“Abandonados a la Providencia”
Constituciones, 231
Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:
El misterio de la Navidad que estamos prontos a celebrar nos pone de frente al misterio providencial de Dios. Ese Niño que busca un lugar para nacer y es rechazado porque no había sitio para Él en el alojamiento[1]; ese Niño que pasará la mayor parte de su vida en el ocultamiento de la vida simple de una familia de Nazaret; ese Niño es el Verbo Encarnado “pobre en su nacimiento, más pobre en su vida y pobrísimo en la Cruz”[2].
Ese Niño es el mismo Hijo de Dios que un día con inefable dulzura nos enseñó acerca de “aquel Padre lleno de bondad que se ocupa de los pájaros y de las flores del campo[3], y que no abandonará a los que con confianza se entreguen a Él”[4].
Ese Niño es el Emmanuel, Dios-con-nosotros[5] quien “al insertarse en la historia humana nos garantiza que en ella se hallan presentes Dios y su providencia, su amor y su misericordia”[6].
Como todos Ustedes saben nosotros, como religiosos del Instituto del Verbo Encarnado, estamos llamados a vivir “abandonados a la Divina Providencia”[7]. De hecho, todo el derecho propio es una ilustración viva de cómo llevar a la práctica el santo abandono a la Providencia Divina. También es sabido de todos que el tener una “visión providencial sobre la vida”[8] fue señalado como uno de los elementos no negociables adjuntos al carisma en el V Capítulo General y que, por lo tanto, no se trata de un tema subsidiario ni menor, sino que es de gran importancia para nuestra vida religiosa individual, como así también para la vida de nuestro Instituto como un todo.
Por eso me ha parecido conveniente escribirles estas líneas sobre nuestra confianza en la Providencia Divina a la luz del derecho propio, deseando que nos sirvan para profundizar en el magnífico misterio de aquel Niño que aún siendo tan pequeño sostiene en sus manitos el universo entero. Aquel Niño del cual San Pablo dice que todo fue creado por Él y para Él[9].
1. Un modo particular de dar gloria a Dios
Hablar de la Providencia Divina es hablar de Dios mismo, quien “como Padre omnipotente y sabio está presente y actúa en el mundo, en la historia de cada una de sus criaturas, para que cada criatura, y específicamente el hombre, su imagen, pueda realizar su vida como un camino guiado por la verdad y el amor hacia la meta de la vida eterna en Él”[10]. Dicho en otras palabras, hablar de la Providencia Divina es hablar de Dios que camina junto al hombre, como sabiamente decía San Juan Pablo II[11].
Por eso nada es más actual que el hecho de que el Verbo se hizo carne[12] y que Él nos rodea con su amorosa providencia. Porque hablando absolutamente no hay nada más actual que Dios, que no sólo es el Creador de cuanto existe, sino que lo conserva en el ser y, más aún, lo gobierna con su Providencia.
Démonos cuenta de que toda nuestra vida y nuestra vocación misma hallan su origen en los suavísimos designios de la Providencia Divina.
Nuestras Constituciones, desde sus primeras líneas, son un himno que a viva voz declaran nuestra fe firme en ese “Dios que es el Señor y Padre de todas las cosas, principio y fin de todas ellas, [en] su Hijo Jesucristo Nuestro Señor que se encarnó, murió y resucitó para salvar a todos los hombres, [en] el Espíritu Santo que es Señor y dador de vida y que, para gloria de la Trinidad Santísima, mayor manifestación del Verbo Encarnado y honra de la Iglesia fundada por Cristo ‘permanece en la Iglesia Católica gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él’”[13].
Ahora bien, la solidez de nuestra fe en esa enorme verdad acerca de Dios –que con rostro sereno y mano segura guía nuestra historia– se manifiesta especialmente a través de la confianza sin límites en su Providencia. Ya que creer en Dios y creer en su Providencia son actos inseparables[14].
Por eso, el derecho propio nos da esta magistral instrucción: “Un modo particular de dar gloria a Dios es el confiar sin límites en su Providencia, basados en su designio de salvación, que se manifiesta de modo eminentísimo en la Encarnación. Debemos aprender a mirar todo como venido de Aquel que no se olvida ni de un pajarillo… y tiene contados hasta nuestros cabellos[15]. Por eso enseña San Pablo que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman[16]”[17].
Y con paternal atención el Directorio de Espiritualidad nos explica parte por parte lo que esta enseñanza del Apóstol quiere decir:
– “Al decir todas las cosas, no exceptúa nada. Por tanto, aquí entran todos los acontecimientos, prósperos o adversos, lo concerniente al bien del alma, los bienes de fortuna, la reputación, todas las condiciones de la vida humana (familia, estudio, talentos, etc.), todos los estados interiores por los que pasamos (gozos, alegrías, privaciones, sequedades, disgustos, tedios, tentaciones, etc.), hasta las faltas y los mismos pecados. Todo, absolutamente todo”[18].
Con esta confianza filial en Dios Providente, San Isaac Jogues, mártir en América del Norte, le escribía a un compañero: “aunque soy extremadamente miserable y he hecho mal uso de las gracias que nuestro Señor me ha concedido en este país, no pierdo el ánimo. Él se toma el trabajo de ayudarme a ser mejor, y todavía me provee de nuevas oportunidades para morir a mí mismo y unirme a Él inseparablemente. […] Mi esperanza está en Dios, quien realmente no necesita de mis logros para cumplir sus designios. Todo lo que necesitamos hacer es serle fieles y no arruinar su trabajo con nuestras miserias propias”[19].
San Pedro Julián Eymard llega incluso a decir que “los estados espirituales del alma son siempre el objeto de la dirección de la Divina Providencia, ya que constituyen ellos la condición indispensable de la santificación”[20].
También por eso Don Orione le escribe a un sacerdote que sufría por la pérdida de su madre: “no te dejes turbar por el dolor de la vida presente y por estas pruebas y tribulaciones bien penosas, porque tú sabes que nosotros, seguidores de Jesús Crucificado, estamos destinados a esto: a la corona por medio de la cruz, porque está escrito: es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios[21]. La aflicción es momentánea y permitida por Dios para nuestra purificación y elevación a Él: ella nos prepara siempre un mayor e incalculable grado de gloria, y nos hace dirigir el ánimo no a las cosas y personas que se ven, sino a aquellas que no se ven; ya que dice San Pablo: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno[22]”[23].
– “Al decir se disponen para el bien, se entiende que cooperan, contribuyen, suceden, para nuestro bien espiritual. Hay que tener esta visión y no la del carnal o mundano. Hay que ver todo a la luz de los designios amorosos de la Providencia de Dios, que sólo el hombre espiritual descubre: el espiritual lo juzga todo[24]. Debemos creer con firmeza inquebrantable que aun los acontecimientos más adversos y opuestos a nuestra mira natural, son ordenados por Dios para nuestro bien, aunque no comprendamos sus designios e ignoremos el término al que nos quiere llevar”[25].
Es en este sentido que San Juan de la Cruz sabiamente le aconsejaba a una monja que se lamentaba por un suceso adverso: “habiendo su Majestad ordenádolo así, es lo que a todos nos conviene; solo resta aplicar a ello la voluntad, para que, así como es verdad, nos lo parezca; porque las cosas que no dan gusto, por buenas y convenientes que sean, parecen malas y adversas”[26].
En 1848 el Beato John Henry Newman experimentó muchos fracasos e incomprensiones, tiempo durante el cual escribió una reflexión muy hermosa que nos deja entrever esta visión providencial sobre la vida que debemos tener en todo momento, pero especialmente en la adversidad, para no perder nuestro norte. Cito aquí un extracto: “Dios me ha creado para hacerle un servicio determinado. Él me ha encomendado un trabajo que no ha encomendado a otro. Tengo una misión. Quizás nunca lo sepa en esta vida, pero me lo dirán en la otra. De alguna manera soy necesario para sus propósitos, tan necesario en mi lugar como un arcángel en el suyo y, si en verdad fallo, Él puede hacer surgir a otro, como puede hacer de piedras hijos de Abraham. Sin embargo, yo soy parte de esta gran empresa. Soy un eslabón de una cadena, un vínculo de conexión entre personas. Él no me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo. Seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en mi propio lugar, sin pretender otra cosa cuando lo haga más que guardar sus mandamientos y servirle en mi vocación. Por lo tanto, confiaré en Él, donde sea que esté nunca puedo ser desechado. Si estoy en la enfermedad, mi enfermedad puede servirle; si en la perplejidad, mi perplejidad puede servirle. Si estoy en el dolor, mi dolor puede servirle. Mi enfermedad, o perplejidad, o dolor pueden ser las causas necesarias de algún gran fin, que está mucho más allá de nosotros. Dios no hace nada en vano. Puede prolongar mi vida o puede acortarla, Él sabe lo que hace. Puede quitarme a mis amigos y puede arrojarme entre extraños. Puede hacerme sentir desolado, hundir mi espíritu, ocultarme el futuro; aun así, Él sabe lo que hace. […] Oh Emanuel, Oh Sabiduría, me entrego a Ti. Me confío enteramente a Ti. Dígnate cumplir tus altos propósitos en mí cualesquiera sean. Yo nací para servirte, para ser Tuyo, para ser tu instrumento. Déjame ser un instrumento ciego. No te pido ver, no te pido saber, te pido simplemente ser usado”[27].
– Sigue diciendo el derecho propio: “Pero por nuestra parte, hemos de cumplir una condición para que esto suceda así. Por eso añade de los que aman a Dios, es decir, aquellos cuya voluntad está unida y sumisa a la de Dios, que procuran ante todo los intereses y la gloria de Dios, que están dispuestos a sacrificar todo sin reservas, persuadidos de que nada es tan ventajoso como abandonarse en las manos de Dios, en todo lo que a Él le plazca ordenar, como nos dio a entender Jesús: si alguno me sirve, el Padre lo honrará[28]. Sólo Él conoce todo, aun nuestra alma, sentimientos, carácter, los secretos resortes que es preciso mover para llevarnos al cielo, los efectos que tal o cual cosa producirán en nosotros, y tiene a su disposición todos los medios. Si amamos a Dios es imposible que haya algo en el mundo que no concurra y contribuya para nuestro bien”[29].
Por tanto, decía San Francisco de Sales: “Sean firmes en la confianza en la providencia de Dios, la cual, si nos prepara cruces, nos dará valor para soportarlas. […] No se adelanten a los acontecimientos penosos de esta vida; prevénganse con una perfecta esperanza de que, a medida que lleguen, Dios, a quien le pertenecen, los librará de ellos. Él los ha protegido hasta el presente; aférrense bien de la mano de su Providencia y Él los asistirá en toda ocasión y, si no pueden marchar, Él los sostendrá. ¿Que temen, siendo todos de Dios, el cual nos ha asegurado que todo será para bien de los que le aman? No piensen en lo que sucederá mañana, porque el mismo Padre Eterno que hoy tiene cuidado de Ustedes, lo tendrá mañana y siempre: Él no les dará ningún mal, y si se los da, les dará un valor invencible para soportarlo”[30].
Por eso, clara y contundentemente nos indica el derecho propio: “deben ser hombres sobrenaturales”[31]. De modo tal que sepamos elevar el alma a los planes sobrenaturales de Dios[32] tanto en lo individual como en lo que respecta a la vida del Instituto, a la situación de la Iglesia, a nuestra misión en particular, al estado de nuestra alma, etc. Para lo cual hace falta una fe robusta y estable en la Divina Providencia, que jamás falta, como decía San Benito Cottolengo a los suyos. Nos hace falta una “fe viva, firme, intrépida, eminente, heroica; una fe convencida de que Dios no sería Dios si fuésemos capaces de abarcarlo con nuestra inteligencia limitada, si comprendiésemos todos sus juicios y caminos”[33].
San Pedro Julián Eymard daba a los suyos el siguiente aviso, que me parece muy bien podemos aplicar a nosotros mismos –ya sea que estemos en casa de formación o llevemos años en la misión–: “la Providencia Divina combina todos los acontecimientos del tiempo y todas las circunstancias en torno al alma querida, cual si fuera el centro del movimiento celeste y terrestre, para que todo le ayude en la consecución de su fin sobrenatural. […] La Divina Providencia no sólo dispone de las criaturas que nos han de ejercitar en la virtud en el decurso de nuestra vida, sino que también determina, por su gran misericordia para con el alma, el estado del cuerpo, enfermo o sano, y tiene trazado el plan de cada día según el cual debamos glorificarle. […] Los estados naturales del alma están asimismo regulados conforme a las gracias que concederá Dios y a las obras que nos va a exigir”[34].
Como religiosos y como misioneros resulta de gran importancia que esto lo tengamos bien grabado en el alma. Lo vuelvo a decir con otras palabras: persuadámonos de que todo lo que Dios dispone para nosotros es necesaria e invariablemente para nuestro bien y es, en definitiva, lo mejor que nos puede suceder. Tenemos que “arreglar la mente” y saber ver en todas las circunstancias que se orquestan a nuestro alrededor un medio para santificarnos. Santo Tomás, magistralmente, nos da la razón de esto: porque “así como no puede haber nada que no haya sido creado por Dios, así tampoco no puede haber nada que no esté sometido a su gobierno”[35]. Toda la creación es, en manos de Dios, como un instrumento: no hay ningún efecto en el orden creado que pueda escapar de la causalidad de la primera causa universal que es Dios.
Entonces, nada de vanas ilusiones: “para entrar en el reino de los cielos es preciso tener sentimientos grandes, inmensos, universales; pero es necesario saberse contentar con las pequeñas cosas, con la voluntad de Dios tal como se manifiesta en el fugitivo instante presente, con las alegrías cotidianas que ofrece la Providencia; y también es necesario hacer de cada trabajo, aunque oculto y modesto, una obra maestra de amor y perfección”[36].
2. Tentaciones contra la confianza en la Divina Providencia
Naturalmente, el enemigo de nuestra alma buscará alejarnos del abandono confiado en el cuidado providente de nuestro Señor. De hecho, la gran tentación de los misioneros es desconfiar de la Providencia de Dios. Esta tentación puede tomar distintas formas según cómo sea nuestro lado más flaco. Algunos caen en la tentación de pensar que “confiar en la Providencia, es imprudencia”[37], y así se abstienen y se excusan de emprender obras apostólicas simplemente porque temen arredrarse por las dificultades y gastos que se deban realizar[38]. Algunos otros argüirán una “falsa necesidad de seguridades materiales”[39] y abandonarán la Divina Providencia como piedra fundamental de su obra[40], poniéndose no pocas veces en gran riesgo de terminar siendo tributarios del Estado. Puede que haya algunos que “por el árbol de las dificultades pierdan de vista el bosque de las cosas que están bien”[41], y quieran abandonar lo emprendido olvidándose que nuestras Constituciones nos mandan “trabajar en los lugares más difíciles y en las condiciones más adversas”[42]. Puede haber otros que, como decía San Vicente de Paul, “sufren con mucha impaciencia sus aflicciones y molestias, y eso es un gran mal. Otros se dejan andar por muchos deseos de cambiar de lugar, de ir acá o allá, en aquella Casa, en aquella Provincia, con el pretexto de cambiar de aire… Y ¿por qué? Son hombres apegados a sí mismos, espíritus livianos, personas que no quieren sufrir nada, como si las enfermedades corporales fueran males que hay que evitar absolutamente. Huir del estado en el que el Señor nos quiere es huir de la propia felicidad”[43].
Estemos ciertos de esto: “Dios es infinitamente grande, Dios es infinitamente poderoso, y está en todas partes. Y su providencia se manifiesta en el cielo, en la tierra y en todo lugar. No hay lugar sobre la tierra en el cual no obre la Providencia amorosa de Dios: en lo más intrincado de las selvas, en los más inhóspitos desiertos, con un frío glacial o bajo un calor tórrido, en las estepas o en las altas montañas, en los agitados mares o en lagos pacíficos, en las megápolis o en las aldeas primitivísimas, en medio de las guerras y en medio de la paz, donde se carece de todo y donde en todo se sobreabunda, en todas las culturas, en todas las lenguas, en todas las etnias… ¡Dios siempre es Padre! ¡Y Padre infinitamente bueno con todos! ¡Cuánto más con su apóstol misionero!”[44].
Los santos de todos los tiempos así lo entendieron. Si no ¿cómo se explica, por ejemplo, que San Junípero Serra a los 56 años y con la sola experiencia de haber sido profesor de teología se embarcara en una misión que parecía imposible: la de la evangelización de los pueblos en el Nuevo Mundo? Él solo fundó 9 de las 15 misiones que hoy dan nombre a las ciudades en California. Asmático y con una herida llagada en su pierna que le causó molestias los últimos 15 años de su vida, caminó más de 38.000 km, a menudo batallando contra el frío y el hambre. Sin embargo, era capaz de decir: “Siempre adelante, nunca hacia atrás”. ¿Por qué? Simplemente porque confiaba firmemente en Aquel que dijo: Buscad el Reino de Dios y su justicia, que lo demás se os dará por añadidura[45]. Ese es el espíritu confiado que debemos tener también nosotros para saber actuar como Dios quiere que lo hagamos en las circunstancias dispuestas por su Providencia, con la gracia que Él mismo nos concede para ello.
Por eso lo propio de cada miembro del Instituto del Verbo Encarnado es la confianza ilimitada en la Providencia Divina[46]. Nuestra vida misma debe ser un culto a la Divina Providencia[47]. Lo cual no quiere decir adoptar una actitud totalmente pasiva que espera que las soluciones aparezcan de la nada, o los bienes materiales le lluevan, o las almas toquen a la puerta de uno. No tenemos que caer en un falso quietismo que distorsiona nuestra necesaria y libre cooperación con la providencia y con la gracia. No. Como decía San Ignacio de Loyola: “Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros”[48]. Sin ser jamás tributarios, es decir, sin subordinarse indebidamente a los poderes temporales, a las modas culturales, al espíritu del mundo, como si fuesen el fin último en lugar de Dios. Antes bien, lo nuestro es vivir “en plenitud la reyecía y el señorío cristiano y sacerdotal”[49].
Démonos cuenta: ¡El Verbo Encarnado es nuestro! Así, sin exageraciones, ¡es nuestro! Nos lo dice Él mismo por boca del gran doctor de la Iglesia, San Juan de Ávila: “Yo (soy) vuestro Padre por ser Dios, yo vuestro primogénito hermano por ser hombre. Yo vuestra paga y rescate, ¿qué teméis deudas, si vosotros con la penitencia y la Confesión pedís suelta de ellas? Yo vuestra reconciliación, ¿qué teméis ira? Yo el lazo de vuestra amistad, ¿qué teméis enojo de Dios? Yo vuestro defensor, ¿qué teméis contrarios? Yo vuestro amigo, ¿qué teméis que os falte cuanto yo tengo, si vosotros no os apartáis de Mí? Vuestro mi Cuerpo y mi Sangre, ¿qué teméis hambre? Vuestro mi corazón, ¿qué teméis olvido? Vuestra mi divinidad, ¿qué teméis miserias? Y por accesorio, son vuestros mis ángeles para defenderos; vuestros mis santos para rogar por vosotros; vuestra mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa; vuestra la tierra para que en ella me sirváis, vuestro el cielo porque a él vendréis; vuestros los demonios y los infiernos, porque los hollaréis como esclavos y cárcel; vuestra la vida porque con ella ganáis la que nunca se acaba; vuestros los buenos placeres porque a Mí los referís; vuestras las penas porque por mi amor y provecho vuestro las sufrís; vuestras las tentaciones, porque son mérito y causa de vuestra eterna corona; vuestra es la muerte porque os será el más cercano tránsito a la vida. Y todo esto tenéis en Mí y por Mí; porque lo gané no para Mí solo, ni lo quiero gozar yo solo; porque cuando tomé compañía en la carne con vosotros, la tomé en haceros participantes en lo que yo trabajase, ayunase, comiese, sudase y llorase y en mis dolores y muertes, si por vosotros no queda. ¡No sois pobres los que tanta riqueza tenéis, si vosotros con vuestra mala vida no la queréis perder a sabiendas!”[50].
Por tanto, cada uno de nosotros en cada circunstancia particular de la vida y donde quiera que esté, debe alejar de sí toda solicitud indebida y ponerse en manos de la providencia del Padre celestial[51]. Vayamos siempre con plena confianza a Jesucristo en busca de la gracia y de todo lo que necesitemos. Porque “la medida de la Providencia Divina sobre nosotros”, decía San Francisco de Sales, “es la confianza que nosotros tengamos en ella”[52].
3. Dios Padre cuida de nosotros
Noten Ustedes que para mayor aliciente de nuestra esperanza nuestro Señor nos hace comprobar incesantemente su inefable cuidado paternal sobre toda nuestra querida Familia Religiosa con las innumerables bendiciones que deposita en nuestras manos. Lo cual no sólo es muy consolador, sino también una fuente indescriptible de paz, de serenidad, de seguridad y por tanto de gozo y de alegría para nuestras almas. Todas esas bendiciones se eslabonan una a una y a viva voz nos repiten: vivan colgados de la Divina Providencia.
Nuestra historia misma como Familia Religiosa es un canto a la Providencia Divina. Cómo no contemplar asombrados la admirable providencia con que Dios ha suscitado nuestro hermoso carisma justamente en esta época en la cual la negación de la Encarnación es una dolorosa realidad palpable. Incluso la misma fecha en que nacimos como Instituto, el 25 de marzo, día en que San Juan Pablo II consagraba el mundo al Inmaculado Corazón de María, fue ordenada por su Providencia Divina. Fue también por designio amoroso de la Providencia que durante los primeros años no tuvimos muchas fundaciones en Argentina, lo cual nos permitió fundar en muchos otros países que hoy ya suman 41. Fue también dádiva divina que contáramos con una Rama Femenina, con hermanos religiosos, con una Rama Contemplativa (que en esta Navidad celebrará su 30º aniversario de fundación); que la Procura Generalicia se trasladara a Roma; que nos encomendaran una de las 8 Misio sui iuris de la Iglesia en el mundo; que nos encontráramos con Sor Rosa Goglia, la secretaria del P. Cornelio Fabro, y que ella nos legara la custodia y difusión de sus obras. Es innegable además que fue por obra de los insondables designios de Dios que comenzamos tantas de nuestras obras: el Bachillerato Humanista, los Hogarcitos y, a decir verdad, cada una de nuestras misiones, de nuestras Casas de formación, la construcción de iglesias, etc. ¿Y qué decir de la ayuda palpable que nos ha brindado en el sostenimiento de todas ellas? Podríamos seguir con una letanía interminable de acontecimientos, de personas, de circunstancias, en definitiva, de gracias celestiales que nos hacen constatar una y otra vez que Dios es nuestro Padre y que Él cuida de nosotros.
Mas notemos que también las pruebas, las dificultades, los ataques muchas veces sin sentido, las experiencias dolorosas, inexplicables e incluso injustas, cuánto bien han traído a nuestro Instituto, cuántas bendiciones. ¡Qué expansión misionera hemos tenido en tan poco tiempo, la cual sería imposible si no hubiésemos tenido esas pruebas, esas dificultades! ¡imposible! Porque como dice San Agustín: si faltasen males, faltarían muchos bienes[53]. Con toda verdad podemos decir que la Divina Providencia nos colma de los mejores bienes, las gracias más exquisitas, especialmente cuando nos encontramos en medio de las cruces, como lo hemos experimentado tantísimas veces.
Cómo no ver la paternal condescendencia de Dios, que en todas estas situaciones nos dice que lo que es de Dios no puede ser destruido por ningún hombre ni por todos los hombres juntos. Y apacigua nuestras almas asegurándonos una y otra vez que Él desbarata las tramas del astuto para que sus manos no puedan realizar sus proyectos. Prende a los sabios en su propia red, y los designios de los arteros quedan frustrados[54].
Y así, nuestra Familia Religiosa, siendo tan pequeña como el joven David en el Valle del Terebinto[55] y siendo nuestras fuerzas tan desproporcionadas frente a los poderes de los aires[56], ha salido siempre adelante propulsada por la Providencia Divina. Lo cual será siempre posible, si de nuestra parte encuentra solicitud únicamente por el Reino de los Cielos y por las obras que a él conducen, y halla en nosotros esa confianza firme en la verdad de la Escritura que nos asegura que los ojos del Señor velan por los que le temen, por los que esperan en su misericordia[57].
Por eso conviene mucho el acuñar en el alma una confianza inconmovible en Dios nuestro Señor. Dios desde toda la eternidad ya tiene decidido el momento en el cual se solucionan las distintas contradicciones que nos producen dolor porque en su ciencia infinita Él lo sabe todo. Él hace para determinados fines concurrir determinados medios, y esto es la Providencia de Dios, a la cual nada se escapa; y por tanto debemos tener la absoluta confianza que el que comenzó en nosotros la buena obra, la llevará a feliz término. “Todo es breve”, dice San Juan de la Cruz, “que todo es alzar el cuchillo y luego se queda Isaac vivo, con promesa del hijo multiplicado”[58].
Nacidos entonces de su misma Bondad, guiados de su mano providente y sostenidos por su brazo fuerte, cada uno de nosotros puede decir que en nuestro Instituto, que nada posee, no nos ha faltado ninguna cosa necesaria para la vida, y que, más aún, se nos ha dado mucho más de lo que nuestras humanas expectativas podían esperar. Al punto que también nosotros podemos decir con Don Orione: “quien hace todo es la Divina Providencia”[59]. Pues con ayuda de esta amorosa Providencia Divina y aún en medio de grandes tribulaciones, hemos podido fundar misiones y casas religiosas y proveerlas de lo necesario, aún siendo nuestros medios muy modestos. Más aún, muchos de nosotros hemos cursado estudios, incluso universitarios y de postgrado; otros han aprendido artes y oficios, sin que nos haya faltado cosa alguna para el curso normal de los mismos o para la vida misma. Además, como Dios “con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra”[60], hemos podido mandar misioneros a países en donde la labor misionera, por distintas circunstancias, implica un desafío mayor: Siria, la Franja de Gaza, las Islas Salomón, Islandia, China, etc. Cómo no darnos cuenta de los cuidados y el amor providente de Dios en el hecho de que la obra apostólica del Instituto no se detiene, sino que, por gracia de Dios, continúa y se agiganta, proveyéndonos la misma Providencia Divina no sólo los medios para llevarla a cabo sino también manifestándose patentemente en la coordinación de las distintas circunstancias para que así sea.
Todo esto, y tanto más que queda sin decir, ¡lo ha hecho Dios, la Divina Providencia! ¡Cómo no reconocer los amorosos signos paternales de Dios en toda la obra del Instituto! No podemos ser indiferentes sino corresponder a la gracia de Dios y, por tanto, sentir como aguijón en el alma el dulce deber de distinguirnos en el vivir “abandonados a la Divina Providencia”[61]. Esa es y debe ser siempre la actitud confiada que debe reinar en nuestros miembros y que debemos transmitir a las futuras generaciones. Ese es el espíritu que nos ha sido legado. Insisto: lo nuestro es vivir colgados de la Providencia Divina, santamente abandonados en sus brazos, porque nuestro “estilo particular de santificación y de apostolado”[62] es la locura de la cruz[63], como nos lo enseñó y practicó el mismo Verbo Encarnado.
Impregnados de esta santa confianza en nuestro Dios que es Padre Providente, por el gran bien que nos espera, afrontemos todo sacrificio, gocemos en toda tribulación, deseemos cada cruz, florezcamos en iniciativas apostólicas de envergadura y empeñémonos por multiplicar navidades en los corazones de los hombres sabiendo aprovecharnos de las mismas oportunidades que la Providencia nos ofrece. Si Dios multiplica dones en nosotros, multipliquemos nosotros nuestras fuerzas, nuestros sacrificios por Dios, nuestras actividades para el bien de las almas. Porque Dios no se deja ganar en generosidad.
Alejarnos un ápice de la confianza debida a la Divina Providencia es exponernos a la esterilidad[64].
Que jamás la injusticia de los hombres, lo adverso de las circunstancias, nuestras propias miserias o las ajenas, las “contradicciones de los buenos”, los fracasos, lo difícil de los tiempos que nos tocan, o la escasez de los medios debilite nuestra confianza plena en la bondad de Dios o empañen en algo el celo por la misión y por la santificación personal.
San Alberto Hurtado decía: “En la vida no hay dificultades, solo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible”. Tal debe ser nuestra actitud.
A nosotros nos compete ser hombres de “grandes obras, [de] empresas extraordinarias”[65] nacidas de una gran caridad a imitación del Verbo Encarnado, discernidas en la prudencia y apoyadas firmemente en la Divina Providencia.
Actuando según lo que Don Orione le escribía a uno de sus sacerdotes: “Yo no quiero estatuas en la congregación, sino vivos y que vayan adelante, mirando a lo alto, ¡a Dios! De quien todo depende y nos vienen todos los dones y la ayuda. Vivir quiere decir expandirse: quien no produce, pierde: quien no avanza, retrocede”[66].
En todas nuestras obras y en cada aspecto de nuestra vida, incluso a nivel de todo el Instituto, no olvidemos “el dominio y la providencia maternal que tiene María sobre todas las cosas”[67], y confiémonos mucho a Ella. Nuestro Instituto que se honra en tenerla por Reina es un don de su Inmaculado Corazón y descansa bajo el manto de su maternal amor previsor. Nos lo recuerda el Verbo Encarnado cuando nos dice: “vuestra [es] mi Madre bendita para seros Madre cuidadosa y piadosa”[68]. Entonces tengamos mucha fe en Dios, en su Divina Providencia, y tengamos plena confianza en la materna bondad y asistencia de la Virgen Santísima que no se olvida de nuestros asuntos; preocupémonos por vivir cada día según el espíritu y las Constituciones de nuestro Instituto, al que nos ha traído la mano de Dios, en su Providencia misericordiosa.
Hoy y siempre esperémoslo todo de su Divina Providencia como nos anima el mismo Cristo al decirnos: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra, y al que toca, se le abre. ¿Habrá entre ustedes algún padre que, cuando su hijo le pida pan, le dé una piedra? ¿O cuando le pida pescado, le dé una víbora? ¿O cuando le pida huevo, le dé un alacrán? Si pues, vosotros que sois malos sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los hijos que se las pidan![69].
En fin, avancemos con ánimo contento y con un espíritu confiado diciendo con San Pedro Julián Eymard: “Dios me ama, dispone todos mis caminos según su bondad; todo lo regula en mi vida para mayor bien. Puedo por consiguiente, estar seguro de que cuanto me acontezca procederá de la mano de Dios, de su bondad, lo mismo si se trata de alegría como de pena en su santo servicio, de consuelos como de desolaciones, de feliz éxito como de fracaso en una empresa, de salud como de enfermedad. Como la Divina Providencia es quien dirige mi navecilla, da viento a la vela y produce la bonanza y la tempestad, mi deber es confiarme al Divino Piloto, que Él me conducirá de un modo seguro al puerto de la patria celestial”[70]. Y con esa misma visión providencial sepamos reconocer los designios misericordiosos de Dios sobre nuestro Instituto.
Confiemos siempre en Dios. Que si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, como lo hemos comprobado tantas veces, Él proveerá extraordinariamente a quienes confíen extraordinariamente, como bien decía San Benito Cottolengo.
La dulcemente simple y a la vez magnífica solemnidad del Nacimiento del Verbo Encarnado, nos ilustra la verdad sobre la Providencia de Dios. La verdad de este Dios que bajó de los cielos para caminar junto a los hombres.
Que esa misma Providencia que se manifiesta suavísima y de una ternura inefable en el Niño recostado en el pesebre todo lo disponga para que reine la paz y la alegría en nuestras almas y en cada una de nuestras comunidades.
Tengan todos un Adviento espiritualmente muy provechoso.
En Cristo, el Verbo Encarnado y su Madre Santísima,
P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General
1 de diciembre de 2018.
Carta Circular 29/2018
[1] Lc 2, 6-7.
[2] Constituciones, 66; op. cit. San Bernardo, Vitis mystica, cap. II.
[3] Cf. Mt 6, 25-34.
[4] Cf. Constituciones, 63; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S. Th., III, 40, 3, ad 3.
[5] Is 7, 14.
[6] San Juan Pablo II, Audiencia General, (28/12/1994).
[7] Constituciones, 231.
[8] Notas del V Capítulo General, 11.
[9] Col 1, 16.
[10] San Juan Pablo II, Audiencia General, (30/04/1986).
[11] Cf. Audiencia General, (11/06/1986).
[12] Jn 1, 14.
[13] Constituciones, 1; op. cit. Lumen Gentium, 8.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, 308.
[15] Cf. Lc 12, 6-7.
[16] Rom 8, 28.
[17] Directorio de Espiritualidad, 67.
[18] Ibidem.
[19] Francois Roustang, SJ, Jesuit Missionaries to North America, Letter to a Fellow Jesuit, September 1646. [Traducido del inglés]
[20] San Pedro Julián Eymard, Obras Completas, Tercera Serie, Sección II, Consejo de vida espiritual, 5.
[21] Hech 14, 22.
[22] 2 Cor 4, 18.
[23] P. Vicenzo Alesiani, Don Orione, Sembrar a Jesucristo – Carta a los Sacerdotes, cf. Scritti 22, 7.
[24] 1 Cor 2, 15.
[25] Directorio de Espiritualidad, 67.
[26] San Juan de la Cruz, Obras Completas, Epistolario, Carta 25, A la M. Ana de Jesús, OCD, (06/07/1591.
[27] Meditations on Christian Doctrine, 1; citado por Fr. Benedict Groeschel, CFR, Arise from Darkness. [Traducido del inglés]
[28] Jn 12, 26.
[29] Directorio de Espiritualidad, 67.
[30] Cf. F. Vidal, En las fuentes de la alegría con San Francisco de Sales, cap. 7, 2; op. cit. Obras completas de San Francisco de Sales, Edición de Annecy, Tomo XVI, 125 y Tomo XVIII, 211.
[31] Directorio de vida fraterna en común, 38.
[32] Directorio de Espiritualidad, 76.
[33] Directorio de Espiritualidad, 76.
[34] San Pedro Julián Eymard, Obras Completas, Tercera Serie, Sección II, Consejo de vida espiritual, 5.
[35] Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 103, a. 5.
[36] Cf. San Juan Pablo II, A las religiosas contemplativas en Albano, (14/08/1979).
[37] Cf. Constituciones, 126.
[38] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 91.
[39] Directorio de Obras de Misericordia, 255.
[40] Cf. Ibidem.
[41] Cf. Constituciones, 123; 30.
[42] Directorio de Espiritualidad, 86.
[43] Citado en Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 15, Milán, (15/04/1931).
[44] Cf. P. C. Buela, IVE, Homilía en el Seminario “María, Madre del Verbo Encarnado”, (11/10/1998).
[45] Mt 6, 33.
[46] Directorio de Espiritualidad, 67.
[47] Cf. Constituciones, 63.
[48] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2834; cf. Pedro de Ribadeneyra, Tractatus de modo gubernandi sancti Ignatii, cap. 6: MHSI, 85, 631.
[49] Constituciones, 214.
[50] Ibidem; op. cit. San Juan de Ávila, Epistolario, carta 20, op. cit., T. V, 149-150.
[51] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 112; op. cit. cf. Perfectae Caritatis, 13.
[52] Cf. F. Vidal, En las fuentes de la alegría con San Francisco de Sales, cap. 7, 2; op. cit. Obras completas de San Francisco de Sales, Edición de Annecy, Tomo XXI, 155.
[53] Cf. P. C. Buela, IVE, Servidoras III, cap. 1, 5.
[54] Job 5, 12-13.
[55] Cf. 1 Sam 17, 23-58.
[56] Cf. Ef 6, 12.
[57] Sal 33, 18.
[58] San Juan de la Cruz, Obras Completas, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, (28/01/1589).
[59] Don Orione, Cartas, Vol. II, 64, Buenos Aires, (13/04/1935).
[60] San Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Missio sobre la permanente actualidad del mandato misionero (07/12/1990), 28.
[61] Constituciones, 231.
[62] Directorio de Vida Consagrada, 2; op. cit. Cf. Vita Consecrata, 48.
[63] Cf. Directorio de Espiritualidad, 180-181.
[64] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular n. 16, Milán, septiembre de 1931.
[65] Cf. Directorio de Espiritualidad, 216.
[66] P. Vicenzo Alesiani, Don Orione, Sembrar a Jesucristo – Carta a los Sacerdotes, cf. Scritti 29, Carta al Padre Pedro Migliore, (10/03/1936).
[67] Constituciones, 83.
[68] Constituciones, 214; op. cit. San Juan de Ávila, Epistolario, carta 20, op. cit., T. V, 149-150.
[69] Mt 7, 7-11.
[70] San Pedro Julián Eymard, Obras Completas, IV Serie, Ejercicios Espirituales ante Jesús Sacramentado, día cuarto.