Cristo es el modelo de nuestra misión como sacerdotes

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Homilía con motivo del jubileo sacerdotal de algunos miembros del IVE

 

[Exordio] Con motivo de nuestro Jubileo Sacerdotal, tenemos la gracia de peregrinar en esta Tierra que es Santa porque el Verbo Encarnado habitó en ella. Y particularmente hoy a nosotros, sacerdotes misioneros del Verbo Encarnado –venidos desde los cuatro puntos cardinales– Dios nos da la gracia de empezar esta peregrinación precisamente aquí, en Nazareth, en la misma ciudad donde el ángel se apareció a la Virgen Santísima para pedir su consentimiento para que  el Verbo pudiese tomar de su cuerpo y de su sangre para hacerse hombre, y al pronunciar Ella su fiat, en este lugar el Verbo de Dios se revistió de nuestra carne en su seno purísimo. Et verbum caro factum est.

Y así, en esta ciudad, tan pequeña y tan sublimemente simple, tuvo lugar la Encarnación del Verbo; ese misterio que nos identifica y que es central en el misterio de Dios. Se trata de ese misterio que estuvo presente en Dios desde toda la eternidad y se vuelve, en el tiempo, el acontecimiento más grande que la creación del mundo y que no podrá ser superado por ningún otro[1].

Es impresionante la gracia de conocer el hecho de la Encarnación y la gracia de la fe en la Encarnación. Es este el evento que resume la historia misma de la humanidad y al mismo tiempo la historia de cada hombre y mujer en particular (también la nuestra)… este es el misterio que no sólo divide la historia en dos, sino que además, da respuesta a los grandes interrogantes del hombre siendo como su centro metafísico. Aquí podríamos decir y sólo ante este misterio, reposa el espíritu humano… aquí todo se clarifica, se entiende y todo se convierte en luz… Y el verbo era la luz de los hombres

Aquí el Verbo se hizo carne y es por eso que es en este lugar donde se resuelven todas las aspiraciones del ser humano y de lo creado: todo fue hecho por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho, dice San Juan remarcando la centralidad del hecho.

De ese misterio nosotros, sacerdotes, tenemos una participación del todo especial. Pues en la Encarnación del Verbo tuvo “lugar la sublime consagración sacerdotal de Jesucristo, al haber sido marcado y ungido para siempre como Sumo y Eterno Sacerdote, único Mediador entre el cielo y la tierra”[2]. Y nosotros, hace ya 25 años por gracia de Dios, hemos sido configurados ontológicamente a Cristo, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo[3] y esto, también para siempre. Por eso estar aquí nos hace de algún modo volver a los orígenes no sólo de la historia de la salvación sino también al origen mismo del sacerdocio católico y de nuestro sacerdocio. Es por eso también que aquí, en este lugar, se encuentra el misterio de nuestras vidas, de nuestras propias vidas.

Aquí es donde podemos comprender de una manera más acabada el misterio que llevamos en nuestras manos y que tenemos que vivir cada día. Pues es el lugar donde ocurrió el acontecimiento que ha definido nuestra existencia y nuestra experiencia terrena.

¿Cómo, pues, responder ante realidades tan sublimes?

Es aquí donde también encontramos la respuesta, la humildad, la alegre docilidad, la obediencia genuina y serena de la Virgen de Nazareth[4], que al pronunciar su fiat le dio al Verbo de su misma naturaleza humana a través de la cual Él enseñó, gobernó y santificó; se vuelven el paradigma y el modelo más grande para nuestra fidelidad a ese misterio del que somos continuadores.

Análogamente, también a nosotros un día, como a la Virgen en la Anunciación, nos hicieron esa pregunta de entrar en el misterio central de la historia: ¿Le darías a Dios tu naturaleza humana? Y por la gran misericordia de Dios también nosotros pronunciamos nuestro fiat y Dios nos concedió el inmenso tesoro del orden sagrado, que es lo mismo que decir que Dios se complació en revestirnos de Cristo[5].

Esta realidad es inefable para cada uno de nosotros: nuestras vidas han quedado entrelazadas indeleblemente con el Sumo y Eterno Sacerdote, lo cual nos inserta específicamente en el misterio Trinitario[6]. A nosotros Dios nos ha elegido para ser sacerdotes del Verbo Encarnado, para el sublime oficio de “prolongar la Encarnación en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre”[7]. Ese es nuestro fin, ese es nuestro carisma, ese es y debe ser siempre nuestro compromiso[8]. Para esto hemos nacido y para esto vivimos. Es decir, el mismo Verbo que un día, en este preciso lugar, asumió una naturaleza humana para cumplir el designio de salvación; es el mismo Dios encarnado que ha elegido nuestras pobres “naturalezas humanas para que la salvación llegue a todos los hombres”[9] haciéndonos sus sacerdotes y así continuar lo que Él hizo: enseñar, gobernar, y santificar al delegarnos “su triple función profética, sacerdotal y real”[10]. Por eso podemos decir que análogamente la Encarnación sigue sucediendo y que particularmente sucedió en nosotros cuando fuimos ungidos como sacerdotes y nos hicimos “instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable … Ya que todo sacerdote –como enseña el Magisterio– representa a su modo la persona del mismo Cristo”[11].

Es por eso que hoy aquí podemos y debemos renovar nuestro compromiso con el triple oficio sacerdotal de Cristo que nos ha sido encomendado, para que seamos fieles y siempre verdaderos continuadores de la Encarnación del Verbo en el tiempo y en esta porción de la historia en que la Divina Providencia nos ha dado vivir.

1. De modo tal que nuestro sacerdocio no se entienda si no enseñamos a Cristo con nuestra palabra y con nuestra misma vida: Él y sus misterios son siempre directa o indirectamente la materia de nuestra predicación, y de nuestra existencia terrena. Y así como la Virgen les dijo a los sirvientes en la Boda de Cana: Haced todo lo que les diga, así también nosotros debemos proclamar el Evangelio de tal manera que quienes nos oyen sean capaces de “traducir esas verdades en vida concreta, en testimonio”[12], en criterios de vida. Por tanto, a nosotros nos compete compenetrarnos de Cristo, de su Verdad. Para que ardiendo primero en nosotros el fuego de su Verdad podamos irradiarla a los demás. Lo cual se concreta en la búsqueda de una profunda unidad de vida que nos conduzca a tratar de ser, de vivir y de servir como otro Cristo en todas las circunstancias de la vida[13].

2. Además como sacerdotes ejercemos la autoridad de Cristo y debemos regir y apacentar su rebaño: Lo dicen diáfana y hermosamente nuestras Constituciones: nuestro “destino no es el mando ni los honores, sino la entrega total al servicio de Dios y al ministerio pastoral”[14]. Y mejor ejemplo de humildad y de servicio no vamos a encontrar que aquel de la Virgen. “La Virgen dio su ‘sí’, aquí en Nazaret, en calidad de esclava y miró Dios la humildad de su esclava[15], y fue entonces que el Verbo tomó forma de esclavo, haciéndose semejante a los hombres[16] en sus entrañas purísimas”[17].

3. Finalmente, nosotros como sacerdotes debemos santificar y para hacerlo debemos ser Víctimas con Cristo: El Verbo de Dios se encarnó en el seno inmaculado de la Virgen de Nazaret precisamente para poder ser Víctima, para poder inmolar su humanidad. Y, por tanto, el sacerdocio ministerial es un sacerdocio sacrificial. Esta es una condición ineludible. Por eso es que suele haber mucho dolor en la vida sacerdotal. Esta es nuestra vocación: “el sacrificio” con todas sus consecuencias. El sacerdote debe pasar su vida dejándose consumir como Jesús en la Eucaristía. Dicho en otras palabras “la vocación al sacerdocio es vocación a la Cruz. Es una vocación al morir místico, al morir espiritual, día a día… [a vivir] como condenados a muerte … ¡Éste es el programa sacerdotal!”[18].

[Peroratio] Por eso a la Virgen Santísima, que se asoció con corazón maternal al sacrificio sacerdotal de su Hijo, consintiendo con amor en la inmolación de la Víctima engendrada en su seno, como consecuencia de aquel fiat pronunciado aquí en Nazaret, pidámosle la gracia de que nos tome entre sus manos y que al abrigo de su Corazón de Madre, conforme nuestro sacerdocio al Sacerdocio de su Hijo y nos dé la gracia de perseverar hasta la muerte, proclamando con toda nuestra vida que el Verbo se hizo Carne y habitó entre nosotros. Que así sea.

[1] Cf. Constituciones, 3.

[2] Cf. Directorio de Espiritualidad, 70.

[3] Cf. P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, I Parte, cap. 6.3.

[4] Cf. Lc 1, 26-27.

[5] Cf. Gal 3, 27.

[6] Cf. Pastores dabo vobis, 12c.

[7] Constituciones, 5.

[8] Esas mismas palabras son repetidas en la fórmula de profesión religiosa. Constituciones, 254; 257.

[9] Directorio de Espiritualidad, 227.

[10] Ibidem.

[11] Cf. Presbyterorum Ordinis, 12.

[12] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, II Parte, cap. 3, 2.

[13] Those Mysterious Priests, cap. 7. [Traducido del inglés]

[14] Constituciones, 207.

[15] Lc 1, 48.

[16] Flp 2, 7.

[17] Cf. Directorio de Espiritualidad, 19.

[18] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para Siempre, I Parte, cap. 6. 2.

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