«Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»
Recordando el pensamiento de nuestro Fundador
Durante la Novena de la Anunciación
En el tercer día de la novena en el que pedimos específicamente por nuestra fe en Jesucristo, verdadero Dios evocamos el pensamiento del P. Buela al respecto tomado de su libro “El Arte del Padre”.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»
Muy distinta es la impresión que nos causan los juicios acerca de Jesús emitidos por aquellos que fueron sus Apóstoles y discípulos, y los sucesores de aquéllos. Aquí todo es unidad, claridad, certeza gozosa, verdad, desarrollo homogéneo, consideración de todos los aspectos sin silenciar o negar ninguno de ellos. Es el mar calmo de la fe, el cielo diáfano de la sencillez evangélica, la firmeza de la roca, la solidez de los buenos cimientos, en fin, la luz después de las tinieblas.
– «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1,34), confiesa San Juan Bautista, y evidentemente entiende una filiación por la naturaleza porque si fuese por mera adopción no expresaría nada singular ya que todos los judíos se sabían hijos adoptivos de Dios.
– «Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», estampa San Marcos al comienzo de su relato (1,1).
– San Juan empieza directamente su Evangelio afirmando: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios», con lo que afirma la preexistencia de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, su distinción respecto del Padre y su divinidad. Y en su primera epístola declara que Jesucristo «es el verdadero Dios y la Vida eterna» (5,20).
– Santo Tomás apóstol, postrándose, lo adora diciéndole: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
– «Yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Jn 11,27), exclama Santa Marta.
– San Pablo nos habla de su «esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tt 2,13), de ese Cristo «que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (Rm 9,5)77.
Dirijámonos ahora al Príncipe de los Apóstoles, como lo hiciera el mismo Señor: «¿Quién dices que soy yo?» Responde San Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). ¡Gloriosa confesión en que principia y sobre la que se edifica la Iglesia Católica!
Y ¿qué nos dicen los sucesores de Pedro y Vicarios de Cristo? Los Padres reunidos en el Primer Concilio Ecuménico, en Nicea, el año 325, proclamaron la fe de la Iglesia «en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios… Dios de Dios y Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre (homooúsios tõ Patri) por quien todas las cosas fueron hechas…» (Dz. 54). Como dice Hermann Josef Sieben: «Ningún Concilio, ni antes ni después, ha tomado ni de lejos, una decisión dogmática tan fundamental e importante por sus consecuencias».
El «homooúsios» es la palabra clave, el término mil veces bendito que debe sonarnos a música celestial, el santo y seña de la ortodoxia católica por los siglos de los siglos. Expresa la unidad de sustancia, numéricamente una, entre el Padre y el Hijo, y, por tanto, que tan Dios es uno como el otro.
[…] Y saltando los siglos llegamos a San Pablo VI, en su Solemne Profesión de Fe, el 30 de junio de 1968, quien una vez más confiesa la fe ya dos veces milenaria de la Iglesia Católica en la divinidad de Jesucristo: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homooúsios tõ Patri, por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona».
[…]
El Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por San Juan Pablo II el 11 de octubre de 1992, también afirma de manera clara e inequívoca la fe en la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, como asimismo en su sagrada humanidad y en el misterio de la unión hipostática. ¡Esta es la fe de la Iglesia!
El mismo Papa Magno aprobó «con ciencia cierta y con su autoridad apostólica», en el corazón del Año del Grande Jubileo, un documento fundamental sobre la fe cristológica de la Iglesia y la unicidad y universalidad salvíficas de Jesucristo, emanado por la Congregación para la Doctrina de la Fe: la declaración Dominus Iesus. Contra muchos errores actuales este gran documento reafirma la fe también en el carácter definitivo y completo de la revelación de Dios en Jesucristo; la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazareth; la unidad entre la economía del Verbo Encarnado y la acción del Espíritu Santo; la unicidad y universalidad salvíficas del misterio de Jesucristo; etc…
De ahí que nosotros, contando con el respaldo del Magisterio eclesiástico de todos los tiempos, a pesar de nuestra nada y pecado, confesamos con todas las fuerzas de nuestra alma y de nuestro corazón la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, que es «una sola persona en dos naturalezas» (Dz. 429), y lo hacemos no sin cierta beligerancia, «como mojándole la oreja a la herejía», según el decir de Ignacio B. Anzoátegui, con el santo orgullo de los hijos de Dios que saben que eso «no se los reveló la carne ni la sangre sino el Padre que está en los cielos» (Mt 16,17), y que es una verdad por la cual vivimos y por la que estamos dispuestos a morir. [Le cantamos a la Virgen pidiendo esta gracia.]