Amor a la Iglesia

Contenido

Queridos Padres, Hermanos y Seminaristas:

El día 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor en el templo, fue instituido por San Juan Pablo II como el día en que toda la Iglesia da gracias a Dios por la vida consagrada, puesto que reconoce en ella un “don precioso y necesario para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión[1]. Y también ese día nosotros celebramos el “día del religioso del Verbo Encarnado”.

A todos Ustedes –queridos Padres, Hermanos y Seminaristas– que en todas partes viven con fidelidad su compromiso con Dios, reflejando el mismo modo de vivir de Cristo[2] con la propia vida, con las obras y con las palabras, quiero hacerles llegar en este día, mi más afectuoso saludo.

Que esta celebración se revista de particular alegría al “hacer estima de la vocación” –como recomendaba San Alfonso a sus religiosos– “pues es el mayor beneficio que Dios ha podido hacernos después del beneficio de la creación y redención”. Y así lo reconoce la misma Iglesia cuando dice: “Las personas de los consagrados son, en efecto, uno de los bienes más preciados de la Iglesia”[3].

Nosotros, que reconocemos en nuestra vocación un doble llamado: uno de Dios y otro de la Iglesia, ya desde las primeras páginas de nuestras Constituciones confesamos, “que, para gloria de la Trinidad Santísima, mayor manifestación del Verbo Encarnado y honra de la Iglesia fundada por Cristo que ‘permanece en la Iglesia Católica gobernada por el sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él’[4], queremos dar el ‘testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas’[5][6].

Y con esas palabras expresamos –entre otras cosas– que la vida consagrada no sólo es parte integral de la Iglesia, ya que se halla en el “corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión”[7], sino que es en la Iglesia donde hallamos el medio propicio para entregamos “con mayor perfección al servicio de Dios y de los hombres”[8] y así aspiramos confiados en la misericordia divina a alcanzar un día el reino de los cielos. Y por eso decimos que “no queremos saber nada fuera de Ella”[9]. Pues, como decía el Padre Espiritual de nuestra pequeña Familia Religiosa, “sería ir contra la naturaleza misma de la Iglesia y de la vida consagrada admitir un paralelismo entre ambas”[10].

Convencidos de que “la vida religiosa es cristocéntrica”[11] decimos además que “queremos fundarnos en Jesucristo, que ha venido en carne[12], y en sólo Cristo, y Cristo siempre, y Cristo en todo, y Cristo en todos, y Cristo Todo, porque la roca es Cristo[13] y nadie puede poner otro fundamento[14]. Queremos amar y servir, y hacer amar y hacer servir a Jesucristo: a su Cuerpo y a su Espíritu. Tanto al Cuerpo físico de Cristo en la Eucaristía, cuanto al Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia”[15]

De tal modo que nuestro amor y servicio a Jesucristo se identifican con nuestro amor y servicio a la Iglesia, ya que no son dos amores sino uno sólo.  Por eso me ha parecido oportuno que con ocasión de esta celebración reflexionemos sobre la vida religiosa en relación a la vida, santidad y misión de la Iglesia, a la que pertenece toda nuestra vida.

1. La vida religiosa íntimamente unida a la Iglesia

Todos nosotros sabemos, profesamos y estamos convencidos que la Iglesia es inseparable de Cristo.

En el orden divino nunca hay una kenosis sin un pleroma. Por eso el Venerable Siervo de Dios Monseñor Fulton Sheen expresaba esta realidad con su exquisita pluma diciendo: “si la kenosis fue el vaciamiento de Cristo como Víctima, el pleroma de Cristo es la Iglesia. […] La Iglesia sin Cristo sería como un cáliz vacío; Cristo, sin la Iglesia sería como un rico vino que no se puede beber por falta de cáliz. […] Como no hay Mesías sin Israel, ni nacimiento de Cristo sin la Madre Virgen, ni hay Cristo sin su Iglesia, no hay tampoco plenitud de Cristo fuera de su Cuerpo Místico… La Iglesia es la personificación de Cristo, así como Cristo es la encarnación de Dios. Él es el Esposo, la Iglesia su Esposa”[16].

De aquí que, “exista, un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización”[17]. Y así lo enseña nuestro Directorio de Espiritualidad cuando dice que “la realidad jerárquica y a la vez mística, visible y espiritual, terrestre y celestial, canónica y carismática, humana y divina, que es la Iglesia, por una profunda analogía ‘se asemeja al Misterio del Verbo Encarnado’[18], ya que ‘Cristo mismo está Encarnado en su Cuerpo, la Iglesia[19][20]. Y también nuestro Directorio de Vida Consagrada señala: “el amor a Cristo Cabeza incluye el amor a su cuerpo, la Iglesia, con el que se identifica místicamente”[21]. Por eso, desde el Noviciado[22] se nos ha inculcado el “amor a la Iglesia y a sus sagrados pastores”[23] como partes de una misma realidad.

Nuestras Constituciones, a su vez, declaran con gran fuerza nuestra clara intención de “anonadarnos a los pies de la Iglesia… y obedecer por amor a Cristo… a quienes el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios”[24] y afirmamos que es un “título de honor de nuestra Familia Religiosa la sumisión a la jerarquía eclesiástica”[25]. Ya que –como decía el Beato Pablo VI– “no se puede amar a Cristo sin la Iglesia, escuchar a Cristo, pero no a la Iglesia, estar en Cristo, pero al margen de la Iglesia”[26].

¡Cuán inmensamente edificante y gratificante es ver a nuestros religiosos –en tantísimos lugares y a costa de grandes sacrificios– que imbuidos de este espíritu dan testimonio con la entrega de la propia vida de que el amor a Cristo y a la Iglesia se identifican!  Porque, ¿qué es sino este amor el que los hace ir a las misiones con una disposición martirial y soportar las temperaturas más extremas, pasar toda pobreza, en medio de noches y tribulaciones del alma, tantas veces padeciendo ‘las contradicciones de los buenos’, sin más apoyo que la promesa del Señor que dijo: lo que hicieres a uno de estos pequeños a mí me lo hacéis (Mt 25, 40) y no quedara un vaso de agua sin recompensa (Mc 9, 41) y así se gastan y se desgastan (cf. 2 Cor 12, 15) por la salvación de las almas, ya en lugares inhóspitos, ya en medio de la indiferencia de las grandes ciudades, ya en aquellos lugares donde nadie más quiere ir? Sólo su lealtad al amor de Cristo y a su Iglesia dan respuesta.

Pues como dice nuestro Directorio de Vida Consagrada: “La consagración y la profesión de los consejos evangélicos “son un particular testimonio de amor”[27]. Porque sabemos que, amando a la Iglesia, amamos a Cristo, nuestro Esposo, quien es a su vez, Cabeza del Cuerpo. Esa es nuestra magnífica y privilegiada función: amar a Cristo Esposo y a su Cuerpo. Y así, movidos por la caridad “vivimos para Cristo y su Cuerpo que es la Iglesia” [28].

Por este amor a Cristo y a su Cuerpo Místico nosotros consagramos nuestra “vida espiritual al provecho de toda la Iglesia”[29] y nos dedicamos a “trabajar según las fuerzas y según la forma de la propia vocación, ya con la oración, ya con el ministerio apostólico, para que el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el mundo”[30]. Y así, sentimos y actuamos “siempre con ella, de acuerdo con las enseñanzas y las normas del Magisterio de Pedro y de los Pastores en comunión con él”[31] porque nos sabemos llamados a ser testigos de comunión eclesial (sentire cum Ecclesia) mediante “la adhesión de mente y de corazón al Magisterio de los Obispos, y de vivirla con lealtad y testimoniarla con nitidez ante el Pueblo de Dios”[32]

Este ha sido y es el espíritu de nuestro Instituto que siempre tuvo como criterio seguro sentire Ecclesiam y sentire cum Ecclesia[33]. Y –como no podría ser de otro modo– así lo hemos entendido nosotros desde los inicios, seguros de que de esto depende la eficacia sobrenatural de toda nuestra actividad apostólica y conscientes de que actuando de otro modo “traicionaríamos gravísimamente nuestro carisma”[34]. ¡Cuán reconfortante es constatar cómo tantos obispos, en todo el mundo (en los cinco continentes), desde los inicios mismos de nuestra congregación, hacen estima de este aspecto innegable de nuestra espiritualidad! ¡Cuán apremiante debe ser el hecho de que más de otros 250 obispos de lo ancho y largo del mundo soliciten con insistencia la presencia de nuestros sacerdotes!

No olvidemos, pues entonces, que nosotros, juntando, “el perfecto amor de Dios con la caridad perfecta hacia el prójimo” –como decía el Papa Pio XII– nos debemos sentir siempre “totalmente consagrados a las necesidades de la Iglesia y de todos los necesitados”[35] y es así que nos sentimos impelidos a la misión. No sin antes esforzarnos por dar una recta formación sacerdotal para “estar en perfecta comunión con su Iglesia Jerárquica –por una misma fe y una misma caridad–, y por el gobierno de uno solo sobre todos: Pedro”[36], siempre orando fervorosa y devotamente por la Iglesia[37]. Tal oración es para nosotros un aspecto, ciertamente no secundario, y por lo tanto procuramos formarnos “en una profunda intimidad con Dios”[38].

2. La santidad como respuesta del amor que es debido a Cristo y a su Iglesia 

Además de ser la vida consagrada un don para la Iglesia, los religiosos “son la Iglesia”[39], por el simple hecho de ser bautizados. Más aun, podemos decir que nosotros, los religiosos, somos “de alguna manera el alma de la Iglesia por nuestra misma profesión religiosa ordenada totalmente a la caridad”[40].

Esto nos indica, de manera muy singular, que debemos estar firmemente resueltos a alcanzar la santidad, particularmente por la práctica cada vez más profunda y consecuente de los votos religiosos, fidelísimos al espíritu de nuestro Instituto, siempre perseverantes y conscientes de que “si la santidad es alcanzable, es sobre todo porque es obra de Dios”[41].

Sólo así seremos santos como Dios nos quiere santos, ya que Él nos ha llamado a servirlo en este Instituto particular. Y así lo serán también, con la gracia de Dios, las generaciones que vendrán si es que nosotros sabemos transmitir lo que hemos recibido. Ya que nuestra vida religiosa “no nace de un proyecto humano, sino que es iniciativa de Dios y, por tanto, don de la bondad del Señor para la vida y la santidad de la Iglesia”[42]. Y como “la comunión en la Iglesia no es pues uniformidad”[43], nuestra pequeña Familia Religiosa será tanto más útil a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad[44] que –como todo don del Espíritu Santo– nos ha sido concedido con objeto de que fructifique para el Señor[45].

San Alfonso María de Ligorio, en una carta muy hermosa del 8 de agosto de 1754, en la que recomendaba el mantenerse en el primer fervor de la congregación fundada por él y denunciaba en algunos la falta de ese espíritu, decía: “Yo no sé a dónde irán a parar éstos, porque Dios nos ha llamado a esta Congregación para hacernos santos y salvarnos como santos. El que quiera salvarse en la Congregación, pero no como santo, yo no sé si se salvará”[46].

A su vez, San Vicente de Paul, recordaba la verdad de la vocación a los primeros miembros de su congregación, con estas palabras: “es Dios es el que nos ha llamado y el que desde toda la eternidad nos ha destinado para ser misioneros, no habiéndonos hecho nacer ni cien años antes ni cien años después, sino precisamente en el tiempo de la institución de esta obra; por consiguiente, no hemos de buscar ni esperar descanso, contentamiento ni bendiciones más que en la Misión, ya que es allí donde Dios nos quiere, dejando desde luego por sentado que nuestra vocación es buena, que no está basada en el interés ni en el deseo de evitar las incomodidades de la vida, ni en cualquier clase de respeto humano.” Y continúa el Santo “nosotros somos los primeros llamados. Se dice que son los primeros de una congregación aquellos que entran en ella durante el primer período de su fundación[…]. Así pues, si somos nosotros los primeros elegidos para devolver al aprisco a las ovejas extraviadas, ¿qué pasará si huimos? ¿dónde creemos que podremos refugiarnos? Quo ibo a spiritu tuo et quo afacie tuafugiam?[47].

Queridos todos, esforzándonos por ser santos contribuiremos a la santidad de la Iglesia. Pues, nuestra vocación “nunca tiene como fin la santificación personal. Más aún, una santificación exclusivamente personal no sería auténtica, porque Cristo ha unido de forma muy íntima la santidad y la caridad. Así pues, los que tienden a la santidad personal lo deben hacer en el marco de un compromiso de servicio a la vida y a la santidad de la Iglesia. Incluso la vida puramente contemplativa… conlleva esta orientación eclesial”[48].

Y aun cuando en esta peregrinación terrena los hijos de la Iglesia con frecuencia entristecen al Espíritu Santo[49], la fe nos dice que nosotros que hemos sido sellados con el Espíritu Santo para el día de la redención[50], podemos ―a pesar de nuestras debilidades y pecados― avanzar por las sendas de la santidad, hasta la conclusión del camino.

En este sentido cuán alentadoras resultan las palabras de San Juan Pablo II, que se presentan muy actuales para todos nosotros: “Hay que dar testimonio de la verdad, aun al precio de ser perseguido, a costa incluso de la sangre, como hizo Cristo mismo […] Seguramente nos encontraremos con dificultades. Nada tiene de extraordinario. Forma parte de la vida de fe. A veces las pruebas son leves, otras muy difíciles e incluso dramáticas. En la prueba podemos sentirnos solos, pero la gracia divina, la gracia de una fe victoriosa, nunca nos abandona. Por eso podemos esperar la superación victoriosa de cualquier prueba, hasta la más difícil”[51].

3. La misión está inscrita en el corazón mismo de la vida consagrada[52]

Porque “del amor de Dios por todos los hombres, la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero”[53], nosotros animados por el amor al Verbo Encarnado que amó a la Iglesia y se entregó por ella [54], y a quien nos dedicamos “totalmente como a nuestro amor supremo”[55], conservemos, cultivemos y pidamos a Dios siempre las gracias del fervor espiritual y la alegría de entregarnos sin reservas a nuestra misión específica en la Iglesia: que es la de evangelizar las culturas, según el espíritu suscitado por el Espíritu Santo en el fundador de nuestro Instituto,  incluso cuando tengamos que sembrar entre lágrimas[56].

Dicha tarea de evangelización sólo puede realizarse con particular eficacia en razón de la fuerza de nuestra comunidad religiosa[57] y ésta reside en su unión. Sin olvidar que: “es la verdad, más que nada, la que construye la unidad”[58], como nos lo enseñó el mismo Cristo cuando dijo: El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama[59].

Por eso, sigue siendo imperiosamente válido el deseo expresado en el Directorio de Espiritualidad: “Aspiramos, conforme a las palabras de San Pablo, a tener un mismo sentir en el Señor[60]. Esta unanimidad o concordia que buscamos significa unidad en el juicio de la razón sobre lo que debe hacerse, y unidad en las voluntades, de modo que todos quieran lo mismo. Así, pues, esta concordia nace de la misma fe, por la que sabemos qué debemos hacer, y de la caridad, por la que amamos todos los mismos bienes y compartimos las fatigas, como buenos soldados de Cristo Jesús”[61]. Ha sido siempre edificante constatar, particularmente en estos últimos tiempos, la sólida cohesión interna que existe entre los miembros de nuestra familia religiosa, esto ha sido uno de los frutos más preciados que hemos visto en la celebración del último capítulo general y es una gracia con la que el Espíritu Santo, en medio de tantas dificultades, nos regala y nos sostiene. Tal unidad se nutre de la Eucaristía y es sostenida por la súplica, que la implora como don especial de Dios, por intercesión de la Virgen Santísima.

En este sentido, el Beato Paolo Manna animaba a sus misioneros, y esto es muy importante para nosotros hoy: “Propongámonos, pues, trabajar unidos y con perfecta concordia en el puesto que la obediencia nos ha asignado. No nos olvidemos que nuestro Instituto representa una de las más gloriosas escuadras de la Iglesia. Como soldados de este aguerrido ejército, debemos marchar unidos y bien ordenados como un ejército preparado para la batalla[62]. Si no tenemos espíritu de cuerpo, si cada uno querrá obrar a su gusto, si no seremos obedientísimos a las órdenes de nuestros generales, si nos dispersamos, seremos débiles y conseguiremos derrotas en vez de victorias. Las vocaciones perdidas en todos los Institutos por falta de espíritu de obediencia y de unión fraterna constituyen una triste demostración de esto: su corazón está dividido, ahora morirán[63], ¿Estaremos unidos? Salvaremos almas, edificaremos la Iglesia y venceremos siempre. [Porque] un hermano que es ayudado por otro hermano, es como una ciudad fortificada[64][65].

Queridos todos: la comunión fraterna –profunda y bien entendida– ya es apostolado: es decir, “contribuye directamente a la evangelización”[66]. Es más, “toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común”[67]. Y esto es así, porque el mismo Verbo Encarnado nos ha llamado a vivir unidos para que el mundo crea[68]. Este aspecto no nos debe parecer secundario o accidental ya que “si no tenemos buenas comunidades no podremos llevar a cabo nada de importancia”[69].

“¡Cuántas veces las obras fracasan por la divergencia de los misioneros… cuántas misiones se arruinan por esta causa! ¡Que no suceda esto en nuestro pequeño Instituto, donde somos tan pocos para una obra que se asemeja a lo infinito! Sacrifiquemos todo con tal de mantener la unidad y la concordia, sacrifiquemos especialmente nuestro amor propio, nuestros puntos de vista y nuestras comodidades”[70]. No sigamos nunca a los que crean división, disgregan e incluso conspiran para romper esta unidad tan preciada.

“Por este motivo es de primordial importancia que los que se preparan a la misión cultiven un sano amor por la comunidad donde se vive sin excluir de hecho a nadie, en particular a los caracteres más difíciles”[71].

En fin, que esta fiesta eclesial universal del religioso y en particular para nosotros, del religioso del Verbo Encarnado, nos encuentre más unidos a Él, más imbuidos de su espíritu y con el alma empapada de los mismos sentimientos de su Sacratísimo Corazón. De tal manera que seamos religiosos que “abrevan su espíritu en la Palabra de Dios, serviciales con el prójimo, solidarios con todo necesitado, promotores del laicado, con gran capacidad de diálogo, sin crisis de identidad, deseosos de la formación permanente, abandonados a la Providencia, amantes de la liturgia católica, predicadores incansables, caudalosos de espíritu, ‘con una lengua, labios y sabiduría a los que no puedan resistir los enemigos de la verdad’[72], de ubérrima fecundidad apostólica y vocacional, con ímpetu misionero y ecuménico, abiertos a toda partícula de verdad allí donde se halle, con amor preferencial a los pobres sin exclusivismos y sin exclusiones, que vivan en cristalina y contagiosa alegría, en imperturbable paz aun en los más arduos combates, en absoluta e irrestricta comunión eclesial, incansablemente evangelizadores y catequistas, amantes de la Cruz”[73].

Este 2 de febrero hemos de ofrecer la Santa Misa pidiéndole a María Santísima, Madre y Modelo de todo consagrado, nos conceda la gracia de “vivir con calidad la vida religiosa según nuestro carisma y, por tanto, revivir y testimoniar el único misterio de Cristo, sobre todo en los aspectos de su anonadamiento y de su transfiguración”[74]. Agradeciendo a Dios el inmenso don de la vocación a la vida consagrada vayamos por doquier irradiando el amor y la alegría de haber sido llamados a amar y servir a Cristo en el seno de su Santa Iglesia.

¡Feliz día del Religioso del Verbo Encarnado!

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de febrero de 2017
Carta Circular 7/2017

 

[1] Cf. Vita Consecrata, 3; op. cit. Lumen Gentium, 44.

[2] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 22; op. cit. Vita Consecrata, 32.

[3] Directorio de Noviciados, 144; op. cit. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la Vida Consagrada en el Tercer Milenio, 19.

[4] Lumen Gentium, 8.

[5] Lumen Gentium, 31.

[6] Constituciones, 1.

[7] Vita Consecrata, 3; op. cit. Ad Gentes, 18.

[8] Constituciones, 6.

[9] Directorio de Espiritualidad, 244.

[10] San Juan Pablo II, Carta apostólica a los Religiosos y Religiosas de América Latina con ocasión del V centenario de la Evangelización del Nuevo Mundo, 29 de junio de 1990.

[11] Directorio de Vida Consagrada, 34.

[12] 1 Jn 4, 2.

[13]  Cf. 1 Cor 10, 4.

[14] 1 Cor 3, 11.

[15] Cf. Constituciones, 7.

[16] Ven. Arzobispo Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, Cap. 10. (Traducido de la versión en inglés)

[17] Cf. Evangelii Nuntiandi, 16.

[18] Lumen Gentiun, 48.

[19] Ibidem.

[20] Directorio de Espiritualidad, 244.

[21] Cf. 255.

[22] Cf. Directorio de Noviciados, 169.

[23] Directorio de Noviciados, 162; op. cit.  CIC, c. 652 § 1-2.

[24] Cf. Constituciones, 76.

[25] Directorio de Vida Consagrada, 26.

[26] Ibidem.

[27] Directorio de Vida Consagrada, 23.

[28] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 23; op. cit. Redemptionis Donum, 14.

[29] Directorio de Vida Consagrada, 24.

[30] Cf. Ibidem.

[31] Directorio de Vida Consagrada, 25

[32] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 25.

[33] Aunque a lo largo y ancho de nuestro derecho propio aparece una y otra vez este concepto cito aquí algunos ejemplos de referencia: Constituciones 1, 210, 211, 231, 265, 266, etc.; Directorio de Espiritualidad, 227, 241-249, 256, 261-263, etc.; Directorio de Misiones Ad Gentes, 159; Directorio de Misiones Populares, 12-13, Directorio de Vida Consagrada, 260, 263-265, etc.

[34] Directorio de Espiritualidad, 245.

[35] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 257; op. cit. PÍO XII, Sponsa Christi, 37.

[36] Constituciones, 210.

[37] Acerca del tema de la oración por la Iglesia les recomiendo vivamente la lectura de P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, Cap. 2, 9, 10 y 15. 

[38] Constituciones, 203.

[39] Directorio de vida consagrada, 25.

[40] Cf. Ibidem.

[41] Cf. Directorio de Seminarios Menores, 35.

[42] San Juan Pablo II, A los Obispos participantes en un Congreso sobre vida consagrada, 9 de febrero de 1990.

[43] Vita Consecrata, 4.

[44] Directorio de Vida Consagrada, 320: “‘la gracia propia del fundador… (es) la de una fecundidad particular en la Iglesia’, que por medio de él, en el Espíritu, se concede a una Familia Religiosa para la edificación de la Iglesia según su modo peculiar de vivir la vida religiosa y el apostolado”.

[45] Cf. Vita Consecrata, 4.

[46] Sumarium, p. 249-350; op. cit. en Rey-Mermet, El Santo del Siglo de las Luces, BAC Maior, p. 529.

[47] Conferencia del 29 de octubre de 1638

[48] Directorio de Vida Consagrada, 33.

[49] Ef 4, 30.

[50] Ibidem.

[51] San Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos!, Parte VI.

[52] Directorio de Vida Consagrada, 266.

[53] Directorio de Misiones Ad Gentes, 11; op. cit. CIC, 851.

[54] Ef 5, 25

[55] Directorio de Vida Consagrada, 22.

[56] Directorio de Misiones Ad Gentes, 144.

[57] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 266.

[58] Directorio de Espiritualidad, 59.

[59] Mt 12, 30.

[60] Cf. 2 Cor 13, 11; Flp 4, 2.

[61] 248.

[62] Cf. 2 Mac 15, 20.

[63] Os 10, 2.

[64] Prov 18, 19.

[65] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, 15 de septiembre de 1927.

[66] Directorio de Vida Fraterna, 21.

[67] Directorio de Vida Fraterna, 22.

[68] Jn 17, 21

[69] Directorio de Misiones Ad Gentes, 122.

[70] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 13, Milán, septiembre de 1930.

[71] Directorio de Misiones Ad Gentes, 120.

[72] San Luis Maria Grignion de Montfort, Oración abrasada, 22.

[73] Constituciones, 231.

[74] Directorio de Vida Consagrada, 2; op. cit. Cf. Vita Consecrata, 93.

Otras
publicaciones

Otras
publicaciones