Misionero para anunciar a Jesucristo

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Homilía por el 20° Aniversario del Seminario Mayor “San José de Anchieta” – Brasil

 

[Exordio] Celebrar al gran apóstol de Brasil, San José de Anchieta, patrono de este querido Seminario Mayor, es ya motivo de gran fiesta. Celebrar también hoy el vigésimo aniversario de su fundación y decir que este es el seminario mayor más grande del Instituto[1] en la actualidad hace que esta fiesta cobre dimensiones ilimitadas de dicha y, por tanto, de sentido agradecimiento al Verbo Encarnado y a su Madre Santísima de quienes nos vienen todos los dones. Detalles de la Providencia misericordiosa de nuestro Señor que no deben pasar desapercibidos.

Motivado por el ejemplo sublime de este gran misionero, en este sermón, que quiero dedicar muy especialmente a nuestros seminaristas mayores que serán futuros misioneros, quisiera que reflexionemos acerca de un aspecto de la vida de “aquel varón humilde llamado José Anchieta” como le llamó un poeta[2] y que fue uno de los más grandes misioneros que pisaron América.  

Vida de estudiante

José de Anchieta nació, como ustedes saben, el día de San José del año 1534, el mismo año en que Ignacio de Loyola reunía en París a sus primeros compañeros. A los 14 años de edad fue enviado a estudiar Filosofía a la Universidad de Coimbra, Portugal. Terminados esos tres años de Filosofía, ingresó en la orden ignaciana el 1 de mayo de 1551 (día que en la actualidad se celebra también a San José). Y apenas hubo terminado su noviciado, a los 19 años de edad, fue enviado a la Misión del Brasil con la tercera expedición de jesuitas, que salió de Lisboa precisamente un 8 de mayo de 1553 (día de la Virgen de Luján).  Era en ese entonces el misionero más joven del Nuevo Mundo.

El gran milagro del Apóstol del Brasil fue su vida. Era humanamente imposible que sobreviviera nada menos que 44 años a su doble tuberculosis[3] la cual contrajo estando en el noviciado, pero él, sin ser “esquivo a la aventura misionera”[4] a pesar de su enfermedad y de la carencia absoluta de recursos se fue a una misión que apenas comenzaba y allí desplegó una fecundísima actividad apostólica. Al punto que hoy es venerado no sólo como el apóstol de Brasil, sino como el fundador de Sao Paulo y Río de Janeiro; autor de la Primera Gramática Tupí-Guaraní; creador de la literatura y teatro brasileño; primer historiador de los minerales, de la flora y fauna, y de la ecología y antropología del Brasil.

Pero comencemos por el principio: al llegar, en 1553 al Brasil, este joven religioso, sin experiencia, ajeno a las costumbres del lugar, y enfermo, fue enviado al sur de Brasil, a San Vicente, donde los jesuitas tenían un colegio y donde habían surgido algunas vocaciones. El único que podía dar clases de latín era Anchieta, así que allá fue. Y enfermo y todo daba diariamente tres clases diferentes de la mañana hasta la noche teniendo que escribir a mano los textos para sus alumnos y preparando sus clases durante las noches. Esa fue su vida de estudiante, su vida de seminarista.

En una carta, que quizás conocen dirigida al p. Diego Laínez, prepósito general de la Compañía de Jesús fechada el 1 de junio de 1560, José de Anchieta escribía textualmente: “Por este motivo, sin dejarnos intimidar por los grandes calores, las tempestades, las lluvias, las corrientes torrenciales e impetuosas de los ríos, procuramos sin descanso visitar todas las aldeas y villas tanto de los indios como de los portugueses e incluso de noche acudimos a los enfermos, atravesando bosques tenebrosos a costa de grandes fatigas, tanto por la aspereza de los caminos como por el mal tiempo”. Y describiendo todavía más abiertamente las condiciones de quienes, con él y como él, se dedicaban a la sublime labor de la evangelización revela más profundamente aún la grandeza de su amor y de su espíritu de sacrificio al decir: “Pero nada es difícil para quienes acarician en su corazón y tienen como único fin la gloria de Dios y la salvación de las almas, por las que no dudan en dar su vida”.

De aquí que San Juan Pablo II, en la homilía de una misa celebrada aquí en San Pablo, en el año 1980 afirmó que José de Anchieta no vino aquí como un conquistador en busca de tesoros y de gloria, sino que “vino como misionero, para anunciar a Jesucristo, para difundir el Evangelio. Vino con el único objetivo de conducir los hombres a Cristo, transmitiéndoles la vida de hijos de Dios, destinados a la vida eterna. Vino sin exigir nada para sí; por el contrario, dispuesto a dar su vida por ellos”[5].

Quizás podríamos destacar aquí, que José de Anchieta era muy joven, que tenía un nivel de educación elevado para la época, que ciertamente tenía costumbres europeas y que, por eso prácticamente todo, desde la comida hasta los olores, la lengua del lugar y la pobreza extrema, eran motivo de abnegación para él. Ni qué decir de los seis, siete meses sin confesión ni Misa, o el tener que meditar no en un rinconcito cómodo –como dice él– sino en medio de la maldad de los indios[6]. Todo eso habla ya de un seminarista “admirable”[7] al que Dios quería hacer muy santo. Sin embargo, es otra cosa lo que yo quisiera enfatizar, y es el gran olvido de sí y de amor por las almas y a su Congregación que demostró desde un comienzo. Pues hay una carta que él les escribe a los enfermos en Coimbra, con quienes había compartido incluso la enfermería, donde les cuenta de que básicamente se curó dando clases. Él les cuenta de que a pesar de que enseñaba prácticamente todo el día y por lo tanto no tenía casi tiempo para descansar como cualquier enfermo, a pesar de que la comida allí era muy pobre –de hecho, cuenta que comía “hojas de mostaza cocidas y otras legumbres de la tierra y otros manjares que ahí no podéis imaginar”[8]–, y a pesar de que había ayunado toda la cuaresma, él prácticamente se curó en la misión. Y en esa carta revela un detalle importante, dice el santo: “desde que hice como que no estaba enfermo, luego comencé a estar sano”. Ahí esta el olvido de sí mismo que Dios bendijo tan sobreabundantemente.

Por eso sigue diciéndoles a sus compañeros allá en Coimbra: “si el Padre Maestro quisiera mandar aquí a todos los que estáis pachuchos y medio enfermos medio sanos, la tierra es muy buena, los aires muy saludables, las medicinas son trabajos, y tanto mejores cuanto más conformes a Cristo”. Y sigue diciendo, presten atención: “También os digo, mis queridísimos, que no basta salir de Coimbra con cualesquier fervores, que se marchitan enseguida antes de pasar la línea [del Ecuador], o se enfrían después con deseos de volver a Portugal. Es necesario, hermanos, traer las alforjas llenas, que duren hasta acabar la jornada, porque sin duda los trabajos de aquí, que tiene la Compañía, son grandes y hace falta virtud en cada uno, que se pueda fiar de él la honra de la Compañía”[9].

Es decir, no basta con saltar cantando “Verbo Encarnado” o con decir de palabra que uno quiere al Instituto, no basta con haber leído alguna vez las Constituciones, no basta con solo decir “somos esencialmente misioneros y marianos”[10], ni siquiera con ser buen alumno en el seminario para hacer de nosotros un misionero cabal del Verbo Encarnado.  Todo eso, aun siendo bueno, si no es con convicción, sino tiene raíces profundas en el alma son de esos fervores de los que habla el santo que se marchitan enseguida y se enfrían y le dan a uno ganas de volver atrás. Porque como muy bien enseñaba San Ignacio –y esto lo meditamos nosotros cada año cuando hacemos los ejercicios– “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras[11]. ¿Me entienden?

Eso San José de Anchieta lo había entendido bien, por eso les dice a sus compañeros que hay que tener las alforjas llenas de fervor, del fervor que soporta las grandes olas de prueba que indudablemente han de sobrevenirle al misionero; las alforjas llenas de “caridad apostólica[12] –como pide de nosotros el derecho propio– que le hagan al misionero olvidarse de sí mismo a fin de trabajar “aun en los lugares más difíciles y en las condiciones más adversas”[13] y esto no de cualquier manera, sino con gran celo por el bien de las almas y la expansión de la Iglesia de Cristo; llenos del fervor que hace que el misionero –aunque ya no tenga los consuelos espirituales que antes tenía “y que un día Dios retira completamente”[14] y despojado también de “los apoyos y seguridades con relación al estado de su alma”[15]– igualmente confíe “con firmeza inquebrantable de que aun los acontecimientos más adversos y opuestos a su mira natural son ordenados por Dios para su bien”[16].   

Condiciones para la misión

Por este motivo el Directorio de Misiones Ad Gentes establece como condición importantísima para la misión esa capacidad de negarse a sí mismo, de renunciar a esa actitud egoísta que nos hace buscar los propios intereses, la propia comodidad para trabajar con celo en el lugar y en el oficio que el Instituto nos confía para la mayor gloria de Dios. Dice así el directorio: “Al misionero se le pide ‘renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos’: en la pobreza que lo deja libre para el Evangelio; en el desapego de personas y bienes del propio ambiente, para hacerse así hermano de aquellos a quienes es enviado y llevarles a Cristo Salvador”[17]. Fíjense lo que dice: renunciar a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces… desapego de personas y bienes del propio ambiente… eso es parte del programa de todos los que quieran ser misioneros en el Instituto y deben empezar a ejercitarse en ello desde ahora. 

Por eso San José de Anchieta agrega en su carta: “No os digo más, sino que os preparéis con gran fortaleza interior y grandes deseos de padecer, de manera que, aunque los trabajos sean muchos, os parezcan pocos”[18].

A lo cual agrego aquí otras virtudes que menciona el derecho propio para nosotros: “Los que en nuestras casas de formación se preparan para realizar grandes obras para la gloria de Dios en las misiones donde serán enviados [fíjense que les habla directamente a Ustedes], a fin de no engañarse con vanas fantasías, cultiven un gran amor a las virtudes de la humildad, la caridad y la docilidad a los superiores”. Entonces sigue el derecho propio: “‘No es suficiente que en nuestros candidatos no se encuentre nada de negativo, no basta que sean lo suficientemente diligentes en el estudio y la disciplina exterior. Hay que estudiar su carácter, medir el fervor de su espíritu, la sumisión absoluta de la voluntad, la generosidad en el sacrificio, el espíritu de iniciativa, la fidelidad al deber’[19]. Difícilmente serán aptos para la misión aquellos tipos de personalidad que ‘lo saben todo’, ‘se llevan mal con todos’, a todo le encuentran defectos, todo lo discuten o no escuchan ni obedecen a nadie salvo cuando los demás coinciden con lo que ellos piensan. El motivo por el cual tales caracteres no podrán dar fruto es que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes (1Pe 5,5). Y si Dios resiste a un misionero, ¿qué podrá hacer éste?”[20]. Todo esto, hace “evidente que gran parte de la eficacia formativa [de nuestros seminaristas] depende de la personalidad madura y recia de los formadores desde el punto de vista humano y evangélico”[21]. Hasta aquí el derecho propio.

José de Anchieta estuvo en la Capitanía de San Vicente, hoy estado de Sao Paulo, 12 años, desde donde salió hacia el norte, a Bahía para ordenarse de sacerdote al año siguiente en 1566. Sus compañeros se ordenaron con 23 o 24 años. Él con 32 cumplidos. ¿Le inquietó este retraso? En ningún momento. Otra prueba que supo soportar con fe. Sería sacerdote cuando Dios lo dispusiera. A él le tocaba esperar.

Más adelante, siendo Provincial, conversaba en Río de Janeiro con otros Padres y Hermanos, tratándose de la conformidad que todo jesuita debe tener con su oficio para conservar la paz interior. José confesó con la mayor ingenuidad: “Siendo hermano, nunca me vino a la imaginación que podía ser sacerdote. Y cuando menos me lo esperaba, me vi con las órdenes. Siendo sacerdote, jamás me vino al pensamiento que podía ser profeso o superior… aquí me veis de Provincial”[22]. Fue superior provincial por diez años.

[Peroratio] Queridos seminaristas: Nuestra misión es maravillosa, sublime diría yo, a la vez que desafiante. Siéntanse entonces los predilectos del Verbo Encarnado a quienes Él mismo ha llamado a ser sus misioneros. Habiendo abrazado esta vocación sepan que han asumido al mismo tiempo la misión, por tanto, deben sentirse responsables de su preparación personal. Los superiores, los formadores están aquí para ayudar, ciertamente, pero el perfeccionamiento continuo en lo espiritual, intelectual, humano y pastoral depende de Ustedes, de la conciencia de su deber[23] como religiosos del Verbo Encarnado. De esto mismo nos ha dado magnífico ejemplo el Santo Patrono de este querido seminario a lo largo de sus trece años de preparación para el sacerdocio.

Cristo tiene necesidad de la contribución de todos para hacer llegar a otros corazones la palabra que no todos pueden comprender[24], la palabra de que el Verbo se hizo carne ¿están dispuestos?… entonces a poner ese amor por obra y a esforzarse en adquirir esa fortaleza interior y esas ansias de padecer por Cristo que hicieron de José de Anchieta un “auténtico misionero, verdadero sacerdote”[25]. Ese es mi mensaje.

Y ya para terminar quisiera renovar mi gratitud, mi confianza y mi afecto a todos Ustedes, a todos los sacerdotes que de una u otra manera están involucrados con su formación y los animo a seguir ¡siempre adelante! dando lo mejor de uno para la gloria de Dios y expansión del Instituto.

A la Virgen Santísima de Aparecida encomiendo las intenciones de todos Ustedes y a Ella le pido que tome bajo su maternal protección las vocaciones presentes y futuras de este seminario y los haga “incansablemente evangelizadores”[26]. Que la Madre del Verbo Encarnado y de la Iglesia acompañe siempre sus pasos y que el Espíritu Santo continúe suscitando numerosas vocaciones brasileras. 

¡Muy feliz aniversario!

[1][1] 62 seminaristas mayores incluidos los diáconos.

[2] El poeta Manuel Verdugo nacido en Filipinas, pero radicado en San Cristóbal de la Laguna, Tenerife, donde nació el santo.

[3] tuberculosis pulmonar y ósteo-articular, las cuales deformaron para siempre su prestancia física.

[4] Constituciones, 254; 257.

[5] Homilía durante la misa celebrada en honor al Beato José de Anchieta, (3/7/1980).

[6] Carta escrita a los hermanos enfermos en Coimbra el 20 de marzo de 1555. Citada por José María Fornell Lombardo, El portentoso padre San José de Anchieta.

[7] San Juan Pablo II, A los religiosos en San Pablo, Brasil, (3/7/1980).

[8] Carta escrita a los hermanos enfermos en Coimbra el 20 de marzo de 1555. Citada por José María Fornell Lombardo, El portentoso padre San José de Anchieta.

[9] Ibidem.

[10] Constituciones, 31.

[11] Libro de Ejercicios Espirituales, [230].

[12] Directorio de Misiones Ad Gentes, 164; op. cit. Redemptoris Missio, 89.

[13] Constituciones, 30.

[14] Directorio de Espiritualidad, 178.

[15] Cf. Ibidem.

[16] Directorio de Espiritualidad, 67.

[17] 163.

[18] Carta escrita a los hermanos enfermos en Coimbra el 20 de marzo de 1555.

[19] Beato Paolo Manna, Virtù Apostoliche, Bologna 1997, p. 332.

[20] Directorio de Misiones Ad Gentes, 109.

[21] Directorio de Seminarios Mayores, 44; op. cit. Pastore Dabo Vobis, 66.

[22] José María Fornell Lombardo, El portentoso padre San José de Anchieta.

[23] Cf. San Juan Pablo II, A los ‘llamados’ y a sus formadores en Porto Alegre, Brasil, (5/7/1980).

[24] Cf. Mt 19,11.

[25] San Juan Pablo II, A los religiosos en San Pablo, Brasil, (3/7/1980).

[26] Constituciones, 231.

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