La importancia de la vida de oración en un religioso del IVE

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“La importancia insustituible de la vida de oración”
Cf. Constituciones, 40

El Directorio de Espiritualidad, citando a San Juan de la Cruz dice: “Adviertan pues aquí los que son activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios si gastasen siquiera la mitad del tiempo en estarse con Dios en oración”[1].

La importancia capital de la oración en la vida religiosa, sacerdotal y misionera de los miembros del Instituto del Verbo Encarnado se desprende no sólo del fin universal para el que Dios nos ha convocado −a saber, “buscar la gloria de Dios y la salvación de las almas”[2]− sino también de su fin específico que es el de “inculturar el Evangelio”[3]. Pero más destacable aun, la importancia insustituible de la vida de oración[4] se sigue de nuestra espiritualidad centrada en el misterio de la Encarnación y dentro de la cual se enmarca nuestra vida consagrada; así como también de “nuestro modo peculiar de imitar al Dios Encarnado a partir del misterio de la Transfiguración”[5]; ya que ambos misterios −la Encarnación y la Transfiguración− fueron acontecimientos de oración.

Por lo tanto, no se puede ser religioso, sacerdote o monje del Verbo Encarnado y no ser hombre de oración que busque la “familiaridad con el Verbo hecho carne”[6] a quien pretende imitar. Eso es más importante que cualquier otro servicio que podamos prestar a la Iglesia. Y en este sentido el Concilio Vaticano II dijo que los religiosos deberían “buscar ante todo y únicamente a Dios” y “juntar contemplación con el amor apostólico”[7]. El derecho propio añade, además, una connotación derivada de la exigencia propia del estado religioso al mencionar “la urgencia de la oración y contemplación incesantes, y la conciencia de la necesidad de las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu”[8].

En efecto, dada la índole misionera de nuestro Instituto debemos admitir que el anuncio del Evangelio supone que se obtiene fuerza, valentía y esperanza con la vida de oración, pues es especialmente en la oración donde Dios comunica numerosas gracias espirituales, que no solo sirven de alimento espiritual para el misionero, sino que, a su vez, recibe allí lo que luego transmitirá a las almas.

Por eso, decía el gran formador de misioneros que fue el Beato Paolo Manna: “El Misionero que quiere vivir y mantenerse a la altura de su vocación, debe nutrirse constantemente de este espíritu de fe, iluminándose y enfervorizándose con la meditación […] Debe recibir de Dios, del cual es instrumento, mediante la continua oración, la gracia que necesita para su ministerio, y sin la cual no puede nada con respecto a la eterna salvación de su alma y la de aquellos que él fue a evangelizar”[9].

A propósito de esto, la vida de oración en nuestro Instituto comporta cuatro ‘dimensiones’, a saber: personal y comunitaria, litúrgica y privada, y constituye un elemento fundamental de exigencia primaria en nuestra formación espiritual.

1. Oración Privada

Sucintamente el derecho propio vierte la siguiente máxima: “El misionero ha de ser un ‘contemplativo en acción’”[10].

Pues, “en hacer bien nuestras obras está nuestro comercio espiritual y en hacerlas según la regla, nuestra santidad. La perfección consiste en hacerlas con espíritu de oración[11], decía San Pedro Julián Eymard a los suyos. Es decir, “no alcanza con tener formas de oración (tiempos, modos, ejercicios piadosos determinados…) sino que se trata de alcanzar una actitud orante (como un desfondarse el alma en Dios)”[12]. Lograr esta actitud orante es fundamental para que el religioso del Verbo Encarnado −ya sea seminarista, hermano, sacerdote o monje− vaya alcanzando la santidad[13].

La oración debe permear todos nuestros actos. Así lo señalaba el Místico Doctor a un religioso: “procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón, que es cosa muy necesaria para la soledad interior”[14].

De aquí que, desde el ingreso a la vida religiosa nuestros candidatos son animados a “conocer y experimentar el sentido auténtico de la oración cristiana, como un encuentro vivo y personal con el Padre por medio del Hijo Unigénito bajo la acción del Espíritu”[15]. Es allí donde los seminaristas y novicios del Instituto aprenden a familiarizarse con su Persona y proyecto de salvación para hacerlo su ideal de vida y la inspiración de todo su jovial entusiasmo[16]. Ahora bien, para este encuentro vivo y personal con Dios Uno y Trino, en Jesucristo es necesario el silencio como atmósfera espiritual indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar por ella[17].

“Otro medio indispensable para adquirir el espíritu de oración es cuidar ‘diligentemente (de) los ejercicios de piedad recomendados por santa costumbre de la Iglesia’[18], prestando atención a que ‘la formación espiritual no se ponga sólo en ello, ni cultive solamente el afecto religioso’[19][20].

Entre los numerosos ejercicios de piedad que nos provee la Santa Madre Iglesia, nuestra regla prescribe (aunque sin restringirse a sólo estos): “el rezo diario del Santo Rosario y del Ángelus, el Vía Crucis, el uso del escapulario, etc.”[21]. E intrínsecamente ligado a nuestra espiritualidad y misión se halla la presencia querida de la Virgen que fluye sobre todo el ámbito de nuestra vida espiritual y, a decir verdad, sobre toda nuestra vida: ya en la celebración de la Misa, ya en el canto a la Virgen al final de los eventos o de la eutrapelia, ya en las misiones, etc. 

Todas las prácticas de devoción arriba mencionadas “tienen su sentido en cuanto ordenadas a tener una sólida vida espiritual; es decir, [a que los miembros] vivan ‘según el modelo del Evangelio’, estén fundamentados en la práctica de las virtudes teologales, ‘en la fe, en la esperanza y en la caridad’, adquirieran ‘el espíritu de oración’, y puedan así ‘robustecer y defender su vocación, obtener la solidez de las demás virtudes y crecer en el celo de ganar a todos los hombres para Cristo’[22][23].

2. Oración Personal

Desde los inicios ha sido práctica de la disciplina del Instituto “la exposición y adoración del Santísimo Sacramento durante una hora diaria”[24], ya que “un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica”[25].

El gran promotor de la adoración eucarística −especialmente entre sus hermanos sacerdotes− que fue el Ven. Arz. Fulton Sheen insistía en que debía ser “una hora” (remarcando con ello que no había que recortarla): “la hora santa está fundamentada en Cristo y en la Escritura” […] “¿Por qué una hora? Porque nuestro Señor lo pidió así. Y nuestro Señor hizo pocos pedidos durante su vida”[26]. Y agregaba que la adoración eucarística debía hacerse cada día: porque nuestras cruces son diarias, no una vez a la semana; porque los niños, los enfermos, las misiones, las familias, los agonizantes, necesitan de nuestra intercesión cada día[27]; porque el enemigo no descansa[28]. Más aun, decía el venerable arzobispo que la fidelidad en mantener la hora de adoración con perseverancia y fidelidad a lo largo de la vida sacerdotal es un signo de que el sacerdote es verdadera víctima.

A los miembros del Instituto, por nuestra vocación específica, además de la hora diaria de adoración, se nos pide: “la asidua y prolongada adoración de la Eucaristía”[29], “así como la adoración perpetua en cada Provincia y distributivamente en cada casa, puesto que adorar al Santísimo Sacramento es ‘el acto más excelente […] es el acto más justo’”[30]

Tal exigencia se sigue de lo que nuestras Constituciones declaran en sus primeras líneas diciendo que es nuestra intención “dar el ‘testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas’[31][32]. Pues, solo daremos este testimonio de las bienaventuranzas evangélicas si nos adentramos en la contemplación de la palabra, en la intimidad con Cristo y en la vida comunitaria como servicio y donación. El trato íntimo con Cristo es para todo cristiano y más aun para nosotros, como el aire que respiramos para mantenernos vivos. Negarse al aire es morir. Olvidar la oración, dejarse arrastrar por la rutina que enfría el afecto de la cercanía de Dios, es también morir[33]

Aludimos ahora tres razones ‘adicionales’ a las ya conocidas para no dejar de hacer la hora de adoración que menciona el Venerable Fulton Sheen:

▪ La hora de adoración combate el cansancio sacerdotal

Debemos admitir, afirmaba el arzobispo norteamericano, que “como en un matrimonio, después de algunos años en el sacerdocio se pierde la sensibilidad del amor. Por lo cual debemos prestar mayor atención a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos, como dice la Carta a los Hebreos[34]. Nuestras almas se pierden no sólo porque hacemos cosas malas, sino también porque somos negligentes en hacer cosas buenas: enterramos el talento, no caminamos la milla extra, pasamos de largo ante el samaritano herido. Cuán a menudo en el evangelio la condenación se sigue precisamente del no hacer: no me disteis de comer, no me disteis de beber, no me acogisteis, no me visitasteis…”[35]. Por eso, él proponía la hora de adoración como medio para combatir el cansancio sacerdotal.

Cuántas veces hemos sido testigos de esto mismo: contemplando a Cristo en la Eucaristía, como Modelo y como Fuerza, cuántos de nuestros misioneros en lugares apartados en los que difícilmente llega el consuelo fraternal, experimentando el cansancio propio de la entrega incondicional a la misión, mantienen inalterada la robustez y frescura de su entrega, dispuestos a dar aun más.

Nosotros tenemos el enorme privilegio de tener en nuestras casas la Divina Presencia de nuestro Señor, y por tanto una responsabilidad mayor de adorarlo y de hacerle compañía. Sin embargo, a menudo se argumentan dos razones principales para excusarse de la negligencia en hacer la adoración, a saber: la falta de tiempo y la falta de fuerza de voluntad (para sobreponerse a la pereza o el cansancio).

“Decimos que no tenemos tiempo. ¿Cuántas horas gastamos en cosas que nos dispersan? Las excusas que a veces ponemos son tan tontas como las que en el evangelio le dieron a ese rey para no asistir al banquete: compré un campo y tengo que ir a verlo (imagínense, lo compró sin verlo); compré cinco bueyes y estoy en camino a ‘probarlos’; me acabo de casar …y entonces ¿por qué no traes a tu esposa también? Y así argumentamos que no tenemos tiempo…”[36].

En respuesta a esa primera ‘excusa’ para no hacer la hora de adoración el Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa hablándoles a los sacerdotes una vez les decía: “El incremento del trabajo en la viña del Señor, precisamente cuando va disminuyendo el número de los operarios, puede hacernos olvidar que ante todo hemos sido llamados a estar con el Señor, escuchar su palabra, contemplar su rostro. La dimensión contemplativa es inseparable de la misión, porque, según la célebre definición de Santo Tomás, tomada también por el Concilio, la misión esencialmente es ‘contemplata aliis tradere’, transmitir a los otros lo que nosotros antes hemos largamente contemplado.

De ahí la exigencia de largos espacios de oración, de concentración, de adoración […] Como consagrados no sólo debemos rezar, debemos ser una oración viva. Se podría decir también, debemos rezar aparentemente no rezando. Debemos rezar no teniendo aparentemente tiempo para rezar, pero debemos rezar. Es otra paradoja. Humanamente, esto es algo imposible. ¿Cómo rezar no rezando? Pero San Pablo nos dice: el espíritu ora en nosotros, entonces la cosa resulta algo distinta”[37].

“La segunda verdadera razón para no hacer la adoración es nuestra debilidad en la voluntad.

Vivimos en una época donde nuestra voluntad colapsa bajo la emoción, no tenemos determinación. Cuántos han abandonado la autodisciplina que es la condición para nuestra victimización sacerdotal. Nos volvemos como los niños: que no pase más de un segundo entre nuestros reclamos y su satisfacción.

¿Cómo nos sobreponemos ante la excusa de la apatía? Tomando el control de un segmento de tiempo, de una hora, y redimiéndolo. Es para nuestro Señor, es para la Iglesia, es para el mundo, no para mí. Debemos matar la acedia desplazándola con un nuevo amor. No podemos expulsar nuestros vicios de repente, pero sí podemos cercarlos al profundizar nuestro amor a Cristo”[38].

▪ La hora de adoración es un signo de nuestra victimización en la obra de la redención

Porque nos incorpora a la obra intercesora de Cristo. Estamos ligados a la humanidad, a las naciones, a las misiones, a nuestra patria, a nuestra diócesis, a nuestra parroquia, a nuestro Instituto, a nuestros amigos y a nuestros enemigos. Nuestro sacerdocio-víctima nos compromete a interceder por ellos y por su salvación. La agonía de Cristo continúa en los matrimonios que atraviesan dificultades, en los jóvenes que han perdido su pureza, en los religiosos que están tentados, en los niños de padres adictos, en los ancianos abandonados, en las defecciones… La hora de adoración al Santísimo nos permite practicar un acto de caridad eximio, ya que “adoramos a nuestro Dios y Señor con toda la mente, todo el corazón, toda el alma y con todas las fuerzas y adorándolo practicamos también la caridad perfecta para con el prójimo, orando por él e implorando en su favor las gracias y misericordias del Salvador”[39].

Por eso otra motivación para la hora de adoración es también el de la reparación. Lo dice explícitamente el derecho propio: nosotros “adoramos a Jesucristo por aquellos que no le adoran, le abandonan, le olvidan, le menosprecian y le ofenden”[40].

“Ser sacerdote”, decía Juan Pablo II, “significa ser mediador entre Dios y los hombres, en el Mediador por excelencia que es Cristo. Jesús pudo llevar a cabo su misión gracias a su unión total con el Padre porque era uno con Él […] Para poder continuar eficazmente la misión de Cristo, el sacerdote debe también él, de algún modo, haber llegado ya a donde quiere conducir a los otros: a ello llega a través de la contemplación asidua del misterio de Dios, nutrido por el estudio de la Escritura […] La fidelidad a los momentos y a los medios de oración personal, contribuyen a santificar al sacerdote y a conducirle a una experiencia de la presencia misteriosa y fascinante del Dios vivo, permitiéndole actuar poderosamente sobre el medio humano que le rodea”[41].

▪ Por último, la hora de adoración es necesaria como forma de oración auténtica

Nadie desconoce que nuestro mundo es increíblemente veloz. A eso hay que sumarle el ruido que ahoga la voz de la conciencia. Vivimos en un mundo donde la actividad mata el conocimiento de uno mismo y de Dios que trae la contemplación. Y precisamente por eso, hoy más que nunca, “el sacerdote y el religioso deben vivir en intimidad con su Maestro y esforzarse por llegar a ser santos como pide la regla, para estar disponible a las intuiciones del Espíritu Santo y responder mejor a las llamadas del mundo. La vida de oración –advierte San Juan Pablo II – no aleja de los hombres; por el contrario, ayuda a percibir más profundamente sus necesidades fundamentales, que únicamente Cristo puede revelarnos”[42]. Es cierto “que no es fácil, sobre todo hoy que el ritmo de vida se ha vuelto frenético y las ocupaciones absorben en tan gran medida. Pero debemos convencernos –seguía el Papa– de que en el momento de oración es precisamente cuando resulta más fuerte la unidad del sacerdote con los propios fieles, el momento en que está ‘más presente’ y resulta más eficaz su ministerio”[43].

No debemos olvidar lo que a propósito de esto nos advierten las Constituciones: “Para nosotros el trabajo pastoral es cruz, no motivo de escapismo; por eso nunca hay que caer en el estéril activismo: ‘la actividad para el Señor no debe hacer olvidar a Aquél que es el Señor de la actividad’”[44]. Es más, y esto quisiéramos subrayarlo, el nivel de rendimiento pastoral y apostólico estará siempre en proporción con la medida de nuestra fidelidad a Cristo según los compromisos asumidos en nuestra profesión de votos, fidelidad que se asienta en la unión con Dios mediante la oración y los sacramentos para mantener la vida de la gracia. Si no hubiese perfecto equilibrio entre nuestra vida con Dios y las actividades desarrolladas al servicio de los demás, estaría comprometida no sólo la obra de la evangelización sino también nuestra condición personal de evangelizados. La oración es el alma de nuestro trabajo por el Reino. 

“El sacerdote debe ser un hambriento insaciable de Dios”[45]. Porque “el sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios…”[46]. Las personas que nos han sido confiadas buscan la solidez de la doctrina de la fe, valores absolutos y ese Absoluto es Dios. Por eso debemos responder a esta solicitud hablando de Él, comunicándolo a Él y a Él solo. Esa es la grandeza de nuestra misión, y para realizarla cumplidamente es necesario que alimentemos esa fe y la reforcemos cada día en la oración. San Juan Pablo II decía que los sacerdotes deben ser los “profesionales de la fe” y que para ello es necesaria la oración asidua viviendo nuestras jornadas a un ritmo de oración.

En este sentido, “el recogimiento es absolutamente necesario para poder sacar provecho de lo que se hace; de lo contrario, nos quedan esas especies de oasis [de actos intermitentes] que son las prácticas espirituales, pero fuera de ellas, todo es árido. Cuando, después, no podemos tener la mente fija en Dios, basta referir nuestras acciones a él y todo se convierte en oración. En esto consiste el espíritu de oración, que ayuda mucho a la vida interior. Un misionero debe ser capaz de mantener el recogimiento en cualquier lugar; saber pasar del estudio o del trabajo a la oración; permanecer unidos a Dios con una elevación permanente del corazón, o al menos frecuente; en fin, trabajar con mucho empeño y, al mismo tiempo, rezar. Si no tienen este espíritu, no serán nunca buenos misioneros. Podrán creer que lo son, pero en realidad, no lo son. ¡Felices ustedes si tratan siempre de avanzar en la vida interior, con el espíritu de recogimiento y oración!”[47], decía el Beato Allamano.

Benedicto XV escribía en la encíclica Humani generis redemptionem: “La salvación de las almas no se consigue con muchas palabras, ni con doctas disquisiciones, ni con fervorosas peroratas. Y si un predicador fundamenta su predicación en estos medios, no es más que un bronce que suena o címbalo que retiñe[48]. Lo que realmente hace a la palabra humana capaz de ayudar a las almas es la gracia de Dios”[49]. Y la gracia de Dios se obtiene con la oración y con una vida conforme a sus supremas directrices.

Por otra parte, ninguno de nuestros miembros debería ignorar que, así como la vida de oración tiene una importancia insustituible, así también hay una gran “necesidad de las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu”[50]. Cuando el alma pasa por la “cura de la noche” no debe por eso dejar la oración, muy por el contrario, debe permanecer en paciencia y perseverar en ella. Pues, como dice San Juan de la Cruz, “muy insipiente sería el que, faltándole la suavidad y deleite espiritual, pensase que por eso le falta Dios, y, cuando le tuviese, se gozase y deleitase, pensando que por eso tenía a Dios. Y más insipiente sería si anduviese a buscar esta suavidad en Dios y se gozase y detuviese en ella”[51]

3. Oración comunitaria

Complementariamente a la oración personal y privada se halla la oración comunitaria.

“Las palabras del Señor, orad siempre sin desfallecer[52], valen tanto para la oración personal como para la comunitaria[53]. Una y otra exigen fidelidad y perseverancia. Ambas son medios sobrenaturales que ayudan al crecimiento de la vida comunitaria y ayudarán, ciertamente, a superar de forma creativa y prudente las dificultades propias de algunas comunidades, como la diversidad de tareas y, por tanto, de horarios, la sobrecarga absorbente de trabajo y las diversas formas de cansancio”[54].

En nuestro Instituto forman parte de la oración comunitaria, además de la Misa diaria, la adoración al Santísimo Sacramento y el rezo de la Liturgia de las Horas, la liturgia penitencial semanal y el sacramento de la reconciliación[55] siempre que sea posible y las necesidades pastorales lo permitan.

“La oración en común es la respuesta y la base de toda vida comunitaria. Ella parte de la contemplación del misterio de Dios, grande y sublime, de la admiración de su presencia, operante en los momentos más significativos de nuestras familias religiosas, así como en la humilde realidad cotidiana de nuestras comunidades. La comunidad religiosa, como una respuesta a la invitación apremiante del Señor velad y orad[56], debe ser vigilante y tomar el tiempo necesario para cuidar la calidad de su vida. A veces la jornada de los religiosos que ‘no tienen tiempo’, corre el riesgo de ser demasiado afanosa y ansiosa, y por lo mismo puede terminar por cansar y agotar”[57].

4. Oración litúrgica

“Valiosísima a este respecto es la oración litúrgica. En nadie puede debilitarse la convicción de que la comunidad se construye a partir de la Liturgia, sobre todo de la celebración de la Eucaristía, de los otros sacramentos y del rezo común de la Liturgia de las Horas”[58].

En este sentido, se pide a los sacerdotes de nuestra Familia Religiosa que celebren diariamente la Santa Misa y, salvo compromisos pastorales, traten de concelebrar con la mayor frecuencia posible. Asimismo, se ha de buscar un momento del día para hacer la adoración eucarística comunitaria[59]. Y, en tercer lugar, “hay que dar, también, toda la importancia que tiene el rezo piadoso y devoto de la Liturgia de las Horas […] Ordinariamente récense en comunidad las horas mayores del Oficio”[60], establece el derecho propio.

▪ Acerca de la Liturgia de las Horas

Respecto del rezo del Breviario, es importante destacar lo del “rezo piadoso y devoto” arriba mencionado. Es decir, en ningún momento debe ser apresurado o inconsciente, como el que en vez de leer ‘escanea’ la página y no va pensando en lo que dice. Debe ser un momento de verdadera oración, de pedirle a Dios, de alabarlo con las mismas palabras que Él quiere que le pidamos y que lo alabemos. ¡Son palabras del Espíritu Santo! De modo tal, que junto con la adoración eucarística, el rezo de la Liturgia de las Horas ayude a cultivar y a mantener durante todo el día el espíritu de oración del que hablábamos al principio. El rezo del Breviario debe ser verdaderamente “fuente de piedad y alimento para la oración personal”[61].

Mons. Fulton Sheen, no obstante, con gran realismo escribe en su autobiografía: “Pocos sacerdotes gustan de la oración vocal. Es un hecho. Esto no es porque los sacerdotes no sean rezadores. Sino porque sus oraciones son suspiros, aspiraciones e inspiraciones. […] Tienen pocas peticiones. Es raro que hagan una novena por algo que necesiten; le piden a la gente que las haga. […] Y pocos quieren admitir que están aburridos de algo que supuestamente les tiene que gustar. El Breviario pertenece a esa categoría. Se espera que los sacerdotes deliren de amor por el Breviario, pero muchos de nosotros somos como esas personas que por aparentar van a una ópera pero ni la disfrutan ni la entienden. […] A lo mejor el Breviario se suponía que tenía que ser difícil para cualquier sacerdote promedio. ¿Acaso no puede ser como la lucha entre Jacob y Dios? Si lo vemos desde este punto de vista, puede ser que siga siendo una lucha, pero entraría dentro de la categoría de intercesión prolongada e incesante. Porque lo estaríamos rezando como nuestro Señor rezó en el Huerto de los Olivos, como el amigo que seguía golpeando la puerta en la noche pidiendo un pedazo de pan, como la viuda que no cesaba en sus ruegos delante del juez. Importunar no es relajarse soñando, sino un trabajo sostenido”[62].

“La Liturgia de las Horas es santificación de la jornada” dice el Laudis Canticum de San Pablo VI. Por eso es importante que antes o después de la Misa eso sea lo primero que hagamos, que lo aseguremos.

El Beato José Allamano, por su parte, les decía a los suyos: “Observemos las indicaciones de la Iglesia con respecto al tiempo para la oración de la Liturgia de las Horas. Tener mucho trabajo no nos debe llevar a postergarla. Rezada con tiempo es un dulce peso. Con respecto al lugar, si es posible, récenla en el templo, que es la casa destinada a la oración. La Liturgia de las Horas es la oración más excelente, después de la Misa. ¡Que alabar a Dios sea una de nuestras principales ocupaciones, como lo será por toda la eternidad!”[63].

Debemos añadir además que “la Liturgia de las Horas, como las demás acciones litúrgicas, no es una acción privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta e influye en él”[64]. De modo tal, que cada vez que tomamos el Breviario para rezar tomamos a los millones de no creyentes que hay en este mundo, a las iglesias perseguidas, a las misiones más distantes, a los miles de católicos en el mundo que no tienen un sacerdote regularmente en sus lugares, a los miles de sacerdotes que en el mundo tienen que realizar su ministerio de manera encubierta, etc., convirtiéndose nuestra oración en una obra misionera.

Mons. Fulton Sheen nos ofrece incluso algunas recomendaciones prácticas para el rezo del Breviario[65]:

  1. Rezarlo en la medida de lo posible delante del Santísimo Sacramento. Práctica que además nos permite ganar las indulgencias correspondientes.
  2. Advertir que la mayoría de los salmos nos confrontan con dos personajes: el Sufriente y el Rey. Eso nos ayuda a interpretar mejor los salmos.
  3. Recurrir al Espíritu Santo durante la recitación del Breviario. No necesariamente con una oración formal, sino como un gesto de pedido de ayuda para hacerlo bien, entendiendo, pausadamente.
  4. Ofrecer ciertas Horas de la Liturgia por ciertas intenciones.

Digamos por fin, que el Breviario no es un yugo y una carga, antes bien es una obligación, pero una obligación de amor. Si el sacerdote es egoísta, el rezo de la Liturgia se vuelve sólo una obligación; si el sacerdote es una persona consciente de que es la oración de la Iglesia, esa obligación trae amor contenida en ella; si el sacerdote es víctima, el amor hace de esa obligación un ardor tal, que no siente obligación alguna.

▪ Acerca de la Santa Misa

Uno de los grandes amores de todo miembro del Instituto es la Eucaristía[66]. Conforme a esto, leemos en nuestras Constituciones: Lo principal, lo más importante que debemos hacer cada día, es participar del Santo Sacrificio de la Misa[67]. “Hemos de caracterizarnos por la importancia que se le debe dar a la celebración de la Santa Misa, así como por el modo reverente de celebrarla”[68], se lee en una de las actas del Capítulo General del 2007 que apunta esto mismo como elemento adjunto al carisma no negociable.

Por eso nunca se insistirá lo suficiente sobre el hecho de que a nosotros nos compete “ser maestros del ars celebrandi, y a nuestros seminaristas mayores, nuestros hermanos, etc., el esforzarse por su parte, en vivir del modo más perfecto el ars participandi[69].

“Hay que tener en cuenta que la celebración de la Misa es un termómetro de la vida sacerdotal”[70]. A tal punto que se puede decir, que “un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística; su Misa sobre todo. Misa sin amor, sacerdote estéril: Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas. Devoción eucarística descuidada y sin amor, sacerdocio flojo, más aun, en peligro”[71].

La Eucaristía, recordaba San Leonardo Murialdo, no es un rito que se ha de realizar sino un misterio que hay que vivir[72].

Y si este es un misterio que se ha de vivir, entonces no debemos olvidar que nuestro “estilo de celebraciones litúrgicas como parte de nuestro carisma [consiste en] celebraciones en las que se encarne el Verbo y en las que aparezca –sacramentalmente– Encarnado, en las que se resalte siempre la principal presencia y acción del Sacerdote principal[73], en las que se perciba que la esencial actitud del sacerdote secundario es la actitud orante –propia del que se sabe mero instrumento, e instrumento deficiente, subordinado a la causa principal y sujeto a sus fines–, en las que todos los elementos visibles coadyuven al conocimiento esplendoroso de lo Invisible”[74].

Concretamente: “nuestras celebraciones litúrgicas deben ser modélicas: ‘por los ritos, por el tono espiritual y pastoral, y por la fidelidad debida tanto a las prescripciones y a los textos de los libros litúrgicos, cuanto a las normas emanadas de la Santa Sede y de las Conferencias Episcopales’”[75].

 

* * * * *

En fin, rezar es necesario para vivir bien. Quien reza, responde a la vocación y es fiel a la misma. Nunca un sacerdote del Verbo Encarnado podrá ser “otro Cristo” para los hombres, si antes no es “hombre de Dios”.

Por eso, debemos sentir como personalmente dirigida a nosotros la exhortación del Padre Espiritual de nuestra Familia Religiosa que decía: “¡Aprended a orar! …de modo que os convirtáis en ‘maestros’ de oración y podáis además enseñar a orar a aquellos que os están encomendados!”[76]. Ya que siendo contemplativos del Verbo Encarnado sacaremos fuerzas del misterio que contemplamos para prolongar generosamente “la Encarnación en toda la realidad”[77].

Por ende, todos los miembros del Instituto debemos no sólo respetar los tiempos de oración prescriptos, sino además saber encontrar tiempo para estar a solas con Dios, oyendo lo que Él tiene que decirnos en silencio. Pues la oración nos permite en cierto modo ponernos en las dimensiones de Dios, insertándonos de forma humilde pero valiente en el corazón mismo de Dios del cual debemos “no querer salir de allí”[78]. Hay que ser almas de oración, almas de Eucaristía[79].

Donde sea que realicemos nuestra misión, nuestra misión espiritual es en todos lados la misma: iluminar con la “luz resplandeciente que nace de lo alto” a todos los que “viven en tinieblas y en sombra de muerte”[80]. Esta es en verdad nuestra misión, ya sea que seamos sacerdotes en una parroquia en una de las grandes ciudades o atendamos una pequeña comunidad campesina; bien sea que realicemos nuestra actividad como párrocos, capellanes, maestros, asistiendo en un hogar o hayamos sido relegados por razones de salud. “Rezar es reconocer que Cristo ha resucitado y merece dedicación incondicional”[81].

En otras palabras: “¡Cuidad la vida de oración y de bondad para ser ministros ejemplares y portadores de alegría y serenidad para todos! ¡Cultivad la intimidad con Cristo, mediante una sincera y profunda vida interior, recordando siempre que vuestra misión es la de ser testigos de lo sobrenatural y anunciadores de Cristo a los hombres de nuestro tiempo, los cuales se dan cuenta cada vez más, aun cuando las apariencias puedan a veces hacer pensar lo contrario, de la llamada y necesidad de Dios”[82].

No olvidemos que es preciso amar la oración para ser apóstoles celosos del reino de Dios. […] Es preciso encontrar el tiempo para orar ‘bien’, puesto que del corazón sumergido en Dios brota la energía espiritual para un apostolado eficaz[83].

Concluimos parafraseando al Místico de Fontiveros que en una carta a una de sus dirigidas escribió: “No se asga el alma, que, como no falte oración, Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño, ni lo ha de ser”[84].

 


[1] Cántico Espiritual, XXIX, 3. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 220.

[2] Constituciones, 4.

[3] Constituciones, 5.

[4] Cf. Constituciones, 40.

[5] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 225.

[6] Constituciones, 231.

[7] Perfectae Caritatis, 5.

[8] Cf. Directorio de Espiritualidad, 22

[9] Virtudes Apostólicas, cap. IV, Carta circular N.º 6, 15 de septiembre de 1926.

[10] Directorio de Misiones Ad Gentes, 168; op. cit. Redemptoris Missio, 91.

[11] Obras Eucarísticas, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación del santísimo Sacramento.

[12] Cf. Directorio de Vida Contemplativa, Apéndice, 1.

[13] Cf. Directorio de Vida Contemplativa, Apéndice, 2.

[14] Avisos a un religioso, 9.

[15] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 209; op. cit. Pastores Dabo Vobis, 47.

[16] Cf. San Juan Pablo II, Al clero, religiosos, religiosas y laicos en Lima, Perú (01/02/1985).

[17] Directorio de Seminarios Mayores, 210; op. cit. cf. 1 Re 19, 11ss.

[18] Optatam Totius, 8.

[19] Ibidem.

[20] Directorio de Seminarios Mayores, 211.

[21] Constituciones, 136.

[22] Ibidem.

[23] Cf. Directorio de Seminarios Mayores, 211.

[24] Constituciones, 139.

[25] Constituciones, 22; op. cit. San Juan Pablo II, Discurso a los Superiores Generales de Órdenes y Congregaciones religiosas (24/11/1978), 4.

[26] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 12. [Traducido del inglés]

[27] Cf. The Priest Is Not His Own, cap. 15. [Traducido del inglés]

[28] Cf. Those Mysterious Priests, cap. 12.  [Traducido del inglés]

[29] Directorio de Vida Consagrada, 226.

[30] Cf. Constituciones, 139; op. cit. San Pedro Julián Eymard, Obras eucarísticas, ed. Eucaristía, 1963, 763-764.

[31] Lumen Gentium, 31.

[32] Constituciones, 1.

[33] Cf. San Juan Pablo II, A las consagradas en Lima, Perú (15/05/1988).

[34] Heb 2, 1.

[35] Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 12; op. cit. Mt 25, 42-46. [Traducido del inglés]

[36] Ibidem.

[37] A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Reggio Emilia, Italia (06/06/1988).

[38] Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 12. [Traducido del inglés]

[39] Constituciones, 139.

[40] Ibidem; op. cit. San Pedro Julián Eymard, Obras eucarísticas, ed. Eucaristía, 1963, 763-764.

[41] A los sacerdotes y religiosos en Kinshasa, Zaire (04/05/1980).

[42] A los misioneros oblatos de María Inmaculada (24/09/1998).

[43] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Bari, Italia (26/02/1984).

[44] Constituciones, 156; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución en Roma a la Unión internacional de Superiores generales (22/05/1986).

[45] Constituciones, 202.

[46] Constituciones, 203; cf. Pastores Dabo Vobis, 47.

[47] Beato Giuseppe Allamano, Así los quiero yo, cap. 10, 181.

[48] 1 Co 13, 1.

[49] Benedicto XV, encíclica Humani generis redemptionem, n. 7.

[50] Constituciones, 40.

[51] Epistolario, Carta 13, A un religioso carmelita descalzo, 14 de abril de 1589.

[52] Lc 18, 1.

[53] Cf. Congregación para los Institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, La vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor, 17.

[54] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 55.

[55] Ibidem.

[56] Lc 21, 36.

[57] Directorio de Vida Fraterna, 51.

[58] Directorio de Vida Fraterna, 52.

[59] Directorio de Vida Fraterna, 53.

[60] Directorio de Vida Litúrgica, 86-87.

[61] Laudis Canticum, 3.

[62] Cf. The Priest Is Not His Own, cap. 8. [Traducido del inglés]

[63] Así los quiero yo, cap. 10, 178.

[64] Principios y normas generales de la Liturgia de las Horas, 20 y 24.

[65] Cf. The Priest Is Not His Own, cap. 8. [Traducido del inglés]

[66] Cf. Directorio de Espiritualidad, 300.

[67] Constituciones, 137.

[68] Notas del V Capítulo General, 13.

[69] Cf. P. C. Buela, IVE, Ars Participandi, cap. 1.

[70] Directorio de Vida Consagrada, 200.

[71] San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Téramo, Italia (30/06/1985).

[72] Citado por San Juan Pablo II, Carta al Superior General de la Congregación de San José, con ocasión del centenario de la muerte de San Leonardo Murialdo (28/03/2000).

[73] San Juan Pablo II, Vigesimus Quintus Annus, 10: “nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por obra del Espíritu”. Directorio de Vida Litúrgica, nota 2.

[74] Directorio de Vida Litúrgica, 2.

[75] Directorio de Vida Litúrgica, 3; op. cit. Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre la formación litúrgica en los Seminarios, 16.

[76] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Mariazell, Austria (13/09/1983).

[77] Directorio de Espiritualidad, 27.

[78] Directorio de Espiritualidad, 75.

[79] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Buenos Aires, Argentina (11/06/1982).

[80] Cf. Benedictus.

[81] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Fano, Italia (12/08/1984).

[82] San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Todi, Italia (22/11/1981).

[83] San Juan Pablo II, Al superior general de la Congregacion de San José, con ocasión de la muerte de San Leonardo Murialdo (28/03/2000).

[84] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28 de enero de 1589.

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