Confianza ilimitada en la Virgen de Luján

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La corona, el manto y la luna a los pies de Nuestra Señora de Luján

 

[Exordio] Queridos hermanos, quisiera en primer lugar dar gracias a Dios por este hermoso regalo de la providencia, que podamos estar aquí juntos como Familia Religiosa en derredor de nuestra Madre la Virgen de Luján. Para honrar y expresar nuestro amor a quien es la “excelente obra maestra del Altísimo”[1], el “paraíso de Dios”[2] como la llamaba San Luis María y que es, al mismo tiempo… ¡nuestra Madre!

Nuestro Directorio de Espiritualidad dice “que fuimos concebidos en el seno purísimo de María y por eso es nuestra verdadera y propia Madre espiritual”[3]. Más aun, claramente señala: “Hemos nacido del seno de la Virgen, al modo de un cuerpo unido a su cabeza”[4], Cabeza que es Cristo, el Verbo Encarnado. Por eso decimos con toda propiedad que Ella es nuestra Madre y que hay entre nosotros y la Virgen Santísima una unión intimísima, como la de una madre con su hijo, que todo lo espera de Ella, a quien todo le confía.

Y como Madre nuestra, la Virgen de Luján está de hecho toda Ella avocada al bien de nuestras almas ya sea en el orden físico o material, pero sobre todo en el orden espiritual.

Quisiera entonces en este día, contemplando la hermosa imagen de la Purísima y Limpia Concepción de Luján que tenemos aquí, reflexionar junto a Ustedes en la ilimitada confianza que debemos tener en la Virgen Santísima, como verdaderos hijos de Madre tan bendita. Y quisiera hacerlo, si me permiten, mirando a tres elementos que adornan su imagen: la corona, el manto y la luna a sus pies.

1. Corona

La corona imperial original de la Virgen de Luján fue bendecida por el Papa León XIII y colocada sobre las preciosas sienes de nuestra Madre un día como hoy, hace exactamente 130 años, siendo la primera coronación de la imagen de la Virgen en América[5]. Podemos decir, que hoy festejamos, también, ese hecho.

La Virgen de Luján es Reina. Pues Cristo mismo coronó a su dignísima Madre con una corona de doce estrellas y la elevó sobre un trono regio estableciéndola como Reina y Señora de todo lo creado. Y si Reina, es Reina de los Ángeles, de los Apóstoles, de los Mártires, de las Vírgenes, de todos los Santos, de las familias y, por tanto, también de nuestra Familia Religiosa. De hecho, a Ella nuestro Fundador consagró nuestros Institutos y la Tercera Orden[6].

Pero no olvidemos que, si bien es Reina, es una Reina toda dulzura y clemencia, inclinada a hacernos no solo el bien sino únicamente el bien y el máximo bien, a todos y siempre. Y por eso dice nuestro querido San Juan Pablo II: “El título de Reina no sustituye el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión”[7].

Entonces, aun cuando las cruces, la persecución, las contrariedades de cualquier tipo, cuando las fuerzas humanas fallan e incluso, ante el peso de “nuestras faltas y pecados, nadie -es decir, ninguno de nosotros- debe desconfiar de la misericordia de Dios”[8], porque María es Madre y Reina de Misericordia. Y si Reina y Madre, su poder es inmenso.

De ahí que decimos que ante la Santísima Reina desvanecen los poderes de los principados de este mundo, las adversidades, por mas amenazantes que sean, languidecen y las penas y cruces más grandes se endulzan.  

¡Cuántos milagros ha obrado la Virgen de Luján para convencernos de su formidable poder! Y aunque son muchos quisiera traer aquí el ejemplo que el mismo P. Salvaire, misionero lazarista francés, cuenta acerca de él.  Dice que sucedió a fines de 1875, en las pampas argentinas, cuando tenía 28 años. Allí lo tomaron prisionero los indios y lo iban a ejecutar porque lo acusaban de haber traído la plaga de la viruela a esas tierras. Estando rodeado por los indios que cabalgaban con lanzas en la mano haciendo círculos a su alrededor, él solo rezaba y le prometía a la Virgen –ante la cual había rezado en un oratorio antes de empezar su misión– que si se salvaba dedicaría su vida a levantarle un santuario y propagar su devoción. Fue entonces cuando apareció un muchacho de en medio de la turba, quien intercedió ante el cacique para librarlo. Y así, milagrosamente salvado por la intercesión de la Virgen de Luján, este santo sacerdote construyó la Basílica en su honor (la primera iglesia gótica de estilo ojival en la Argentina), escribió un magnífico libro de dos tomos con la historia de la Virgen y fue él mismo quien peticionó la bendición pontificia de la corona para nuestra Madre. Es bueno evocar este hecho en el día de hoy que celebramos un aniversario más de la coronación.

Y así, este ejemplo -como tantos otros que podríamos citar aquí- nos demuestra cómo todos nosotros encontraremos en un rincón del corazón un rayo de esperanza, siempre que invoquemos el auxilio de María.  ¡Que el contemplar la corona de nuestra Madre nos recuerde el poder soberano de la Reina de Misericordia siempre!

2. Manto Celeste y Blanco

Y esto me lleva a hablarles del segundo elemento que engalana a la Virgen de Luján, y es su manto.

Porque “según la usanza española, desde los primeros tiempos se la vistió con ropas. Y por ser la Inmaculada Concepción el ropaje es una túnica blanca y un manto azul–celeste”[9].

Este manto de la Virgen es como las alas de la gallina bajo las cuales se cobijan los pollitos. Y nos debe recordar siempre que, como buena Madre, Ella nos quiere a todos en su regazo, unidos bajo su manto, cerca de su Purísimo Corazón tan unido a la fuente de la Vida, nacida en el Gólgota. Por eso todo lo que causa división o dispersión, u obstaculiza la unión, le entristece mucho. ¿Qué madre está contenta si alguno de sus hijos falta? ¡Ah!… Pero si alguno llegase a faltar ¡con cuánta solicitud esta Buena Madre sale en busca de sus hijos! y con miles de delicadezas y acentos maternales, trata de acercarlo nuevamente.

Ejemplo de esto mismo es el hecho que, ya desde el tiempo en que el Negro Manuel cuidaba a la Virgen de Luján, muchas veces al amanecer la encontraba llena de rocío y otras con el manto llenos de abrojos y polvo y algo de barro[10] porque Ella salía durante las noches en busca de sus hijos para rescatarlos de sus vicios, o para hacerse cercana en la penuria de alguno de ellos, para librarlos de algún peligro o para ayudarlos a bien morir. Es que Ella misma quiere prodigarles sus cuidados y alimentarlos y defenderlos y darles todo lo que necesitan. Es más, no consiente que ninguno se aparte desconsolado de su lado o se sienta menos amado. Y así, los santos de todos los tiempos han visto en el manto de la Madre de Dios, un signo elocuente de su protección maternal, de la defensa segura contra todos los males, del amparo ante las insidias del mal. San Alfonso decía: “Acudamos a esta divina Madre, amparémonos bajo su manto, y Ella nos salvará”[11].

San Juan Pablo II afirmaba: “María, glorificada en el cielo […] sigue siendo Madre de todos los hombres, […] hasta el fin de los siglos. En la luz de la gloria divina, ella contempla a todos y a cada uno de sus hijos, en todos y en cada uno de los momentos de su existencia”[12].

La Virgen de Luján nos quiere tanto como su poder, y su poder no tiene límites, porque Ella es la Omnipotencia Suplicante, y así nos sigue con su tierna mirada donde quiera que vayamos y a todos nos extiende el manto de su ternura, que nos cobija del frío de la soledad, nos protege del ardor de las pasiones, que nos sirve de refugio contra el maligno y que suaviza los dolores de esta vida.

¡Cuántas veces en nuestra corta historia como Familia Religiosa hemos experimentado el auxilio seguro de la Virgen de Luján, que incluso nos ha hecho progresar en todo! Lo mismo –estoy seguro– podemos decir cada uno de nosotros, de manera personalísima: ¡Cuántas veces la Virgen nos ha salvado de peligros inminentes, nos ha sacado de situaciones dificilísimas, y más aún nos ha concedido favores antes que se lo pidamos!

Cuán apropiada resulta entonces la hermosísima costumbre que nos enseñaron nuestros mayores de besar el manto de la Virgen, que es a la vez un invocar su protección y un corresponder agradecidos a tanto cariño.

Por eso, “¡Que ninguno [de nosotros] se desaliente! ¡Que ninguno se deje extraviar en los momentos de dificultad y de las eventuales derrotas! ¡Que ninguno se deje vencer por la tentación de la inutilidad de los esfuerzos!”[13]. Los colores del manto de nuestra Madre Bendita nos deben hacer elevar la mirada al cielo, donde un día esperamos por toda recompensa abrazarla por toda la eternidad. Su manto azul celeste nos recuerda que el cielo es la meta. Tengamos entonces siempre presente y firmemente arraigado en la mente y en el corazón que tenemos una Madre que vela por nosotros y nos acompaña siempre y que desea –incluso más que nosotros– darnos todo bien. Protegidos bajo el escudo de su manto no tenemos nada que temer. 

Por eso, nuestra confianza en la Madre del Cielo debe ser ilimitada, inconmovible, inquebrantable. Sabiendo que Ella no permanece distante, sino que se involucra de lleno y sigue paso a paso cada uno de los pormenores de nuestras vidas.

3. Luna

Finalmente, a los pies de la Santa Imagen hay una media luna de plata, “porque es Mediadora entre Cristo –el Sol– y la Iglesia –la Luna”. Y si es nuestra Mediadora, entonces, “señal de esperanza segura”[14].

El Papa Benedicto XVI explicaba que “la Santísima Virgen María tiene a sus pies la luna, imagen de la muerte y la mortalidad porque Ella ha dejado atrás la muerte, y está completamente revestida de vida, la vida de su Hijo Resucitado. Y así, la Virgen María es signo de la victoria del amor, de la bondad de Dios, dando a nuestro mundo la esperanza que necesita”[15].

Nosotros, miembros de la Iglesia, que peregrinamos “en medio de los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo” por llevar al Verbo Encarnado a los hombres, tenemos en la Virgen de Luján a nuestra Madre que incesantemente suplica por nosotros ante el trono de Dios los dones de la salvación[16]. Por eso, aunque la Iglesia sufra sus reveses, siempre sale vencedora[17] -afirmaba el Papa Benedicto-, ya que por la intercesión poderosísima de la Madre no pueden triunfar sobre quienes a Ella se encomiendan, incluso “a pesar de sus pobres fuerzas, a pesar de su poquedad, a pesar de su debilidad, ni el Maligno, ni los que son del Maligno. Es una oración de la Madre y, por tanto, es una oración que el Hijo, por así decirlo, está obligado a escuchar”[18].

Y la Virgen ¡ciertamente que escucha las oraciones! Miren a su alrededor. Cada uno de nosotros es la confirmación viva y la prueba palpable de que la Virgen de Luján escucha las oraciones. ¿No fue acaso a Ella a quien el P. Buela le pidió la gracia de poder acompañar muchas vocaciones? ¡Miren cuán atenta y generosa Madre es la Virgen!

Entonces, si la Virgen no solo es nuestra Reina y Madre, sino también nuestra poderosa Intercesora, ¿por qué temer? San Juan Pablo II, cuando visitó la Argentina se refería a la Virgen de Luján llamándola la “Virgen de la Esperanza”[19], por quien “nos llegó la salvación y la esperanza de un mundo nuevo”[20].

Esta imagen de la Virgen de Luján, presente en nuestras comunidades, en todas nuestras misiones, en países tan distantes y en culturas tan diversas, nos ayuda a clavar en el alma, esta realidad que sin duda refuerza nuestra esperanza: la de la “certeza en la protección materna de la Virgen” donde quiera que vayamos y cualesquiera sean las circunstancias, ya individualmente hablando, ya como Instituto. Su presencia entre nosotros parece decirnos: “¿No estoy acaso yo aquí que soy tu Madre?” 

Por eso, hoy y siempre, “ahora y en el futuro”, “Ella es toda nuestra esperanza porque es la Madre del que es ‘nuestra esperanza’”[21].

[Peroratio] San Juan Bosco le escribía a uno de sus misioneros que estaba un poco desalentado diciéndole: “¡Hay que trabajar! Piense en morir en el campo de trabajo como buen soldado de Cristo. ¿No valgo para nada? Todo lo puedo en Aquel que me conforta. ¿Hay espinas? Con las espinas transformadas en flores los ángeles tejerán para Usted una corona en el cielo. ¿Los tiempos son difíciles? Siempre fueron así, pero Dios nunca faltó con su ayuda. Cristo es el mismo ayer y hoy”[22]. Y nosotros sabemos que esa ayuda nos viene indefectiblemente por las manos virginales de María Santísima. Por eso sigamos siempre adelante, siempre haciendo el bien, sin amedrentarnos, confiados en la ayuda y protección de María.

Y también el mismo santo, en otra oportunidad, “en 1862 le confiaba a Don Cagliero: ‘Corren tiempos tan tristes, que necesitamos precisamente que la Virgen nos ayude a conservar la fe cristiana’. Y San Juan Pablo II, reflexionando precisamente sobre el dicho de Don Bosco comentó: “Son [estas] palabras graves y serias que también hoy podemos repetir, consolidando cada vez más nuestro amor y nuestra confianza en María. Confiad en María. Confiad a sus cuidados maternos cada día vuestras actividades y preocupaciones.”[23]  

Y eso mismo queremos hacer: A Ella le confiamos todas las actividades, todas nuestras misiones y todas las preocupaciones de nuestra Familia Religiosa. De manera particular, a Ella le confiamos los religiosos que en el día de hoy realizarán sus votos perpetuos, haciendo ofrenda total de su vida a Jesús, por medio de su Madre.

Sea siempre ésta nuestra actitud: la de una confianza irrestricta y de un amor inmenso y tierno a la Madre de Dios. 

A la Virgen de Luján le pedimos que nos alcance esta gracia de su Hijo. Y también la pedimos por intercesión del Padre Espiritual de Nuestra Familia Religiosa, nuestro querido San Juan Pablo II.

 

[1] San Luis María Gringnon de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, 5.

[2] San Luis María Gringnon de Montfort, El Secreto de María, 19.

[3] Cf. Directorio de Espiritualidad, 79.

[4] Ibidem; op. cit. San Pio X, Ad Diem illum laetissimum, 5.

[5] Incluso la coronación de la Virgen de Guadalupe fue posterior, en 1895.

[6] P. Carlos Buela, IVE, Servidoras III, II Parte, Cap. 1. 1.  

[7] Audiencia General, 23 de julio de 1997.

[8] P. Carlos Buela, IVE, Servidoras IV, III Parte, Cap. 1.1.2.

[9] Cf. P. Carlos Buela, IVE, María de Luján, Misterio de la Mujer que espera, p. 22.

[10] Ibidem, p. 114.

[11] San Alfonso María de Ligorio, Preparación para la Muerte, Cap. 32.

[12] Mensaje en el Centenario de la Coronación de la Virgen de la Aparecida, 17 de julio de 2004.

[13] Cf. San Juan Pablo II, Al capítulo general de los Salesianos, 3 de abril de 1984.

[14] Cf. P. Carlos Buela, IVE, María de Lujan, Misterio de la Mujer que espera, p. 18.

[15] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Procesión con antorchas en Lourdes, 13 de septiembre de 2008.

[16] Cf. Lumen Gentium, 62.

[17] Cf. Benedicto XVI, Acto de veneración a la Inmaculada en la Plaza de España, 8 de diciembre de 2011.

[18] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Servidoras III, II Parte, Cap. 1. 1.  

[19] San Juan Pablo II, Acto de Consagración a la Virgen de Lujan, 12 de abril de 1987.

[20] Ángelus, 12 de abril de 1987.

[21] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, Cap. 3, 7.

[22] Turín, 25 de octubre 1878.

[23] San Juan Pablo II, Al capítulo general de los Salesianos, 3 de abril de 1984.

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