La causa de la unidad de los cristianos

Contenido

Conferencia en el Monasterio “Beata María Gabriela de la Unidad”

¡El Señor reina eternamente! (Ex 15, 18)

La unidad, nota esplendorosa de la verdadera Iglesia, es la cumbre de la oración sacerdotal de Cristo en la última Cena, es su último testamento de amor, la consigna que nos ha dejado, antes de su pasión: Ut omnes unum sint. Esa fue la aspiración suprema del Sacratísimo Corazón de Jesús y de allí la importancia cardenalicia que tiene la causa de la unidad de los cristianos.

Nosotros, miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado, que “queremos amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo […] tanto en su Cuerpo físico que es la Eucaristía, como en su Cuerpo místico, que es la Iglesia”[1]; no podemos sustraernos de “abrazar la santa causa del ecumenismo”[2]. La causa de la unidad de la Iglesia es una causa propia, que comienza por la sólida unión de cada uno de nosotros al Verbo Encarnado y entre nosotros por el amor mutuo[3] como nos lo manda el derecho propio. Por eso se nos exhorta a “empeñarnos para lograr con la oración, la penitencia, el estudio, el diálogo y la colaboración, la plena unidad de la Iglesia, ‘según la mente y el corazón de nuestro Salvador Jesucristo’[4][5].

Y si esto nos compete a todos por ser cristianos y miembros del Instituto, más aun, les compete a Ustedes por tener como misión específica e intención especial el rezar por la unidad de los cristianos. La causa de la unidad de la Iglesia debiera dar –o, de hecho, ya le da– un matiz especial a todo lo que se hace en este monasterio. En el decir del Padre Buela, esta intención particular, debe “colorear también el trabajo intelectual y apostólico” que se realiza aquí en esta comunidad. Esto le da a la vida de ustedes una dimensión eclesial que las hace trascender estos muros, como bien decía San Juan Pablo II: “La clausura no aísla… de la comunión del Cuerpo místico. Más aún, sitúa a las claustrales en el corazón mismo de la Iglesia”[6].

Noten Ustedes que consagrarse a Dios especialmente en la vocación contemplativa es también deseo de consagrarse a la Iglesia; por tanto, la inmolación de cada una de Ustedes por Jesús implica también completar lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia; la contemplación de Dios en Cristo durante la oración se convierte en contemplación amante de su Iglesia. De modo tal, que todo esto, así como en conjunto, le da a la vida contemplativa un ardor apostólico, que le brinda la posibilidad de hacer fecundar la semilla de la buena nueva dondequiera que a Dios le plazca. Es decir, por las obras –aunque estas sean sacrificios ocultos– y las oraciones Ustedes ofrecen una contribución insustituible y valiosísima a toda la actividad evangelizadora de nuestra Familia Religiosa en favor de la Iglesia y en realidad, a la obra misionera de toda la Iglesia. Son, como decía Santa Clara de Asís, “colaboradoras de Dios mismo y apoyo de los miembros débiles y vacilantes de su Cuerpo inefable”[7].

Entonces en esta charla, aunque sea brevemente quisiera, desarrollar el tema de la causa de la unidad de la Iglesia en tres puntos, como si fuesen tres pasos que consecuentemente sirven o llevan –por los méritos y gracia de Dios– a la unidad de la Iglesia:

  1. Nuestra unión con Dios.
  2. Nuestra unión con los hermanos, particularmente con aquellos de nuestra comunidad y de nuestra Familia Religiosa.
  3. Nuestro servicio a la unidad de la Iglesia.

1. Unión con Dios

 Para tratar el primer punto, el de nuestra unión con Dios como primer e importantísimo paso en la causa de la unidad, quisiera citar un ejemplo maravilloso de celo por la Iglesia y por la unidad de la misma, que nos lo da precisamente un alma contemplativa: Santa Teresa de Jesús.

Ella conoció perfectamente el martirio del Cuerpo de Cristo dividido y profanado y que ella misma describe sucintamente en su libro “Camino de Perfección”: “En este tiempo”, escribe la santa, “vinieron a mi noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta. Dime gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el ser servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese”[8]. Y con este afán todo lo hacía, como ella misma dice, para “contentar en algo al Señor” y se ocupaba a lo largo del día en rezar –ella misma y todas sus monjas– por los que son “defendedores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden”. Porque entendía que el amor a Dios debe impulsar a trabajar generosamente por la Iglesia.

Éstas son sus palabras: “El amor no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia católica[9]. Por eso en el “Libro de la Vida”, después de hablar de los que sirven de verdad a la Iglesia, exclama: “Dichosas vidas que en esto se acabaren”[10]. Y aunque se fatigaba y se la quebraba el corazón al ver la división del único Cuerpo de Cristo, su espíritu se ensanchaba ante los nuevos horizontes misioneros que veía dilatarse en América[11]. Las divisiones, las dificultades, la escasez que notaba, no la amedrentaban para querer ir por el mundo sirviendo a la Iglesia; ¡al contrario!, se agigantaban sus ansias de querer fundar más monasterios.

Porque Santa Teresa no se quedaba sólo en la contemplación abstracta. Para ella contemplar a Cristo era contemplar con la misma mirada a la Iglesia que, existiendo en el tiempo, expresa por su vida, las acciones y el misterio de Cristo. Y si la Iglesia estaba sufriendo divisiones, escisiones, y ultrajes, ella tenía que hacer “eso poquito que era en mí”, como decía la Santa para poder “contentar en algo al Señor”. Y también deseaba que sus hijas hicieran lo mismo, es decir, que se sacrificasen con generosidad para que el Señor “proteja a su Iglesia”, poniendo en esto todos sus intereses. Escuchen lo que les decía a sus monjas: “Cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen en esto que he dicho (en favor de la Iglesia y de la sagrada jerarquía), pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor”[12].

También nuestro derecho propio –con paternal sabiduría– nos anima a hacer la mismo: “En el apostolado que desarrollan las personas consagradas –que en el caso específico de Ustedes es el de la oración por la unidad de los cristianos– su amor esponsal por Cristo se convierte de modo casi orgánico en amor por la Iglesia como Cuerpo de Cristo. A través de este apostolado Ustedes realizan su amor a la Iglesia”[13]. Esto es así, porque el amor a Cristo no puede no ser amor a la Iglesia; o, dicho de otro modo: el amor a Cristo Cabeza incluye el amor a su cuerpo, la Iglesia, con el que se identifica místicamente[14].

Ahora bien, este apostolado tan digno y tan especial, requiere –como todas las obras de Dios– una entrega total, constante, sin reticencias. Por eso sigue diciendo el Directorio de Vida Consagrada, “el religioso que se consagra a Dios de un modo peculiar buscando la unión con Dios por la práctica de la caridad perfecta, lo debe hacer por Cristo, con Cristo y en Cristo. Está llamado a unirse a Dios en Cristo y a imitar más de cerca y representar perennemente en la Iglesia ‘el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que lo seguían’[15][16]. Este es el poquito que se nos pide, el fin para el que nos juntó el Señor. Y por eso se nos exhorta a ofrecer “no sólo nuestras oraciones y súplicas, sino nuestra propia inmolación para contribuir ‘poderosamente al bien de la Iglesia’[17][18]. Esta impronta cristocéntrica, tan marcada en nuestra espiritualidad y en nuestro apostolado de evangelizar la cultura[19], debe sobresalir de manera particular y principal en su oración por la unidad de los cristianos. Sin esta unión con Dios, uno se separa de su fuente, pierde su sustancia y no puede conseguir su fin[20].

Contemplando el misterio de la Iglesia que en aquellos tiempos ‘sufría’, Santa Teresa sintió el desgarramiento de su unidad y la traición de muchos cristianos; consideró la relajación de las costumbres como rechazo, desprecio y profanación del amor. Pues se traicionaba la amistad divina. Los que no aceptaban a la Iglesia ni vivían con ella, quienes no seguían su Magisterio, rechazaban a Cristo, despreciaban su amor.

Por eso constantemente exhortaba a sus monjas a hacer oraciones en favor de la Iglesia “confiadas en que nos manda el Señor que pidamos”[21], les decía, para “que no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos. […] No ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia y salvadnos, Señor mío, que perecemos”[22]. Porque ella estaba plenamente convencida –y es importante que nosotros también lo estemos– que en aquel que reza en el Espíritu Santo, es decir de acuerdo a la Voluntad de Dios, ora toda la Iglesia. Ojo que lo mismo expresan nuestras Constituciones cuando dicen que el que reza lo debe hacer “con la convicción de que ‘todos aquellos que ejercen esta función… mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia’”[23].

Por tanto, toda auténtica contemplación sobrenatural, que brota de la fe y del amor, tanto en la liturgia como en la escucha de la Palabra de Dios, tanto en la alabanza del Señor como en la adoración silenciosa, son una glorificación a Dios Padre y una comunión con Cristo. En otras palabras, la oración es esa ‘ayuda al dulce Jesús de mi alma’ como le llamaba Santa Teresa, hecha realidad en la Iglesia”[24].

Por eso la vida interior de las almas contemplativas, en virtud de la profesión monástica, no solo es un ejercicio privado de espiritualidad, loable desde ya, sino que es misión y servicio eclesial para el provecho de todos los miembros de la Iglesia y, a decir verdad, de toda la humanidad[25].

La oración es lo que nos mantiene en contacto con Cristo, y si en contacto con Cristo, no podemos no estar interesados en la Iglesia. Antes bien, gracias a esta particular unión con Dios a través de la oración, tenemos una penetración, por decirlo de alguna manera, un percibir mas agudo –si se quiere– de las necesidades de la Iglesia, de sus urgencias, de sus dolores… se va como profundizando en nosotros el misterio de la Iglesia como “sacramento de salvación”[26] y se vuelve más interpelante aun el anhelo del Verbo Encarnado: Ut omnes unum sint

Bien conocida de todos es la frase de la Santa cuando con tanta fuerza exhortaba a las hermanas a volcarse a la oración como medio excelentísimo para trabajar por la unidad de la Iglesia: “¡Oh hermanas mías en Cristo! ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; éste es vuestro llamamiento, éstos han de ser vuestros negocios, éstos han de ser vuestros deseos, aquí vuestras lágrimas, éstas vuestras peticiones; no, hermanas mías, por negocios del mundo. […] Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese (hablando de las intenciones por las que la gente les pedía que recen), tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”[27].

San Juan Pablo II también destacaba la oración como el medio para percibir –de primera mano– la sacramentalidad de la Iglesia, el torrente de su gracia, sus ultrajes, y la gran necesidad de consolar a Jesús. Él decía que “cuando alguien reza, vive de oración, y por ella tiene experiencia de Dios vivo y a Él se entrega, se abre también a una experiencia más íntima de la Iglesia en la que Cristo está misteriosamente presente con su gracia; comprende la urgencia de una fidelidad incondicional hacia la Esposa de Cristo y siente en sus entrañas el deseo de trabajar por la Iglesia hasta entregar por ella su vida. Cuando la oración, inflamada por el amor de Dios, se manifiesta como una estrecha amistad con El, tiende a la comunión o unión de amor en la que la criatura entrega totalmente su voluntad al Criador; entonces la amistad se convierte en fermento apostólico, motivo de gozo por el bien de la Iglesia y de los hombres, clamor poderoso que llega hasta el corazón divino y redunda en provecho de toda la Iglesia[28].

Con lo cual vemos, que esta causa de la unidad de la Iglesia comienza por aplicarnos nosotros, a tender a la unión plena con el Verbo Encarnado, a adherirse con la mente y el corazón a Él, e implica la practica fiel y perseverante de los consejos evangélicos. Ya que, como decía la misma Santa Teresa, “el camino de perfección escogido en esta vida va no solo en su provecho propio, sino también en el de muchas almas”[29].

“No se puede tener la unidad entre los hermanos, si no se da la unión profunda –de vida, de pensamiento, de alma, de propósitos, de imitación– con Cristo Jesús; más aún, si no existe una búsqueda íntima de vida interior en la unión con la misma Trinidad”[30].

Este es el mensaje de Santa Teresa, proclamado con la autoridad de quien lo ha experimentado en su vida: la convicción de que no hay amor a Cristo que no se convierta en entrega generosa a la Iglesia, y que no hay verdadero afecto filial a la Iglesia si no se traduce en ardor y trabajo apostólico, alimentados y fortalecidos por la oración.

Muy poco haremos por el trabajo de la unidad de la Iglesia si no estamos unidos a Cristo, si no nos esforzamos por obtener de Dios la gracia de la intimidad estrecha con el Verbo Encarnado, si el amor mismo de Dios por su Cristo no está profundamente arraigado en nosotros. Si falta la genuina unión con Dios, la lucha por la causa de la unión de los cristianos se queda solo en palabras y en algún que otro acto exterior.

Por tanto: cuanto mas unidas a Dios por la oración, más celo por la instauración del Reino de Dios y la salvación de las almas[31], y, por tanto, mayor contribución a la causa de la unidad de la Iglesia. Eso es hacer precisamente lo que hermosamente dicen nuestras Constituciones al describir nuestra vocación: el ser cálices que derraman sobre los demás su superabundancia[32].

Y esto nos lleva ahora a hablar del segundo punto de esta charla:

2. Unión con los hermanos

 “La división ‘contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura’”[33]. Estas palabras de nuestro querido Juan Pablo Magno tomadas de su hermosísima Carta Encíclica Ut Unum Sint dejan entrever por contraste la necesidad imperativa de nuestra unidad.

“Es cada vez más urgente que los que colaboren en la actividad ecuménica den testimonios unidos”[34], dice explícitamente el derecho propio.

Ustedes, dentro de la comunidad monástica, están llamadas a dar al mundo el luminoso ejemplo de comunión fraterna. De tal modo que “por la comunión fraterna enraizada y fundamentada en la caridad, sean ejemplo de la reconciliación universal en Cristo”[35].

La experiencia privilegiada de contemplación a la que están llamadas como contemplativas supone por sí misma, para que sea auténtica, un alto grado de unidad de espíritu, y trae también como fruto, una forma elevada de mutua caridad. De hecho, la estructura misma de la vida comunitaria en el monasterio, que implica una relación diaria e incesante entre Ustedes, requiere necesariamente -y Ustedes lo sabrán mejor que yo- un ejercicio muy costoso de todas las virtudes sociales propias de la convivencia cristiana; de otra manera la vida comunitaria sería muy difícil y tal vez insoportable[36].

Tan importante es esto, que el Directorio de Vida Contemplativa, dedica varias páginas, es más, toda una sección a hablar de las virtudes comunitarias en la vida monástica del Instituto. Y aunque no vayamos ahora a ahondar en eso, si quisiera mencionar una frase de San Benito, citada en el numero 17 del Directorio y que me parece de alguna manera resume todo lo que allí se dice: “Anticípense a honrarse unos a otros. Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales; préstense obediencia a porfía mutuamente; nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien para los demás; practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; amen a su Abad[esa] con sincera y humilde dilección y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a la Vida Eterna”. Hasta ahí San Benito. 

La razón de ser de esto está en que “si no somos uno, como el Padre es uno en Cristo, y Cristo es uno en el Padre, el mundo no creerá: se le escapa la prueba concreta del misterio de la redención, mediante la cual, el Señor ha hecho de la humanidad dispersa una sola familia, un solo organismo, un solo cuerpo, un solo corazón”[37]. Si en el monasterio –podríamos decir– no son como una, el mundo no creerá, la oración por la unidad de los cristianos se queda sólo en palabras… Ustedes como comunidad monástica tienen la noble y maravillosa responsabilidad de mostrarle al mundo –un mundo en que resuenan a menudo voces de enfrentamientos entre padres e hijos, entre súbditos y soberanos; entre cristianos y no cristianos– de que es posible vivir en unidad.

¿Cómo lo harán? Con la caridad de Cristo. San Luis Orione interpelaba a los suyos diciéndoles: “¿Cómo les mostraremos a Cristo? Con la caridad. ¿Cómo haremos amar a Cristo? Con la caridad. ¿Cómo salvaremos a nuestros hermanos y a los pueblos? Con la caridad; con la caridad que se hace holocausto, pero que lo supera todo; con la caridad que une e instaura todas las cosas en Cristo”[38].

Por eso resulta de capital importancia que nos esforcemos en conservar, en incrementar, en solidificar la unidad entre nosotros, es decir, entre los miembros de la comunidad, con los otros monasterios, y entre todos los miembros de la Familia Religiosa por los lazos de la caridad. Lo nuestro no es funcionar como partes ensambladas en una máquina, lo nuestro es manejarnos con espíritu de cuerpo[39], como la misma Iglesia, como una familia.

Tan preciada es esta unidad, que el Beato Paolo Manna les pedía a sus religiosos: “sacrifiquemos todo con tal de mantener la unidad y la concordia, sacrifiquemos especialmente nuestro amor propio, nuestros puntos de vista y nuestras comodidades”[40] y todo lo que pueda obstaculizar, resquebrajar, o disminuir la cohesión que debe haber entre nosotros.

Mucho de este tema ha sido ya desarrollado en mi última Carta Circular que quizás ya habrán leído. Sin embargo, quisiera destacar dos elementos que hacen a esta unidad y que se vuelven particularmente relevantes especialmente en estos momentos.

a. El primero de ellos es, como señala el Directorio de Vida Fraterna: “la referencia al propio fundador y al carisma vivido y comunicado por él y después custodiado, profundizado y desarrollado a lo largo de toda la vida del Instituto. Esto es, definitivamente, un elemento fundamental para la unidad de la comunidad”[41].

Y este elemento me parece importante remarcárselo porque a Ustedes como miembros contemplativos del Instituto se les pide no sólo estar a la vanguardia del empeño apostólico de nuestro Instituto sino también ser “guardianes de su espíritu”[42].

Porque esa referencia al fundador, a sus intenciones evangélicas, al carisma, al patrimonio mismo de nuestra querida Congregación, nos da “una visión clara de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión [y trae aparejado un noble sentido de pertenencia que nos enorgullece]. Esto a su vez nos permite adaptarnos creativamente a las nuevas situaciones, lo cual nos ofrece perspectivas positivas para el futuro del Instituto”[43].

Miren Ustedes: Tal debe ser esta unidad, que el espíritu del Fundador, los criterios de valoración, los intereses de nuestra Familia Religiosa se deben manifestar en cada uno de nosotros como propios, como bien nuestros, como parte de nuestra identidad. El espíritu del Padre Buela, el carisma que él ha recibido debe pasar íntegro a cada uno de nosotros, sin dilución, sin menguas, antes bien, con toda la fuerza, con toda su frescura, con todo su potencial.  Y si bien esa es tarea fundamental de los superiores, también cada una de ustedes, que digo, cada uno de los miembros de nuestra Familia Religiosa debe tener un interés grande, práctico y efectivo por el bien del Instituto como un todo, es decir, que todos se sientan unidos por un mismo espíritu de cuerpo para favorecer, mejor dicho, privilegiar, del mejor modo posible y siempre que se ofrezca la ocasión, los apostolados propios, los proyectos del Instituto, las vocaciones, etc. Todo esto, claro está, requiere no pocos sacrificios personales… ¡pero todo eso es parte del programa!

No se pueden escatimar los esfuerzos, ahorrarse las ganas o las personas, o tiempo o cualquier otro medio cuando se trata del bien de la Familia, cuando se trata de salvar almas, y de instaurar el Reino de Cristo. Lo nuestro es trabajar con un espíritu de mutua cooperación, que es lo opuesto al espíritu localista y nada tiene que ver con el querer imponerse por encima de los demás, ni con el espíritu de oposición que a veces mueve a algunos religiosos. El espíritu de nuestra querida Congregación es todo celo, todo generosidad, todo magnanimidad en el darse, como el mismo Verbo Encarnado hizo y nos mandó que lo hiciéramos. Y eso nos compete a todos –sin exclusión– vivirlo, atesorarlo, y transmitirlo. 

No sé si conocerán ustedes el caso de la Beata Marie-Ann Blondin[44] (1809-1890), es una beata canadiense. Ella fundó la congregación religiosa de las Hnas. de Santa Ana “para la educación de los niños pobres del campo, en escuelas mixtas”. Ella fue la fundadora y la primera superiora. La cosa es que al crecer tanto la comunidad, el obispo decidió trasladar la casa madre a otro lugar. En la ausencia de la Madre Marie-Ann, el capellán comenzó a entrometerse en la vida comunitaria de manera abusiva. Por ejemplo: En la ausencia de la Fundadora, él cambió el precio de la pensión de las alumnas. Y, si él se iba, las hermanas tenían que esperar a que él volviera para confesarse, y cosas por el estilo. Esto ocasionó, obviamente una lucha entre la M. Marie-Ann y el capellán. La solución que dio el obispo fue mandar a la Madre Marie-Anne a que renuncie a su cargo de superiora. Entonces él mismo convocó a elecciones y le exigió a la Madre “que no acepte el mandato de Superiora aun si las hermanas quisieran reelegirla”. La mandan a otro convento como directora, pero al poco tiempo las monjas la mandan llamar a la Casa Madre con el pretexto de “mala administración” y con la orden episcopal de “tomar los medios para que no haga daño a nadie”. Entonces le asignaron el trabajo de la lavandería y del planchado en el sótano del convento. Desde esa nueva destitución hasta su muerte, se la mantiene fuera de todas las responsabilidades administrativas. Nadie sabía que ella era la fundadora. Pero miren Uds. la Providencia Divina: como a la lavandería mandaban a trabajar a todas las novicias, ella tuvo la oportunidad de tratar con todas las hermanas que iban entrando en la congregación y allí las iba formando, les iba transmitiendo el carisma, les fue dando ejemplo de caridad y humildad heroicas. Ella se ofreció a Dios “para expiar el mal cometido en su Comunidad; y todos los días, le pedía a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas”. Cuentan que una vez, estaba doblando ropa en la lavandería junto a una novicia y la ropa de las monjas en ese entonces tenía un numero de acuerdo a como iban entrando. Entonces la novicia le pregunta: ‘¿y cuál es su número?’ Y ella contestó: ‘el uno’. Sólo así se dieron cuenta de que ella era la fundadora. Asombrada la novicia le preguntó que por qué ella estaba trabajando en la lavandería; a lo cual ella respondió: “Más un árbol hunde sus raíces en el suelo, más posibilidad tiene de crecer y producir frutos”.

Le robaron la correspondencia que había tenido con el obispo y luego no le dejaban leer las respuestas a las nuevas cartas que le mandaba, prohibieron a las hermanas que le llamaran Madre, y cosas así. Sólo para terminar la historia y aunque nos vayamos un poco del tema, les cuento que en el lecho de su muerte y “para edificación de las hermanas” mandó llamar al capellán y convencida de que “hay más felicidad en perdonar que en vengarse”, lo perdonó delante de todas. Antes de morir les dijo a sus hermanas: “Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra”. 

Les cuento este ejemplo, simplemente para mostrarles que, a la hora de transmitir el carisma, el espíritu de la congregación, de sentir al vivo y como propios los intereses del Instituto no importa cuál sea el oficio que uno tenga en el convento, no importa cuán hostil es el ambiente donde uno está, la reputación buena o mala entre las hermanas, los años de vida religiosa, o si una es argentina o de la China. Lo que importa y lo que vale es el ser fiel al espíritu recibido y plasmado en las Constituciones y vivo en las sanas tradiciones de nuestra Familia; lo que importa es el vivirlo día a día, con convencimiento, con autenticidad, sin dobleces, con valentía, sin esperar paga en esta vida, y sólo por amor a Dios. Porque eso es ser fiel a la vocación.

El beato Paolo Manna les decía a sus misioneros: “Debemos apreciar mucho este espíritu del Instituto: […] y no rebajarnos y empequeñecernos en capillismos o cualquier particularismo, que puedan ofuscar, aun lo más mínimo, el brillante ideal, totalmente evangélico de la vida misionera, como lo entiende y realiza el Instituto y que, con nuestra propia y personal santificación, constituye toda nuestra finalidad”[45]. Lo mismo vale para nosotros.

Por tanto, ninguno de nosotros debería comportarse como un todo cerrado y solitario, como un nómade que se basta a sí mismo, sino que debemos aprender a actuar como los miembros de un todo[46], como una familia de verdad, como nos lo pide el derecho propio. Dicho de otra manera: ¡tenemos que amar nuestra vocación, que no es otra cosa que amar nuestro Instituto donde Dios nos ha llamado a seguirle y a servirle, amar la comunidad como a la propia familia, abrazar los ideales, los proyectos, los desafíos de nuestro querido Instituto como propios! Eso es también amar la Iglesia, ya que estamos cumpliendo con lo que Dios nos ha llamado a ser y hacer en su Iglesia.

Fíjense Ustedes que cuando uno encuentra a alguien que ama la vocación, esta en frente de una persona fuerte, autónoma, segura de su identidad, que no necesita diversos apoyos o compensaciones, y uno nota que precisamente eso, es lo que hace que se refuerce, que sea tan fuerte y tan arraigado el lazo de unión con los demás miembros que comparten la misma llamada[47]. Para ese tal, no importa lo que los de afuera digan acerca de la congregación, ni los de adentro tampoco, todo eso sirve en definitiva para hacerle amar más la Congregación, defenderla, abrazarse más al ideal… No me voy a ponerle a contarles ahora, pero eso lo he visto patente en todas mis visitas a las provincias, de verdad…, se nota mucho, y hay que reconocer que es una gracia de Dios y de la Virgen.

Entonces, empapados del espíritu de nuestro Instituto, fidelísimos a él, sintiendo como título honorifico el pertenecer a esta querida Familia Religiosa, démosle grandes consolaciones amando, practicando y transmitiendo fidelísimamente todo el hermosísimo patrimonio que se nos ha legado, ese es nuestro tesoro, tan increíblemente rico y sapiencial.

Ya se los decía en la Carta Circular: “démosle a nuestro querido Instituto religiosos sólidamente fundados en Cristo, graníticamente unidos y como ‘fijados’ en el carisma del Instituto y seremos como una ciudad en lo alto del monte[48] que no necesita de muros de defensa; ya que sus mismos miembros perfectamente unidos son sus fortificaciones”[49].

Miren, tan unidos debemos estar, que si por un imposible estallase la persecución “nuestra Congregación debería caer entera y morir mártir”[50], como decía San Luis Orione.

b. El segundo elemento –aunque más sobresaliente aun que el anterior– es precisamente Cristo mismo, presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Claramente lo dice el Directorio de Espiritualidad: “el fundamento más profundo de nuestra unidad como familia religiosa lo encontraremos siempre en la Eucaristía, que perpetúa el sacrificio de la Cruz”[51]. Y otro de los Directorios hermosamente dice que sí, “la tradición compartida, los trabajos comunes, las estructuras racionales, los recursos mancomunados, constituciones comunes y espíritu de cuerpo, son todos elementos que pueden ayudar a construir y a fortalecer la unidad; pero el fundamento de la unidad es la comunión en Cristo establecida por el único carisma fundacional”[52].

Es en la Eucaristía, celebrada y adorada, “donde se construye la comunión de los espíritus, premisa para todo crecimiento en la fraternidad”[53]. Esto es una realidad teológica, no una conveniencia estratégica. La Eucaristía es el centro de nuestra vida[54], el eje que lo sostiene todo, “es la raíz de la común unión invisible”[55] (saben muy bien Ustedes que hay una comunión eclesial invisible –de cada hombre con Dios y con los demás hombres coparticipes de la naturaleza divina, de la misma fe, del mismo Espíritu– y otra visible –que es nuestra comunión con la Iglesia aquí en la tierra a través de la doctrina, de los sacramentos, etc.). Pues bien, gracias a la Eucaristía donde quiera que estemos nos sabemos unidos los unos a los otros en el Verbo Encarnado.

Escuchen lo que dice el Padre Buela en su estilo característico y magistral: “La Eucaristía es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo: “participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros: ‘Porque el pan es uno, somos uno en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan’”[56]. Por esto, la expresión paulina la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa que la Eucaristía, en la que el Señor nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo[57], es el lugar donde permanentemente la Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo[58].

El Directorio de Vida Contemplativa enfatiza esto mismo diciendo: “Una comunidad religiosa nunca está más unida que cuando se encuentra en torno al altar para el Sacrificio de la Eucaristía, signo de unidad”[59].  En efecto, “la Eucaristía es el lazo de unión de la familia cristiana”[60] y obviamente, de nuestra familia. “Quiten la eucaristía y desaparecerá la fraternidad entre nosotros”[61], les decía San Pedro Julián Eymard a los suyos.

La vida contemplativa, esponsal y sacrificial nace de la eucaristía, la anuncia desde el silencio del claustro[62]. Así la vida de cada una de Ustedes debe anunciar la eucaristía, el sacramento del amor de Cristo hasta el fin y no solo individualmente hablando, sino como comunidad: actuando con espíritu de cuerpo, como decíamos antes.

Santa Edith Stein, otra maravilla de alma contemplativa, decía: “Vivir la vida de la eucaristía es salir fuera completamente del pequeño circulo de la propia vida y crecer en la infinidad de la vida de Cristo”[63].  

El corazón de la Iglesia late con ritmo eucarístico[64], decía el Papa Polaco. Este es el ritmo con el que sigue latiendo el Corazón de Cristo y por eso es acogido por tantas almas –como lo hizo con la Santa Co-Patrona de este monasterio María Elizabeth Hesselblad, que en su búsqueda del verdadero redil cayo de rodillas delante del Santísimo Sacramento que pasaba al escuchar en su interior a Cristo que le decía: “Yo soy el que buscas”– y así continuará latiendo hasta el fin de los tiempos hasta que por fin todos seamos uno.

Por eso el compromiso de Ustedes en favor de la unidad de los cristianos pone aún más de relieve la necesidad de oración delante del Santísimo Sacramento. San Juan Pablo Magno decía: “Los cristianos que aspiran a la unidad, ante todo deben dirigir los ojos al cielo y pedir a Dios que renueve en nosotros el anhelo de la unidad, por inspiración del Espíritu Santo. Solo se puede conseguir la unidad con la ayuda de la gracia divina”[65].

Por eso, y aunque quizás no haga falta que se los diga, las invito a perseverar siempre sin desfallecer en la oración pidiendo por la unidad de los cristianos, entre los que nos hallamos nosotros también, así que recen siempre por favor por la unidad de toda nuestra familia religiosa.  En efecto, “el pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden”[66], afirmaba el Papa Benedicto XVI.

Que todos los que se acerquen aquí sepan que detrás de la clausura no se esconden las personas. Detrás de la clausura se ama. Con el amor con que Cristo amó hasta el fin. Este amor a Cristo Eucarístico es la levadura evangélica: la levadura que fermenta toda la masa[67] y que tanta falta hace.

3. Nuestro servicio a la Unidad de la Iglesia

 Finalmente, y como tercer punto de esta charla, quisiera hablarles de la causa del ecumenismo como uno de los apostolados propios de nuestra querida Familia Religiosa y que es el servicio específico que prestamos en favor de la unidad de la Iglesia.

Fíjense Ustedes, que el Directorio de Misión Ad Gentes afirma que “el fin último de la misión es hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea”[68]. Es decir, el objetivo de la misión es precisamente ese que todos sean uno que nos consignó Cristo y para ello nos manda el vivir en unidad, el tener un mismo sentir como ya hemos dicho. Si esto no es así, sucede lo que tan atinadamente decía San Juan Pablo II: “El apostolado dividido se aniquila a sí mismo”[69] y se obstaculiza o se desvirtúa el trabajo que debiera dar cumplimiento al deseo de Cristo: que todos sean uno. Ya que como dice la Escritura: una familia dividida no puede subsistir[70]; pero si unidos, esto le da a nuestra Familia una enorme fuerza apostólica.

Por tanto, de una u otra manera, los apostolados de nuestra Familia Religiosa conllevan en sí, esa invitación a la unidad. A mi me gusta mucho lo que dice el Directorio de Misión Ad Gentes: “El impulso misionero pertenece, pues, a la naturaleza íntima de la vida cristiana e inspira también el ecumenismo”[71]. Es decir, si uno es verdaderamente cristiano uno es misionero y por tanto tiende necesariamente a querer que otros vengan al conocimiento de la Verdad[72], como decía el apóstol San Pablo. El P. Buela dice que de la noción de Iglesia como sacramento de salvación “se sigue que la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo[73]; a ser para todos ‘sacramento inseparable de unidad’[74][75]

Por tanto, el apostolado del ecumenismo como lo deja bien en claro el derecho propio no es una ‘misión por cuenta propia’, sino mas bien nuestra respuesta radical al llamado de la Iglesia especialmente a través del Concilio Vaticano II[76]. No es “una renuncia a la verdad”[77], “no es táctica de momento, ni es oportunismo o afán de novedad”[78] .

Antes bien nosotros sostenemos –como lo afirma el mismo Magisterio de la Iglesia– que “el ecumenismo auténtico es la vocación esencial de la Iglesia, es afirmación de la propia identidad católica y al mismo tiempo búsqueda afanosa de las ovejas fuera del redil, es penetrar en la mente de Cristo que profetizó habrá un sólo rebaño y un sólo pastor (cf. Jn 10, 16), es penetrar en su corazón que rezó para que todos sean uno (cf. Jn 17, 21)”[79].

De hecho, el apostolado del ecumenismo es uno de los primeros en ser enumerado por nuestras Constituciones en la lista de apostolados propios[80] y de ahí nuestro compromiso por trabajar en el empeño ecuménico[81] particularmente –aunque no exclusivamente, claro está– a través de la oración[82],  como explícitamente nos lo manda el derecho propio repetidas veces[83].  Y particularmente a nuestros contemplativos de ambas ramas, estén en este monasterio o donde sea, se les pide “rezar y ofrecer penitencias […] por el ecumenismo”[84]. El Padre Buela dice que es una “tarea particularmente importante”[85], que “reclama fuertemente de todos el empeño ecuménico hacia la plena comunión en la unidad de la Iglesia; aquella unidad ‘que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, y que creemos subsiste indefectible en la Iglesia Católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los siglos’[86][87]. Ese es también el deseo concomitante en todo lo que hacemos.

Es más, “todo el trabajo misionero y apostólico [de nuestra querida Familia Religiosa] se fundamenta en la convicción de que es necesario que El reine[88][89], como consta explícitamente en el derecho propio. Es decir, en todo lo que hacemos queremos que todos seamos uno bajo el providentísimo y misericordiosísimo imperio del Verbo Encarnado. Porque precisamente la naturaleza del Reino de Dios es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios[90].

 

* * * * *

Nuestro deseo debe ser también el que San Pedro Julián Eymard inculcaba en los suyos y que yo también quisiera dejarles como mensaje: “Que llegue su reino, que se acreciente, que se eleve y perfeccione: he aquí lo que hay que desear; que allí donde no es amado ni conocido, que lo sea; que todos completen en sí mismos la obra de su encarnación y redención. […] Pedid continuamente la conversión de los malos católicos que casi ya no tienen fe. Pedid que los que la tienen la conserven. Los que tengan familia pidan que todos sus miembros guarden la fe. […] Además hay que consolar a Jesucristo. Pedidle que suscite en su Iglesia sacerdotes santos, de esos sacerdotes apóstoles y salvadores que dan carácter a su siglo, que conquistan a Dios nuevos reinos. […] Hagamos que el reine y trabajemos por extender su reinado por todas partes. […] Adelante; hagan que reine en Ustedes Jesucristo. […] Servid a nuestro Señor; consoladle, encended el fuego de su amor donde quiera que aun no haya prendido y trabajad por establecer su reinado, el reinado de su amor”[91].

Por eso las animo a que tomen con mucho ánimo y humildad la parte de la fatiga de la Iglesia que les toca a Ustedes “sabiendo que es posible la unidad por ser un mandato y una promesa del mismo Jesucristo: habrá un sólo Pastor y un sólo rebaño[92]. Dice el Padre Buela que “hoy más que nunca, es necesaria la plegaria contemplativa y el ecumenismo auténtico (no del “acomodamiento” de la impiedad religiosa)”[93], no el falso ecumenismo en donde desaparecen todas las diferenciaciones doctrinales, aun las reveladas”[94], sino aquel ecumenismo que es auténtico “según la mente y el corazón de nuestro Salvador Jesucristo”[95], que exige heroísmo, que “no se da sin la conversión interior”[96], que requiere una veneración amorosa a la verdad[97] y que en definitiva es una gracia que hay que implorar.

Queridas Madre y Hermanas: La unidad tan anhelada por nuestro Señor debe comenzar por nuestra unidad firme y constante, con Él principalmente, pues de esto surge, el compromiso de la caridad fraterna entre nosotros como familia y consecuentemente con toda la Iglesia.

En una comunidad congregada como verdadera familia junto al Verbo Encarnado, en la que reine la comunión de corazones –teniendo una sola alma y un solo corazón en Dios–; en la que reine la comunidad de oraciones; en la que reine la comunión de actividades; de una comunidad así, emana una fuerza que fecunda toda partícula de verdad allí donde quiera que se encuentre.

Las animo de todo corazón a continuar dedicándose a esta importantísima y urgente causa de la unidad de la Iglesia. Sean siempre fieles a su vocación, custodien el espíritu de nuestro Instituto y conserven celosamente y hagan fructificar el don que se les ha concedido. Que la búsqueda de Dios y la conquista de su amor sea el fin de sus vidas.

La Hna. Corpus Domini dijo que cuando esté en el cielo quería que le pidiésemos muchas cosas[98]. Bueno, ayúdenme a pedirle a ella que nuestro Señor envíe operarios a su mies y que conserve ¡y aumente! el fervor y el ímpetu misionero en todos nosotros y que podamos ‘adjuntar’ digamos así, a cada una de nuestras misiones un monasterio que rece para despertar la voluntad de los no-cristianos para oír el evangelio y que fecunde en los corazones la palabra de salvación…[99]

Parafraseando a nuestro querido Padre Espiritual hoy también quiero decirles: La unión dentro de la Iglesia y entre las iglesias cristianas, la unión cada vez mas firme y mas duradera de nuestra Familia Religiosa, debe ser la obsesión de cada día[100] de cada una de Uds.

Que las consoladoras palabras del Éxodo, ¡El Señor reina eternamente! propuestas para la meditación durante el Octavario para la Unidad de los Cristianos, las aliente en la esta nobilísima tarea.

Que María Santísima, nuestra Madre Bendita, las ilumine y mueva a ser siempre también Ustedes testimonio de unión en verdad y caridad. Que nuestra Madre Purísima, la Virgen de Lujan, nos rodee a todos en tierno abrazo maternal.

Les agradezco mucho la invitación y las animo a seguir siempre con estas iniciativas que tanto bien hacen por la causa de Cristo.  Y yo también me encomiendo mucho a sus oraciones, ¿sí?

Que Dios las bendiga.

P. Gustavo Nieto, IVE

Pontinia, Italia
25 de enero de 2018

 

[1] Cf. Constituciones, 7.

[2] Directorio de Espiritualidad, 278.

[3] Directorio de Espiritualidad, 246; op. cit. Santo Tomas de Aquino, Credo Comentado, IX, 116.

[4] San Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro ecuménico en la Catedral de Canterbury, Gran Bretaña, 29 de mayo de 1982.

[5] Cf. Directorio de Espiritualidad, 278.

[6] Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la Sgda. Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, 7 de marzo de 1980.

[7] Tercera carta a Inés de Praga, 8: Fuentes Franciscanas, 2886.

[8] Cap. 1, 1-2.

[9] Cf. Moradas, IV, 1, 7

[10] 40, 15.

[11] Cf. Fundaciones, 1,7.

[12] Cf. Camino, 3, 10.

[13] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 255; op. cit. Cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, 26, 2, ad 1.

[14] Directorio de Vida Consagrada, 255.

[15] Lumen Gentium, 44.

[16] Directorio de Vida Consagrada, 36.

[17] Sacra Virginitas, p. 33

[18] Directorio de Vida Consagrada, 144.

[19] Directorio de Vida Consagrada, 37.

[20] San Juan Pablo II, Alocución a las religiosas en Washington, USA, 7 de octubre de 1979.

[21] Camino, 35, 3.

[22] Camino, 35, 3 y 5.

[23] Constituciones, 138; op. cit. SC, 85.

[24] Cf. San Juan Pablo II, Carta al Prepósito General de los Carmelitas Descalzos, 14 de octubre de 1981; op. cit. cf. Camino, 1, 5. 2.

[25] Cf. San Juan Pablo II, A las ordenes Cisterciense y Trapense en Castelgandolfo, 14 de septiembre de 1990.

[26] Cf. Moradas, V, 2, 3.

[27] Cf. Camino, 1, 5.

[28] Ibidem; op. cit. cf. Camino, 32, 12.

[29] Cf. Vida, 11, 4.

[30] San Juan Pablo II, A la Curia Romana durante la Hora Santa de oración por la unidad de los cristianos, 23 de enero de 1981.

[31] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 265.

[32] Cf. 7.

[33] 6; op. cit. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1.

[34] Cf. Directorio de Misión Ad Gentes, 100.

[35] Cf. Constituciones, 92.

[36] San Juan Pablo II, A las monjas de clausura en Luca, Italia, 23 de septiembre de 1989.

[37] Palabras del Santo Padre a la Curia Romana durante la Hora Santa de oración por la unidad de los cristianos, 23 de enero de 1981.

[38] Informatio ex processsu, 1021.

[39] Directorio de Vida Consagrada, 390.

[40] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 13, Milán, setiembre de 1930.

[41] 26; op. cit. Cf. CIVCSVA. La vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor, 45.

[42] Directorio de Vida Contemplativa, 8.

[43] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 26.

[44] Beatificada por San Juan Pablo II el 29 de abril de 2001. Su fiesta se celebra el 2 de enero.

[45] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 12, Milán, 30 de abril de 1926.

[46] Directorio de Espiritualidad, 252.

[47] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 45.

[48] Cf. Salmo 122, 3.

[49] Carta Circular 18/2018, 1 de enero de 2018.

[50] Cf. Don Orione, Buenas noches, La dinamita de la caridad, del 2-1-1938.

[51] 300.

[52] Directorio de Vida Consagrada, 390.

[53] Directorio de Vida Fraterna, 53.

[54] Cf. Directorio de Espiritualidad, 294.

[55] Directorio de Espiritualidad, 255.

[56] Lumen gentium, 7/b; op. cit. 1 Cor 10, 17.

[57] Cf. Lumen Gentium, 3 y 11/a; San Juan Crisóstomo, In 1 Cor. hom., 24, 2: PG 61, 200.

[58] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, II Parte, Capitulo Único, III, 3, Introducción, 4.

[59] 58.

[60] San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, La Presencia Real, Cap. 23.

[61] Ibidem.

[62] Cf. San Juan Pablo II, A las religiosas de clausura en Varsovia, 8 de junio de 1987.

[63] Autobiografía, Vol. I, p. 243.

[64] A las religiosas de clausura en Varsovia, 8 de junio de 1987.

[65] A los Padres Basilianos Greco-católicos, en Varsovia, 11 de junio de 1999.

[66] Homilía en la celebración de las vísperas de la solemnidad de la Conversión de San Pablo al concluir la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, 25 de enero de 2006.

[67] Cf. Mt 13, 33.

[68] 9; op. cit. Redemptoris Missio, 23.

[69] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Fátima, 13 de mayo de 1982.

[70] Mt 12, 25.

[71] 12.

[72] 1 Tim 2,4.

[73] Cfr. Mt 28, 19-20; Jn 17, 21-23; Ef 1,10; Lumen Gentium, 9/b, 13 y 17; Ad gentes, 1 y 5; San Irineo, Adversus haereses, III, 16, 6 y 22, 1-3: PG 7, 925-926 y 955-958.

[74] San Cipriano, Epist. ad Magnum, 6: PL 3, 1142.

[75] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, Capitulo Único, III, 3, Introducción, 3.

[76] Cf. Directorio de Misión Ad Gentes, 12.

[77] Directorio de la Rama Oriental, 127.

[78] Ibidem.

[79] Ibidem; op. cit. Orientale Lumen, 3.

[80] 16: “De manera especial, nos dedicaremos … al Ecumenismo”.

[81] Directorio de la Rama Oriental, 127.

[82] Directorio de la Rama Oriental,

[83] Directorio de Espiritualidad, 278;

[84] Directorio de Vida Contemplativa, 181.

[85] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, II Parte, Capitulo Único, III, 3, Introducción.

[86] Cf. Unitatis redintegratio, 4/c.

[87] P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, II Parte, Capitulo Único, III, 3, 17.

[88] 1 Cor 15,25.

[89] Directorio de Espiritualidad, 225.

[90] Cf. Directorio de Espiritualidad, 249; op. cit. RMs, 15.

[91] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Primera Parte, 1ª Serie, La Presencia Real, Cap. 40.

[92] Cf. Directorio de Misión Ad Gentes, 125; op. cit. cf. Jn 10, 16.

[93] Cf. P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, Cap. 24, III.

[94] Cf. P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, III Parte, Cap. 13, III.

[95] Directorio de Espiritualidad, 278

[96] Unitatis redintegratio, 7

[97] Constituciones, 220.

[98] Testimonio de la Madre M Siempre Virgen.

[99] Directorio de Vida Contemplativa, 6.

[100] Cf. San Juan Pablo II, A los monjes Camaldulenses en Fonte Avellana, 5 de septiembre de 1982.

Otras
publicaciones

Otras
publicaciones