manuel Gonzalez, un santo español decía: “El fuego del sol, reforzado por los fuegos de todos los soles de la creación, no llega a ser ni un remedo[1] del fuego de amor acumulado en el corazón de la Madre sacerdotal…Amor de Madre de Dios, ¿quién te mide? Amor de madre del sacerdocio, ¿quién se atreverá a contar tus grados?”[2]. Y sin embargo, ¡cuánto le toco sufrir!

Para todos los cristianos, pero particularmente para nosotros, la Santísima Virgen es todo.

¿Quién puede dudar que, dada la perfecta compenetración de espíritu y corazón que existe siempre entre las madres buenas y los hijos buenos y de modo excelentísimo entre aquella Madre y aquel Hijo, la escena de Getsemaní tenía dos escenarios: por ejemplo el huerto en donde el Hijo sudaba gotas de sangre, y la morada recóndita en que la Madre lloraba gotas del corazón y que el sacrificio que de su corazón y de su cariño hacia el Hijo, tenía como eco el sacrificio del corazón y del cariño de la Madre?

Del sacrificio del Inmaculado Corazón de María, Madre de los sacerdotes, todos los cristianos, pero especialmente los sacerdotes debemos aprender a amar como la Madre hasta a los que ultrajan a su Hijo y a derramar lágrimas por la salvación de sus almas y aun sacrificarnos como Ella que sin alterar la serenidad de su semblante se deja llamar por ellos. 

2. Mi casulla sacerdotal

Yo me ordené sacerdote un día como hoy en 1993, y desde aquel momento asumí que la Virgen sería todo para mí. Que para Ella viviría y junto a Ella procuraría morir. Que si con Ella estaba, pasase lo que pasase estaría siempre seguro, consolado y en definitiva feliz (como pasa con nuestras madres).

Por eso elegí que la imagen de la Virgen estuviese muy presente en mi casulla de ordenación que es la que ahora tengo puesta. Adelante y atrás.

Ecce venio

¿De dónde vienen estas palabras? Ecce venio ut faciam Deus voluntatem tuam. Están tomadas de la carta a los hebreos ¿y saben qué? representan el ofrecimiento que Jesús hizo al entrar en este mundo. Es la consagración sacerdotal de nuestro Señor al entrar en este mundo, fue el inicio de su sacerdocio y quise que ese fuese mi lema sacerdotal, que siempre pudiese hacer la voluntad de Dios en esta tierra, costase lo que costase, sufriese lo que se sufriese y que siempre procurase vivir con Jesús. Pero para hacerlo sabía también que necesitaba la ayuda de la Santísima Virgen, por eso la imagen de la Anunciación, cuando el ecce venido de nuestro Señor, se unió al fiat de nuestra madre. Fiat michi secundum verbum tuum que se haga en mi según tu palabra. Que ese fuese el modelo de mi vida, el de la Madre; le pedí a Jesús tener los mismos sentimientos de Él y de mi Padre para cumplir su voluntad. Así fue el inicio del Salvador, así inició también la santísima Virgen su misión de Madre del Redentor y así quería yo iniciar también mi sacerdocio.

Ecce Mater

En el frente puse una imagen de la Virgen de los Dolores, se trata de la Virgen de la Macarena que se venera en España de donde vinieron mis abuelos antes de emigrar a Argentina. Es una Virgen Dolorosa, o mejor dicho serenamente dolorosa.

Fue al pie de la cruz, donde la Virgen como modelo de madre sacerdotal, de pie, junto a su hijo nos ganaba con sus lágrimas lo que Jesús nos ganaba con su sangre. Fue la Virgen de los Dolores las que nos fue entregada a nosotros como madre Ecce Mater… ecce mater tuam… Ella, en su dolor, nos salvaba y de una manera particular al ser entregada al apóstol Juan se le concedía la gracia de corredimir al mundo. Ese es el modelo, su ofrecer la vida y todo lo que uno haga y sufra por la salvación de las almas.

En mi primer Misa del día 10 a la tarde (era domingo), un sacerdote me predicó la primera Misa y me habló de esto, algo que nunca he de olvidar… Y siempre pensé que eso debía pasar, por lo que yo siempre debería estar muy cerca de la Virgen de los Dolores. Es así, todo sacerdote debe pasar por esto y esto es el grado sublime de nuestra vocación. Enseña el santo obispo Manuel González: “Piensa que muchas veces ¡tendrás que ir a Getsemaní, muchas veces en el decurso de tu vida ministerial! Y allí mira, piensa lo que vas a dar y lo que vas a recibir… Tú, tu cariño limpio, recto, sin tasa, tu trabajo, tu palabra, tu ingenio, tu sudor, tu dinero, tu comodidad, todo lo tuyo… tú mismo; ¡todo tú!

¿Y qué vas a recibir? Un puñado de almas fieles, generosas, leales, pero pocas… muy contadas. ¿Alrededor?… Los mismos que alrededor del Maestro”, sigue diciendo el obispo, “Buenos que se cansan pronto y se duermen, o que se asustan más pronto y huyen. Amigos que venden o niegan… Alrededor de éstos, o mezclados con ellos, los envidiosos, los ambiciosos, los Pilatos, que no amparan al injustamente perseguido, los que escupen, azotan y calumnian. Y después, o en medio de todo, ¡la cruz! Y para llevarla y hacer frente a todos ¡un hombre flaco, una carne rebelde y un corazón de barro!”[3].  Ese es el sacrificio del corazón del sacerdote a imitación de su Maestro.

Sin embargo, así como Cristo en el huerto de Getsemaní fue consolado por un ángel, así en el Getsemaní de nuestra vida sacerdotal y junto al altar donde se inmola nuestro corazón sacerdotal ¡qué alegría!, no es un ángel, sino la mismísima Madre del Verbo Encarnado la que con el Corazón en la mano nos ayuda a decir: Ecce venio! Que quiere decir: Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad[4], y que es mi lema sacerdotal tomado de la Carta a los Hebreos.

[Mirando la imagen] Madre mía, dale al corazón de éste tu hijo sacerdote, en sus ratos de Getsemaní, fuerzas para amar mucho y dar mucho ¡sin esperar nada! ¡Con el corazón sacrificado! Porque como enseña San Juan de la Cruz: el enamorado [de Dios], cuanto más herido, está más pagado[5].

Ahora, aprovechando que estamos aquí como entre amigos muy queridos. Primero les quiero agradecer mucho el que me hayan acogido tan bien −como si fuésemos familia− cuando llegue a la parroquia, y también quiero expresarles mi gratitud por todo el apoyo y las oraciones que me han brindado desde que llegué. Pero al mismo tiempo quisiera, si me permiten, expresarles un deseo.

3. Un deseo

Providencialmente estamos aquí en esta hermosa iglesia dedicada a María. Pudiéndonos Dios haber llevado a otras parroquias, Dios nos ha querido poner bajo el patrocinio de su Inmaculado Corazón (que es también una Virgen Dolorosa, miren ese corazón traspasado). Y no podemos no ver en ello un especial designio de misericordia de nuestro Señor. Pero al mismo tiempo el honroso deber de amar tiernamente a nuestra Madre, de darle consuelos, no dolores.

Por eso mi deseo que es a la vez mi oración es que amen mucho, tierna y confiadamente a la Virgen Santísima. Yo sé que ustedes ya la quieren mucho. Pero a veces me temo que nuestra devoción a la Virgen pueda ser intermitente: solo de a ratos nos acordamos de Ella, o solo para la fiesta, o muy de vez en cuando rezamos el Rosario.

La Virgen los quiere enteramente de Ella. Y, como toda madre, los quiere siempre junto a Ella, cada día; en cada circunstancia sean siempre de María. Y que se hagan apóstoles de María, es decir que su devoción verdadera y sentida a la Madre de Dios irradie esa influencia silenciosa en otras almas que los haga querer también ser ellos devotos de María. 

A mí siempre me ha gustado ver la interacción entre las madres y sus hijos. ¿Se han fijado en lo que hacen las madres con sus hijos pequeños antes de mandarlos a la escuela? Les lavan la cara, los peinan, les preparan el snack para que se lleven, y se pueden olvidar de muchas cosas. Pero eso sí, no se olvidan antes de separarse de estamparles un beso en la frente y los niños salen corriendo a tomar el bus o entran en la escuela mientras la madre los ve irse bañados en las oleadas de una mirada que es todo cariño y satisfacción.

Del mismo modo, cuán feliz me haría que cada día la Virgen María los viera partir a sus trabajos, a la escuela, al club, a la reunión de amigos no sin antes pasar delante de su Imagen a darle un beso o hacerse la señal de la cruz, y encomendarse a Ella con una oración. Con cuánta satisfacción y cariño los miraría nuestra Madre. Pero ahí no termina. Porque esa sería una devoción puramente externa si no fuese acompañada de una vida interior sincera, que se alimenta con los sacramentos, que tiene caridad con los demás y que cada día desgrana en silencio su rosario. Que eso es hacerlo todo con María. ¡Cuánto bendecirá la Virgen Santísima esas almas, esos hogares, esas parroquias! Y eso es en fin lo que yo deseo: que tengan el más grande consuelo en este valle de lágrimas que es vivir y morir abrazados a este Inmaculado Corazón que tanto nos ama.

[Peroratio] Permítanme ahora que este sermón se convierta en plegaria a Nuestra Señora:

Recibe Madre Santísima mi fiat ahora como oración, ahora como acto de fe en la duda, como acto de esperanza en el temor, y siempre como acto de amor.

Fiat! ¡En tus manos estoy Madre mía! Sufrido, elevado, abajado, útil para algo o inútil a todos, ¡siempre te amaré y siempre seré tuyo, Madre Amada! ¡Nadie me separará de ti! En las alegrías y en los dolores siempre seré tu hijo.

Solitario e ignorado como la flor del desierto, errante como el pájaro sin nido, siempre, siempre, Señora mía y amor dulcísimo de mi alma, de mis labios saldrá tu respuesta sumisa al plan de Dios: Fiat! ¡Hágase en mí según tu palabra!

Presenta ante el trono de tu Hijo mi ofrenda y concédeme la gracia de vivir y morir diciendo: ecce venio, como Jesús, el Verbo Encarnado.

¡Que así sea!

[1] RAE: 1. m. Imitación de algo, especialmente cuando no es perfecta la semejanza.

[2] El rosario sacerdotal, [2429].

[3] Cf. El rosario sacerdotal, [2501].

[4] Hb 10,9.

[5] Cántico espiritual B, 9, 3.

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