Vida comunitaria y unión en el IVE

Contenido

“Unidos en Cristo… como una Familia Religiosa peculiar”
Constituciones, 92

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

“En nombre de Cristo queremos constituir una familia religiosa […] amándonos de tal manera los unos a los otros por ser hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Hijo y templos del mismo Espíritu Santo, que formemos un solo corazón y una sola alma[1]. Con esta bellísima sentencia nuestras Constituciones –siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y a la luz del Evangelio– ponen de manifiesto que la vida comunitaria es un elemento esencial de nuestra consagración a Dios dentro de nuestro querido Instituto. Es más, en todo nuestro derecho propio queda claro que la fuerte vida comunitaria es para nosotros una observancia fundamental para la buena marcha de la vida religiosa y para una válida organización del apostolado[2].

Por tanto, “la vida fraterna en común es una nota distintiva de nuestro Instituto”[3], no porque sea algo nuevo dentro de la Iglesia, sino porque lo que la vuelve peculiar –cualitativamente hablando– es nuestro modo de vivir la vida fraterna[4], es decir, como una familia.

Como consagrados y como miembros del Instituto queremos dar primacía al amor de Dios[5] y, por lo tanto, no podemos menos que comprometernos también a amar con especial generosidad a nuestros hermanos en el Instituto. Cristo nos ha llamado individualmente, es cierto, pero para formar una familia, la Familia Religiosa del Verbo Encarnado. Por lo tanto, “nuestro seguimiento a Cristo se vive en fraternidad”[6].

Lo nuestro no es estar unidos a otros muchos, como si fuésemos un grupo de estudio, una asamblea, o como los reclutados para la milicia. Nosotros somos verdadera y propiamente una familia, sólidamente fundados en el Verbo Encarnado, “porque la roca es Cristo y nadie puede poner otro fundamento[7]. Es decir, antes que nada, somos hermanos reunidos en nombre de Cristo para cumplir con acabada fidelidad lo que el mismo Verbo Encarnado nos ha mandado: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado[8]. Y nuestro vínculo como hermanos en el Verbo Encarnado, que es espiritual[9] pero no por eso menos real, convierte nuestra vida fraterna en “un signo profético y un signo de la fraternidad de la Iglesia, y en cuanto tal es netamente apostólica”[10].  Ya que la comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado: es decir, contribuye directamente a la evangelización”[11].

De modo tal que “así como la familia es una comunidad de personas en el amor, una comunión en el amor, así nuestras casas deben ser comunidades de caridad, hasta tal punto que se pueda decir que en ellas vive el mismo Cristo”[12].

“La vida comunitaria”, decía San Juan Pablo II, “tiene su fundamento no en una amistad humana, sino en la vocación de Dios, que libremente os ha escogido para formar una nueva familia cuya finalidad es la plenitud de la caridad, y cuya expresión es la observancia de los consejos evangélicos”[13]. Por eso decimos en evidente concordancia con las enseñanzas de San Juan Pablo II que nos consagramos “totalmente a Dios como a nuestro amor supremo”[14], a fin de conseguir “la perfección de la caridad y por la caridad a la que conduce la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, unirnos de modo especial a la Iglesia y a su misterio”[15].

Así, pues, el vínculo que nos une dentro de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado surge de la misma llamada y de nuestra voluntad común de obedecerla, sin importar cuales sean las edades de los miembros de la comunidad y muy por encima de cualquier diversidad de raza y de origen, de lengua y cultura[16], como de hecho ya sucede en tantas de nuestras comunidades.

En efecto, habiendo sido bendecida nuestra Familia Religiosa con miembros de más de 50 nacionalidades distintas y de los 5 continentes, debemos admitir con gratitud a nuestro Dios, la gracia que significa para nosotros la multiculturalidad de nuestras comunidades, enraizadas en el carisma del Instituto y según la intención del Fundador[17]. Pues la diversidad sin divisiones y la unidad sin uniformismo representan para nosotros, a la vez, una riqueza y un desafío que ha favorecido el crecimiento[18] de nuestro Instituto. Ya que en mi entender esto nos ha permitido –aunque todavía nos falte seguir creciendo en este aspecto– ofrecer opciones originales y generosas para las distintas necesidades de la misión y le ha dado una eficacia mayor a nuestra acción apostólica. Simplemente, porque “es la caridad la que armoniza todas las diferencias y a todas les infunde la fuerza del mutuo apoyo en el impulso apostólico”[19].

Por eso ahora al inicio del nuevo año, que es siempre un tiempo de evaluación y de hacer propósitos magnánimos para el año que comienza, quisiera dedicar esta carta circular a tratar otro de los elementos no negociables adjuntos al carisma del Instituto que es precisamente: “la fuerte vida comunitaria”[20]. Porque como bien señalaban los Padres Capitulares en el VII Capítulo General es en una “vida comunitaria de calidad, [además de en una vida espiritual] donde se encontrarán las fuerzas para llevar adelante apostolados objetivamente difíciles”[21]

1. Elementos de una verdadera vida comunitaria

San Juan Pablo II decía una vez a los religiosos: “Elementos de una verdadera vida comunitaria son el superior, quien goza de una autoridad[22] que ha de ejercitar en actitud de servicio; las reglas y tradiciones que configuran cada familia religiosa; y, finalmente, la eucaristía, que es el principio de toda comunidad cristiana […] Por ese motivo, el centro de nuestra vida comunitaria no puede ser otro que Jesús en la Eucaristía”[23].

Por eso, aunque a grandes trazos, quisiera describir estos tres elementos según el derecho propio que es manifestación patente del magisterio del Papa Wojtyla y que de algún modo sienta las bases para lo que vamos a decir más adelante.

  • El superior: “la fraternidad no es sólo fruto del esfuerzo humano, sino también, y sobre todo, don de Dios; un don que exige la obediencia a la Palabra de Dios y, en la vida religiosa, también a la autoridad, que recuerda esa Palabra y la aplica a las situaciones concretas, según el espíritu del Instituto. En las comunidades religiosas la autoridad está puesta también al servicio de la fraternidad, de su edificación y de la consecución de sus fines espirituales y apostólicos. La autoridad es siempre evangélicamente un servicio: ‘No tanto mandar cuanto servir’[24][25].
  • Las reglas y tradiciones: “El fundamento de la unidad es la comunión en Cristo establecida por el único carisma fundacional”[26]. “Es justamente por la vida fraterna por la que nos mostramos, unidos en Cristo: todos vosotros sois uno en Cristo Jesús[27], como una Familia Religiosa peculiar, y debe realizarse de tal manera que sea para todos una ayuda mutua en el cumplimiento de la propia vocación personal”[28]. Ahora bien, esta vocación implica, como ya hemos dicho, el “alcanzar la perfección de la caridad. Pero tal cosa solamente se ha de dar en el marco del propio Instituto”[29]. Por tanto, es imperativo que “todos observemos con fidelidad la voluntad e intenciones del fundador, corroboradas por la autoridad eclesiástica competente acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter del Instituto, así como también sus sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio del Instituto”[30]. El carisma del Instituto plasmado en las Constituciones y en todo el derecho propio es, además, el que dirige y marca el crecimiento de nuestra vida fraterna.
  • La Eucaristía: “el fundamento más profundo de nuestra unidad como familia religiosa lo encontraremos siempre en la Eucaristía, que perpetúa el sacrificio de la Cruz”[31]. “En nadie puede debilitarse la convicción de que la comunidad se construye a partir de la Liturgia, sobre todo de la celebración de la Eucaristía”[32] porque ella es “el centro insustituible y animador… de toda comunidad religiosa”[33]. Por eso el derecho propio nos exhorta a los sacerdotes del Instituto a “concelebrar con la mayor frecuencia posible”[34] –salvo compromisos pastorales– y a buscar “un momento del día para la adoración eucarística comunitaria”[35].

2. Un mismo sentir[36]

Dice el Doctor Angélico: “La Iglesia es una… por la unidad de la caridad, porque todos están unidos por el amor de Dios, y entre sí por el amor mutuo”[37].

Por eso el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa decía una vez: “Obrad de tal modo que lo que es la Iglesia en un plano general se verifique en cada una de sus comunidades: sabed promover en ellas cohesión de vida por la cual los muchos, que se encuentran juntos, se fundan a través de la caridad y tengan ‘unidad de mente y de corazón orientados hacia Dios’”[38].

De acuerdo a esto el derecho propio desarrolla el tema de la unidad –de la concordia entre nosotros– al hablar de la unicidad de la Iglesia, hasta llegar a afirmar: que debemos “ser como ‘una Iglesia doméstica’”[39]. Entonces comienza por decir: “Aspiramos, conforme a las palabras de San Pablo, a tener un mismo sentir[40] en el Señor[41][42]. Dando a entender la unión completa, constante e inalterable que debe haber entre nosotros. Por tanto, el alma de este espíritu de familia que caracteriza a la vida comunitaria en nuestro querido Instituto es el de la caridad, que es el alma de la Familia de Dios que es la Iglesia y de cada auténtica familia humana.

De manera tal que podemos decir que nuestra vida fraterna no es más que una respuesta radical a la exhortación de San Pablo a los filipenses: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús[43], sentimientos que el apóstol de los gentiles describe magistralmente en su himno de la caridad y que las Constituciones citan extensamente para enseñarnos el “modo en que debería vivirse la caridad fraterna”[44] en nuestro Instituto.

Entendamos bien que un solo corazón y una sola alma[45] “no significa uniformidad, monolitismo, rebajamiento, sino comunión profunda en la comprensión mutua y en el respeto recíproco”[46]. A nosotros se nos ha enseñado a formar en la libertad: “No se gana absolutamente nada teniendo clones. Formar ‘en serie’ es una desgracia, una falta de respeto a la dignidad del ser humano y es una falta de respeto a la dignidad que debe tener todo religioso y toda religiosa”[47]

“Esta unanimidad o concordia que buscamos”, explica el derecho propio, “significa unidad en el juicio de la razón sobre lo que debe hacerse, y unidad en las voluntades, de modo que todos quieran lo mismo. Así, pues, esta concordia nace de la misma fe, por la que sabemos qué debemos hacer, y de la caridad, por la que amamos todos los mismos bienes y compartimos las fatigas, como buenos soldados de Cristo Jesús”[48]. En efecto, cuán consolador es constatar esta unanimidad –testimoniada por la misma gente– en tantísimas de nuestras misiones al reconocer en nuestros miembros –cualquiera sea su nacionalidad, oficio, edad, etc.– el mismo “estilo del Verbo Encarnado”[49], porque se dan cuenta que nos anima el mismo espíritu y que nos manejamos con una idéntica valoración de las cosas, es decir: por la primacía de lo eterno sobre lo temporal[50], “de Dios sobre el mundo, de la gracia sobre la naturaleza, de la fe sobre la razón”[51]. Y, es que, por fidelidad a Dios, amor a la Iglesia, al mismo Instituto y a la vocación recibida, queremos mantenernos siempre inamovibles en el carisma que se nos ha legado y en todos sus elementos adjuntos no negociables.  

Entendida entonces la unidad como un sentir y actuar con “espíritu de cuerpo”[52] queda de manifiesto, por un lado, que ello “supone que cada uno de los miembros de nuestra familia religiosa no sólo se goce en el bien que posee, sino que además tienda incesantemente a una mayor perfección”[53]; y por otro lado, “supone también dejar de lado todo lo que puede impedir o deformar esta unanimidad en el sentir”[54].

Por eso pienso que caben también para nosotros las palabras siempre actuales que el Beato Paolo Manna dirigía a sus misioneros: “Propongámonos, pues, trabajar unidos y con perfecta concordia en el puesto que la obediencia nos ha asignado. No nos olvidemos que nuestro Instituto representa una de las más gloriosas escuadras de la Iglesia. Como soldados de este aguerrido ejército, debemos marchar unidos y bien ordenados como un ejército preparado para la batalla[55]. Si no tenemos espíritu de cuerpo, si cada uno querrá obrar a su gusto, si no somos obedientísimos a las órdenes de nuestros generales, si nos dispersamos, seremos débiles y conseguiremos derrotas en vez de victorias. Las vocaciones perdidas en todos los Institutos por falta de espíritu de obediencia y de unión fraterna constituyen una triste demostración de esto: su corazón está dividido, ahora morirán[56]. ¿Estaremos unidos? Salvaremos almas, edificaremos la Iglesia y venceremos siempre. Un hermano que es ayudado por otro hermano es como una ciudad fortificada[57][58].

Y esto es así porque la vida comunitaria aunque en un sentido es máxima penitencia[59], también es muy cierto “que un hombre más otro hombre son dos mil. Un hombre junto con otro en valor y en fuerza crece, el temor desaparece, y escapa de cualquier trampa”[60]. Por eso sigue diciendo el derecho propio que “la hermosura y los bienes de la vida fraterna en común son mucho más grandes que las dificultades que conlleva”[61].

Esta vida comunitaria que todos estamos llamados a construir[62] –y de la cual ninguno puede sustraerse– es una exigencia que se hace cada vez más viva a medida que crecen los compromisos apostólicos y aumenta la internacionalidad de nuestras comunidades, lo cual implica ciertamente un camino de cruz, que supone frecuentes renuncias a sí mismo, en una ascesis personal. Pues, nadie puede negar que “la práctica del amor fraterno en la vida comunitaria exige esfuerzo y sacrificio, y requiere tanta generosidad como el ejercicio de los consejos evangélicos”[63]. Pues ésta implica una mirada de amor sobrenatural hacia todos nuestros hermanos, a acogerlos como son, sin juzgarlos[64] aceptando las diferentes maneras de ser y las diferencias culturales, superando a diario las propias limitaciones y perdonando hasta setenta veces siete[65]. Tenemos que tener siempre presente lo que el Directorio de Vida Fraterna con paternal sabiduría nos advierte, a saber, que hay que “desengañarse [y aceptar] que la ‘comunidad ideal’, perfecta no existe todavía; existirá en el cielo. Aquí se edifica sobre la debilidad humana. Siempre es posible mejorar y caminar juntos hacia la comunidad que sabe vivir el perdón y el amor. La unidad se establece al precio de la reconciliación. La situación de imperfección de las comunidades no debe descorazonar[66]

La vida en comunidad entonces pide de nuestra parte la práctica de todo un abanico de virtudes humanas y, evidentemente, de las virtudes teologales; la capacidad de comunicarse y de dialogar, de crear participación en intereses y proyectos comunes, de trabajar en conjunto[67], ser fieles a la palabra dada, tener verdadera compasión, ser coherentes, y, en particular, el equilibrio de juicio y de comportamiento[68].

Para bien vivir una fuerte vida comunitaria, el derecho propio nos hace dos recomendaciones: Amaos los unos a los otros con afecto fraterno, rivalizando en la estima recíproca[69] y ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas[70]. Por un lado, “la estima mutua es una expresión del amor recíproco, que se opone a la tendencia, tan generalizada, a juzgar severamente al prójimo y a criticarlo”[71]. Por otro lado, el “ayudarse mutuamente a llevar las cargas significa asumir con benevolencia los defectos, verdaderos o aparentes, de los demás, incluso cuando nos molestan, y aceptar con gusto todos los sacrificios que impone la convivencia con aquellos cuya mentalidad y temperamento no concuerdan plenamente con nuestro propio modo de ver y juzgar”[72]

Así vivida la vida fraterna en comunidad trae aparejada muchos bienes a nivel personal. Entre muchos otros que podríamos mencionar simplemente señalo que: la atención recíproca nos ayuda a superar la soledad, la comunicación favorece a que todos nos sintamos corresponsables[73], se nos anima en el sufrimiento[74], se alimenta nuestra esperanza para afrontar el futuro con serenidad[75], y se vuelve definitiva e indudablemente, garante y punto de apoyo para la fidelidad a los votos. Pero también debemos decir que la fuerte vida comunitaria reporta incontables bienes para el mismo Instituto: porque en la calidad de la vida fraterna en común se cifra el mismo bien del Instituto, por el cual nuestra energía apostólica –nuestra fuerza– se potencia incalculablemente, redundando en el bien mismo de las almas.

Todo lo arriba mencionado dice a las claras que esto “supone también dejar de lado todo lo que puede impedir o deformar esta unanimidad en el sentir. En primer lugar, la soberbia, por la cual buscamos desordenadamente la propia excelencia y no queremos someternos a los demás ni reconocer la excelencia ajena, y por ello donde hay soberbia sólo habita la discordia: Entre los soberbios siempre hay injurias[76].

Por este motivo es imperativo que en nuestras comunidades tratemos de vivir con denodado esfuerzo lo que “es la esencia del Reino que Jesucristo vino a inaugurar en la tierra: El Reino de Dios… es justicia, alegría y paz en el Espíritu Santo. Cosas éstas que se identifican con la santidad”[77] y que, cuando no se dan, como decía San Pío X: inevitable es que entre la corrupción[78].

Otros obstáculos para la unidad en nuestras comunidades específicamente señalados en el derecho propio son:

  • la presunción de sabiduría, por la que no aceptamos las enseñanzas de los demás, creyéndonos suficientes”[79], y que de no corregirse vuelve al sujeto inepto para la misión[80];
  • la murmuración –“falta grave para la comunidad donde se vive”[81]– que ofende la caridad y atenta contra aquella justicia que mencionábamos como parte de la esencia del Reino de Cristo y que, a quienes la ponen por obra el derecho propio llama “religiosos de mala lengua…, porque impiden el silencio, la devoción, la concordia, la unión y la quietud de los demás”[82];
  • la “‘doblez de espíritu’ propio de aquellos que no obedecen a sus superiores legítimos sino que, siendo díscolos, buscan ‘superiores’ a su gusto para seguir juzgando a partir de un principio ‘ajeno’ a la comunidad y destruyen en sí el espíritu de comunión al poner un principio de unidad distinto del auténtico, y así empiezan a ver todo al revés: tener un mismo sentir[83] es obsecuencia; discernir juntos es injusticia; la caridad es debilidad; ejercer la autoridad, egolatría; confiar en la Providencia, imprudencia; la justicia es dureza; la obediencia, servilismo; que alguien sea padre, es porque se lo considera igual o más que Dios; la eutrapelia es relajamiento; la virginidad de corazón, imposible; la firmeza, intolerancia; la flexibilidad, componenda; decir la verdad, mentira; hacer el bien, un mal; y así el que tiene otro espíritu se entristece con lo que la comunidad se alegra, y se alegra con lo que entristece a la comunidad”[84];
  • el “espíritu de oposición”, que forma grupos o bandos de oposición a cuanto ordene el superior[85].
  • el “espíritu solitario” que se comporta como un todo cerrado, como un nómade que se basta a sí mismo[86];
  • y, por último, la poderosa atracción que pueden ejercer algunos movimientos eclesiales sobre algunos religiosos y cuya vinculación estable a estos movimientos les puede ocasionar un distanciamiento psicológico del propio Instituto, creando una división interior: residen en la comunidad, pero viven según los proyectos pastorales y las directrices del movimiento[87].

Pues bien, nada de eso pertenece a la identidad y espíritu de familia de nuestro querido Instituto del Verbo Encarnado. Porque “el espíritu de nuestra Familia Religiosa no quiere ser otro que el Espíritu Santo”[88], que es espíritu de caridad, y que el mismo Verbo Encarnado nos mandó conservar cuando nos dijo: permaneced en mi amor[89].

Nuevamente: nuestra unión no es sólo una unión por afinidad, por simpatía, o afecto humano. Antes bien, siguiendo el Magisterio de la Iglesia y el derecho propio, afirmamos que la nuestra es “comunión del mismo espíritu”[90]. Nuestra unidad tiene su raíz más profunda en el Espíritu Santo, que se ha derramado en nuestros corazones[91], y nos impulsa a ayudarnos en el camino de la perfección, creando y conservando entre nosotros un clima de comprensión y ayuda mutua[92]. “Debemos siempre ayudar a los hermanos de la misma congregación que están necesitados”[93].

“Es el Espíritu Santo el que construye en Cristo la cohesión orgánica”[94] de cada uno de nosotros en nuestras comunidades y a su vez, de todas nuestras comunidades unidas como una sola familia en todo el mundo. El Espíritu Santo es el cimiento fundamental de la unidad que se basa en la caridad[95]. Y es en la caridad donde se estrecha más íntimamente nuestro vínculo de hermanos en el Verbo Encarnado. 

Tan importante es para nuestro modo de vida la vida fraterna que los Padres Capitulares en el último Capítulo General destacaban la importancia de una “formación para la vida comunitaria durante el tiempo de seminario o formación inicial. Vivir en comunidad, y en comunidades pequeñas, requiere preparación, sobre todo un sólido fundamento de virtudes humanas y caridad sobrenatural. Hay que instruir a los candidatos sobre los diferentes tipos de dificultades (también las de ambiente, adaptación, cultura) que pueden encontrar en la misión, especialmente en algunas particularmente difíciles, para que puedan hacer acopio de fuerzas y medios para enfrentarlas y vencerlas”[96].

También me parece oportuno remarcar que “la referencia al propio fundador y al carisma vivido y comunicado por él y después custodiado, profundizado y desarrollado a lo largo de toda la vida del Instituto, es un elemento fundamental para la unidad de la comunidad”[97], como explícitamente lo señala el derecho propio y lo manda la Iglesia.

3. La unión hace la fuerza

“La dimensión comunitaria debe estar presente en vuestro trabajo apostólico. El religioso no está llamado a trabajar como una persona aislada o por su cuenta. Hoy más que nunca es necesario vivir y trabajar unidos, primero dentro de cada familia religiosa y luego colaborando con otros consagrados y miembros de la Iglesia. La unión hace la fuerza[98], decía San Juan Pablo II.

¡Cuán cierto es esto para nosotros, pues nuestro carisma es que todos nuestros miembros trabajen por la evangelización de la cultura[99]! Ya que “en la tarea de evangelizar la cultura no son suficientes esfuerzos individuales o de alguna generación, sino que se hace necesario un gran movimiento que vaya creciendo en extensión y profundidad”[100]. En este sentido, continua siempre vigente nuestro propósito de “formar ‘escuela’, y no ‘solitarios’”[101]. Es más, nos debemos distinguir por la generosidad en el trabajo mancomunado, no dando para recibir, sino sirviendo al Verbo Encarnado, aun sin prenda y sin gloria, sin ahorrar esfuerzos, dedicando nuestras mejores fuerzas a los proyectos del Instituto, a conseguir sus intereses, para bien y provecho de toda la Iglesia, y, en definitiva, para la gloria de Dios y la salvación de muchas almas: “la gloria de Dios es que el hombre viva”[102].

Por eso con numerosas expresiones de vivo entusiasmo el derecho propio destaca la importancia de la vida fraterna en comunidad y le augura una fructífera fuerza apostólica. Así por ejemplo nos dice que “si no tenemos buenas comunidades no podremos llevar a cabo nada de importancia”[103] pero que allí “donde las comunidades vivan la justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo[104], allí no habrá empresa por grande que sea que no se pueda realizar”[105]. Que siempre que en nuestras comunidades se busque vivir intensamente la caridad fraterna con todos y cada uno de sus miembros[106], entonces se podrá esperar mucho fruto[107]. Ya que “cuanto más intenso es el amor fraterno, tanto mayor es la credibilidad del mensaje anunciado”[108]. Más aún, alaba el testimonio de vida fraterna especialmente en aquellos lugares y tiempos donde prácticamente es lo único que se puede hacer[109], ya que una vida fraterna vivida como se debe, atrae necesariamente a las personas bien dispuestas y es muy probable que Dios bendiga ese testimonio con frutos incluso inesperados[110]. Y si esto se dice de una comunidad individual, cuánto más fecunda será la fuerza apostólica a nivel de todo un Instituto que tiene un mismo sentir.

El motivo está en que “este amor, que une, es el mismo que impulsa a comunicar también a los otros la experiencia de comunión con Dios y con los hermanos; es decir, crea apóstoles, impulsando a las comunidades hacia la misión, sea contemplativa, sea anunciadora de la Palabra, sea dedicada al ministerio de la caridad”[111].

Lo mismo decía el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa: “¿Queréis una clave de fecundidad apostólica? Vivid la unidad, fuente de una gran fuerza apostólica[112].

Por eso si al presente se han abierto tantísimas oportunidades para la misión, si todos nosotros, por gracia de Dios, perseveramos y aún más, se han aumentado las vocaciones para el Instituto, estimo que, si bien es obra gratuita de la Providencia Divina, también en parte se debe a nuestra unión compacta, duradera, y constante, que es siempre absolutamente necesaria para lograr el bien. Es en verdad un consuelo, que quiero compartir con ustedes, el fervor y fuerza con que la inmensa mayoría de nuestros miembros se abraza al ideal trazado por nuestras Constituciones, y se esfuerza por vivir y transmitir el espíritu de nuestro Instituto en su integridad, permaneciendo inalterables, aun cuando por momentos las circunstancias pudiesen haber amenazado con romper, socavar o al menos debilitar este mismo sentir del que hablábamos antes.

La unidad nos robustece como familia, y nos vuelve de algún modo ‘indestructibles’, porque en el decir del evangelista San Juan, para esto se manifestó Dios: para destruir las obras del diablo[113] y la nuestra claramente es pura obra de Dios. Ahora bien, donde no hay unión hay enfrentamiento y rivalidades, como nos lo enseñó el mismo Cristo: Un reino donde hay luchas internas va a la ruina; y una ciudad o una familia dividida no puede subsistir[114]. Me vienen a la mente las palabras que un arzobispo de la Secretaría de Estado nos decía a fines de los años ’90, en tiempos particularmente difíciles para nuestro Instituto: que sólo nos salvaría el permanecer unidos en nuestro carisma como un “bloque de granito”. Palabras que con el tiempo se han mostrado muy verdaderas.

Si hay unión habrá pujanza, prosperidad y progreso, si discordia, habrá entonces debilidad, corrupción y nada…[115]. “Quitad la unión”, decía San Marcelino Champagnat a sus hijos, “y sólo quedan ruinas; desgajad la rama del tronco, ya no da fruto alguno; si el arroyo no empalma con la fuente, queda seco; un edificio no tiene consistencia más que por la trabazón de sus distintas partes; sin la argamasa que las une, todo se viene abajo”[116]. Los que trabajan para quebrar nuestra unidad pueden bien saber que no lo lograrán si nosotros somos fieles. Más aun, y es también algo consolador, es fácil constatar que los mismos que han atentado contra nuestra unidad han terminado perdiendo, en el fondo de sus almas, la esperanza de lograrlo. ¡Demos gracias a Dios!

Por eso démosle a nuestro querido Instituto religiosos sólidamente fundados en Cristo, graníticamente unidos y como ‘fijados’ en el carisma del Instituto y seremos como una ciudad en lo alto del monte[117] que no necesita de muros de defensa; ya que sus mismos miembros perfectamente unidos son sus fortificaciones.

Es lo que decía San Juan Crisóstomo: “el amor concede a los hombres una gran fuerza. No existe castillo tan firme, indestructible e imbatible a los enemigos, como es una totalidad de seres humanos que aman y permanecen unidos a través del fruto del amor, la concordia”[118].

Que el conservarnos “unidos en Cristo… como una Familia Religiosa peculiar”[119], que es lo mismo que decir mantener una “fuerte vida comunitaria”, sea siempre el honroso distintivo de todos los miembros del Instituto del Verbo Encarnado. Que lo nuestro siempre sea: ¡más unidad, más fuerza! ¡Más unidos, más caudalosos en “proyectos entusiastas de futuro”[120]! ¡Más unidos, más “empeños de presente exultantes de ideales”[121]! ¡Más unidos, para estar más agradecidos con el don de la llamada recibida![122].

Que hoy y siempre esta sea nuestra aspiración. Gracia que le pedimos fervorosamente a la Madre de Dios y Madre nuestra, presente en todas nuestras comunidades.

San Juan Pablo II gustaba decir que “toda casa es sobre todo santuario de la madre[123]. Que la bellísima imagen de la Madre de Dios, bajo la advocación de la Virgen de Luján presente en todas nuestras casas, nos congregue siempre a todos en derredor de su corazón maternal, creando ese vínculo espiritual que nos mantiene unidos y arropados bajo su manto celeste y blanco. “¡Oh! ¡Cuán dichoso el hombre que habita en la casa de María!”[124].

Este primer día del año 2018, a los pies de la Madre del Verbo Encarnado, deseo encomendar y confiar, de modo especial, al Corazón materno de María, a su omnipotencia de intercesión, la custodia de la unidad de nuestra querida Familia Religiosa, que es suya, porque es de su Hijo. Por eso hoy con renovado fervor digamos: “Que el amor misericordioso de tu benignísimo Corazón sea el lazo que nos mantenga sólidamente unidos y firmemente fundados en la Roca que es Cristo[125].

Un fuerte abrazo para todos y ¡Muy feliz y santo año nuevo!

En el Verbo Encarnado,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de enero de 2018 – Solemnidad de María Madre de Dios
Carta Circular 18/2018

 

[1] Constituciones, 20; op. cit. Act 4, 32.

[2] Menciono sólo algunos ejemplos para ilustrar: Constituciones, 149, 193, etc.; Directorio de Vida Fraterna, 84-95; Directorio de Vida Consagrada, 116, 228, 244, 273, etc.; Directorio de Noviciados, 170, 186; Directorio de Misiones Ad Gentes, 108, 121-122, 127,133; Directorio de Evangelización de la Cultura, 196; etc.

[3] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 1.

[4] Cf. Ibidem.

[5] Constituciones, 37, 40, 56; Directorio de Espiritualidad, 8.

[6] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 25.

[7] Constituciones, 7; op. cit. 1 Cor 3, 11.

[8] Cf. Jn 13, 34.

[9] Aunque hay entre nosotros muchos miembros unidos por vínculos de sangre: hermanos, primos, tíos y sobrinos, etc. Todo lo cual potencia aún más este “ser familia”.

[10] Directorio de Vida Fraterna, 21.

[11] Ibidem; cf. CIC, c. 573.

[12] Directorio de Oratorios, 62; op. cit. Cf. Gal 2, 19-20.

[13] A los consagrados en Madrid, 2 de noviembre de 1982.

[14] Constituciones, 23.

[15] Ibidem.

[16] Cf. Vita Consecrata, 92.

[17] Directorio de Espiritualidad, 247: “Expresión de esta unidad en la diversidad son los institutos religiosos, entre los que nos queremos contar”. Directorio de Espiritualidad, 245: “La más sólida unidad va adjunta a una diversificación, que no obstaculiza la unidad, y la hace ser comunión”.

[18] Cf. CIVCSVA, Elementos esenciales de la enseñanza de la Iglesia sobre la vida religiosa, 22.

[19] San Juan Pablo II, A las maestras pías de la Dolorosa, (22/07/1999).

[20] Notas del V Capítulo General, 5.

[21] Cf. Notas del VII Capítulo General, 95.

[22] Cf. Perfectae Caritatis, 14.

[23] A los consagrados en Madrid, (02/11/1982).

[24]non tam praesse quam prodesse”, San Agustín, Ep. 134, 1: CSEL 44,85.

[25] Directorio de Vida Fraterna, 30.

[26] Directorio de Vida Consagrada, 390.

[27] Gal 3, 28.

[28] Constituciones, 92.

[29] Directorio de Vida Consagrada, 385.

[30] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 322.

[31] Directorio de Espiritualidad, 300.

[32] Directorio de Vida Fraterna, 52.

[33] Directorio de Vida Consagrada, 199.

[34] Directorio de Vida Fraterna, 53. “Y en algunas casas lo manda, como es el caso de los Seminarios”, cf. Notas del V Capítulo General, 72.

[35] Ibidem.

[36] Directorio de Espiritualidad, 248.

[37] Credo Comentado, IX, 116 citado en Directorio de Espiritualidad, 246.

[38] San Juan Pablo II, A los Padres Agustinos en Roma, 7 de mayo de 1982; op. cit. Regula 1, 3.

[39] Constituciones, 92; op. cit. Lumen Gentium, 11.

[40] 2 Cor 13.11.

[41] Flp 4, 2.

[42] Directorio de Espiritualidad, 248.

[43] Flp 2, 5 citado en Directorio de Vida Fraterna, 59.

[44] En el punto 96 de las mismas y cuya lectura recomiendo vivamente.

[45] Hech 4, 32; cf. Constituciones, 20; Directorio de Espiritualidad, 254 y Directorio de Vida Consagrada, 84.

[46] San Juan Pablo II, Catequesis sobre la vida de comunidad a la luz del Evangelio, (14/12/1994).

[47] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, cap. 6. V.

[48] Directorio de Espiritualidad, 248; op. cit. Cf. 2 Tim 2, 3. 

[49] Cf. Constituciones, 216.

[50] Cf. Constituciones, 40.

[51] Directorio de Espiritualidad, 64.

[52] Directorio de Vida Consagrada, 390; op. cit. Elementos Esenciales de la Vida Religiosa, 18.

[53] Directorio de Espiritualidad, 250.

[54] Directorio de Espiritualidad, 251.

[55] 2 Cro 26, 11.

[56] Os 10, 2.

[57] Prov 18, 19.

[58] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, 15 de septiembre de 1927.

[59] Cf. Constituciones, 90.

[60] Ibidem.

[61] Constituciones, 91.

[62] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 36; 49; 50, además de todo el capítulo 4 de las Constituciones.

[63] San Juan Pablo II, Catequesis sobre la vida de comunidad a la luz del Evangelio, 14 de diciembre de 1994.

[64] Cf. Mt 7, 1-2.

[65] Mt 18, 22.

[66] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 37.

[67] Directorio de Vida Consagrada, 389.

[68] Constituciones, 133.

[69] Rom 12, 10 citado en Directorio de Vida Fraterna, 38.

[70] Gal 6, 2 citado en Directorio de Vida Consagrada, 285; cf. Directorio de Vida Fraterna, 37.

[71] San Juan Pablo II, Catequesis sobre la vida de comunidad a la luz del Evangelio, (14/12/1994).

[72] Ibidem.

[73] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 32; op. cit. CIC, c. 618.

[74] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 47.

[75] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 42.

[76] Directorio de Espiritualidad, 251; op. cit. Prov 13, 10.

[77] Cf. Constituciones, 93; op. cit. Rom 14, 17.

[78] Cf. Ibidem; op. cit. San Pío X, Exhortación al clero católico, Haerent animo (04/08/1908), 5.

[79] Directorio de Espiritualidad, 251.

[80] Cf. Directorio de Misión Ad Gentes, 109.

[81] Directorio de Vida Fraterna, 72.

[82] Directorio de Vida Fraterna, 74.

[83] Rom 12, 16; Flp 2, 2.

[84] Constituciones, 126.

[85] Constituciones, 79.

[86] Directorio de Espiritualidad, 252.

[87] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 89.

[88] Constituciones, 17.

[89] Jn 15, 9.

[90] Perfectae Caritatis, 15.

[91] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 147; op. cit. Rom 5, 5.

[92] Cf. San Juan Pablo II, Catequesis sobre la vida de comunidad a la luz del Evangelio, 14 de diciembre de 1994.

[93] Notas del V Capítulo General 2007, 46.  

[94] Directorio de Vida Fraterna, 10.

[95] Cf. Directorio de Espiritualidad, 234.

[96] Notas del VII Capítulo General 2016, 14. Ver también Directorio de Misiones Ad Gentes, 109 y 120.

[97] CIVCSVA, La vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor (02/02/1994) 45; cf. Mutuae relationes, 11. La cita del documento de la CIVCSVA se encuentra en nuestro Directorio de Vida Fraterna, 26.

[98] A los consagrados en Madrid, 2 de noviembre de 1982.

[99] Cf. Constituciones, 30.

[100] Constituciones, 268.

[101] Ibidem.

[102] “Gloria Dei homo vivens”; San Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7.

[103] Directorio de Misión Ad Gentes, 122.

[104] Rom 14, 17.

[105] Directorio de Misión Ad Gentes, 122.

[106] Cf. 1 Pe 1, 22.

[107] Directorio de Misión Ad Gentes, 121.

[108] Directorio de Vida Fraterna, 23.

[109] Cf. Directorio de Misión Ad Gentes, 119.

[110] Directorio de Misión Ad Gentes, 119.

[111] Directorio de Vida Fraterna, 23.

[112] San Juan Pablo II, A los religiosos en Guatemala, (07/03/1983); cf. Perfectae Caritatis, 15.

[113] 1 Jn 3, 8.

[114] Mt 12, 25.

[115] Cf. San Marcelino Champagnat, Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas, cap. 33.

[116] San Marcelino Champagnat, Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas, cap. 33.

[117] Cf. Salmo 122, 3.

[118] San Juan Crisóstomo, Homilía sobre el amor cristiano.

[119] Cf. Constituciones, 92.

[120] Cf. Constituciones, 123.

[121] Ibidem.

[122] Ibidem.

[123] San Juan Pablo II, Homilía, (08/09/1979).

[124] San Luis María Grignon de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, 196.

[125] Cf. Acto de Consagración del Instituto del Verbo Encarnado al Inmaculado Corazón de María; cf. Constituciones, 7; op. cit. Cf. 1 Cor 10, 4.

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