Homilía en el Seminario Mayor en Argentina

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Homilía en el Seminario Mayor en Argentina

1 Re 19,16b, 19-21/Gal 5,1, 13-18/Lc 9:51-62

[Exordio] Todas las lecturas que acabamos de oír pueden hacernos sentir un poco incómodos. Todos los detalles que se leen son profundamente contraculturales, contracorriente.

Así, por ejemplo, en la primera lectura escuchamos el llamado de Eliseo a quien Elías elije para su sucesor. Es decir, esta lectura del libro de los Reyes tiene que ver con seguir la vocación de uno.

Ahora, cuando hablamos de encontrar nuestro propio camino en la vida, nosotros ponemos un precio muy alto a ʽnuestro juicioʼ sobre lo que nos conviene o no nos conviene hacer con nuestra vida –para nosotros es como un derecho fundamental–, ʽninguno va a venir a decirme a mí lo que debo hacer con mi vidaʼ, ʽyo decidoʼ qué hacer con ʽmi vidaʼ. Bueno, esa será nuestra perspectiva, nuestro modo de pensar en la cultura actual, pero definitivamente no era esa la perspectiva bíblica.

Fíjense que la Escritura no sugiere que Elías y Eliseo se conocían. De repente aparece Elías que pasa junto a él mientras está arando y así, sin más, sin consultarlo, sin pedirle permiso, sin discusión alguna, sin preparativos, Elías simplemente, le echa el manto encima y Eliseo lo sigue. ¿Elegir tu propio camino? ¿Decidir qué hacer con tu vida? No parece ser el modo bíblico.

Notemos además el cambio que tiene que hacer Eliseo al aceptar su llamado. Eliseo estaba en el campo arando con doce yuntas de bueyes, es decir, era una persona rica para la época o al menos de la ‘alta sociedad’, doce yuntas de bueyes son un montón de animales y, además, tenía maquinaria sofisticada, el arado; solo las personas de la clase alta de la sociedad podrían tener tales posesiones. Es como si hoy dijésemos Eliseo estaba manejando su Lamborghini. ¿Qué hace Eliseo? Inmediatamente, tomó una junta de bueyes, los degolló y con las coyundas de los bueyes coció la carne de ellos y la dio a la gente; luego levantándose siguió a Elías y se puso a su servicio. Esto es equivalente a decir ‘vendió todo su negocio’, ‘repartió todo su dinero’, ‘regaló su casa’. ¡Imagínense! Una persona que es rica, que tiene gente trabajando para él, tiene una casa grande, mucha sofisticación en su modo de vida, de repente lo deja todo, lo regala.

A lo largo de los siglos hemos visto muchos que, como Eliseo, espontáneamente, siguiendo la iniciativa de Dios, lo dejaron todo para seguir a nuestro Señor. Pensemos, por ejemplo, en San Antonio Abad, que un día entró de ‘casualidad’ en una iglesia y escuchó el Evangelio de cuando Jesús le dice al joven rico: ve y vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme. ¡Y él lo hizo! aunque era rico. Pasó el resto de su vida viviendo en la simplicidad y austeridad del desierto. Piensen en San Francisco de Asís, que era el hijo de un mercader muy rico, lo regaló todo e incluso le dio a su padre la ropa que llevaba puesta y caminó desnudo hacia el bosque. Pensemos en Santa Katharine Drexel, una santa americana, la única heredera de una inmensa fortuna, quien por seguir el llamado de Dios lo dejó todo.

Entrega radical

Me imagino que a estas alturas estarán pensando: ‘bueno, nosotros de algún modo, con sus más y con sus menos, eso ya lo hemos hecho’; ‘hemos dejado el confort de nuestras casas, nuestro dinero –poco o mucho–, nuestros estudios…’. Sin embargo, y este es el punto, como religiosos del Verbo Encarnado, estamos llamados a una entrega radical que no acaba el día de la profesión de votos temporales, ni tampoco el día de los votos perpetuos, ni el día de nuestra ordenación sacerdotal, nosotros debemos “aspirar a vivir con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz”1 siempre, es decir, “a vivir la pobreza en grado máximo y absoluto para mejor y más radicalmente imitar a Cristo pobre”2. Y el seminario mayor debe ser una escuela en ese sentido.

Pobres, en el sentido material, se puede decir que ya lo son… aquí quisiera más bien referirme a ese grado de pobreza del que habla el derecho propio y que nos invita a conquistar “el desprendimiento total, no sólo de los bienes materiales –objeto propio de la virtud de la pobreza– sino de todo cuanto no sea el mismo Dios, lo que supone la perfección de la caridad y la santidad completa y consumada”3. Esto es muy importante para nuestra vida como misioneros.

Aquí Ustedes no tienen doce bueyes, ni un Lamborghini, pero sí están rodeados de un montón de consuelos. Si se ponen a ver tienen la dicha de estar rodeados de muy buenos sacerdotes a quienes pueden recurrir cuando quieran, tienen acceso a los sacramentos diariamente, están rodeados de un montón de hermanos seminaristas, ninguno de Ustedes –ni el que vive en la última cuadra– tiene que caminar kilómetros para ir a la iglesia, y así podríamos seguir enumerando varios detalles muy consoladores. ¡Ojo! no digo que estén mal esas cosas, ¿eh?, al contrario, todas esas cosas son muy buenas, son buenísimas porque son conducentes a la formación. Pero hay que estar atentos y no poner el corazón en esas cosas, porque un día a Ustedes también Dios les va a pedir un cambio radical como a Eliseo, y Dios está en todo su derecho. Es el trato que hicimos cuando hicimos nuestros votos en este Instituto. Por eso hay que estar preparado para eso.

Le pasó, por ejemplo, a San Junípero Serra. A los 56 años y con la sola experiencia de haber sido profesor de Teología, muy cómodo en el seminario, tuvo que partir para a una misión que parecía imposible en el nuevo mundo. Salió de su zona de confort y allá fue. Fundó 9 de las 15 misiones que hoy dan nombre a las ciudades en California. ¿Le costó? Claro que le costó. Era asmático y tenía una herida en la pierna que nunca se le curó y, sin embargo, se caminó todo (38000 km). Siempre adelante, nunca hacia atrás”, solía decir. Le pasó también a San José de Anchieta, apenas terminado el noviciado y aun estando enfermo de tuberculosis, lo mandaron a la misión en Brasil que acababa de comenzar, con todas las penurias que eso implicaba en aquella época. Hizo su seminario en la misión. Sus compañeros se ordenaron con 24, 25 años, él con 32. Pero ante la llamada de Dios, no se achicaron, no miraron hacia atrás, se lanzaron a lo que Dios les pedía.

Por eso, fíjense que el Directorio de Misiones Ad Gentes establece como condición importantísima para la misión esa capacidad de negarse a sí mismo, de renunciar a esa actitud egoísta que nos hace buscar los propios intereses, la propia comodidad, para trabajar con celo en el lugar y en el oficio que el Instituto nos confía para la mayor gloria de Dios. Dice así el directorio: “Al misionero se le pide ‘renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos’: en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador”4. Fíjense lo que dice: renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces… desapego de personas y bienes del propio ambiente… eso es parte del programa de todos los que quieran ser misioneros en el Instituto y deben empezar a ejercitarse en ello desde ahora.

Entiéndase bien que el misionero para ser verdaderamente tal, debe darse todo, y debe darse para siempre. Esto es y no otra cosa, el ideal apostólico siempre promovido en el Instituto ya desde su fundación5. Al Señor no se le da nada por la mitad; al Señor no se le mide nada. ¡Ya es tan poco lo que le podemos ofrecer! Entonces, no darse para siempre es no darse del todo.

Una vez San Pedro Julián Eymard estaba dando un sermón a los que profesaban por primera vez, entonces les pregunta: “¿Para cuánto tiempo firmáis este contrato? Por prudencia la regla les manda que lo firmen sólo para algunos años, uno o tres. ¿Van a decir por eso: ¡Bien!, me doy por este tiempo, pero después ya lo veremos? ¡No faltaba más! Ustedes en su corazón tienen que hacer de cuenta que hacen votos perpetuos. Porque si no quieren pertenecer siempre a Dios, no son dignos de ser suyos por un año. Quédense aquí, les dice el santo, no den un paso más, porque tratándose de Dios no se hacen ensayos6.

Sin embargo, hay almas que apenas surge una dificultad, cuando tienen algún entredicho en el apostolado, cuando experimentan algún rechazo –como los discípulos en el Evangelio cuando no los recibieron–, cuando se les hace una corrección, cuando escuchan alguna crítica hacia el Instituto, inmediatamente ponen en duda el seguimiento de Cristo, al punto que a veces se portan como enemigos de la cruz de Cristo7, como dice San Pablo, miran atrás como dice el Evangelio que escuchamos. A veces por evitarse una renuncia, por no negarse, por temor al sacrificio, se pierden de grandes gracias. Tienen miedo a que dando algo, se queden sin nada. Díganme una cosa: ¿Por qué apegarnos a un fósforo si podemos tener el sol?

“Los cobardes –dice el derecho propio– mueren muchas veces antes de su muerte”8. Nada más lejos de nosotros. Por eso leemos en otro de nuestros documentos: “La vocación religiosa es dejar todo para obtenerlo todo; es dejar las cosas de este mundo para aferrarse al Todo que es Dios. Decía Santa Teresa: ‘No se da este Rey sino a quien no se le da todo’9. Lejos de lamentarnos de lo que dejamos, debemos considerar la bondad de Dios que quiere dársenos”10.

En este sentido es realmente ejemplar el testimonio de uno de los mártires norteamericanos, Noël Chabanel, del mismo grupo de San Jean de Brebeuf, Isaac Jogues… que quizás son los más conocidos. El punto es que el P. Chabanel era un profesor exitoso en Francia, pero deseaba fervientemente ser misionero en la Nueva Francia (Canadá) y rezaba para que se aceptase su martirio, o sea, su ofrecimiento a ir a esas tierras a misionar. El hecho es que cuando por fin lo enviaron y llegó a la misión, una vez que tuvo contacto con los indios y tuvo la oportunidad de experimentar en carne propia las dificultades de la misión, le vinieron ganas de salir corriendo, de volverse a las comodidades y a las seguridades de Francia, de mirar hacia atrás. Dicen que de todos los jesuitas que fueron a la Nueva Francia, a él fue a quien más le costó la misión. La lengua le resultaba incomprensible y el tipo de vida le repugnaba y, naturalmente, todo eso lo entristecía. Sin embargo, y aquí está el heroísmo que lo preparó para el martirio, a pesar de que los superiores le dieron permiso para volverse a Francia, hizo voto de mantenerse firme en la misión pasase lo que pasase. ¿Por qué? Porque era plenamente consciente de las palabras que hoy le oímos pronunciar al Verbo Encarnado en el Evangelio: Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios11.

¿Y saben qué? Dios le tomó en serio la palabra. Fue el que más tiempo estuvo en la misión, porque fue el último al que martirizaron. Una noche cuando escapaba de unos indios guerreros y trataba de llegar al puesto central de misión que tenían los jesuitas, se encontró con un río muy profundo no vadeable, y mientras pensaba cómo iba a hacer para cruzar, un indio –en realidad un apóstata cristiano– se le acercó y le ofreció hacerlo cruzar con su canoa. Pero a la mitad de la travesía éste mató al P. Chabanel, le robó lo que llevaba y arrojó su cuerpo al río. El hombre tardó dos años en confesar lo que había hecho, diciendo que había actuado por odio a los misioneros y a la fe. ¿Se dan cuenta? Si él hubiese vuelto a las comodidades y a las seguridades de Francia, si hubiera vuelto a su zona de confort, se hubiera perdido la palma del martirio y la bienaventuranza eterna.

Por eso es importante ahora que Ustedes están en formación que carguen las alforjas bien llenas de fervor, del fervor que soporta las grandes olas de prueba que indudablemente han de sobrevenirle al misionero; que carguen las alforjas bien llenas de “caridad apostólica12 –como pide de nosotros el derecho propio– que le hagan al misionero olvidarse de sí mismo a fin de trabajar “aun en los lugares más difíciles y en las condiciones más adversas”13 y esto no de cualquier manera, sino con gran celo por el bien de las almas y la expansión de la Iglesia de Cristo; y estén llenos de esa valentía que hace que el misionero –aunque ya no tenga los consuelos espirituales que antes tenía “y que un día Dios retira completamente”14 y despojado también de “los apoyos y seguridades con relación al estado de su alma”15– igualmente confíe “con firmeza inquebrantable de que aun los acontecimientos más adversos y opuestos a su mira natural son ordenados por Dios para su bien”16.

El genio de San Alberto Hurtado decía: “En la vida no hay dificultades, solo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible”.

Mirar hacia adelante

Por eso, escúchenme bien, dificultades las hubo y las habrá siempre, críticas, amenazas, cruces de toda clase no faltan ni van a faltar porque Dios no quiere que falten, ni aquí ni en cualquier lado. Sin embargo, tenemos que mirar hacia adelante, debemos remar mar adentro, confiando en la palabra de Cristo: Duc in altum! Jesús mismo nos lo advierte: Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios17. En la causa del Reino no hay tiempo para mirar para atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que se espera de nosotros: nada más ni nada menos que la sublime tarea de “enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aun en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”18. Hay que actuar con generosidad19, con decisión20, “trabajando siempre contra la tentación de la dilación, contra el miedo al sacrificio y a la entrega total y contra la tentación de recuperar lo que hemos dado buscando compensaciones o instalándonos, poniendo ‘nido’ en cosas que no son Dios”21. Es el ejemplo del mismo Cristo en el Evangelio de hoy que dice que Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén22. Y en esa “actitud hay que vivir permanentemente, sin disminuciones ni retractaciones, sin reservas ni condiciones, sin subterfugios ni dilaciones, sin repliegues ni lentitudes”23. Porque “no es capaz de edificar imperios quien no es capaz de dar fuego a sus naves cuando desembarca”24.

[Peroratio] Pidamos en esta Santa Misa la gracia de que de esta querida casa de formación salgan misioneros que vivan el señorío, sobre sí mismos, sobre los hombres, sobre el mundo y sobre el demonio; que gocen de la ‘libertad’ de los hijos de Dios… que sean valerosos, que estén acostumbrados a la disciplina, que sepan dar su valor a cada cosa y de modo jerárquico; que amen el Instituto viviendo el carisma propio, misioneros que digan con toda la radicalidad y el compromiso que implica: Señor, ¡Te seguiré adonde vayas!25.

Se lo pedimos al Verbo Encarnado por intercesión de la Santísima Virgen María.

1 Constituciones, 20.

2 Constituciones, 70.

3 Constituciones, 68.

4 163.

5 Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 15, Milán, 15 de abril de 1931.

6 Cf. Obras Eucarísticas, 5ª serie, Ejercicios espirituales dados a los religiosos de la Congregación de Hermanos de San Vicente Paúl, p. 955.

7 Directorio de Espiritualidad, 138; op. cit. Flp 3,18.

8 Directorio de Espiritualidad, 76.

9 Camino de perfección, cap. 24, 4.

10 Directorio de Vocaciones, 52.

11 Lc 9,62.

12 Directorio de Misiones Ad Gentes, 164; op. cit. Redemptoris Missio, 89.

13 Constituciones, 30.

14 Directorio de Espiritualidad, 178.

15 Cf. Ibidem.

16 Directorio de Espiritualidad, 67.

17 Lc 9,62.

18 Constituciones, 30.

19 Directorio de Vocaciones, 23.

20 Ibidem.

21 Cf. Directorio de Espiritualidad, 16.

22 Lc 9,51.

23 Directorio de Espiritualidad, 73.

24 Ibidem.

25 Lc 9,57.

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