Transfigurar el mundo

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Queridos Padres, Seminaristas, Hermanos y Novicios:

El milagro de la Transfiguración de nuestro Señor que estamos próximos a celebrar nos recuerda que “el fin específico de nuestra pequeñísima Familia Religiosa es evangelizar la cultura, o sea transfigurarla en Cristo”[1].

Más aun, es este misterio –además del de la Encarnación del Verbo– el que expresa “nuestro ‘estilo particular de santificación y de apostolado’[2][3] y define marcadamente “la identidad y configuración de nuestra vida consagrada como miembros del Instituto del Verbo Encarnado según nuestra índole propia y nuestro patrimonio espiritual”[4].

En nuestra vocación de religiosos del Verbo Encarnado –que es lo mismo que decir, nuestra vocación a vivir una existencia transfigurada[5]– está implícita la llamada “a revivir y testimoniar el único misterio de Cristo, sobre todo en los aspectos de su anonadamiento y de su transfiguración”[6]. Actuando de ese modo es que buscamos “ser una huella concreta que la Trinidad deja en la historia”[7], como reza nuestra fórmula de profesión.

De esto se desprende que, si decimos que es central en nuestra espiritualidad el imitar al Dios encarnado “siendo otros Cristos”[8], es precisamente del misterio de la Transfiguración del que aprendemos el modo peculiar de transfigurarnos en Cristo[9] según nuestro carisma. Por eso, la celebración solemne de la fiesta de la Transfiguración del Señor, nos recuerda aquello que nos constituye y debe distinguirnos entre las distintas familias religiosas de la Iglesia[10].

De lo dicho hasta aquí podemos inferir las profundas resonancias que este misterio tiene en nuestra vida de consagrados del Instituto del Verbo Encarnado. Pero, muy principalmente, la Transfiguración del Señor, “ilumina nuestra actitud espiritual ante el misterio del Dios hecho hombre”[11] y, por tanto, el modo específico y peculiar con que llevamos adelante nuestra tarea de evangelizar la cultura, y entendemos el ser religiosos misioneros que nos hace ir a todas las gentes[12] dando el esplendoroso y eminente “testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas”[13].

Quisiera entonces en esta carta circular referirme a ese aspecto singular de nuestra espiritualidad que tan señaladamente nos distingue en nuestro diálogo con el mundo “al cual Cristo nos envía como ovejas en medio de lobos[14], y respecto del cual San Pablo nos amonesta diciendo: No os conforméis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente[15][16]. Tema importantísimo ya que, el enseñorear el mundo para Cristo[17] es el elemento esencial no negociable que, si valorado y potenciado como conviene, será fuente perenne de fecundidad sobrenatural para el Instituto.

1. Contemplar y testimoniar el rostro transfigurado de Cristo[18]

La Transfiguración de Cristo ante sus apóstoles nos habla de que el fin específico de nuestro querido Instituto es la evangelización de la cultura, precisamente porque este misterio de la vida de Jesús “no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un ‘subir al monte’ y un ‘bajar del monte’: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro… vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a ‘Jesús solo’ en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con Él las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz”[19].

En la cima del monte Tabor Jesús hace contemplar a sus apóstoles la gloria del Verbo. Así nosotros, en reverencia a la divinidad de Cristo, manifestada en su Transfiguración, buscamos “vivir a fondo las virtudes de la trascendencia, y la urgencia de la oración y de la adoración incesantes”[20]. De aquí que es nota distintiva de nuestra espiritualidad el dar primacía a lo espiritual por sobre lo temporal. Por tanto, hallamos en el vivir “con gran fidelidad la oración litúrgica y personal, los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, y en la adoración eucarística”[21] la oportunidad de “revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: Bueno es estarnos aquí[22].

Ya que entendemos que, si nuestro trabajo pastoral quiere ser efectivo, nosotros debemos primero contemplar al Verbo Encarnado bajo las especies eucarísticas y unirnos a Él “participando activamente en el Santo Sacrificio todos los días”[23]. No podremos reproducir en nuestras almas los divinos rasgos sin contemplar a Cristo, sin estudiarlo, sin alimentarnos de su Espíritu. Nuestra vida consagrada como religiosos del Verbo Encarnado implica una relación transformante con Cristo[24].

Por eso dicen nuestras Constituciones: “La Santa Misa es el acto litúrgico por excelencia, y ‘la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza’[25], de ella ‘deriva hacia nosotros la gracia… y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin’[26][27]. Consecuentemente, es normativa en todas nuestras comunidades religiosas, que nuestros religiosos se dediquen a la adoración eucarística y a la participación diaria en la Santa Misa, ya que esta es “‘vértice y fuente’ de toda nuestra actividad en la Iglesia”[28]. “La importancia que se le da a la celebración de la Santa Misa y el énfasis que se da a la vida litúrgica del Instituto”, manifestando en ellas que adoramos a la Majestad misma, así como la “marcada devoción eucarística”[29] constituyen, como todos Ustedes saben, uno de los elementos no negociables adjuntos al carisma. Lo cual pone de manifiesto la importancia que tiene para nosotros la vida de oración. Y esta misma primacía y relevancia que nosotros damos a la vida de oración es la que predicamos y exhortamos a nuestros fieles a conseguir.

Es en nuestro contacto personal con el Verbo Encarnado en donde se ensancha la ardorosa devoción que nos impele a la misión y hace que nuestro trabajo apostólico tenga verdadera injerencia. Porque estamos convencidos de que, en la familiaridad con el Verbo Encarnado oculto en la Eucaristía, conocido en la Sagrada Escritura[30] y enseñado por el Magisterio vivo de la Iglesia, es donde mejor se adquiere ese “sentido común cristiano”[31] que nos da una ‘sensibilidad’ particular para encarar la misión y la gracia para llevarla a cabo. Es sólo impregnados del Espíritu del Verbo Encarnado que nos hacemos capaces de entablar un diálogo fecundo con las culturas que estamos llamados a evangelizar. 

Más aún, expresión de la primacía dada a la vida de oración en la misión y conscientes de que es el Espíritu Santo el protagonista de la misma[32], asociamos a todos y a cada uno de nuestros apostolados a nuestros religiosos contemplativos. Ellos tienen un rol no accesorio en nuestras misiones sino más bien clave. Por eso afirmamos que “están a la vanguardia de todas las obras de apostolado del Instituto”[33]. De hecho, consideramos necesario “establecer [monasterios] en todas las Iglesias nuevas”[34]. Y esto es así, porque estamos genuinamente convencidos de que sin la gracia de Dios que se impetra por la oración y el sacrificio, poco y nada podemos hacer: es a nuestros monjes a quienes les encomendamos no sólo el orar “por la conversión de los pecadores, las intenciones del Santo Padre, el acrecentamiento en calidad y cantidad de las vocaciones consagradas, etc.”[35], sino también el rezar “por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y [todos los] otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas”[36]. Por esta razón, nuestros monjes son definitivamente “piezas claves del empeño apostólico de nuestro Instituto”[37].

El relato de la Transfiguración continúa con el apóstol Pedro diciendo: Maestro, bueno es para nosotros estarnos aquí; hagamos, pues, tres tiendas una para Ti, una para Moisés y una para Elías[38]. Ahora bien, es interesante notar que el evangelista escribió a continuación: Pero Pedro no sabía lo que decía[39]. Lo cual evidencia la común tentación de querer hacer de ese ‘sentimiento de gloria momentánea’ algo permanente. Es la tentación de querer un “sacerdocio sin la ignominiosa victimización”[40]. Es la tentación de pensar ‘para qué ir a predicar misiones’, que equivale al ‘para qué ir a Jerusalén a ser crucificado’. Es el anhelo de un sacerdocio sin sufrimiento, sin combate, sin enemigos. Es la tendencia a poner “tal énfasis sobre la necesidad primordial y previa de la acción temporal, que disuelve en ésta lo espiritual”[41]. Pues bien, es en esta misma escena en la que Pedro quiere capturar esa gloria momentánea, cuando Cristo habla con Moisés y con Elías de su salida de este mundo que debía cumplirse en Jerusalén[42], y predice a sus apóstoles, por segunda vez, su pasión: El Hijo del Hombre ha de ser entregado en manos de los hombres[43]. Aprendamos que en nuestra vida de religiosos misioneros: “esta es la idea clamorosa: sacrificarse. Así se dirige la historia, aun silenciosa y ocultamente”[44]. “El trabajo pastoral es cruz, no motivo de escapismo”[45].

San Juan Pablo II, hablando de la vida consagrada, enseña que “la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un ‘subir al monte’ y un ‘bajar del monte’: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a ‘Jesús solo’ en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con Él las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz”[46].

Por eso el misterio de la Transfiguración de nuestro Señor “ilumina también nuestra actitud ante su humanidad, y nos mueve a practicar con intensidad ‘las virtudes del anonadarse: humildad, justicia, sacrificio, pobreza, dolor, obediencia, amor misericordioso…, en una palabra, tomar la cruz’[47][48]. Lo cual “deja su impronta, de modo particular, en la práctica de nuestros votos”[49]. Y así decimos con convencimiento que “nuestra fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que en la propia carne falta a las tribulaciones de Cristo (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente”[50].

Este misterio de la vida de Cristo, nos deja ver que “la divinidad de Jesús va unida a la cruz; [y que] sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente”[51]. Tan asumido tenemos esto, que el misterio de la Transfiguración se convierte para nosotros –según el decir del Ven. Arzobispo Fulton Sheen– “en el perfecto ejemplo de cómo la religión debe relacionarse con el mundo”[52].

Así como el Verbo luego de dejarse contemplar por Pedro, Santiago y Juan los hace descender al valle, para servir a la Iglesia, representada en el padre de un niño endemoniado[53], así nosotros no concebimos un sacerdocio que vive ‘desconectado’ de las realidades humanas, circunscripto a la sacristía de una parroquia, o a la seguridad de un aula de clases, ni acepta la comodidad que se esconde, antes que desafiar con la verdad del Evangelio a aquellos que se oponen con falsedades al mismo Cristo y su Iglesia.

Tampoco estamos de acuerdo con aquellos que dialécticamente oponen la vida religiosa a las obras de apostolado, o bien, ridiculizan y hasta obstaculizan todo emprendimiento para esconder su falta de celo o escudar su confort. A quienes así piensan les respondemos con las palabras de San Juan Pablo II: “¡La fe se fortalece dándola![54].

El Concilio Vaticano II decía: “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época”[55].

Lo mismo recordaba Mons. Alejandro Staccioli, O.M.I., Obispo Secretario de la Pontificia Unión Misional: “Hoy ya no es más el tiempo, si bien nunca lo ha sido, de sólo conservar la fe. Es tiempo de Misión: de salir de la tienda, fuera de los muros, de aventurarse y ser presencia humilde y valiente de Cristo Redentor de toda la humanidad”[56].

Esto no puede sino abrir de par en par las puertas de nuestra alma para que salga henchido el ferviente deseo de no “ser esquivos a la aventura misionera”[57]. Por tanto, sin perder de vista a Jesús solo[58] y sin temor a gastarnos y desgastarnos[59] por las almas, es propio nuestro lanzarnos con ímpetu a la misión evangelizadora.

Es el amor grande y vivo a Jesucristo, que nos esforzamos en cultivar, el que no sólo alimenta nuestra vida espiritual, sino que nos “sirve de pauta para el ejercicio generoso de nuestro ministerio”[60]. Porque “nosotros vamos al mundo no para mimetizarnos con él, sino para convertirlo para Cristo. Nosotros vamos a la cultura y a las culturas del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y elevarlas con la fuerza del Evangelio, haciendo, análogamente, lo que hizo Cristo: “Suprimió lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divino’[61][62].

Para ello es necesario saber descubrir y discernir todo lo que en una cultura es auténticamente humano, todo lo que es verdadero, noble, bello, todo lo que, en definitiva, pueda ser asumible porque es una preparación para el evangelio[63], una “semilla del Verbo”. Porque esa semina Verbi reclama y tiende a la revelación completa del mismo Verbo, es decir, tiende por su misma naturaleza a la plenitud de la verdad[64]. Y es un punto desde donde partir en la vasta obra de la evangelización y del diálogo auténtico con las culturas, diálogo que encuentra su lugar teológico propio dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia.

En este sentido los Padres Capitulares advertían en el 2007: “Si tenemos siempre adelante el misterio de la Encarnación sabremos evitar dialécticas y asumir lo auténticamente humano… Porque, así como toda herejía cristológica parte de un error en la concepción del misterio de la Encarnación, así también puede pasar en nuestra vida y apostolado”[65].

Del entender la divinidad y preexistencia del Verbo que toma una naturaleza humana completa y perfecta, uniéndola a su persona divina por asunción, surge “el fervor por llevar la gracia de la Redención a toda la realidad:  al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres, al matrimonio y la familia, a la cultura, a la vida político-económico-social, a la vida internacional de los pueblos con especial referencia al tema de la paz, o sea, a todos los grandes problemas contemporáneos”[66].

Todos recordarán lo que, en consonancia con el Magisterio de la Iglesia, se nos ha enseñado: “La correcta inteligencia del misterio adorable de la Encarnación del Verbo es también la clave de bóveda para entender y construir todo el orden temporal humano, su cultura y su civilización. Confesar la auténtica e íntegra condición humana de Jesús, asumida por el Verbo eterno de Dios, permite ‘recuperar la dimensión de lo divino en toda realidad terrena’[67]. Como recuerda Juan Pablo II, al asumir Cristo en su humanidad todo lo auténticamente humano, ‘ninguna actividad humana es extraña al Evangelio’[68]. Por eso es ineludible el llamado a someter para nuestro Señor todo lo humano: puesto que Él es el único que comunica a los hombres con Dios, ‘es necesario que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio’[69][70].

Esto, así entendido, hace que cada uno de nosotros –desde el puesto que le toca y según sus capacidades– busque hacer que la redención llegue a toda la realidad auténticamente humana, de modo tal que “toda la vida pública y social de los pueblos se subordine a Dios como a su fin último”[71]. No por buscar reinos temporales, nada de eso, sino porque así nos lo manda el mismo Cristo y nos lo dicta el sentido común; además de las razones filosóficas, teológicas y de las enseñanzas de la historia que podríamos citar. Todo esto sin confundir jamás los ámbitos propios que le corresponden al Estado y a la Iglesia en el servicio al hombre[72].

Muy ajeno a nosotros es el estar envueltos en lo social olvidándonos de la primacía de lo espiritual. Ya que si bien es cierto que el nuestro no es un sacerdocio que vive sólo en la cima del monte Tabor, tampoco es aquel que vive por siempre revuelto en el valle. Antes bien, lo nuestro es contemplar el rostro transfigurado de Cristo, para dar testimonio de él, lo cual exige de nosotros la conversión y la santidad de una existencia transfigurada[73] y, actuando de este modo, llevar a las almas a Dios.

Nosotros no ponemos el acento en “este mundo” –presentando un mensaje que en realidad es “un menjunje de sobrenatural y natural”[74] y que sólo produce cristianos “de rodillas ante el mundo”[75]– sino que nuestro énfasis está –de palabra y por obras– en el mundo futuro, en la vida eterna. Ni tampoco creemos en la presentación inversa que hacen algunos: de “en vez de Dios, el hombre… en vez de amor a Dios amor al prójimo… en vez de un mensaje de salvación un mensaje social… en vez de la Cruz la apertura al mundo… en vez de la verdad absoluta la verdad del tiempo”[76].

Antes bien, fieles al Verbo Encarnado, que estableció las dos leyes, la del amor a Dios y la del amor al prójimo como inseparables, nosotros trabajamos en pro de una verdadera civilización. Ya que como muy hermosamente nuestro derecho propio lo expresa: “si en la vida se omite del todo la atención del otro, queriendo ser sólo ‘piadoso’ y cumplir con los ‘deberes religiosos’, se marchita también la relación con Dios. Será únicamente una relación ‘correcta’, pero sin amor. Sólo la disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, nos hace sensibles también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre los ojos a lo que Dios hace por nosotros y a lo mucho que nos ama”[77]. Y en este sentido, “las obras de misericordia son un instrumento apto para el cumplimiento del fin específico de nuestro Instituto, ya que nos permiten la evangelización mediante el testimonio de vida y posibilita un gran movimiento de adhesión a la doctrina de Cristo”[78].

Lo nuestro no es dar “soluciones técnicas”, sino evangelizar promoviendo el desarrollo de las personas, no de cualquier modo sino a través de la educación de las conciencias[79]. Nosotros debemos vivir con la misma preocupación del Verbo Encarnado: salvar al hombre. Nuestro ministerio sacerdotal quedaría vacío de contenido si, en el trato pastoral con los hombres, olvidásemos la dimensión soteriológica cristiana (como sucede desafortunadamente en las formas reduccionistas de ejercer el ministerio como si se tratara de una función de simple ayuda humana, social o psicológica). En cambio, nosotros nos reconocemos enviados a los hombres para hacerles descubrir su vocación de hijos de Dios, para despertar en ellos el ansia de vida sobrenatural y de la vida eterna; para exhortar a la conversión del corazón, educando la conciencia moral y reconciliando a los hombres con Dios mediante el sacramento de la confesión[80].

Y aunque todavía quede mucho más por hacer, debemos admitir con toda humildad y agradecimiento a Dios que es notable el esfuerzo que hacen nuestros religiosos desde sus distintos puestos para que “prevalezca en el mundo un auténtico sentido del hombre, no encerrado en un estrecho antropocentrismo sino abierto hacia Dios”[81].

Menciono aquí, como ejemplos ilustrativos, aunque sean muchos los que podría citar, el importantísimo apostolado intelectual de quienes trabajan en el Proyecto Cultural “Cornelio Fabro”. También todo el trabajo intelectual que silenciosamente se realiza por emplazar una inteligencia católica y que tanta falta hace en nuestra sociedad, por la predicación que denuncia el espíritu del mundo, por las publicaciones, o a través de las enseñanzas impartidas en los Seminarios y Casas de formación religiosas, y tantas otras iniciativas. Los Ejercicios Espirituales genuinamente ignacianos que se predican con tanto fruto en todas partes (al punto en que no hay mes del año en que alguno de los nuestros no esté predicando Ejercicios en alguna parte del mundo). Además del estupendo trabajo de promoción humana que llevan adelante tantos de los nuestros en los distintos Hogarcitos y Albergues del Instituto en lugares de gran necesidad[82]. Son loables también todas las iniciativas emprendidas por enseñorear y promover la cultura a través del arte, como la música o la pintura, enseñando a los hombres aquella “via pulchritudinis” que les permita remontarse a Dios[83].

Y es que –conforme a la enseñanza de la Iglesia– nosotros entendemos que el ámbito del reinado de Cristo “es doble: personal y social”[84]. Por ser personal es nuestro intento decidido hacer que Él reine “sobre las inteligencias porque es la Verdad; que reine sobre las voluntades porque es la Bondad; y que reine sobre los corazones porque es el Amor”[85]. Y que reine también socialmente, ya que desde este punto de vista “no hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos, unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la potestad de Cristo, que lo están cada uno de ellos separadamente. Él es la fuente de la salud privada y pública”[86], como consta explícitamente en el derecho propio. Aunque quizás no haga falta que lo diga, de esto se sigue que es necesario que reine primero en nosotros.

Ya hace décadas el Papa Pío XII advertía: “El enemigo se ha preparado y se prepara para que Cristo sea un extraño en la universidad, en la escuela, en la familia, en la administración de la justicia, en la actividad legislativa, en la inteligencia entre los pueblos, allí donde se determina la paz o la guerra”[87].

“Por eso no queremos ‘dejar de intentar nada para que el amor de Cristo tenga primado supremo en la Iglesia y en la sociedad’”[88]. Y todo nuestro “trabajo misionero y apostólico se fundamenta en la convicción de que es necesario que Él reine[89].  Es que nos resulta incontenible el deseo de “que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio”[90] puesto que “ninguna actividad humana es extraña al Evangelio”[91], por lo cual, la misión es para nosotros sinónimo de “recuperar la dimensión de lo divino en toda realidad terrena”[92].

2. Transformar con la fuerza del Evangelio[93]

Esta concepción de la labor misionera, con la marcada y honrosa espiritualidad que nos distingue como Familia Religiosa, hace que nos acerquemos a las culturas a evangelizar de un modo también específico.

Claramente enseña nuestro Directorio de Espiritualidad: “Merced a la enseñanza de Cristo, sabemos que existe una humanidad contraria a la fe y al don de la gracia, a la que el mismo Señor llama ‘mundo’[94].[…] Sin embargo esta diferencia no puede traducirse en temor o desprecio[95], ya que, si se tiene conciencia de lo que el Señor quiere, se advierte también el deber de la evangelización y la urgencia de la misión. Para esto no basta una actitud meramente conservadora, sino que es preciso además la difusión y el anuncio del depósito de la fe, conforme al mandato del mismo Cristo. Y a ‘este impulso interior de caridad’[96] se lo denomina diálogo[97][98].

Este diálogo requiere virtudes particulares, como enseña el Beato Pablo VI en la Carta encíclica Ecclesiam Suam, retomadas en nuestro Directorio de Espiritualidad: “la claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un inter­cambio de pensamiento… Además, la afabili­dad: … el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la cla­ridad que difun­de, por el ejemplo que propone; no es un manda­to ni una imposición… La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad… Final­mente la pruden­cia pedagógica que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye…[99] y se es­fuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse ra­zonable­mente y modificar las formas de la propia presentación por no serle molesto e incomprensible. Además, mani­fies­ta, por parte del que lo entabla, un propósito de correc­ción, de estima, de simpatía y de bondad; excluye la condena­ción apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversa­ción inútil… Respeta su dignidad y su liber­tad, busca … su prove­cho y quisiera disponerlo a una comu­nión más plena de senti­mientos y conviccio­nes… Supone en nosotros… el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostóli­co”[100].

De manera que “nuestra pequeña Familia Religiosa no debe estar nunca replegada sobre sí misma”[101], sino más bien “abierta a la dinámica misionera y ecuménica ya que ha sido enviada para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de la comunión que la constituye; a reunir a todos y a todo en Cristo”[102]. Este es, queridos todos, el elemento esencial no negociable: trabajar a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano[103].

Tanto el diálogo[104] como el anuncio son considerados como elementos esenciales y formas auténticas de la única misión evangelizadora de la Iglesia y ambos se orientan hacia la comunicación de la verdad salvífica[105]. Y como sabiamente advertía San Juan Pablo II, “no se trata de elegir uno y de ignorar o rechazar el otro”[106]. Ambos están íntimamente ligados, pero no son intercambiables.

Por anuncio entendemos, “una clara proclamación de que en Jesucristo se ofrece la salvación para todos los hombres”[107]. Por eso, ‘no hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios’[108][109].

A su vez, si estamos convencidos de la fe que anunciamos, debemos estar abiertos al diálogo, siendo capaces de abordar temas con hombres que no están convencidos, o que tienen otras convicciones, incluso sobre la propia verdad de la revelación[110]. Tan profundamente arraigado está esto en nosotros que es incongruente con nuestra tarea evangelizadora el indiferentismo. Antes bien, “con todo respeto hacia la persona humana y su conciencia, respeto que va necesariamente unido con el sentido de responsabilidad a la verdad misma y el deber de una búsqueda sincera de la verdad de parte de cada uno, debemos dirigirnos a todo hombre”[111]. Ya que el verdadero diálogo hace que la fe se vuelva viva y vivificada por el amor.

A nosotros nos “urge ejercer el apostolado en los llamados ‘areópagos modernos’”[112] y entre varios que podría mencionar, señalo el importantísimo y “vastísimo areópago de la cultura, de las universidades, de la investigación científica, de las relaciones internacionales que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos de vida”[113].

Todo esto tiene ciertamente varias consecuencias prácticas para nosotros. Menciono solo algunas:

– La imperiosa necesidad de una formación sólida que no ceda a “la tentación de diluir el mensaje del Evangelio para presentarlo sin su especificidad salvífica[114]. Ya que como consta en nuestro derecho propio: “[La evangelización] perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente teológico”[115]. Por eso nos preparamos y formamos, procurando una dimensión misionera universal, con una formación doctrinal que abarque la universalidad de la Iglesia y la diversidad de los pueblos[116], inculcando en los nuestros la disponibilidad de servir a toda la Iglesia, desterrando toda limitación geográfica y cultural e incluso superando el propio rito. Equiparada ésta a una formación espiritual y moral que moldee en nosotros el temple sacerdotal necesario que nos haga capaces de realizar grandes obras para la gloria de Dios sin desfallecer ante las dificultades.

Nosotros, siendo fieles a nuestra espiritualidad, en vez de despotricar y criticar frente a la problemática social y las crisis, debemos ver en eso mismo una gran oportunidad y con fe intrépida debemos ponernos a trabajar por dar una solución positiva, y desde el evangelio, a toda situación.

– La presentación de un mensaje de clara identidad católica, fiel a la transmisión de la enseñanza recibida de Cristo y conservada en la Iglesia. “Esta fidelidad es el eje central de la evangelización”[117].   La tarea de evangelizar es un acto profundamente eclesial y sólo siendo fieles al Magisterio vivo de la Iglesia seremos idóneos para el Amo[118]. Por tanto, el nuestro es un anuncio “claro e inequívoco”[119] de Cristo y su doctrina. Tal presentación del mensaje evangélico requerirá frecuentemente una prudente, seria y competente adaptación[120] a fin de que “la evangelización se lleve a cabo en un lenguaje que los hombres comprendan”[121].

Por lo dicho resulta “imprescindible”[122] prepararse y preparar bien el mensaje que se debe transmitir, muy especialmente los sermones; estando siempre atentos a los “signos de los tiempos” para iluminar a las almas en el tiempo y momento que lo necesitan[123]. Lo cual exige el “estar actualizado en cuanto a la información sobre la realidad temporal, y sobre el Magisterio contemporáneo, especialmente del Papa, y los pronunciamientos del mismo ante los problemas de actualidad”[124].

Con cuanta satisfacción vemos el notable esfuerzo de tantos de los nuestros por aprender la(s) lengua(s) del lugar de misión y por imbuir el Evangelio y el espíritu del Instituto en cada una de las culturas donde se hallan misionando.

– Debe ser un anuncio humilde y respetuoso, aunque no apocado, ni vergonzante, ni descuidado, ni mucho menos prepotente o pedante. Porque “el anuncio de Jesucristo no es arrogancia, sino obra de justicia y de caridad”[125]. Si de la Transfiguración del Señor aprendemos el modo de transfigurar el mundo entonces, “debemos esforzarnos en vivir con plenitud el radicalismo del anonadamiento de Cristo y de su condición de siervo[126]. Nada tiene que ver con nuestro modo de evangelizar aquella actitud de superioridad –que puede manifestarse a nivel cultural– y que hace que las personas vean el anuncio del Evangelio como una imposición, o peor aún, que vean la misión evangelizadora como si fuese la destrucción de su cultura[127]. ¡Muy por el contrario!

La tarea evangelizadora llevada a cabo por nuestro Instituto, se fundamenta y tiene como modelo de inculturación el misterio de la encarnación del Verbo de Dios. Ya que “así como el Verbo asumió la naturaleza humana en su única persona divina –manteniendo íntegra la naturaleza humana de Cristo pero elevándola a la dignidad de ser la naturaleza humana de la persona divina del Verbo–, de modo análogo el Evangelio asume las culturas que deben ser evangelizadas, las cuales permaneciendo íntegras en sus propios valores culturales, al mismo tiempo se consolidan, renuevan y perfeccionan con las riquezas de la gracia de Cristo y de la buena nueva del Evangelio”[128].

Siendo esto así, “el Evangelio mediante la inculturación entra en una profunda comunión con las culturas, mediante una relación recíproca que sin confusión, en el respeto de su respectiva autonomía, al mismo tiempo asume y transforma con su fuerza divina todos los valores auténticamente humanos presentes en las culturas, logrando de este modo un vínculo único y una síntesis vital que enriquece y perfecciona las culturas a la vez que también a la Iglesia mediante nuevas expresiones culturales de su único mensaje evangélico”[129].

Entonces sostenemos que se ha de asumir todo lo que tenga dignidad o necesidad, por tanto, todo lo auténticamente humano. De esto se sigue que son inasumibles el pecado, el error y todos sus derivados. No puede haber unidad a costa de la verdad. No hay santidad sin limpieza del alma. Tampoco puede asumirse lo inhumano, ni lo antihumano ni lo infrahumano. Son inasumibles lo irracional, lo absurdo, etc.[130].

Y ese asumir lo humano no debe ser solo aparente, sino real y es real cuando de verdad transforma lo humano en Cristo, elevándolo, dignificándolo, perfeccionándolo. Lo cual es nota distintiva de nuestro Instituto.

Rige aquí lo que decíamos en nuestra anterior Circular[131], y que claramente está enseñado en toda la tradición de la Iglesia, desde San Ireneo hasta el Concilio Vaticano II y en el magisterio de los últimos Pontífices, y también en nuestro derecho propio: “lo que no es asumido no es redimido”[132]. Y esto en analogía con el augusto misterio de la Encarnación del Verbo, porque el Verbo asumió una naturaleza humana completa y perfecta.

Recuerdo una vez cuando un Cardenal en Estados Unidos me dijo: “Esto es lo maravilloso del IVE: Ellos toman una parroquia que se está por cerrar, que nadie quiere tomar por ser el lugar muy difícil, la gente muy pobre…y ellos ¡la transforman en algo maravilloso! La hacen florecer para Dios. Embellecen el templo, abren sus puertas, hay muchas confesiones, muchos sacramentos… ¡qué maravilla!”.

– Un aspecto de no menor importancia es el entender la misión como ocasión para dar testimonio. En la Sagrada Escritura testimonio equivale a martirio. Entonces incluso cuando el martirio no implique derramamiento de sangre, siempre implicará separación del mundo. Porque uno no puede dar testimonio en contra de aquello con lo cual se identifica.

Para nosotros “el diálogo apostólico parte de la fe y supone una identidad cristiana firme”[133]. Actuar de otro modo sería una incoherencia y un grave error. Ya que no se puede ser fiel a Jesucristo y ser fiel al mundo. Son incompatibles dos fidelidades inconciliables. Ya lo dijo el mismo Verbo Encarnado: No se puede servir a dos señores[134].

Todas nuestras obras las queremos hacer según el Espíritu de Cristo, de tal modo que quienes las vean sean llevados a Dios. Alegres marchamos a las misiones ya que fieles al mandato de Cristo de ser sal de la tierra y luz del mundo estamos dispuestos incluso al martirio por dar “testimonio público de nuestro apartamiento del mundo”[135]. Pues, “el ‘estar en el mundo’ sólo tiene sentido para nosotros cuando depende del ‘no ser del mundo’. Sólo así se puede ser de verdad sal de la tierra y luz del mundo, si no nos convertiríamos en sal sosa y en luz bajo el celemín”[136].

 

* * * * *

Queridos todos: sea siempre nuestro objetivo el lograr una feliz síntesis entre el anuncio del Evangelio y el diálogo con la cultura del pueblo que evangelizamos. Que en cada lugar de misión nos distingamos por el equilibrio entre la claridad doctrinal y la prudente acción pastoral. Haciendo vivos esfuerzos no sólo por el aprendizaje profundo de la lengua, sino también en lo concerniente a la asunción del estilo de vida y de las costumbres de las culturas que evangelizamos.

Todo lo cual, impetramos al Verbo Encarnado por intercesión de su Santísima Madre bajo cuya impronta queremos “transfigurar el mundo”[137] para Dios.

Finalmente, quisiera hacer mención especial y encomendar a las oraciones de todos, la dignísima tarea de nuestros misioneros en países de minoría católica o en tierras donde se persigue nuestra fe. Porque ellos nos recuerdan “que el mejor testimonio que podremos dar como misioneros será el don de la propia vida hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo y el amor al prójimo”[138].

¡Feliz día de la Transfiguración del Señor!

Los saludo en Cristo, el Verbo Encarnado y su Madre la Virgen Santísima,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de agosto de 2017
Carta Circular 13/2017

 

[1] Cf. Directorio de Espiritualidad, 122.

[2] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 48.

[3] Directorio de Vida Consagrada, 2.

[4] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 2.

[5] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 20. 35. 112.

[6] Directorio de Vida Consagrada, 3; op. cit. cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 93.

[7] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 20; Constituciones, 254; 257.

[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 30.

[9] Directorio de Vida Consagrada, 225.

[10] Cf. Directorio de Espiritualidad, 122.

[11] Directorio de Vida Consagrada, 225.

[12] Cf. Mt 28, 19.

[13] Constituciones, 1; op. cit. Lumen Gentium, 31.

[14] Mt 10, 16.

[15] Rom 12, 2.

[16] Cf. Directorio de Espiritualidad, 268.

[17] Cf. Constituciones, 30.

[18] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 15.35; Directorio de Vida Consagrada, 234.

[19] Directorio de Vida Consagrada, 225; op. cit. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 14.

[20] Directorio de Vida Consagrada, 226; op. cit. Cf. Directorio de Espiritualidad, 22; cf. Constituciones, 10.

[21] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 226.

[22] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 95; Directorio de Vida Consagrada, 226.

[23] Directorio de Vida Consagrada, 199; cf. Constituciones, 204. Cf. Presbyterorum Ordinis, 13.

[24] Directorio de Vida Consagrada, 10; op. cit. CICVSVA, Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa, 31 de mayo de 1983, 5.

[25] Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, 10.

[26] Ibidem.

[27] Constituciones, 137.

[28] Cf. Directorio de Vida Comunitaria, 53.

[29] Notas del V Capítulo General, 13.14.

[30] Cf. Constituciones, 221.

[31] Constituciones, 231.

[32] Directorio de Misiones Ad Gentes, 60; Redemptoris Missio, 21.30.36.

[33] Directorio de Espiritualidad, 93.

[34] Directorio de Vida Contemplativa, 171; op. cit. Ad Gentes, 18.

[35] Cf. Directorio de Vida Contemplativa, 180.

[36] Cf. Directorio de Vida Contemplativa, 180.

[37] Constituciones, 194 y Directorio de Vida Contemplativa, 175. Sobre la eficacia apostólica de la vida contemplativa cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 59.

[38] Lc 9, 33.

[39] Cf. Ibidem.

[40] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, Cap. 16. [Traducido de la edición en inglés]

[41] P. Carlos Buela, IVE, El arte del Padre, III Parte, Cap. 13, IV.

[42] Lc 9, 31. Sólo Lucas menciona de qué hablaban Jesús, Moisés y Elías.

[43] Lc 9, 44; Mt 17, 9.

[44] Directorio de Espiritualidad, 146.

[45] Constituciones, 156.

[46] Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 14. Más adelante sigue diciendo: “El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor. Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la Cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz”; Ibidem, 15.

[47] Constituciones, 11; cf. Mt 16, 24.

[48] Directorio de Vida Consagrada, 227.

[49] Cf. Ibidem.

[50] Ibidem, op. cit. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 24.

[51] Benedicto XVI, Jesús de Nazareth I Parte, Desde el Bautismo hasta la Transfiguración, Cap. 9, 2.

[52] Ven. Arz. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, Cap. 16. [Traducido de la edición en inglés]

[53] Mc 9, 17.

[54] Redemptoris Missio, 2.

[55] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 43.

[56] Cf. Virtudes Apostólicas, Presentación, Roma, 17 de mayo de 1997.

[57] Directorio de Espiritualidad, 216.

[58] Mc 9, 8.

[59] 2 Cor 12, 15.

[60] Cf. Constituciones, 224.

[61] Beato Isaac de Stella, Sermón 11, ML 194, 1728.

[62] Cf. Directorio de Espiritualidad, 46.

[63] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 16; Nostra aetate, 2; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.

[64] Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad Gentes, 11; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 17; Beato Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 53; San Juan Pablo II, Redemptor hominis, 11.

[65] Notas del V Capítulo General, 12.

[66] Directorio de Espiritualidad, 137.

[67] San Juan Pablo II, Saludo a las autoridades comunales durante la peregrinación a Subiaco, 28 de septiembre de 1980. 

[68] Homilía durante la Misa celebrada en la plaza de la Independencia de Acra (Ghana), 8 de mayo de 1980.

[69] San Juan Pablo II, Discurso a los profesores de la Universidad Católica de Washington, 7 de octubre de 1979.

[70] P. Carlos Buela, IVE, El arte del Padre, II Parte, Cap. único, III.9.a.

[71] P. Carlos Buela, IVE, El arte del Padre, III Parte, Cap. 13, V.

[72] Directorio de Obras de Misericordia, 45.

[73] Cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica post sinodal Vita consecrata, 25 marzo 1996, 20. 35. 112; Directorio de Vida Consagrada, 234.

[74] P. Carlos Buela, IVE, El arte del Padre, III Parte, Cap. 13, IV.

[75] Jacques Maritain, El Campesino de Garona, p. 39 ss.

[76] P. Alfredo Sáenz, SJ, Inversión de los valores, Ed. Mikael, Paraná 1978, p. 12-22.

[77] Directorio de Obras de Misericordia, 37.

[78] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 69.

[79] Directorio de Misiones Ad Gentes, 105; op. cit. Sollitudo Rei Socialis, 41.

[80] Cf. San Juan Pablo II, A los sacerdotes y seminaristas en Madrid, 16 junio de 1993.

[81] San Juan Pablo II, Encuentro con los hombres de la cultura en Río de Janeiro, 1 de julio de 1980.

[82] “Las ventajas que tienen las obras de misericordia para la concreción del carisma del Instituto es algo manifiesto […] sobre todo en países musulmanes”. Cf. Directorio de Obras de Misericordia,70.

[83] Cf. Benedicto XVI, Catequesis del 31 de agosto de 2011; Discurso en ocasion de la proyección del Documental “Arte y fe: via pulchritudinis”, 25 de octubre de 2012; Pont. Consejo de la Cultura, La “via pulchritudinis”, camino de evangelización y diálogo, BAC ed., 2008.

[84] Directorio de Espiritualidad, 223.

[85] Cf. Ibidem.

[86] Cf. Ibidem; op. cit. Pío XI, Quas Primas, 4.

[87] Pío XII, Alocución del 12 de octubre de 1952. 

[88] Directorio de Espiritualidad, 58; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución a los Obispos de la Conferencia Episcopal Toscana, 14 de septiembre de 1980.

[89] Directorio de Espiritualidad, 225; op. cit. 1 Cor 15, 25

[90] San Juan Pablo II, Discurso a los profesores de la Universidad Católica de Washington, 7 de octubre de 1979.

[91] San Juan Pablo II, Homilía durante la Misa celebrada en la plaza de la Independencia de Acra (Ghana), 8 de mayo de 1980.

[92] San Juan Pablo II, Saludo a las autoridades comunales durante la peregrinación a Subiaco, 28 de septiembre de 1980. 

[93] Constituciones, 26.

[94] Cf. Jn 15, 18-22.

[95] Cf. Pablo VI, Carta encíclica Ecclesiam Suam sobre el “mandato” de la Iglesia en el mundo contemporáneo (6 agosto 1964), 16.

[96] Ibidem.

[97] Aquí entendido como “la actitud de respeto y amistad que penetra o debería penetrar todas las actividades de la misión evangelizadora”, Congregación para la Evangelización de los Pueblos – Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, Diálogo y Anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo inter-religioso y el anuncio del Evangelio, 19 de mayo de 1991, 9.

[98] Directorio de Espiritualidad, 268.

[99] Cf. Mt 7, 6.

[100] Directorio de Espiritualidad, 277; cf. Beato Pablo VI, Ecclesiam Suam, 31.33.41.

[101] Directorio de Espiritualidad, 263.

[102] Directorio de Espiritualidad, 263.

[103] Cf. Constituciones, 30-31.

[104] Aquí entendido como el “conjunto de las relaciones inter-religiosas, positivas y constructivas, con personas y comunidades de otras confesiones tendentes a un conocimiento y enriquecimiento recíproco”, Congregación para la Evangelización de los Pueblos – Pontificio Consejo para el Diáologo Interreligioso, Diálogo y Anuncio, 9.

[105] Congregación para la Evangelización de los Pueblos – Pontificio Consejo para el Diáologo Interreligioso, Diálogo y Anuncio, 2.

[106] Cf. lnsegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. X, 1 (1987), págs. 1449-1452. Cf. Boletín, n. 66 (1987/3), págs. 226-229.

[107] Directorio de Espiritualidad, 167; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 27.

[108] Evangelii Nuntiandi, 22. También citado en Directorio de Misiones Ad Gentes, 124.

[109] Congregación para la Evangelización de los Pueblos – Pontificio Consejo para el Diáologo Interreligioso, Diálogo y Anuncio, 58.

[110] P. Carlos Buela, IVE, Juan Pablo Magno, Cap. 5.

[111] Ibidem.

[112] Constituciones, 168.

[113] Directorio de Misiones Ad Gentes, 79.

[114] Directorio de Misiones Ad Gentes, 125.

[115] Directorio de la Evangelización de la Cultura, 114; op. cit. Evangelii Nuntiandi, 32.

[116] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 111; 113.

[117] Cf. Evangelii Nuntiandi, 4.

[118] Constituciones, 217; op. cit. 2 Tim 2, 21.

[119] Directorio de Misiones Ad Gentes, 124; op. cit. cf. Evangelii Nuntiandi, 22.

[120] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 87.

[121] Directorio de Misiones Ad Gentes, 87.

[122] Directorio de la Predicación de la Palabra, 61.

[123] Cf. Directorio de la Predicación de la Palabra, 126.

[124] Directorio de la Predicación de la Palabra, 126.

[125] Directorio de Misiones Ad Gentes, 174.

[126] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 224.

[127] Por estas y otras dificultades con que se encuentra el anuncio del Evangelio cf. Congregación para la Evangelización de los Pueblos – Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, Diálogo y Anuncio,74.

[128] Cf. Directorio de Evangelización de la Cultura, 74.

[129] Directorio de Evangelización de la Cultura,73.

[130] P. Carlos Buela, IVE, El arte del Padre, Epílogo.

[131] Circular 12/2017 (1 de julio de 2017) sobre la Creatividad apostólica y misionera.

[132] San Ireneo, citado en Celam, Documento de Puebla, n. 400; y repetidas veces en nuestro derecho propio: Constituciones, 11; Directorio de Espiritualidad, 49; Directorio de Evangelización de la cultura, 82; Directorio de Vida Consagrada, 341. Análoga afirmación tiene San Gregorio de Nacianzo: “Lo que no fue tomado tampoco fue redimido” (Ep. 101; MG 37,181). Se vea al respecto Concilio Vaticano II, Ad Gentes 3, nota 15: “Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo: cf. San Atanasio, Ep. ad Epictetum, 7; MG 26,1060; San Cirilo de Jerusalén, Catech. 4,9; MG 33,465; Mario Victorino, Adv. Arium 3,3; ML 8,1101; San Basilio, Ep. 261,2; MG 32,969; San Gregorio Niceno, Antirrethicus, Adv. Apollim. 17: MG 45,1156; San Ambrosio, Ep. 48,5: ML 16,1153; San Agustín, In Io. Ev. Tract. 23,6: ML 35,1585; CChr. 36,236.

[133] Directorio de Espiritualidad, 89.

[134] Mt 6, 24.

[135] Cf. Constituciones, 25.

[136] Directorio de Espiritualidad, 65; op. cit. Mt 5, 13ss.

[137] Directorio de Vida Consagrada, 224.

[138] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 123.

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