Un pueblo que caminaba en tinieblas… vio una gran luz

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Homilía predicada a los monjes del Verbo Encarnado con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia

 

Homilía en Getafe – Sta. Madre Maravillas                                                  30 de diciembre de 2018

Lc 2, 41-52

Celebramos hoy la hermosa fiesta de la Sagrada Familia la cual nos presenta el doloroso episodio de la pérdida del Niño Jesús en el templo y que fue, según varios autores, el mayor dolor del corazón de la Madre del Verbo Encarnado.

La narración del Evangelio permite que nos imaginemos la vida de la Sagrada Familia en Nazaret solamente entrecortada por las obligaciones de la religión, como acabamos de leer:  solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua

Jesús, Hijo de María que por ese entonces tenía 12 años seguramente, caminaba al lado de su Madre. Pensemos con cuánta ternura la Virgen contemplaría a su Hijo y cómo cada minuto le parecería más hermoso que el momento anterior. Después de llegados a las puertas de la ciudad la Sagrada Familia pasaron al Templo para la celebración de la Pascua y allí San José y la Virgen se arrodillaron en los escalones del templo con aquel Niño ante el cual toda rodilla se ha de doblar

Cuando la fiesta había terminado y las multitudes volvían a sus casas, los hombres por una puerta, las mujeres por otra, todos se reunían en un mismo lugar para descansar en la noche y fue entonces que María y José se dan cuenta que el Niño Jesús no estaba con ellos.

Imaginen cuán terrible la pena del Inmaculado Corazón de María. La misma Virgen-Madre declara su aflicción al decir: te hemos estado buscando llenos de angustia. Hubo muchas penas en el mundo esa noche, pero ninguna como la de Ella. Por eso poéticamente dice un autor: “Si las estrellas hubiesen tenido corazón no hubieran brillado esa noche”. ¡Cuánta angustia en el corazón de aquella Madre!

Nuestra Señora parecería como si estuviese en oscuridad, como si no entendiese lo que el Señor estaba haciendo con Ella. Mas no dejaba de buscar a Jesús, Dios y Hombre verdadero, que se había alejado de Ella. Quizás nunca como hasta entonces nuestra Santísima Madre se había dado cuenta de cuán unido estaba su Corazón al de su precioso Hijo Jesús.

Hoy, en este hermoso tiempo de Navidad, nos encontramos por designio misericordioso de Dios, celebrando esta Santa Misa ante la tumba de Santa Madre Maravillas de Jesús. Que también fue madre espiritual de incontables almas y quien también tuvo el corazón fijo en el Sacratísimo Corazón de Jesús y el de su Santa Madre la Virgen María.

Conocido es de todos, el inmenso amor de la Madre Maravillas al Corazón de Jesús. Sin ir más lejos, la razón de la existencia del Carmelo en el Cerro de los Ángeles fue para complacer el pedido que “a gritos” le hacía el Corazón Divino de tener un Carmelo que le hiciese amorosa compañía.

Mas también grande y tierna fue la devoción de la Madre Maravillas a la Madre de Dios, de quien parece haber aprendido a amar tan fiel y tan acabadamente al Corazón de Jesús. Pues a semejanza de María Santísima ella también hizo de la voluntad de Dios el eje de su vida y vivía abandonada totalmente a lo que sus designios dispusieran para ella. Lo cual es sin duda fruto de su honda devoción mariana.   

Ella misma confesaba: “He tomado a la Virgen Santísima por Madre de un modo especialísimo, y Ella es la encargada también de prepararme, cubrirme y ampararme” (56: C-3193).

En sus cartas, en sus exhortaciones, en sus conversaciones, siempre repetía que lo único importante y la fuente de la verdadera felicidad era crecer en el amor de Dios, agradarle y vivir pendientes de su voluntad a ejemplo de María: “¡Qué felices somos, queriendo tan de verdad lo que Él quiere, y no ocupándonos más que de amarle y de decirle a todo que sí!”; “La que más consuele a nuestro Cristo” –le decía a sus monjas– “será la más feliz”; “La mayor felicidad de la tierra, que nada nos puede quitar, consiste en unirse a Dios y cumplir su voluntad, amándole y sirviéndole”.

Este amor a Dios, que a medida que pasaban los años se agigantaba en el alma de la Madre Maravillas, puede decirse que fue como la consecuencia natural del amor profundo y verdadero que profesaba a la Santísima Virgen y el que la condujo silenciosa y tan rápidamente a los pies del Corazón de Jesús. A ella le gustaba siempre recordar cuánta fue su alegría al enterarse de que el Carmelo es todo de María. En efecto, con mucha frecuencia en sus cartas llamaba a sus conventos “las casas de la Virgen” y decía: “¿Cómo podemos vivir en su casa, agradar con Ella al Señor, sin imitarla, como la Santa Madre lo deseaba? […]. Me pareció que, puesto que el Señor me tiene aquí ahora, he de procurarlo, no sólo para mí, sino para que esta casa sea realmente casa de la Virgen, ser de veras pobres, sacrificadas, humildes, nada” (28: C-101). Recordarán además Ustedes aquel episodio cuando ante la dificultad que experimentaba para rezar todos los días los quince misterios del rosario, se obligó a ello con un voto.

Esta devoción a la Virgen María, así tan sencilla pero tan adentrada en el corazón de la Madre Maravillas es la que –me parece a mí– le llevó a amar tan denodadamente al Hijo de Dios. Por eso a nosotros, los religiosos del Verbo Encarnado, se nos pide que tengamos a María como “el modelo, la guía y la forma de todos nuestros actos”[1]. A ello nos obliga además el dulcísimo deber adquirido por el cuarto voto que un día le profesamos a la Madre de Dios.

Ahora bien, si la devoción a la Virgen es común a todo cristiano, y, por tanto, es común a todos los religiosos, debe, sin embargo, ser distintiva de todos los monjes del Instituto del Verbo Encarnado como bien lo especifica la regla: “Todo monje del Instituto del Verbo Encarnado…deberá tener para con la Santísima Virgen una particular devoción”[2], esforzándose “por vivir en pleno la ‘devoción interior y verdadera’ de los esclavos de María”[3].

Y agrega el Directorio: “Por su especial configuración con Cristo Víctima, el monje deberá buscar en ella fortaleza en los momentos de prueba, porque ella sigue al pie de la cruz de cada uno de sus hijos”[4].

Quisiera entonces, si me permiten, señalar brevemente tres lecciones que me parece podemos aprender del dolor de la Madre de Dios el cual le hizo tan cercana a nosotros en nuestra búsqueda de Él, usando en este caso algunos pasajes de los escritos de la Madre Maravillas.

1. Rezar con la realidad. La oración verdadera nace del corazón, del momento presente que estamos viviendo, porque la oración es precisamente ser honestos y transparentes delante de Dios. Cada uno de nosotros ocasionalmente pasa por momentos de oscuridad como la Santísima Virgen en la búsqueda de su Hijo, lo cual muchas veces requiere de nosotros de ese ‘entrar en paciencia’ que hablan los santos. Aleccionada ciertamente por la Madre de Dios, la Santa Madre Maravillas escribía en una carta: “cuando el Señor no quiere levantar la mano, poco dura el consuelo que pueden las criaturas, y no hay más que, cerrando los ojos y siempre confiando y esperando contra toda esperanza, echarse en los brazos de la cruz, en la que están los de Cristo”[5].

2. El dolor de la Madre del Verbo Encarnado también nos enseña que la pérdida de Jesús no importa cuán breve sea, es el mayor de los males. La magnitud de la pena de la Virgen es para nosotros una manera visible de captar la magnitud del mal y del pecado. Persuadida de ello la Madre Maravillas escribía: “Esto de ver las almas, que le han costado tanto, perderse, es horroroso, y ¡qué es dar la vida por ellas!” (34: C436). “Pidamos mucho para que las almas se vuelvan a Dios, y consolémosle de tanta ingratitud, entregándonos más y más a Él”.

3. Y, por último, vemos cómo en este evento la Madre del Redentor al estar separada físicamente de su Hijo, experimentó nuestra aparente separación de Dios cuando atravesamos las noches del alma. Toda esa nostalgia de Dios, toda esa melancolía espiritual por el cielo, la Virgen Santísima la sintió como propia porque no tenía a su pequeño Redentor.

Por tanto, dice un autor: Ella estaba sufriendo en reparación por todas las almas que una vez tuvieron fe y la perdieron; por todas aquellas almas que alguna vez amaron a Dios y se olvidaron de Él; por todos aquellos corazones que una vez le amaron y hoy le han abandonado. Por eso le decimos: ruega por nosotros pecadores.   

De aquí que la Santa Madre Maravillas decía: “Pido a la Santísima Virgen me ayude a ver las cosas en verdad en su presencia, para acusarme de ellas y, purificada y lavada por su misericordia, empezar lo poco que me quede de vida, vida nueva en Él, con Él y por Él” (64: C-727).

Por último, y con esto ya termino, de la Virgen Santísima la Madre Maravillas aprendió y nosotros debemos hacer lo mismo a decir su fiat incondicionalmente. Por eso con firmeza afirmaba: “La santidad no es otra cosa que nuestra voluntad unida a la de Dios” (58: C-4403). “Veremos qué quiere el Señor. La verdad es que somos felices. Si el Señor nos preguntase de esto y de todo: del momento de la muerte, de la enfermedad que preferíamos morir, de cómo queríamos estar, etc., etc., sólo podríamos decirle: ‘Señor, cuando Tú quieras, como Tú quieras, lo que Tú quieras; es lo único que queremos y deseamos’, así que tenemos cumplidísimos todos nuestros deseos, que no son otros que su voluntad” (59: C-2297).

A la intercesión de la Santa Madre Maravillas de Jesús le encomendamos se acreciente en nosotros esa ‘sintonía’ con la Madre de Dios para avanzar a pasos agigantados en la santidad y descansar un día en el Sacratísimo Corazón de Jesús a quien tanto amó. Por esta intención seguimos rezando en la Santa Misa.

[1] Constituciones, 19.

[2] Directorio de Vida Contemplativa, 65.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Cartas de la Madre Maravillas, Antología epistolar de Sta. Maravillas de Jesús, Carta 48, A Doña Catalina Urquijo Vitorica, 18-6-1948.

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