Buenas Noches IV

Contenido

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad

 

Recordando el pensamiento de nuestro Fundador

Durante la Novena de la Anunciación

 

En el cuarto día de la novena en el que pedimos específicamente por nuestra fe en Jesucristo, verdadero hombre evocamos el pensamiento del P. Buela al respecto tomado de uno de sus sermones titulado:

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad». Es una frase de Santo Tomás de Aquino que está en los comienzos de la parte de la Suma Teológica en la que habla de Jesús.

[…] San Antonio de Padua [por su parte] comienza una homilía diciendo: «Navidad: he aquí el paraíso». Cuan­do hace dos mil años María dio a luz en Belén: he aquí el paraíso. La felicidad que deja de ser una promesa, una expectativa, una es­peranza, que ya no se vislumbra a lo lejos. La felicidad hecha carne estaba presente. Era visible. Cuando salió del vientre de su madre, visiblemente la felicidad, es decir, el paraíso, el sumo placer (como dice Dante: «y así el sumo placer se le despliegue»), el sumo placer había salido Él mismo al encuentro del hombre: he aquí el paraíso.

[…] La Encarnación

Hace dos mil años, pues, la felicidad vino: he aquí el paraíso. La felicidad vino: dejó de ser una promesa, dejó de ser indicada como término del camino humano. La felicidad vino, el paraíso vino. Vino en la carne para que fuera visto, para que fuera tocado, para que fuera abrazado. De modo que san Agustín puede decir: «Yo sabía que la felicidad era Dios, pero no gozaba de ti [porque no se goza del saber, se goza cuando somos abrazados], pero no gozaba de ti hasta que, humilde, no abracé a mi humilde Dios Jesús». Esta es la experiencia de la felicidad en la tierra: abrazar humilde a mi humilde Dios Jesús. No a Dios destino lejano, sino a Dios hecho niño, pequeñísimo niño: así el paraíso, la felicidad, vino al encuentro; así la felicidad se hizo cercana, así se puso al alcance de la mirada, al alcance del corazón, al alcance de las manos, de las manos que la pueden abrazar. El paraíso en la tierra es Él: […] Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro (1Co 1,9). La co­munión es con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro […]. Es Jesucristo la felicidad del hombre. Es ese hombre, en su singularidad, yo diría en su individualidad: ese hombre. La comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro.

[…] Deseo leer un fragmento, que, en mi opinión, es uno de los más bellos y más compendiosos de Giussani[1], en el que dice qué es esta relación humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con la felicidad aquí en la tie­rra, esta comunión del Hijo de Dios, esta posibilidad de familiaridad con su Hijo Jesucristo. Dice Giussani: «Tu relación con Cristo no tiene que estar ya desarrollada, experimentada, madura, para que tu personalidad nazca de ella y para que, a partir de eso, sepas crear una compañía [sepas amar. Cuando somos amados gratuitamente podemos libremente, es decir, gratuitamente, amar]. Basta -cómo decir- la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés [que fueron los dos primeros que, al comienzo de su vida pública, lo encontraron], que no comprendían nada [que no comprendían nada y, sin embargo, lo habían comprendido todo, pues Andrés se encuentra con su hermano Pedro y le dice: Hemos encontrado al Mesías (Jn 1,41). Lo que espe­raban, lo habían encontrado, y por tanto lo habían encontrado todo, porque lo que el corazón espera es todo, por consiguiente lo habían comprendido todo. Basta la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés, que no comprendían nada]; basta la sorpresa, basta una devoción inicial, basta la admiración. Con más precisión: basta pedirlo.» […] Si­gue diciendo Giussani: «Con más precisión basta pedirlo [porque la admiración es lo que te hace pedirlo], basta esa percepción embrio­naria de lo que Él es, que te lo hace suplicar, por lo cual lo pides». Para iniciar la experiencia de la felicidad en la tierra, para abrazar la felicidad en la tierra, para abrazar, humilde, a mi humilde Jesús, basta esa percepción embrionaria por lo cual lo pides, esa admiración embrionaria, esa dulzura embrionaria por lo cual lo suplicas. Basta esto para comenzar en la tierra a abrazar la felicidad.

[…] Termino leyendo un fragmento de San Agustín [dice el P. Buela] sobre la belleza de Jesús: «Para nosotros los creyentes, en todas partes se presenta hermoso el Verbo de Dios / pulcher Deus, Verbum apud Deum, / hermoso siendo Verbo en Dios, / pulcher in utero virginis, / her­moso en el seno de la Virgen, donde no perdió la divinidad y tomó la humanidad; hermoso nacido niño, porque aun siendo pequeñito, mamando, siendo llevado en brazos, hablaron los cielos, le tributaron alabanzas los ángeles, la estrella dirigió a los Magos, fue adorado en el pesebre y en todo tiempo fue alimento de los mansos. Luego es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres [de María y José], hermoso en los milagros, hermoso en los azotes. [Sí, también en la flagelación, porque -dice Agustín- en la flagelación, cuando estaba todo desfigu­rado, pensemos por qué estaba así, por qué se había dejado azotar así por los flagelos, pensemos en la misericordia que le hizo llegar a esto por ti, por tu amor, era hermoso incluso en la flagelación]. Cuando María lo tomó muerto en sus brazos debajo de la cruz («vidit suum dulcem natum moriendo desolatum / vio a su dulce nacido, dulce Hijo, morir solo, solo en la cruz»), cuando lo tomó en sus brazos, no había nada más hermoso que su Hijo, ese Hijo desfigurado. Cuando el buen ladrón le dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu rei­no (Lc 23,42), no había encontrado nunca en toda su vida nada más hermoso que aquel momento, en el momento de la muerte, cuando Jesús le respondió: Hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43)]. Hermoso en los milagros, hermoso en los azotes, hermoso invitando a seguirlo, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso resucitando / pulcher in ligno, pulcher in sepulcro, pulcher in coelo / hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y her­moso en el cielo».

[A María, Madre del Verbo Encarnado, le pedimos la gracia de abrazar humilde a este Dios que tuvo en nada anonadarse para que nosotros comenzáramos a abrazar la felicidad ya desde la tierra.]

[1] Luigi Giussani, El atractivo de Jesucristo, Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 166.

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