“Esta doctrina de la Cruz debe ser lo que prediquemos”

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“Esta doctrina de la Cruz debe ser lo que prediquemos”
Directorio de Espiritualidad, 140

 Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

“El Hijo de Dios crucificado es el acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafía toda filosofía, es la muerte de Jesucristo en la cruz. […] La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa. […] La sabiduría de la Cruz supera todo límite cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la verdad, de la que es portadora”[1].

Con estas palabras tomadas de la gran encíclica de San Juan Pablo Magno Fides et Ratio, cuyo 20° aniversario celebraremos el día 14 de este mes, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, he querido comenzar la presente carta circular, porque ellas nos confrontan abiertamente con lo que debe ser de una u otra manera la característica distintiva y el contenido esencial de nuestra predicación: el Hijo de Dios crucificado, la sabiduría de la Cruz, pues somos miembros de éste nuestro Instituto del Verbo Encarnado el cual tiene encomendado la “predicación de la Palabra de Dios más tajante que espada de dos filos[2] en todas sus formas”[3].

En medio de la cultura actual imbuida de secularismo, codicia y hedonismo[4], que intenta tan insistentemente apartar al hombre de la Cruz, hoy también nosotros podemos clamar a Dios diciendo con San Luis María Grignion de Montfort: “¡Tu divina ley es quebrantada! ¡Tu Evangelio, abandonado! ¡Torrentes de iniquidad inundan toda la tierra! ¡Arrastran a tus mismos servidores! ¡La tierra entera está desolada!”[5]. Y también con él podemos pedir al Verbo Encarnado que haga de nosotros “hijos que arrollen a todos sus enemigos con el báculo de la cruz”[6], hombres siempre “disponibles para todas las posibilidades que se ofrezcan de anunciar el Evangelio”[7] “que vayan por todas partes con… el santo Evangelio en la boca y el santo Rosario en la mano, a ladrar como perros, a quemar como brasas e iluminar las tinieblas del mundo como soles”[8]. Todo lo cual pone de manifiesto el llamado ineludible a formarnos en la escuela de la Cruz, Cruz que el mismo Verbo Encarnado amó desde sus más tiernos años y con la que se desposó, abrazándola y muriendo sobre ella en el Calvario[9].

1. Amor a la Cruz

El derecho propio nos invita a llevar –con fervor– la gracia de la Redención a toda la realidad: al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres, al matrimonio y la familia, a la cultura, a la vida político-económico-social, a la vida internacional de los pueblos con especial referencia al tema de la paz, o sea, a todos los grandes problemas contemporáneos[10]; para lo cual es necesario primero, “clavar en el corazón al que por nosotros fue clavado en la cruz”[11].

Si la cruz es ineludible para todo cristiano, ¡cuanto más lo es para nosotros que hemos sido llamados a “participar del anonadamiento de Cristo”[12] y explícitamente a “asemejarnos a Cristo crucificado”![13] Pero, aún más, la cruz se vuelve nuestra forma de vida y el camino real por el que queremos siempre transitar en la realización de nuestro apostolado: “en el servicio humilde y la entrega generosa y en la donación gratuita de uno mismo mediante un amor hasta el extremo”[14].

A tal punto, que la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Crucificado se torna la imagen que el derecho propio desea ver replicada en nuestro Instituto, y por eso dice: “nuestra pequeña Familia Religiosa no debe estar nunca replegada sobre sí misma, sino que debe estar abierta como los brazos de Cristo en la Cruz, que tenía de tanto abrirlos de amores, los brazos descoyuntados”[15].

Por eso, para nosotros “el misterio Pascual de nuestro Señor es fuente inexhausta de espiritualidad. De aquí que la Pasión, Muerte, descenso a los infiernos y Resurrección de Jesús deben iluminar nuestras vidas siempre, hasta el punto de que lleguemos a ser especialistas en la sabiduría de la cruz, en el amor a la cruz y en la alegría de la cruz”[16]. Pues, en la medida en que nos adentremos en el amor crucificado y crucificante de nuestro Señor transmitiremos más diáfanamente el misterio de Dios “manifestando en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios”[17].

De aquí que el derecho propio nos insista tanto sobre este aspecto esencial. Muchas veces lo hemos leído, lo hemos meditado e incluso predicado a otros, pero siempre vale la pena recordarlo para mejor asimilarlo: “Sea la cruz para vosotros, como lo fue para Cristo, la prueba del amor más grande”[18]. Y en otro pasaje nuestro derecho nos invita a que “amemos la cruz viva de los trabajos, humillaciones, afrentas, tormentos, dolores, persecuciones, incomprensiones, contrariedades, oprobios, menosprecios, vituperios, calumnias, muerte… y podamos decir con San Pablo: Muero cada día[19][20].

La razón de esto está en que “si somos religiosos es para imitar al Verbo Encarnado”[21] quien “salvó al mundo por la locura de la Cruz, más sabia que la sabiduría de los hombres… y más fuerte que la fortaleza de los hombres[22][23]. Entendámoslo bien: lo nuestro es vivir la “locura de la Cruz, que es la locura de Dios[24] y que consiste en vivir en el más y en el por encima. Esta locura comienza allí donde ya no se cuenta, ni se calcula, ni se pesa, ni se mide. La locura de la Cruz consiste en vivir las bienaventuranzas. Es bendecir a los que nos maldicen[25], es no devolver mal por mal[26][27]. Y esto hay que tenerlo bien arraigado en la mente y en el corazón haciendo del misterio de la cruz una referencia habitual y norma de vida. Porque “‘todo está en la Pasión. Y es allí donde se aprende la ciencia de los santos’[28], y porque, en definitiva, el amor que no nace de la cruz de Cristo es débil”[29].

Sí, debemos convencernos de que la cruz es amor convertido en espada que corta, que separa, que hiere, que estorba a la falsa paz. Sólo abrazados a ella no nos dejaremos engañar por ninguna sabiduría mundana ni infatuar por la vacía y vana charlatanería de los hombres que no aman la cruz, algunos de los cuales incluso están constituidos en autoridad. Sólo abrazados a la cruz podremos ser de verdad sal de la tierra y luz del mundo[30], de lo contrario nos convertiremos en sal sosa y en luz bajo el celemín[31].

El Papa Benedicto XV escribió: “La salvación de las almas no se consigue con muchas palabras, ni con doctas disquisiciones, ni con fervorosas peroratas. Y si un predicador fundamenta su predicación en estos medios, no es más que un bronce que suena o címbalo que retiñe[32]. Lo que realmente hace a la pablara humana capaz de ayudar a las almas es la gracia de Dios”[33]. Y esta gracia de Dios –decía Juan Pablo Magno– se obtiene con la oración y con una vida conforme a sus supremas directrices[34].

Lo cual no es otra cosa sino vivir según la santa locura de las bienaventuranzas; que es precisamente lo que pedimos cada año cuando meditamos en los Ejercicios Espirituales las tres maneras de humildad: “ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal que por sabio ni prudente en este mundo”[35]. Es el esforzarse por empaparse de la sabiduría-locura de la Cruz y ser fieles a ella hasta el fin. Es esa locura de poder “decir después de trabajar todo el día por el Evangelio: Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer eso lo hicimos[36]; es la locura de saber que al que tiene se le dará más y abundará; y al que no tiene le será quitado[37]; es la locura de vivir totalmente colgados de la Providencia Divina: No toméis nada para el camino, ni báculo, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni llevéis dos túnicas[38]; es el buscar los últimos lugares: Muchos primeros serán los últimos, y los últimos primeros[39]; es el ser esclavo de todos: Quien quiera ser el primero sea servidor de todos[40]; es humillarse: El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado[41]; es la locura del perdón: Perdónales, porque no saben lo que hacen[42][43]. Esto es lo nuestro propio: esta es nuestra vocación sacerdotal y religiosa. Y este debe ser el mensaje que prediquemos, teniendo por gran don del cielo si a causa de esto nos sobrevienen más cruces, ya que el mismo derecho propio nos augura que si esto nos sucediese es “señal que vamos bien”[44].

Debemos persuadirnos de que somos enviados a las tinieblas, al vacío y al caos de este mundo para anunciar al Verbo y dar testimonio de Él. De aquí que, dado el contexto actual “caracterizado tanto por un relativismo generalizado como por la tentación de un fácil pragmatismo”[45], no debe sorprendernos que el mensaje del Verbo de Dios hecho carne clavado en cruz siga siendo hoy en día una locura para los que se pierden[46]. Ya lo decía el gran predicador de la cruz San Luis María Grignion de Montfort: “No hay, pues, que extrañarse de la falsa paz que cosechan los predicadores a la moda y de las tremendas persecuciones y calumnias que se alzan y promueven contra los predicadores que han recibido el don de la palabra eterna…”[47].

Esto significa que cada uno de nosotros está llamado a vivir el misterio de la cruz, que nos hace madurar en la fe y nos da un conocimiento cada vez más profundo del mensaje evangélico, ayudándonos a juzgar desde esta perspectiva las circunstancias de la vida. De modo tal, que nuestro ministerio no se reduzca sólo a un servicio de solidaridad humana, sino que haya siempre de nuestra parte una comunicación de la novedad de vida que Cristo nos trajo y que mereció para nosotros precisamente en la cruz (en rigor, en todo su Misterio Pascual).

Por eso también caben para nosotros las palabras que San Luis María escribía a la Asociación de los Amigos de la Cruz: “¡Nada de ilusiones! … Si ustedes se precian de que les guía el espíritu de Jesucristo no esperen sino abrojos, azotes, clavos, etc., en una palabra, Cruz. Porque es necesario que el discípulo sea tratado como el Maestro y los miembros como la Cabeza”[48]. Y esto, que bien se aplica a cada cristiano, es de esperar –con justa razón– que suceda a aquellos que tienen la honorífica tarea de prolongar “la obra redentora del mismo Cristo”[49] a través de la predicación.

Suele decirse que vivimos en una época de transformaciones en la que han cambiado y siguen cambiando profundamente los modelos de pensamiento de vida de la sociedad. El conjunto de nuevas ideologías, con las diversas interpretaciones del sentido de la vida y el subsiguiente pluralismo ético, es como un torbellino que se cierne sobre las conciencias tratando de alterarlas[50]. Es en este momento particular y a las culturas inmersas en las circunstancias presentes que debemos anunciar el poder de la cruz. El cual es un poder que no necesita de palabras sabias[51] ni la vana falacia de una filosofía[52], ni menos aún de ideologías ilusorias. Lo que exige más bien es que cada uno de nosotros se deje transformar por Cristo, ya que sólo si el corazón de uno es transformado se puede cumplir con la gran tarea de ayudar a los demás para que el Espíritu los guíe hasta la verdad completa[53], lo cual es la meta y como la misma esencia de la misión cristiana.

En este mismo sentido también el Beato Pablo VI nos exhortaba a conquistar a las almas, sí, “con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas, pero, sobre todo mediante un total cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metanoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón”[54]. Decía San Juan Pablo II: “Esta es la razón por la que la misión sin la contemplación del Crucificado está condenada a la frustración y esta es la razón por la que los fundadores (está hablando a una congregación religiosa particular) insistieron de manera especial en el compromiso de la adoración del misterio eucarístico, puesto que es en el Sacramento del Altar, donde la Iglesia contempla de manera inigualable el misterio del Calvario, el sacrificio del que fluye toda la gracia de la evangelización”[55].

Y en otro lugar el Papa Magno decía: “la nueva evangelización tiene necesidad de testigos”[56]. Ya que, “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan…, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio”[57].

Con esto quiero insistir una vez más en que “no se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por obra del Espíritu”[58]. La imagen de Cristo, como todos Ustedes bien saben, lleva los signos de la Pasión. Los ataques y las calumnias forman parte de la suerte reservada a los discípulos de Cristo[59]. El Señor no nos engaña, Él mismo nos lo dijo: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros[60]. Entonces, si somos fieles a “la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios”[61], claro que vamos a encontrar oposición, ataques e incluso cierta obstaculización maliciosa. Pero también nos debe animar y confortar la dulce promesa de Cristo: Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentira digan contra vosotros todo género de mal por mí. Alegraos y regocijaos porque grande será en los Cielos vuestra recompensa, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros[62]. Por eso, debemos perseverar siempre y muy resueltamente en nuestro esfuerzo evangelizador confortados por la serenidad que viene de la buena conciencia; estando “dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirlo por el camino de la Cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia”[63].

2. Esto debe ser lo que prediquemos: la locura de Jesucristo crucificado[64]

Nuestro Directorio de Evangelización de la Cultura define la evangelización como “una realidad rica, compleja y dinámica, y ‘significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad’[65][66].

Ahora bien, “el término mismo ‘Buena Nueva’ indica el carácter fundamental del mensaje de Cristo. Dios desea responder al deseo de bien y felicidad, profundamente enraizado en el hombre. Se puede decir que el Evangelio, que es esta respuesta divina, posee un carácter ‘optimista’. Sin embargo, no se trata de un optimismo puramente temporal, un eudemonismo superficial; no es un anuncio del ‘paraíso en la tierra’. La ‘Buena Nueva’ de Cristo plantea a quien la oye exigencias esenciales de naturaleza moral; indica la necesidad de renuncias y sacrificios; está relacionada, en definitiva, con el misterio redentor de la cruz. Efectivamente, en el centro de la ‘Buena Nueva’ está el programa de las bienaventuranzas[67], que detalla de la manera más completa la clase de felicidad que Cristo ha venido a anunciar y revelar a la humanidad, peregrina todavía en la tierra hacia sus destinos definitivos y eternos”[68].

Dicho en otras palabras, no se trata “de una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal y se identifican totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad”[69].

Así lo entendieron los cientos de miles de misioneros que, en los albores de la evangelización, al llegar a las tierras vírgenes de misión plantaban la cruz como resumen de todo el programa que venían a ofrecer. Lo mismo hemos de hacer nosotros siempre, llamados como hemos sido, a predicar la doctrina de la cruz[70] en plena integridad y con todas las exigencias morales que se derivan de ella.

Conscientes entonces de que “muchos hombres se portan como enemigos de la cruz de Cristo[71] ya porque la rechazan, ya porque la recortan, la rebajan, la evitan, o no predican entero su mensaje”[72] nosotros debemos colocar el acento en presentar el misterio y el mensaje de la cruz sin miedo y sin recortes, con naturalidad, como algo familiar, que se vive y se abraza, porque en definitiva es una gracia que Dios concede. Sabiéndola transmitir con alegría –no como evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos[73]– antes bien, presentándola como un yugo suave y una carga liviana[74] que se lleva con gozo porque se lleva por amor. Más aún, con la certeza de que es Jesucristo clavado en cruz quien atrae a las almas como Él mismo nos lo dijo: cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí[75].

Todos Ustedes saben que es justamente la predicación de la cruz la que ha sido y sigue siendo fuente de vocaciones para nuestro Instituto, en el cual, la misma vocación religiosa es concebida y presentada como un crucificarse con Cristo[76] y donde la cruz viene a ser un elemento integral del carisma mismo. Pues ¿no dicen acaso nuestras Constituciones: “todos sus miembros deben trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aún en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas”?[77]. 

“Recordemos que nada puede sustituir la proclamación de Jesucristo y el encuentro personal de las almas con su misterio y, por tanto, no puede existir una auténtica evangelización sin que se proponga toda la verdad sobre Jesucristo, sobre la Iglesia, y sobre el hombre. Simplemente, porque no existe una auténtica salvación y libertad sin la lógica del evangelio, proclamado y vivido en su integridad. De aquí que Jesús afirma: Si permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres[78][79].

En suma, además del testimonio de vida, es necesario un anuncio explícito de Jesucristo. El Beato Antonio Chevrier[80] decía: “Catequizar a los hombres es la gran misión del sacerdote hoy”[81]. Ya que “este anuncio –kerigma, predicación o catequesis– adquiere un puesto tan importante en la evangelización, que con frecuencia es en realidad sinónimo de ella”[82].

Entonces sin miedos y sin dejarnos paralizar por aquellos razonamientos que, como decía el Beato Chevrier, “matan el evangelio”[83], debemos anunciar explícitamente el mensaje de Cristo con toda fidelidad, sencillez, autoridad y firmeza[84]. “El mundo necesita conocer a través nuestro lo absoluto del evangelio” –decía el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa– “sin ignorar las condiciones complejas de la evangelización, ni la pedagogía, ¡mostrad a Jesucristo!”[85]. Vale aquí, también para nosotros, el aviso que el Beato Chevrier daba a los suyos: “Que los misterios de nuestro Señor les sean tan familiares que puedan hablar de ellos como de algo que les es propio, como la gente sabe hablar de su estado, de sus asuntos”[86]. Es lo mismo que nuestras Constituciones nos invitan a hacer cuando nos pide que adquiramos esa “santa familiaridad con el Verbo hecho carne”[87]

Porque como dice San Luis María: “Nada más fácil que predicar a la moda… ¡qué cosa tan difícil y sublime es predicar como los apóstoles! Hablar como el sabio, por experiencia[88]. Muchos tienen ‘…lengua, boca y sabiduría humanas. Por eso iluminan, impactan y convierten a tan pocas almas con sus palabras, aunque las tomen de la Sagrada Escritura y de los Padres…’[89][90].

Nosotros somos mandados a importunar y contradecir al mundo[91] con la doctrina de la Cruz, para que a través del anuncio los hombres se adhieran de corazón al programa de vida que Él propone[92]. Hay muchos que “hablan brillantemente de los beneficios que la religión cristiana ha aportado a la humanidad, pero silencian las obligaciones que impone; pregonan la caridad de Jesucristo nuestro Salvador, pero nada dicen de la justicia. El fruto que esta predicación produce es exiguo, ya que, después de oírla, cualquier profano llega a persuadirse de que, sin necesidad de cambiar de vida, él es un buen cristiano con tal de decir: ‘Creo en Jesucristo’”[93].

No debe suceder así en nuestro caso. Antes bien, el derecho propio siguiendo al gran predicador de las misiones, San Alfonso María de Ligorio, nos instruye en la selección de materias de predicación diciendo:

  • “hay que tener cuidado de escoger las que de modo especial mueven a aborrecer el pecado y a amar a Dios; y, en consecuencia, hay que hablar a menudo de los novísimos, de la muerte, del juicio, del infierno, del cielo y de la eternidad”[94];
  • “… del amor que nos tiene Jesucristo, del que nosotros le debemos profesar y de la confianza que siempre debemos tener en su misericordia cuando queramos enmendarnos” [95]. “Igualmente (…) de la confianza que debemos tener en la intercesión de la Madre de Dios”[96].
  • “… de los medios para conservarse en la gracia de Dios, como la huida de las ocasiones peligrosas y de las malas compañías, la frecuencia de sacramentos…”[97].
  • “… de las malas confesiones que se hacen callando los pecados por vergüenza”[98].
  • “La consideración, además, de la vida de los santos –con sus luchas y heroísmos– ha producido en todo tiempo grandes frutos en las almas cristianas. También hoy, amenazados por comportamientos y doctrinas equívocas, los creyentes tienen especial necesidad del ejemplo de estas vidas heroicamente entregadas al amor de Dios y, por Dios, a los demás hombres. […] Todo esto es útil para la evangelización, como lo es también el promover en los fieles, por amor de Dios, el sentido de solidaridad con todos, el espíritu de servicio, la generosa donación a los demás”[99], etc.

Una nota importante más: “dadas las condiciones de la cultura dominante, marcadamente inmanentista y atea, será siempre de provecho el poner de relieve, de un modo o de otro según el tipo de auditorio, los atributos constitutivos de la noción verdadera de Dios: ser supremo, único y sumo, espiritual, trascendente y libre”[100].

En cualquier caso, la materia escogida para la Predicación debe conducir, directa o indirectamente, a que los oyentes puedan conocer y amar cada vez más la persona adorable de Jesucristo[101].

Sin embargo, como ya se darán cuenta en sus experiencias pastorales, este anuncio no pasa de ser un aspecto[102] y, en efecto, de nada sirve el anuncio si no se adhieren los hombres a él. “Por esto, la auténtica evangelización debe conducir y culminar en la digna recepción de los sacramentos, pues por medio de ellos se comunica de modo ordinario la gracia del Espíritu Santo”[103]. Así nos lo enseña el Magisterio de la Iglesia: “la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural, a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete Sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen”[104]

Lo antedicho pone de manifiesto la gran necesidad de preparación personal –espiritual y moral, ciertamente– pero también preparación filosófica, teológica, bíblica, etc. de quienes se preparan o ya se encuentran desarrollando la sublime tarea del pastoreo de las almas. “Hoy en el mundo moderno, tan abierto al conocimiento, no se pueden permitir análisis superficiales, simplificaciones precipitadas, respuestas aproximativas. Es necesario tener una visión profunda de los problemas a la luz de la eterna Verdad, que es Cristo”[105]. Y para esto nada mejor que la Cruz, que es “para nosotros la Cátedra suprema de la verdad de Dios y del hombre”[106].

 

* * * * *

Queridos todos: Es cierto que hoy como ayer “el hombre no logra comprender cómo la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera ‘locura’ y ‘escándalo’”[107]. Como decía San Juan Crisóstomo: “de lo que todo el mundo huye, eso nos presenta el Señor como apetecible”.

Y también es cierto que a veces la tarea de anunciar el Evangelio a todas las gentes parece casi desproporcionada con relación a las fuerzas humanas disponibles en la Iglesia y con mayor razón en nuestro Instituto. Sin embargo, quiera Dios que esto mismo sea un estímulo para nosotros, a fin de que con un ardor cada vez mayor, nos dediquemos con vigor y entrega a la sublime misión de “anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”[108].

Entonces, hagamos nuestra la petición de San Luis María y con él roguemos al Verbo Encarnado que haga de nosotros “una compañía de castas palomas y de águilas reales en medio de tantos cuervos; un enjambre de abejas en medio de tantos zánganos; una manada de ágiles ciervos en medio de tantas tortugas; un escuadrón de leones valerosos en medio de tantas liebres tímidas […] para que formemos, bajo el estandarte de la cruz, un ejército bien ordenado en batalla y bien dispuesto para atacar de concierto a los enemigos de Dios”[109], que no son otros sino los enemigos de la cruz.

Sabiendo de antemano que –como advertía el Beato Paolo Manna–“todo el que se dedique a la salvación de las almas debe esperar el sufrimiento; con mayor razón los misioneros, que no tienen otra finalidad, fuera de la de dar nuevos hijos a Dios, y a la Iglesia en los países infieles. Y los hijos no nacen sin dolor. Es muriendo en la cruz, que Jesús nos ha engendrado para la vida eterna. Fue a los pies de la Cruz que María llegó a ser nuestra Madre. En el orden sobrenatural, el dolor y muchas veces también la muerte, son la causa de la fecundidad. Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo, pero si muere, produce mucho fruto[110]. Para salvar hay que sufrir. Los jóvenes aspirantes y misioneros, que no entienden esta doctrina, deben quedarse en la casa, porque no se llega a ser salvador de almas de otra manera”[111].

Que la Reina del Instituto, la gran evangelizadora de la cultura, que estuvo firme al pie de la cruz, nos alcance la gracia de seguir “peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga”[112]. Porque, insisto, lo nuestro es y será siempre el no estar nunca replegados sobre nosotros mismos, sino abiertos como los brazos de Cristo en la Cruz, que tenía de tanto abrirlos de amores, los brazos descoyuntados[113].

En Cristo, el Verbo Encarnado y su Santísima Madre,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de septiembre de 2018.
Carta Circular 26/2018

 

[1] Cf. Fides et Ratio, 23.

[2] Heb 4, 12.

[3] Constituciones, 16.

[4] Cf. Pastores Dabo Vobis, 48; citado en Directorio de Seminarios Mayores, nota 373.

[5] San Luis María Grignion de Montfort, Súplica ardiente para pedir misioneros, 5.

[6] Ibidem.

[7] Directorio de Seminarios Mayores, 428.

[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 197; op. cit. San Luis María Grignion de Montfort, Oración abrasada.

[9] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, El amor a la Sabiduría eterna, cap. 14, 169.

[10] Cf. Directorio de Espiritualidad, 137.

[11] Directorio de Espiritualidad, 135; op. cit. Cf. San Agustín, De Sancta Virginitate, nnº 54-55.

[12] Constituciones, 4.

[13] Constituciones, 207; op. citOptatam Totius, 9.

[14] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 228.

[15] Directorio de Espiritualidad, 263.

[16] Cf. Constituciones, 42.

[17] Cf. Vita Consecrata, 24.

[18] Directorio de Vida Consagrada, 194; op. cit. Evangelica Testificatio, 29.

[19] 1 Cor 15, 31.

[20] Cf. Directorio de Espiritualidad, 135.

[21] Directorio de Vida Consagrada, 326.

[22] 1 Cor 1, 25. 

[23] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, cap. 23, 2.

[24] Cf. 1 Cor 1, 25 y 1 Cor 1, 18.

[25] Cf. Rm 12, 14.

[26] Rm 12, 17.

[27] Cf. Directorio de Espiritualidad, 180.181.

[28] Citado por Carlos Almena, en San Pablo de la Cruz, Ed. Desclée, Bilbao 1960, 282.

[29] Cf. Directorio de Espiritualidad, 137.

[30] Mt 5, 13ss.

[31] Cf. Directorio de Espiritualidad, 65.

[32] 1 Cor 13, 1.

[33] Carta Encíclica Humani generis redemptionem sobre la predicación de la Palabra de Dios, (15/06/1917).

[34] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).

[35] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Tres maneras de humildad, [165-167].

[36] Lc 17, 10.

[37] Mt 13, 12.

[38] Lc 9, 3.

[39] Mt 19, 30.

[40] Mc 10, 43.

[41] Lc 14, 11.

[42] Lc 23, 34.

[43] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Servidoras II, V Parte, 3.

[44] Directorio de Espiritualidad, 181.

[45] San Juan Pablo II, A los participantes en la sesión plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, (06/02/2004).

[46] 1 Cor 1, 18.

[47] San Luis María Grignion de Montfort, La Compañía de María, en Regla de los sacerdotes misioneros, 61; citado en el Directorio de Predicación de la Palabra, 107.

[48] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Carta circular a los Amigos de la Cruz, 27.

[49] Constituciones, 182.

[50] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).

[51] 1 Cor 1, 17.

[52] Col 2, 8.

[53] Jn 16, 13.

[54] Cf. Evangelii Nuntiandi, 10; op. cit. Cf. Mt 4, 17.

[55] San Juan Pablo II, A los capitulares de la congregación de los Sagrados Corazones, de Picpus, (21/09/2000).

[56] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Vicenza, Italia, (08/09/1991).

[57] Directorio de Predicación de la Palabra, 86; op. cit. Pablo VI, Discurso a los miembros del Consilium de Laicis (02/10/1974): AAS 66 (1974) 568, cit. en Evangelii Nuntiandi, 41.

[58] Redemptoris missio, 87.

[59] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Vicenza, Italia, (08/09/1991).

[60] Jn 15, 20.

[61] Evangelii Nuntiandi, 22.

[62] Mt 5, 11-12.

[63]  Cf. Lumen Gentium, 42; citado en Directorio de Vida Consagrada, nota 515.

[64] Cf. Directorio de Espiritualidad, 140.

[65] Evangelii Nuntiandi, 18.

[66] Directorio de Evangelización de la Cultura, 57.

[67] Cf. Mt 5, 3-11.

[68] San Juan Pablo II, Audiencia General, (20/04/1988).

[69] Evangelii Nuntiandi, 27.

[70] Cf. Directorio de Espiritualidad, 140; op. cit. Cf. 1 Cor 1, 18.

[71] Flp 3, 18.

[72] Cf. Directorio de Espiritualidad, 138.

[73] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144; op. cit. Cf. Evangelii Nuntiandi, 80.

[74] Mt 11, 30.

[75] Jn 12, 32.

[76] Gal 2, 19.

[77] Constituciones, 30.

[78] Jn 8, 31b-32.

[79] Cf. San Juan Pablo II, A los participantes en la XV Asamblea General de la Conferencia de los religiosos en Brasil, (11/07/1989).

[80] Nace en Lyon (Francia) el 16 de abril de 1826 y muere el 2 de octubre de 1879. Sacerdote de la diócesis de Lyon; es fundador de la obra del Prado para la evangelización de niños y adolescentes pobres y de la Asociación de los Sacerdotes del Prado. Fue beatificado por San Juan Pablo II el 4 de octubre de 1986.

[81] Beato Antonio Chevrier, Lettres, p. 70.

[82] Evangelii Nuntiandi, 22.

[83] Cf. Beato Antonio Chevrier, Lettres, p. 127.

[84] Cf. Beato Antonio Chevrier, Le véritable disciple, p. 448-449.

[85] Cf. San Juan Pablo II, A la Familia del Prado, Lyon, (07/10/1986).

[86] Beato Antonio Chevrier, Lettres, p. 47.

[87] Constituciones, 231.

[88] Cf. Sb 7, 15.

[89] San Luis María Grignion de Montfort, La Compañía de María, en Regla de los sacerdotes misioneros, Obras Completas, BAC, Madrid, 1984, pp. 539 ss.

[90] Directorio de Predicación de la Palabra, 105.

[91] Directorio de Predicación de la Palabra, 125.

[92] Cf. Evangelii Nuntiandi, 23. Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 61.

[93] Directorio de Predicación de la Palabra, 123; op. cit. Cardenal Bausa, Arzobispo de Florencia, Ad iuniorem clerum, 1892.

[94] Directorio de Predicación de la Palabra, 51.

[95] Directorio de Predicación de la Palabra, 52.

[96] Directorio de Predicación de la Palabra, 53.

[97] Directorio de Predicación de la Palabra, 54.

[98] Directorio de Predicación de la Palabra, 55.

[99] Cf. Directorio de Predicación de la Palabra, 56.

[100] Directorio de Predicación de la Palabra, 57; op. cit. Cf. C. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno, Roma 1969, 55-56.

[101] Cf. Directorio de Predicación de la Palabra, 58.

[102] Cf. Evangelii Nuntiandi, 22.

[103] Directorio de Evangelización de la Cultura, 62.

[104] Ibidem; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 47.

[105] San Juan Pablo II, A los sacerdotes y religiosos en Génova, (21/09/1985).

[106] Directorio de Espiritualidad, 142.

[107] Fides et Ratio, 23.

[108] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144; op. cit. Cf. Evangelii Nuntiandi, 80.

[109] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Súplica ardiente para pedir misioneros, 18; 29.

[110] Jn 12, 24.

[111] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 15, Milán, (15/04/1931); op. cit. Jn 12, 24.

[112] Lumen Gentium, 8; op. cit. San Agustín, De civitate Dei, XVIII, 51, 2; PL 41, 614.

[113] Cf. Directorio de Espiritualidad, 263.

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