Preservar nuestra alma, nuestra

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[Exordio] Nos encontramos en las vísperas de la Solemnidad de María Madre de Dios que es, por un lado, el mayor título que un ser humano podría llegar a poseer, y, por otro, el más apropiado con que podemos honrar a la Santísima Virgen María, nuestra madre. Y resulta providencial celebrar esta fiesta durante estos días de Navidad en que vemos en nuestros pesebres a la Madre toda Ella inclinada a contemplar en su Hijo-Dios el maravilloso misterio de la Encarnación.

1. La ley de la Encarnación es ley de padecimiento

A Mons. Fulton Sheen le gustaba repetir esa expresión tan de él que decía: “todos los hombres nacen para vivir, pero Jesús, el Verbo Encarnado, es el único que nació para morir”. Ese fue el asunto principal en el que estuvo involucrado desde el día de su Nacimiento. Ese fue su objetivo. A tal punto que -como hermosamente dice el P. Faber: “el Calvario no se diferenció de Belén ni de Nazaret; los sobrepujó en grado, pero no en naturaleza”[1].  Por eso -continuaba diciendo el P. Faber- La ley de la Encarnación es ley de padecimiento. Nuestro Señor fue varón de dolores desde su Nacimiento, y su Madre lo sabía… Su Pasión no fue solamente un acontecimiento en su vida sino el fin y el desenlace propio que le convenia[2]

Por eso, ese Niño tierno, frágil e indefenso que hoy contemplamos en brazos de María es el mismo que nos dirá luego: No teman a los que matan el cuerpo…teman más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena[3].

Toda la vida del Verbo Encarnado estuvo envuelta en esas palabras. Palabras que, en el fondo, nos revelan la lucha suprema de cada vida y también de cada día: la lucha por perseverar en el bien, por preservar nuestra libertad espiritual y con ello nuestra dignidad.

Hoy llegamos al final del año, con todas las grandes gracias que hemos recibido personalmente y a nivel Instituto y también con todas las adversidades y las penalidades que nos han sobrevenido, también personalmente y a nivel Instituto.  ¿Por qué? Porque esa misma ley de la Encarnación “nos abraza y nos rodea” –dice el P. Faber– hasta conquistarnos absolutamente o, si prefieren, en el decir de San Juan de la Cruz: “hasta quedar resuelto[s] en nada”[4] de tal manera que no nos importe la estima y buena opinión de los hombres,  la poca o mucha salud y fuerzas corporales, los cargos u oficios que puedan darnos o quitarnos,  los sucesos prósperos o adversos que puedan sucedernos,  el morir joven o viejo[5], que “será la suma humildad, [y] quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar”[6]. Camino por el cual solo se avanza con el báculo de la cruz.

Por eso el contemplar al Dios humanado[7] en brazos de su Madre Dulcísima este último día del año, en que uno pondera los sucesos prósperos y adversos que ha atravesado y se prepara a enfrentar –con la gracia de Dios– otro nuevo año, cabe pensar que también nosotros debemos conquistar esa gloria que el Verbo Encarnado nos ha conseguido y que muy probablemente para conseguir esa suprema libertad con Cristo glorioso debamos sufrir grandes penalidades en esta tierra.  “La verdadera libertad consiste –decía Fulton Sheen– en preservar nuestra alma, nuestra (keeping our soul, ours); aunque tengamos que perder el cuerpo, si fuera necesario, para preservarla”.

A cada uno de nosotros nos llega frecuentemente en la vida, lo que el Card. Newmann llamaba “el momento supremo” de cada día y de la vida; es el momento de elegir entre un placer temporal y la libertad eterna. El elegir entre seguir la “ley de encaje que guía a muchos ignorantes que presumen de agudos” (como dice el Quijote) y de ese modo verse ‘libre’ de amenazas o el mantenerse firme en los principios y en las convicciones hasta dar la vida por fidelidad a la verdad y a lo que creemos.

2. Los sufrimientos de esta vida 

Fijémonos, ya desde la cuna el Verbo Encarnado sometió su ternura y fragilidad a las asperezas e incomodidades del pesebre; su infinita Sabiduría y Majestad se vio rodeada de hombres rudos, pobres, tenidos en nada; rindió su Omnipotencia a las necesidades y penurias de una vida humanada; siendo Señor del mundo tuvo que huir ante los planes maliciosos de Herodes que lo buscaba para matarlo. Y así fue a lo largo de toda su vida hasta el momento supremo de su Pasión y del Calvario cuando el Verbo Encarnado sometió su Majestad a la supremacía de sus enemigos; sujetó sus manos y sus pies a los clavos; sometió su Cuerpo a la tumba; dejó subyugar su buen Nombre a la burla de sus enemigos; dejó verter su Sangre haciéndola cautiva de la lanza; permitió que su confort se sujetara a los planes de dolor de sus enemigos; y su Vida la entregó como un siervo a sus pies. Pero hay algo que no entregó, y eso fue su Alma, a su Alma la mantuvo libre para sí.

Eso no lo sometió porque sabía que, si preservaba su libertad, podría recuperar todo lo que ya había entregado en sus manos.

Sus enemigos sabían eso y hasta último momento trataron de que sometiera incluso su espíritu desafiando su poder: Bájate de la cruz y creeremos[8]. Y el Verbo Encarnado no lo hizo. Rehusó hacer lo humano, para obrar lo divino: y permaneció en la cruz. Y obrando de esa manera: preservó su alma para sí mismo. Una cosa era intocable en su vida, y en realidad, en cada una de nuestras vidas: el alma. Nuestra alma es la fortaleza impugnable de nuestro carácter. Y siempre que la mantengamos nuestra, nadie nos la puede arrebatar, aunque nos arrebaten la vida.

“La libertad –enseña Fulton Sheen– no es el derecho a hacer lo que se nos canta la gana, sino el derecho a hacer lo que debemos en orden a alcanzar el más alto y el más noble fin de nuestra naturaleza que no es otra cosa sino el disfrutar de la felicidad eterna”.

San Juan de la Cruz cuando veía a sus religiosos desanimados o cansados de la lucha les decía: “Ea hijos, a vida eterna”[9] que lo nuestro es “ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y solo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo[10].

Siempre es muy saludable a nuestras almas el tener presente cual es nuestro verdadero destino, el propósito de nuestra vida, el objetivo que perseguimos. Teniendo eso en mente, podemos decir si avanzamos o no. Ahora, si por lo adverso de las circunstancias, por la presión momentánea de los poderosos, si por buscarnos a nosotros mismos prefiriendo un pasar más a gusto y placentero cambiamos constantemente nuestro objetivo, renunciamos al puesto que Dios nos ha encomendado, sería un sinsentido decir que avanzamos, porque estamos yendo detrás de las imperfecciones de nuestra voluntad.

El Verbo Encarnado, nuestro supremo Modelo, nunca perdió de vista su objetivo y precisamente porque no lo hizo sacrificó todo lo otro para verse libre y poder alcanzarlo. Es como sucede en los viajes: uno se deshace de las cosas innecesarias para viajar más libremente, más rápido. Es más: nuestro Señor lo dejó todo, incluso su vida. Por eso decíamos al inicio: el Verbo Encarnado nació para morir. Y así lo hizo.

Del sacrificio de su vida para mantener su espíritu libre debemos aprender a no amedrentarnos por los sufrimientos, por las pruebas y las grandes desilusiones de esta vida. La tentación siempre está de que olvidándonos de nuestro ideal nos concentremos no en salvar nuestra alma sino en conseguir una ‘vida apacible y acomodada aquí en la tierra’.

Nuestro Señor podría haber hecho que todos los ángeles y todo el universo creado atendiera sus necesidades, podría sin más haber suspendido el curso de los planes maliciosos de sus perseguidores…pero eso hubiera significado que el ideal de estar sentado un día a la derecha de su Padre en su gloria fuese secundario al placer inmediato y temporal aquí en la tierra. Y entonces el propósito de su vida hubiese sido menos importante que un momento de su vida; entonces la libertad de su alma hubiese sido secundaria a la curación de sus manos y de sus pies; entonces la parte más noble y elevada de sí mismo –su alma– hubiese sido esclava de la parte más baja y corruptible. Y eso es lo que nosotros debemos evitar por todos los medios. Porque ¿Qué aprovecha y que vale delante de Dios lo que no es amor de Dios? El cual no es perfecto sino es fuerte y discreto en purgar el gozo de todas las cosas, poniéndole solo en hacer la voluntad de Dios”[11].

Dios en su infinita misericordia nos concede otro año precisamente para salvar nuestra alma y conseguir la gloriosa libertad de los hijos de Dios. La Crucifixión terminó, pero Cristo permanece. ¡Cuántas penas –triviales o bien profundas– hemos pasado este año que hoy termina!, pero aquí seguimos estando, por la gracia de Dios, y aun quizás más fuertes que antes. Por eso, nunca debemos descender del ideal supremo de nuestras vidas que significa la imitación del Verbo Encarnado y la salvación de nuestras almas.

La tentación siempre será fuerte y las ventajas temporales nos van a parecer cada vez más grandiosas, más irresistibles: Debemos ser fuertes y permanecer dueños de nuestra alma. Sin retroceder ni un punto en nuestro intento.

Fulton Sheen se pregunta: “¿la madera tiene que someterse al fuego para que nosotros podamos pintar con carbón? ¿Es la muerte la condición de la vida? ¿Es el estudio disciplinado la vía para el conocimiento? ¿Son largas horas de práctica tediosa el camino para interpretar buena música? ¿Tenemos que perder nuestra vida para salvarla para la eternidad? Sí. La respuesta es sí”.  

Porque los sufrimientos de esta vida no son nada comparados con alegrías eternas que nos esperan[12].

Muchas veces ante las adversidades sucede que nos preguntamos ¿por qué? ¿Por qué nos sucede lo que nos sucede? O ¿hasta cuándo?, ¿cómo es posible? Y cosas por el estilo. Y yo no he encontrado respuesta más satisfactoria que la que San Juan de la Cruz pone en boca de Dios Padre en la Subida al Monte y donde dice: “Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas”[13]. Y “si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor, y afligido, y verás cuántas te responde. […] Mírale a Él también humanado y hallarás en eso más de lo que piensas, porque en Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad[14]. Y “Él nos ha sido dado por hermano, compañero y maestro, precio y premio”[15], con todo el tesoro de gracias que cada uno de esos títulos de Cristo significan para nosotros.  ¿Se han puesto a pensar en eso?

Hemos sido elegidos como los hombres de confianza de Dios y Él mismo nos ha puesto a la cabeza de ésta que es su Familia. Negociar su confianza, su amistad por un pasar libre de tensiones, el asentir falsedades por solo verse libre de presiones, sería hacerle gran agravio. Dios nos libre de semejantes ‘libertades’.

[Peroratio] Iniciemos este nuevo año contemplando a Dios humanado en brazos de su Madre, que también es nuestra Madre. Y a la Virgen Reina y Madre de nuestro Instituto démosle gracias por todas las bendiciones (incluidas las cruces) que nos ha concedido durante este año. Y a Ella misma, la Madre de Dios que no se reserva nada para sí, encomendémonos a nosotros mismos y a toda la Familia en este año que ahora comienza.

La Virgen los bendiga y los proteja a todos.

A.M.D.G

[1] At the Foot of the Cross, cap. 1.

[2] Ibidem.

[3] Mt 10, 28.

[4] Subida al Monte, Libro II, Cap. 6.

[5] Constituciones, 68.

[6] Subida al Monte, Libro II, Cap. 6.

[7] Expresión de San Juan de la Cruz.

[8] Mt 27, 42.

[9] José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, Cap. 19.

[10] Carta 19, a Dona Juana de Pedraza, 12 de octubre de 1589.

[11] Subida al Monte, Libro III, Cap. 30, 5.

[12] Rom 8, 18.

[13] Subida al Monte, Libro II, Cap. 22, 5.

[14] Subida al Monte, Libro II, Cap. 22, 6.

[15] Subida al Monte, Libro II, Cap. 22, 5.

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