La especial Providencia de Dios para con los misioneros
En 1929 el Papa Pío XI escribió una carta a todos los seminaristas, especialmente a sus “hijos jesuitas”, pidiéndoles que ingresaran a un nuevo seminario que acababa de comenzar en Roma para preparar a sacerdotes jóvenes para un posible trabajo misionero en Rusia. Walter Ciszek, que había ingresado a la Compañía de Jesús en Estados Unidos el año anterior, se ofreció a ir. Allí estudió su teología y aprendió a celebrar la misa en rito bizantino, pero, después que fue ordenado[1] –y dicho sea de paso, el p. Ciszek fue el primer sacerdote americano ordenado según el rito bizantino– era imposible mandar sacerdotes a Rusia. Entonces lo mandaron a Polonia, a una misión de rito oriental que tenían los jesuitas en Albertyn. La guerra comenzó en 1939.
En la confusión y como resultado de las invasiones el P. Ciszek ingresó a Rusia un 19 de marzo de 1939 –fiesta de San José– acompañando a los refugiados polacos, con la esperanza de poder servirles espiritualmente. Pero pronto, en 1941, la policía secreta soviética lo descubrió y lo arrestaron –con sólo 4 años de sacerdocio– bajo la falsa acusación de ‘ser un espía del Vaticano’ y lo enviaron a la cárcel. Estuvo 6 años preso en Lubianka y la mayor parte de esos años estuvo en confinamiento solitario. Además en 1942 lo hallaron culpable de espionaje y, por lo tanto, añadieron a su sentencia 4 años más. Ya por 1947 en Estados Unidos lo habían declarado ‘legalmente muerto’. Después fue sentenciado a 15 años de trabajos forzados en los campos de prisioneros en Siberia. Lo pusieron a trabajar en la construcción al aire libre con un frío ártico extremo, y también trabajó en minas de carbón, mal vestido, mal alimentado y alojado en condiciones miserables, en cuarteles cercados por alambres de púas. Él mismo da testimonio de cómo los hombres, especialmente aquellos que abandonaban la esperanza, morían. Cuando los 15 años pasaron, se quedó viviendo en pueblitos siberianos, porque no podía salir de Siberia y ni siquiera ir a las ciudades principales de Rusia. Entonces trabajó como mecánico y otros oficios por el estilo hasta que el gobierno americano lo intercambió un día 12 de octubre de 1963 –fiesta de la Virgen del Pilar– por dos espías rusos. Habían pasado 24 años, sus primeros 24 años de sacerdocio. Cuando al volver la gente le preguntaba cómo había sobrevivido, cómo había perseverado, él afirmó: “yo confiaba en Dios, nunca me sentí abandonado o sin esperanza, y sobreviví junto con muchos otros. Nunca pensé que mi ‘supervivencia’ era algo especial o extraordinario, pero le doy gracias a Dios por haberme sostenido y preservado durante todos esos años”[2].
Acerca de su experiencia en Lubianka y después de relatar la situación inhumana en la que vivió y la injusticia de haber sido encarcelado sin razón y de contar con detalles cómo en la cárcel era despreciado precisamente por ser sacerdote, él escribe: “Ninguna situación carece de valor o de sentido en la providencia divina. Es una tentación muy humana sentirse frustrado por las circunstancias, sentirse abrumado e indefenso ante el orden establecido, sea este una prisión, o el sistema soviético en su conjunto, ¡o todo este mundo agobiante y podrido! En las peores circunstancias imaginables, el hombre sigue siendo hombre, dotado de una voluntad libre, y Dios siempre está dispuesto a ayudarle con su gracia. Es más, Dios espera de él que actúe en esas circunstancias, en esa situación, como Él quiere que actúe. Porque también esas situaciones, esas personas, esos lugares y esas cosas son lo que Dios quiere para él en ese momento. Puede que no esté en sus manos cambiar el ‘sistema’, como no estaba en las mías cambiar las condiciones de la prisión, pero eso no es ninguna excusa para dejar de actuar. Muchos hombres se sienten frustrados, o desalentados, o incluso derrotados cuando se encuentran frente a una situación o un mal contra el que no pueden hacer mucho. La pobreza, la injusticia social, el odio y el resentimiento, la guerra, la corrupción y la opresiva burocracia de las instituciones: todo puede generar una amarga frustración y, a veces, un sentimiento de absoluta desesperanza. Pero Dios no espera que ningún hombre cambie el mundo él solo, que acabe con todos los males o cure todas las enfermedades. Lo que sí espera de él es que actúe como Él quiere que lo haga en las circunstancias dispuestas por su voluntad y su providencia. Para actuar así no le faltará la ayuda de la gracia divina.
El sentimiento de desesperanza que todos experimentamos en circunstancias como estas, nace en realidad de nuestra tendencia a introducir demasiado de ‘nuestro yo’ en la escena. […] Tendemos a concentrarnos en nosotros, a pensar en lo que podemos o no podemos hacer, y nos olvidamos de Dios, de su Voluntad y de su Providencia. Dios, sin embargo, no se olvida nunca de la importancia de cada uno, de su dignidad y su valor y del papel que nos pide que desempeñemos en la obra de la Providencia. Para Dios, todo individuo es igual de importante en todo momento. A Él sí le importamos. Pero también espera que cada uno acepte, como venidas de sus manos, las situaciones diarias que nos envía y que obremos como Él quiere que obremos, con la gracia que nos concede para ello”[3].
El p. Walter Ciszek murió un 8 de diciembre de 1984 –solemnidad de la Inmaculada Concepción– en New York, Estados Unidos.
Ciertamente que la suya fue una experiencia extrema: sin embargo, ¿quién hay de nosotros que no haya experimentado –en mayor o menor medida– circunstancias que pusieron a prueba nuestra confianza en la Divina Providencia? Así y todo, no se espera menos de nosotros que la actitud de abandono confiado en la Providencia de Dios, porque “sólo Él conoce todos los secretos resortes que es preciso mover para llevarnos al cielo”[4].
Por tanto, y cualesquiera sean las circunstancias particulares en las que nos hallemos, personalmente o como Instituto, conviene seguir la 11ª regla de discernimiento que nos da San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales: “… el que está consolado procure humillarse y abajarse cuanto puede, pensando cuán para poco es en el tiempo de la desolación sin la tal gracia o consolación. Por el contrario, piense el que está en desolación que puede mucho con la gracia suficiente para resistir a todos sus enemigos, tomando fuerzas en su Criador y Señor”[5]. Es por eso que nos ha parecido que puede ser muy saludable a nuestras almas el reflexionar sobre la especial Providencia que Dios tiene sobre sus misioneros. Providencia que hemos experimentado no sólo individualmente sino también como Instituto misionero a lo largo de estos 37 años de existencia. De hecho, nos atreveríamos a decir que el nacimiento, crecimiento y vida de nuestro Instituto es obra continua de la misericordiosa Divina Providencia y de la “providencia maternal de María”[6] por cuyas manos descienden hasta nosotros todas las gracias.
1. La Providencia Divina en la vida y obras de nuestro Instituto
Quisiéramos entonces comenzar por recordar –aunque más no sea a grandes trazos– las bendiciones que Dios se ha complacido en derramar sobre nuestro Instituto, a pesar de nuestras grandes miserias, de que se levantaban puños amenazadores a nuestro paso, de las dificultades escarpadas que tuvimos que remontar, de los obstáculos sin cuenta que sembraban temor en nuestras almas… y cómo en todo eso, el Instituto, para gloria y honor de la Divina Providencia, ha salido airoso, ha seguido adelante y hemos podido decir luego con San Juan de la Cruz: “que todo es breve, que todo es hasta alzar el cuchillo y luego se queda Isaac vivo, con promesa del hijo multiplicado”[7].
Pues quién puede negar la especial Providencia de nuestro Señor cuando Mons. Kruk, obispo de San Rafael, autorizó un 7 de octubre de 1983 la experiencia de vida religiosa y encomendó al mismo tiempo a nuestro Fundador que comenzase también la obra del Seminario diocesano. Cómo no ver la delicada mano maternal de María Santísima que dispuso que el Instituto se fundara en la fecha providencial del 25 de marzo de 1984, cuando a conclusión del “Año Santo de la Redención”, San Juan Pablo II consagraba el mundo al Inmaculado Corazón de María junto con todos los obispos del mundo, y publicaba la Exhortación apostólica Redemptionis donum sobre la consagración religiosa a la luz del misterio de la redención.
Cómo no ver el entrelazado de distintas circunstancias providenciales, el hecho que al año siguiente, en 1985, se fundara la Villa de Luján –nuestra querida Finca– donde quedó establecida nuestra Casa Madre, ciertamente en gran pobreza y, sin embargo, en sobreabundancia de alegría y entrega– siendo hasta hoy en día la casa del Instituto que más misioneros ha dado a luz para la Iglesia.
Y así podríamos seguir enumerando las fundaciones: primero en Suncho Corral (Santiago del Estero, Argentina) y luego en Cusco, Perú; la fundación del Seminario menor con los primeros adolescentes que iban llegando –que son hoy en día ya sacerdotes misioneros en distintas partes del mundo–; la fundación de la rama contemplativa, la fundación del Bachillerato Humanista “Alfredo Bufano” –el primer establecimiento académico humanista en San Rafael y el primer colegio del Instituto–. Cómo no mencionar que el 16 de abril de 1990 se fundó la primera Casa de formación mayor del Instituto: el Seminario “María Madre del Verbo Encarnado” en San Rafael. Y así sucesivamente a lo largo de los años, como eslabones continuos de la admirable Providencia de Dios sobre el Instituto, se han seguido abriendo fundaciones, nuevos proyectos, han llegado más vocaciones –incluso provenientes de países en los que ni siquiera estamos–, se han iniciado más oportunidades de apostolado, hubo más amenazas de enemigos y más intervenciones de amigos, yerros de nuestra parte y aciertos indudablemente providenciales, pruebas que enangostaban al máximo la esperanza, e intervenciones del cielo que volvían a ensanchar la confianza y alejaban de nuestras frentes el temor; pudiendo decir al cabo: ¡Bendito sea Dios por las pruebas a las cuales nos somete y las gracias que nos concede!
Además, no podemos dejar de ver el hecho de que Dios no sólo ha querido que nuestro Instituto nazca bajo el pontificado de San Juan Pablo II, sino que el mismo Santo Padre haya tenido un rol providencial en la joven vida de nuestra pequeña Familia Religiosa. En efecto, cuando muchos se oponían a lo nuestro él supo decir con firmeza “más allá de lo que digan otros, yo quiero que este instituto vaya adelante”[8]. Es decir, la aprobación de nuestro Instituto fue promovida y discernida por el Papa Santo con todo lo que eso significa. Pero sus intervenciones no sólo fueron providenciales actuando como un instrumento ‘externo’ al Instituto, ocupándose de nosotros con una solicitud paternal exquisita, sino incluso intrínsecamente dado que nuestro Fundador escribió las Constituciones, en 1992, teniendo como guía para muchos de los temas tratados el magisterio del Papa Magno. De hecho, hay más de 1000 citas explícitas de San Juan Pablo II en nuestro derecho propio, y muchas implícitas. Eso es algo a lo que quizás con los años nos hemos acostumbrado, pero incluso cuando hace poco alguien le comentó al Cardenal Dziwisz[9] acerca de ese dato, él se sorprendió con agrado.
Algo más todavía: incluso debemos reconocer, con profundo agradecimiento y en la más genuina humildad, que aun cuando “vivimos en un tiempo caracterizado, a su manera, por el rechazo de la Encarnación”[10], nuestro buen Dios –que conoce los tiempos y los momentos– ha suscitado dentro de su Iglesia y para su Iglesia a nuestro querido Instituto que si bien pequeño y escaso de medios, tiene la nobilísima tarea de testimoniar al mundo ¡que el Verbo se hizo carne! Y “asumir en Cristo todo lo humano”[11] para elevarlo, dignificarlo, y perfeccionarlo[12]. Por tanto, podemos decir que nuestro Instituto con nuestro carisma específico y su misión propia es una ‘obra de Dios’ para bien de su Iglesia. Todo lo cual, no sólo requiere fidelidad de parte nuestra, el custodiar nuestra identidad con todos sus elementos no negociables, el transmitir todo ese riquísimo patrimonio con toda su fuerza a las generaciones futuras sino también –y esto lo quisiéramos enfatizar– requiere confianza en la Divina Providencia. Porque si la congregación es una obra de Dios, y como dice el Apóstol los dones y la vocación de Dios son irrevocables[13], Él la va a saber defender frente a las distintas vicisitudes que podamos pasar ahora o en el futuro.
Hay que ser realistas: nuestra vida como Instituto que es “del Verbo Encarnado” y que quiere seguir siempre el camino que Él nos ha indicado, reclama de nosotros que aprendamos a vivir entre espinas, sin tener donde reclinar la cabeza, de todas maneras atribulados, mas no abatidos, sumergidos en apuros, mas no desalentados; perseguidos, mas no abandonados, derribados, mas no destruidos[14], antes bien, confortados por Dios que está dispuesto a obrar portentos en los humildes que se confían a Él de corazón.
A su vez, debemos tener gran confianza en la gracia fundacional, especialmente ante tiempos de prueba, porque muchas veces puede venir la tentación de querer cambiar las cosas, es decir, de querer cambiar el carisma que Dios ha inspirado, y en eso muchas veces está la ruina de las congregaciones, al querer reformar los propósitos del Fundador tocantes al carisma del Instituto. Así a algunos les parecen mejores otras cosas porque las ven en otros Institutos, sin embargo, no es eso lo que Dios nos pide a nosotros. Debemos tener gran confianza en nuestro carisma, porque para vivir eso Dios no ha llamado a este querido Instituto y no para vivir otra cosa. Y si hacemos eso, si vivimos según el carisma al que Dios en su Providencia nos ha destinado al concedernos la vocación religiosa, tenemos que tener confianza de que nos vamos a santificar. Sólo así llegaremos a ser los miembros del Instituto “idóneos para el Amo”[15]. Por eso San Juan Bosco les daba esta recomendación a los salesianos, que también vale para nosotros: “huyamos del prurito de reforma. Procuremos observar nuestras reglas sin pensar en su mejora o reforma”[16].
Cuando uno aprende o repasa la historia del Instituto, no le queda otra opción que confesar que nosotros tenemos motivos de sobra para gozarnos y agradecer a Dios la delicada Providencia que ha guiado nuestros pasos, que ha sido refugio en las tempestades, que tantas consolaciones nos ha dado en medio de las persecuciones de los hombres, que ha sido mano bondadosa y caricia tierna cuando nos rodeaban las espinas y parecían cerrarse todas las puertas. Por eso podemos decir con el Doctor San Juan de Ávila: “Dios sea en todo bendito, sus juicios adorados, que por donde a nosotros [nos] parece pérdida, por allí con su alto saber nos gana, y esto para darnos a entender nuestro poco saber e insuficiencia y para que de corazón nos ofrezcamos llenos de fe en sus manos, esperando remedio, sin saber el modo por donde ha de venir”[17].
También es cierto de que cada uno de nosotros tiene anécdotas e historias –algunas de las más increíbles– en las que la Divina Providencia se ha manifestado de manera patente, pues otra explicación no cabría. Es más, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que cada misión del Instituto, cada casa, cada obra comenzada –los Seminarios, los hogarcitos, las escuelas, los monasterios, etc.–, las vocaciones que Dios se ha complacido en enviarnos –de las culturas más diversas, de países en los que ni siquiera se halla el Instituto, de los más diversos estratos sociales y educativos–, las muchas y diferentes actividades organizadas por la Familia Religiosa, incluso a nivel internacional, han surgido, han sido sostenidas y han crecido indudablemente gracias a la Divina Providencia. Sin ir más lejos: la inmensa mayoría de nosotros ha conocido el Instituto de manera providencial y ha experimentado ya desde el ingreso cómo lo nuestro es vivir realmente colgados de la dádiva divina, porque como dice el Santo de Fontiveros “no ha de olvidarse de ti el que tiene cuidado de las bestias”[18]. De modo tal que se ha cumplido en nosotros lo que el Beato Giuseppe Allamano les decía a los suyos: “La Divina Providencia piensa en ustedes y nunca les faltará lo necesario”[19]. Y estamos persuadidos de que esto ha sido así, porque a quienes se arrojan a seguir a Cristo, dejando tras sí todas las cosas, confiándose en todo a la divina Providencia, Dios no los abandona[20].
Esto que acabamos de decir, todas esas gracias y favores divinos, conviene tenerlos muy presentes, siendo siempre agradecidos por ellos, para que su recuerdo, sobre todo cuando atravesamos tempestades y “el alma viene a creer que todos los bienes están acabados para siempre… y que no volverá como la vez pasada”[21], nos sirva para aparejar el alma frente a la desesperanza.
“Los tiempos son difíciles”, decía San Juan Pablo II, “y, a veces, el ánimo se siente turbado y deprimido”[22]. Aun así, y aun cuando las circunstancias sean peores y se prolonguen indefinidamente, “mantened fervoroso el espíritu a pesar de las adversidades y tentaciones recordando lo que decía Don Orione: ‘Para nosotros no hay otra escuela, ni otro maestro, ni otra cátedra sino la de la cruz. Vivid la pobreza de Cristo, el silencio y la mortificación de Cristo, la humildad y obediencia de Cristo, con pureza y santidad de vida; pacientes y mansos, perseverantes en la oración, unidos todos con la mente y el corazón a Cristo; en una palabra, vivid a Cristo’”[23]. Esa debe ser nuestra actitud.
Tenemos que hacer el ejercicio de clavar en el alma la verdad revelada de que todas las cosas se disponen para el bien de los que aman a Dios[24]. “Al decir todas las cosas”, como bien explica el derecho propio, “no exceptúa nada. Por tanto aquí entran todos los acontecimientos, prósperos o adversos, lo concerniente al bien del alma, los bienes de fortuna, la reputación, todas las condiciones de la vida humana (familia, estudio, talentos, etc.), todos los estados interiores por los que pasamos (gozos, alegrías, privaciones, sequedades, disgustos, tedios, tentaciones, etc.), hasta las faltas y los mismos pecados. Todo, absolutamente todo. Al decir se disponen para el bien, se entiende que cooperan, contribuyen, suceden, para nuestro bien espiritual. Hay que tener esta visión y no la del carnal o mundano. Hay que ver todo a la luz de los designios amorosos de la Providencia de Dios”[25]. Y cuando las tempestades arrecien y todo parezca derrumbarse “dejemos de lado la pesadumbre y flaqueza que nos tiene asidos y corramos con paciencia a la guerra, que delante nos está puesta, mirando siempre para cobrar ánimo a Jesucristo, que, así como Él es autor de nuestra fe, la llevará a cabo y la perfeccionara en nosotros, y así como Él, pudiendo no morir, de buena gana, no se desdeñó de pasar todo trabajo y afrenta hasta morir tan afrentosa muerte como la de la cruz”[26], así también dispongámonos a morir, si fuese preciso, por el bien de la Iglesia y del Instituto al servicio de Jesucristo[27].
El Beato Allamano les hacía esta petición a los Misioneros de la Consolata, petición que hoy quisiéramos tomar como dirigida también a nosotros: “Quisiera que nuestros Institutos en general, y ustedes en particular, tuvieran siempre esta gran confianza en Dios [porque]: El que confía en el Señor no será decepcionado”[28].
“La confianza es una familiaridad amorosa con la Divina Providencia que nos acompaña en cada paso de nuestra vida. Abandonémonos en Dios y dejemos todo en sus manos. Es padre y hace todo lo mejor por nuestro bien. Nunca debemos temer ni por el Instituto, ni por cada uno en particular. En todo, incluso en las cosas más pequeñas, elevémonos a Dios y confiemos sólo en Él, cualquiera que fuere el curso de los acontecimientos. No fundemos nuestra confianza en los medios humanos que están en nosotros: talento, fortalezas, virtudes, etc., o que están en los otros. Hagamos siempre lo que podemos de parte nuestra, luego dejemos todo en las manos del Señor, sin temor. Él nunca deja su obra a mitad”[29].
Entendámoslo bien: nuestra vida como religiosos misioneros implica dificultades y obstáculos considerables. Es normal que eso nos preocupe: sin embargo, al mismo tiempo esa situación debe ser un estímulo providencial para nuestro Instituto, a fin de que con un ardor cada vez mayor, superemos las tentaciones del desánimo, y nos dediquemos con vigor y entrega a la maravillosa tarea de inculturar el evangelio, sin retroceder en ello ni un punto. Antes bien, nuestra respuesta debiera ser la de profundizar las características peculiares de la vocación misionera que nos distingue y renovar cada vez más el compromiso carismático que hemos recibido, aferrados cada vez más a los elementos no negociables adjuntos al carisma, en una palabra: siendo cada vez más religiosos del Verbo Encarnado.
“¡No temáis! No dudéis nunca… no perdáis jamás la confianza en la ‘consistencia’ de vuestra misión. La cotidiana y generosa profesión de fe –yo creo en Ti, Señor, que me has querido tu sacerdote [o tu monje, o tu hermano religioso, o tu seminarista o tu novicio del Instituto del Verbo Encarnado] y continuador de tu misión– debe infundiros la cotidiana y firme confianza para permanecer en vuestro puesto, para refrescar las energías en las fuentes inagotables de la gracia, para resistir a la tentación del desaliento y el abandono”[30].
2. Para consolar a los afligidos
Al principio citábamos al p. Ciszek que testimoniaba cómo los hombres, especialmente los que abandonaban la esperanza, morían. Es cierto que en tiempos de particular tribulación la tentación más común es dejarse llevar por el desaliento y la pérdida de la esperanza. Hasta ahí, nada nuevo.
Lo que sí tiene que ser nuevo, en el sentido de ser distinto, es la actitud con que uno enfrenta la prueba, la aflicción, la tribulación, la persecución, las continuas negativas, en fin, todo ‘lo que no da gusto’ y antes bien, nos da gran pesar.
Muchos religiosos, no pocas veces con justa razón, viven ‘preocupados’ sobremanera y hasta angustiados acerca de ‘qué va a pasar con el Instituto’, ‘cómo va a seguir esto’, ‘cuánto más se puede prolongar esto’, y se sienten abatidos porque no ven ‘escapatoria’ olvidándose que los designios de la Providencia de Dios trascienden nuestra ignorancia y limitación humana, y muy probablemente la ayuda, la solución, ‘el respiro’ esperado venga por donde menos lo pensamos.
El gran Doctor de la Iglesia, San Juan de Ávila, en una de sus cartas dirigidas “a una doncella atribulada” contiene un tesoro de avisos que pensamos bien se pueden aplicar a esta clase de preocupación que acabamos de mencionar (y ciertamente a cualquier tribulación especialmente de orden espiritual). No vamos a transcribir la carta en su integridad sino algunos extractos que luego comentaremos.
Puede ser que muchas veces nos veamos en tan grande aprieto que nos parezca estar en “la angustia que el pueblo de Israel estuvo cuando, saliendo de Egipto, se vio cercado por los lados de altísimos montes, y por delante con la mar, y los enemigos que por las espaldas venían (cf. Éx 13, 9); y sentiréis muchas veces lo que dijo David y sintió en sí mismo: Yo dije en el ajenamiento de mi ánima: Desechado soy delante la faz de tus ojos (Sal 30, 23). […] Y acaeceros ha llamar y no ser oídos; y en lo que buscábades y esperábades remedio, allí sucederos mayor desconsuelo […] Mas entre estas cosas, ¿qué os parece que se debe hacer? ¿Perderemos quizá la confianza de nuestro remedio, que tan muchas veces nos mandó tener Cristo? ¿Seguiremos los desmayos que el demonio y nuestra carne nos traen o la esperanza que podemos cobrar de la benignidad de Aquel que cuando estuviere airado se acuerda de su misericordia? No hay en esto mucho que deliberar, mas que ejecutar; no hay por qué desmayar, mas por qué esforzar”[31].
He aquí la primera lección: cuanto más arrecia la prueba, cuanto más duro es el padecer, no hay mucho que deliberar, sino que hay que ejecutar; no hay por qué desmayar, mas por qué esforzarse. Es decir, cuanto más brava se presente la lucha, cuanto más amenazadoras sean las asechanzas, hay que saber ver en eso mismo un acicate que nos incita al combate. Hay que ‘ponerle rostro’ a la situación, en el sentido de aceptar la prueba y enfrentarla con “actitud”. Porque hay algunos que tienen tanta paciencia en esto del querer salir adelante que como dice San Juan de la Cruz, “no quisiera Dios ver en ellos tanta”[32]. Persuadámonos que lo que “hacen falta [son] santos sacerdotes y religiosos que sean… soldados… que peleen”[33], “no con ánimo aniñado, mas con voluntad robusta”[34]. No hay que esperar que alguien más lo haga por nosotros, no hay que esperar que sólo los superiores se encarguen, sino que cada uno desde su puesto debe cumplir con celo, con humildad y con confianza en Dios lo que debe hacer, sin acobardarse si tiene que hacer algún sacrificio, antes bien pensar que sus trabajos redundarán en utilidad del Instituto al cual nos hemos consagrado.
Muchas veces hemos dicho que debemos tener ‘espíritu de cuerpo’, funcionar como ‘un cuerpo’, lo cual no se reduce exclusivamente a estar unidos y ‘en la misma página’ acerca de nuestros principios y valores, sino también a que el esfuerzo, la lucha, es algo de todos. Pues no pocas veces algunos, aunque con buen corazón se angustian por la situación presente, creen y exigen que la solución tiene que venir de otros, cuando en realidad hay que “saberse capaces de ayudar”[35] y de hecho, ponerlo por obra, cada uno en su lugar, con sus propios deberes y llevando sus propias cruces.
Hay que saber ver la “gracia de la prueba” en la que Dios, dice San Juan de Ávila, “como buen padre, esconde el amor que tiene a sus hijos, porque no se hagan flojos y falsamente seguros, mas tengan siempre un poco de recelo, con que no se descuiden y pierdan el regalo y herencia que en el cielo les tiene guardado. Y aunque Él sabe cuán gran trabajo es para ellos sentir de Él que no está sabroso y cuántas tentaciones se les levantan cuando Él parece que vuelve la cara, con todo esto quiere que pasen por estas angustias; y viéndolos y amándolos, disimula el amor que les tiene y enséñales lo que, aunque les duele, los tiene seguros”[36]. Conviene entonces, ante la prueba, llenarse el corazón de valor y el valor de confianza en Dios, porque el que nos ha llamado a esta vocación no nos abandonará jamás, si nosotros no nos soltamos de su mano. Hay que rechazar las tentaciones de desconfianza en la Providencia Divina que jamás nos habría encomendado tantos apostolados, enviado tantas vocaciones, elegido para cuidar y asistir a tantos de sus pobres y marginados en nuestros hogarcitos, si al mismo tiempo no nos hubiera destinado una ayuda, un auxilio, una gracia muy suficiente y abundante para nuestro apoyo y para poder salir adelante.
Sigue el Maestro de Ávila diciendo: “Y lo que más es de maravillar, que no sólo les deja padecer persecuciones levantadas por el demonio y otras personas, mas el mismo Padre de las misericordias (2 Cor 1, 3) y verdadero amador de sus hijos sobre cuantos padres hay, […] no sólo ve lo que padecemos de nuestros enemigos y calla, mas Él mismo nos levanta los trabajos y nos mete en la guerra. Él es el que nos suele dar gozo después de mucha tristeza, como dio a Abraham y a Isaac. […] Y así como mandó al padre que matase al hijo que el mismo Dios le había dado (cf. Gén 22, 2), y puso en tristeza al que Él primero había consolado, así suele quitar el gozo a los suyos y decir que se lo maten y que ellos vivan en continua tristeza.
[Pero] ¿Por qué, pues, estaréis angustiados de aquello que nuestro Señor envía? ¿Por qué os sabe mal la medicina que por mano de vuestro Padre piadoso ha pasado? ¿Pensáis quizá que tiene rigor para os atribular, y no poder para os librar de dondequiera que estéis caídos, y misericordia para os perdonar y hacer mayores misericordias que antes? […] Guardados os tiene Dios entre esas espinas, por excusaros las que nunca se han de acabar, según Él lo dice hablando de su viña: De noche y de día la guardo (Is 27, 3s); no tengo enojo con ella; […] porque ahora consuele, ahora atribule, su sagrada vela[37] está sobre nosotros, y entonces más cerca, cuando nosotros por más apartada la tenemos”[38].
Es lo que tantas veces hemos repetido: “no nos abandona Dios sino que nos gobierna”. Con actitud valiente y tranquila frente al mal que nos acomete y las pruebas que Dios permite que nos ocurran repitamos con San Bonifacio: “Puesto que las cosas son así y la verdad puede ser impugnada, pero no vencida ni engañada, nuestra mente fatigada se refugia en aquellas palabras de Salomón: Confía en el Señor con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos tus caminos piensa en Él, y Él allanará tus sendas. Y en otro lugar: Torre fortísima es el nombre del Señor, en Él espera el justo y es socorrido”. “Mantengámonos en la justicia y preparemos nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el tiempo que Dios quiera y digámosle: ‘Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación’. Tengamos confianza en Él, que es quien nos ha impuesto esta carga. Lo que no podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza de Aquel que es todopoderoso y que ha dicho: mi yugo es suave y mi carga ligera. Mantengámonos firmes en la lucha en el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción. Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros padres, si así lo quiere Dios, para que merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna”[39].
En otro pasaje de su carta dice el Doctor de Ávila: “No podréis, con todo vuestro pensar y reventar, añadir, como dice el Evangelio, a vuestra estatura un solo codo (cf. Mt 6, 27). […] Y cuanto más os parece a vos no hallar vado para vuestros males, no por dónde ni cómo se han de remediar, tanto más hay esperanza de remedio; pues donde falta el consejo y fuerza humana, allí acostumbra Dios de poner su mano, y aquélla es la hora propria que esperaba para hacer misericordia, para que sepan los hombres que no con espada ni arco de ellos (cf. Jos 24, 12), mas en la agradable y amorosa voluntad de Dios está su remedio. Y por eso, mientras más llena de miserias os viéredes, más os tened por aparejada y dispuesta para que Dios obre en vos su misericordia, porque la compasión de nuestras angustias le mueven a poner en nosotros sus ojos. Donde más abundan las miserias, allí más abundan sus misericordias […] Y si tan presto como vos deseáis este día no viene, no por eso os turbéis, que el dilatar no es quitar, mayormente cuando el dador es verdadero.
[…] Acordaos que nunca tanto el pueblo de Dios fue afligido, echándoles carga sobre carga y dándoles crueles azotes, que como cuando estuvo en víspera de libertad. Y así como después de noche y lluvia suele venir día y sol muy claro, y después de la tempestad vino bonanza, y tras los dolores del parto el gozo del hijo nacido, así pensad que vuestros grandes trabajos son mensajeros de grande alegría”.
Cuán provechoso es este consejo, sobre todo para aquellos religiosos que se espantan ante los escenarios posibles, que quieren retroceder ante las dificultades objetivas que se presentan o que se quedan de brazos cruzados esperando que la solución ‘venga de arriba’. Se olvidan estos tales que el ¡Navega mar adentro![40] pronunciado por el Verbo Encarnado en el lago de Genesaret y, desde entonces y hasta el fin de los tiempos repetido a incontables almas, implica el “tomar en serio, a fondo, las exigencias del Evangelio”[41] pues requiere de “hombres humildes, laboriosos, que no teman los peligros, vigilantes, pacientes en las prolongadas vigilias, constantes en repetir sus salidas al mar… dispuestos a morir”[42]. Por tanto, hay que nutrir la esperanza, llenarse el alma de valor sabiéndose amados por Dios, fortalecerse interiormente, pensando que “la medida de la Providencia Divina sobre nosotros es la confianza que nosotros tengamos en ella”[43] y que a medida que lleguen las penosas circunstancias, Dios, de quien somos y a quien pertenecemos, nos librará de ellas. Y si Él nos ha protegido hasta el presente; si continuamos aferrándonos bien de la mano de su Providencia, Él mismo nos asistirá en toda ocasión y si no pudiésemos seguir adelante, Él nos sostendrá. ¡No hay que desanimarse! ¡No hay que mirar atrás! El reconocimiento de nuestros límites y debilidades –que parecen relucir todavía más en tiempos de prueba– puede transformarse en una ocasión para experimentar la fuerza y la riqueza extraordinaria de la gracia de Dios, como de hecho ya lo hemos experimentado tantísimas veces a lo largo de la vida del Instituto.
“En prueba os tiene Dios”; continúa la carta de San Juan de Ávila, “sedle fiel en obedecer a todo lo que os enviare; amadle, aunque os azote; seguidle, aunque os vuelva el rostro; importunadle, aunque no os responda; y sabed que no trabajaréis en balde, porque fiel es, y no se puede negar, y no despreciará hasta el fin la oración del pobre (2 Tim 2, 13; cf. Sal 101, 18). Él se levantará y mandará que se sosiegue la mar; Él os dará vivo vuestro Isaac, y tornará vuestro lloro en canto, y os dará abundancia de paz por las guerras que habéis sufrido. Y si vos este bien no merecéis, Él tiene bondad para hacerlo. Lo que a vos se os pide es que aprendáis a vivir entre las espinas, sin tener dónde reclinar la cabeza; y si poco podéis obrar, suplirse ha con padecer; y que estéis firme en el camino de Dios, pues sólo aquél pierde la corona que huye y lo deja; que en lo que toca a vuestro remedio, el Señor os lo dará cuando y como vos no sabéis; y por el presente trabajo os dará abundancia de gozo con que le alabéis aquí y en el cielo, a perpetua honra de su Majestad”[44].
Lo hemos dicho en otra ocasión: no pelear, el huir, el dejar de lado las cosas por las que vale la pena morir, eso ya es perder aun antes de haber iniciado la lucha. Lo dice el derecho propio: “los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte”[45]. Debemos permanecer firmes. Seamos hombres de fe, de “una fe viva, firme, intrépida, eminente, heroica; una fe convencida de que Dios no sería Dios si fuésemos capaces de abarcarlo con nuestra inteligencia limitada, si comprendiésemos todos sus juicios y caminos”[46]. Seamos hombres que actúan como Él quiere que lo hagamos en las circunstancias dispuestas por su voluntad y su providencia movidos por esa fe que “triunfa sobre el mundo y el mal, que construye cosas grandes, que ilumina la vida y le da sentido, que fortalece, anima, conforta y excluye el miedo: ¡No tengáis miedo! Soy yo[47]. Y con esa confianza filial que nos inspira la misma fe, “arranquémosle las gracias al Señor. [Pues] Se necesita mucha confianza para poder ser un poco audaces, un poco ‘prepotentes’, para pedir milagros. El Señor no se ofende por eso. […] Recemos con perseverancia, sin desanimarnos si Dios no responde enseguida a nuestras oraciones. Golpeemos a su puerta: si no nos abre, golpeemos más fuerte; si eso no basta, ¡rompamos la puerta!”[48].
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Este es el mensaje final: no vivamos acobardados, temerosos, apocados, sino con confianza en los designios misericordiosos de Dios y lancémonos osadamente a restaurar todas las cosas en Cristo[49].
¡No debemos temer! Fíjense en lo que dice San Juan de la Cruz y que bien podemos aplicar al Instituto y a cada uno de sus miembros fieles: “porque, siendo Él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, te ama con bondad; y siendo santo, te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, te ama y hace mercedes justamente; siendo él misericordioso, piadoso y clemente, [te hace experimentar] su misericordia y piedad y clemencia; y siendo fuerte y subido y delicado ser, te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, con pureza y limpieza te ama; y, como sea verdadero, te ama de veras; y como Él sea liberal, te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interés, sólo por hacerte bien; y como Él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, diciéndote, no sin gran júbilo tuyo: Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti”[50].
Y recordemos que en todo contamos con el auxilio efectivísimo de María Santísima, Madre de la Divina Providencia. Ella “cuida de nuestro acontecer humano”[51]. Por este motivo, confiamos que Dios, quien mirándola hizo en Ella “grandes cosas”, hará otro tanto con nosotros sus hijos del Instituto del Verbo Encarnado que lo han entregado todo y se han entregado a sí mismos por manos de su Santa Madre, para gloria suya y de su santa Iglesia.
Recemos con confianza filial a la Madre de Dios que no se reserva nada para sí[52], por nosotros mismos y por el Instituto la oración ‘prepotente’ con que San Francisco de Sales ‘importunaba’ a la Virgen:
Acuérdate, dulcísima Virgen,
de que tú eres mi Madre y yo soy tu hijo;
de que tú eres muy poderosa
y yo soy pequeño, pobre, miserable, y débil.
Yo te ruego, dulce Madre mía,
que me gobiernes y defiendas
en todas mis empresas y acciones.
No me digas, Virgen graciosa, que no puedes;
porque tu amado Hijo te ha dado todo poder.
Tampoco me digas que no debes,
porque eres la Madre común
de todos los pobres seres humanos,
y singularmente mía.
Si no pudieras, yo te excusaría diciendo:
-Cierto es que Ella es mi Madre
y que me ama como hijo suyo,
mas le falta el poder.
Si no fueras mi Madre, con razón tendría paciencia, diciendo:
-Ella es muy rica para socorrerme;
pero ¡ay!, como no es mi Madre, no me ama.
Mas, oh dulcísima Virgen,
puesto que eres mi Madre
y que eres poderosa, ¿cómo te excusaría, si no me ampararas?
Ya ves, Madre mía, que estás obligada a atender a todas mis peticiones.
Por el honor y gloria de tu Hijo,
acéptame como hijo tuyo,
sin atender a mis miserias y pecados.
Libra mi alma y mi cuerpo de todo mal,
y dame todas tus virtudes, principalmente la humildad.
En fin, alcánzame todos los dones,
bienes y gracias que agradan a la Santísima Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así sea.
Que la Virgen Santísima, quien en la obediencia más profunda a los designios divinos concibió virginalmente y dio a luz al Hijo del hombre nos conceda la gracia de tener una visión providencial de toda la vida, de ser hombres en verdad “abandonados a la Providencia”[53] y que su providencia maternal dirija y proteja hoy y siempre la barquilla de nuestra vida, individualmente hablando y como Instituto.
¡Ea pues! ¡Ánimo! Que nosotros somos de la Virgen y la Virgen es nuestra.
[1] El 24 de junio de 1937, en la Basílica de San Pablo Extramuros, fiesta de San Juan el Bautista y con ocasión del 400° aniversario de la ordenación de San Ignacio de Loyola.
[2] Walter Ciszek, He Leadeth Me, Prólogo. [Traducido del inglés]. En español el libro se llama Caminando por valles oscuros.
[3] He Leadeth Me, cap. 4. [Traducido del inglés]
[4] Directorio de Espiritualidad, 67.
[5] Ejercicios Espirituales, [324].
[6] Constituciones, 83.
[7] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza (28/01/1589).
[8] Como testimonian al menos un cardenal de la Curia Romana y un obispo, que fueron testigos presenciales.
[9] Fue secretario personal de Juan Pablo II durante cuarenta y seis años.
[10] San Juan Pablo II, Carta con motivo del Capítulo General de la Orden de los Predicadores, (28/6/2001).
[11] Constituciones, 11; op. cit. San Irineo, citado en el Documento de Puebla, 400.
[12] Cf. Directorio de Espiritualidad, 50.
[13] Ro 11,29.
[14] 2 Co 4, 8-9.
[15] Constituciones, 217; op. cit. 2 Tm 2, 21.
[16] Obras fundamentales, Parte III, Reglas o Constituciones de la Sociedad de San Francisco de Sales, [15].
[17] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta XLI, A una doncella atribulada por el desamparo espiritual que sentía, p. 385.
[18] San Juan de la Cruz, Cautelas, 7.
[19] Los quiero así, cap. 2, 36.
[20] Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 3 ad 2; citado en Constituciones, 63.
[21] Cf. San Juan de la Cruz, Noche oscura, lib. 2, cap. 7, 6.
[22] A los religiosos y religiosas de Don Orione, (22/10/1980).
[23] Cf. Ibidem; op. cit. Carta de Don Orione del 22 de octubre de 1937.
[24] Rm 8,28.
[25] Directorio de Espiritualidad, 67.
[26] Cf. San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta II, A un religioso predicador.
[27] Cf. Constituciones, 113.
[28] Beato Giuseppe Allamano, Los quiero así, cap. 5,95; op. cit. Ecl 32,24.
[29] Ibidem, 94.
[30] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos y religiosas en Bérgamo (26/04/1981).
[31] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta XLI, A una doncella atribulada por el desamparo espiritual que sentía, p. 385.
[32] Noche oscura, lib. 1, cap. 5, 3.
[33] Cf. Directorio de Espiritualidad, 108.
[34] San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 16, A la M. María de Jesús (18/07/1589).
[35] Directorio de Vida Fraterna, 37.
[36] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta XLI, A una doncella atribulada por el desamparo espiritual que sentía, p. 386.
[37] En el sentido de vigilancia.
[38] Cf. San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta XLI, A una doncella atribulada por el desamparo espiritual que sentía, p. 387.
[39] Citado en la Homilía “Avatares” predicada en la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores para la renovación del cuarto voto de esclavitud mariana (15/09/1999).
[40] Lc 5, 4.
[41] Directorio de Espiritualidad, 216.
[42] Cf. Ibidem.
[43] San Francisco de Sales, citado por F. Vidal, En las fuentes de la alegría.
[44] San Juan de Ávila, Obras completas de San Juan de Ávila, IV, Carta XLI, A una doncella atribulada por el desamparo espiritual que sentía, pp. 388-389.
[45] Directorio de Espiritualidad, 76.
[46] Ibidem.
[47] Ibidem, op. cit. Mc 6, 50.
[48] Cf. Beato Giuseppe Allamano, Los quiero así, cap. 10, 177.
[49] Directorio de Espiritualidad, 1; op. cit. Ef 1, 10.
[50] Cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, canción 3, 6.
[51] San Juan Pablo II, Homilía en la Plaza de Las Américas de San Juan de Puerto Rico (12/10/1984).
[52] Cf. Constituciones, 85.
[53] Constituciones, 231.