El celo apostólico de un sacerdote del IVE

Contenido

El Celo Apostólico de un Sacerdote del IVE[1]

 

Introducción

Un aspecto de la vida de san Juan de la Cruz que pocos conocen es que durante los 28 años que vivió como religioso de la Orden del Carmen, ejerció no pocas veces el “oficio sagrado de gobernar”[1], y lo hizo con admirable virtud, gran discernimiento e ingenioso celo apostólico. Este último aspecto es lo que quisiera destacar: su celo apostólico; como manifestación de aquel principio que dice “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”[2]

Muchos de Ustedes conocen la extensa obra espiritual del Santo por sus numerosos escritos, pero quizás pocos saben que la mayor parte de su obra espiritual la escribió mientras era provincial de Andalucía[3] y escribía porque se lo pedían: “sólo por ser almas criadas para el cielo”[4].

Fray Juan de la Cruz con todo lo que le gustaba la soledad y el retiro era dueño de un gran celo apostólico y así lo demuestran la enorme cantidad de obras y proyectos y trabajos en las que se vio envuelto por hacer bien a toda clase de almas y los testimonios de muchas de esas almas. Así por ejemplo, se destacó durante sus gobiernos por su paternidad en el ejercicio de su cargo, sobresalió por su apostolado epistolar y su magisterio oral y escrito como tenemos dicho, por su caridad con los pobres (dicen que una vez no vino a pedir una mujer pobre que siempre solía, entonces él mandó a un religioso que la buscase y averiguase por qué no había venido y de paso le llevase la comida de ese día). San Juan de la Cruz también viajaba mucho: viajó más de lo que nos podríamos imaginar: ¡27000 km! casi siempre a pie o montado en un burro.

Asimismo, este gran Doctor de la fe, siendo superior, se empleó fervorosamente en la construcción, remodelación y mejoramiento –podríamos decir– de cuantos conventos presidió. De este modo, sumado a su gran actividad de gobierno, se afanaba él mismo en las tareas de construcción, porque como él mismo decía: “quiere Dios almas no haraganas ni delicadas, ni menos amigas de sí”[5]. Era un hombre hábil en la construcción: poniendo suelos, haciendo tabiques, haciendo adobes, planificando estructuras, etc., así que ayudaba en todo. Hasta construyó un acueducto de 12 arcos −que era una obra de ingeniería colosal en aquel entonces− y que todavía se mantiene en pie, para llevar agua a su convento y regar su campo. Era un hombre de soluciones.

Se destacó también por el gran movimiento vocacional que provocó principalmente gracias a su testimonio de vida como religioso aunque también por sus exhortaciones, por sus escritos, por su apostolado con los jóvenes a quienes reunía en el convento y les explicaba los salmos.  

Hay que decir que también Juan de la Cruz gustaba mucho de la labor silenciosa del confesionario. Estando de rector en Baeza, cuenta uno de los testigos “que tenía el dicho santo padre grande celo del aprovechamiento de las almas, y así muy de ordinario acudía al confesionario a confesar y tratar muchas personas, en las cuales hizo mucho provecho y mucha mudanza de vida”. Tan era así que, para poder atender al máximo a la gente fray Juan de la Cruz, tan cumplidor del horario, con total libertad de espíritu lo cambió, de tal manera que hacía las dos horas de oración temprano en la mañana, para poder atender luego al pueblo, y lo mismo toda la tarde.

Agreguemos a lo dicho que Juan de la Cruz ‘gastaba’ mucho tiempo en la dirección espiritual de sacerdotes, no sólo religiosos del Carmen, sino también toda clase de canónigos y curas.

Asimismo, el apostolado que hacía con las religiosas fue sin par: como capellán, director espiritual, exorcista, etc. Dice uno de sus biógrafos, Alonso de la Madre de Dios: “No ha tenido la Reforma ni tendrá persona que más haya amado y procurado la perfección de sus descalzas”[6]. A tal punto esto era así que santa Teresa decía que, para la perfección de sus monasterios, quería tener en cada convento un sacerdote como el santo padre fray Juan de la Cruz[7].

También su apostolado con seglares fue muy fructífero, ya con las familias, ya con los niños a quienes catequizaba, ya con los caballeros, ya con los jóvenes en los colegios donde estuvo, ya con quienes se encontraba a su paso en la calle. Cuenta un seglar que “a todos exhortaba a pasar trabajos por Dios… y a que tuviesen gran confianza en su Majestad, que los había de librar en todos sus trabajos”[8]. Fueron muchos los que atestiguaron diciendo que a fray Juan de la Cruz el amor de los prójimos nacíale del ardentísimo que tenía a Dios[9].

En fin, no importa de qué clase de obra se tratase, que oficio desempeñaba, o que clase de almas tenía enfrente, en todo destelló su magnanimidad y gran celo apostólico. Porque “el alma que anda en amor no cansa ni se cansa” (frase del santo que cita el Directorio de Espiritualidad en el número 108); es más, todas “las obras grandes por el Amado [las] tiene por pequeñas, las muchas por pocas, el largo tiempo en que le sirve por corto”[10].

Por eso a un religioso después de recomendarle la resignación, la mortificación, el ejercicio de las virtudes y la soledad corporal y espiritual le aclara: “No quiero decir por esto que deje de hacer el oficio que tiene, y cualquiera otro que la obediencia le mandare, con toda la solicitud posible y que fuere necesaria, sino que de tal manera lo haga que nada se le pegue en él de culpa, porque esto no lo quiere Dios ni la obediencia”[11].

A nosotros como religiosos del Instituto del Verbo Encarnado se nos manda vivir a “impulsos del ‘celo por las almas’”[12] y constantemente se nos habla del entusiasmo y empeño apostólico[13] y de la gran necesidad del trabajo apostólico[14] como un servicio a Dios y al prójimo. Es parte integral de nuestra vida.  Nuestro Instituto y la Iglesia tienen necesidad de un auténtico ejército de hombres superiores, de hombres que de verdad sean “los incondicionales de Dios” capaces, de “sufrir en silencio y de dar la vida por sus ovejas”[15]:  no simples soldados, no “tributarios”[16], no asalariados[17] ni aficionados, sino hombres que sean “capaces de llevar el peso de responsabilidades”[18], “verdaderos Pastores de almas en el sentido más sublime de la palabra, que sepan formar a Jesucristo en las almas del desbordamiento de su tesoro de gracia y virtud”[19].

Por eso vamos a tratar este tema del celo apostólico en varios puntos:

  • Definir qué es el celo apostólico
  • Obligación de todos los sacerdotes en trabajar para salvar almas;
  • Gozo que causa a Dios ese sacerdote que trabaja por el prójimo;
  • Salvación y premio que tendrá;
  • Del fin, de los medios y de las obras del sacerdote celoso de la salvación del prójimo.

1. Qué es el celo apostólico[20]

 

La expresión más hermosa de la caridad pastoral del sacerdote es el celo, la flor de su caridad.

La palabra ‘celo’ tiene un doble significado. Ante todo, según su etimología griega y latina, quiere decir algo así como ‘fiebre’ o ‘ardor’, en este caso, del espíritu. El celo de las almas sería una especie de fiebre sacerdotal. San Pablo lo pone en parentesco con la caridad[21]. Los sacerdotes que aman verdaderamente hierven de fervor en el servicio del Señor. El celo pastoral es un ímpetu de caridad que proviene de la gracia sacramental del sacerdocio y se despliega a lo largo de todo el ministerio apostólico.

Si Cristo afirmó que había venido a la tierra para traer fuego y que no quería sino que se encendiese[22], a los sacerdotes nos toca propagar este incendio. “El celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe devorar al sacerdote, hacerle olvidar de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con siempre creciente extensión y perfección”[23], escribía Pío XI a los sacerdotes.

Digamos ahora cuáles son algunas características de este celo:

Celo creativo: La misión que recibimos de Cristo no es para descansar. Cristo quiere que nos movamos por las almas. Que no nos instalemos en la rutina de nuestro apostolado, o mejor, que no hagamos de nuestro apostolado una rutina, sino que pensemos todos los días nuevas iniciativas. Que siempre nos estemos preguntando: ¿qué más puedo hacer por Cristo? ¿Cómo puedo acercarle mejor a las almas? ¿Cómo lograré convencerlas de que es el único que merece ser amado sin reticencias? Pensar: cuáles son los apostolados propios que faltan en mi parroquia: ¿Oratorio? ¿Grupo de jóvenes? ¿Buena prensa? ¿Monaguillos? ¿Hace cuánto que no se hace una misión popular? ¿Organizamos campamentos para nuestros niños? ¿Cómo voy a mejorar la próxima fiesta patronal, la próxima Semana Santa, la próxima Navidad? Y si doy clases: ¿Cómo voy a ‘enganchar’ más a mis alumnos? O, ¿acaso sigo enseñando con los mismos apuntes de hace 20 años con la excusa de que la doctrina no ha cambiado? ¿Cuánto estoy haciendo por las vocaciones? ¿Cómo puedo mejorar la organización de mi parroquia, de mi comunidad? Hay que plantearse esas cosas… “Hay que pensar los nuevos problemas y buscar con creatividad las soluciones eficaces, con gran confianza en el poder de Dios que sigue obrando en el mundo incansablemente. No hay que tener miedo a las pastorales inéditas, siempre que sean según Dios”[24].

Celo universal: El celo del sacerdote debe ser universal, católico. No hay que tener mentalidad de quiosquito pensando “que la Iglesia se agota en su parroquia, ciudad, provincia o país”[25] o en el rito de uno. Antes que pastor de un grupo localizado de almas, sepan que lo son del universo entero. En su corazón debe latir el corazón católico de Cristo que nos dice: Id por todo el mundo. “Ese es el corazón de un auténtico sacerdote. Es un corazón universal que abarca y abraza a todo ser humano; y así como abarca y abraza a todo ser humano, abarca y abraza todo aquello que sea auténticamente humano: los problemas sociales, políticos, económicos −como la falta de trabajo, el desempleo, la necesidad de hacer que se defiendan sus derechos−; el avance de la ciencia, de la técnica, del arte, de la cultura; abarca y abraza todo lo que dice relación a las familias, a la patria, al mundo. De tal manera que ninguna de esas cosas auténticamente humanas le son ajenas”[26].

Celo magnánimo y generoso: A imitación del Apóstol habremos de empeñamos por la salvación de las almas, gastamos y desgastamos por ellas[27]. Miren: El espíritu de pobreza, del que hemos hablado, no ha de entenderse tan sólo en lo que hace a las cosas materiales. Los sacerdotes debemos tener también espíritu de pobreza en relación con nuestro tiempo y con nuestros propios gustos. Qué triste es escuchar decir a un sacerdote: “¿Por qué yo tengo que estar disponible siempre si todo el mundo trabaja sólo 8 horas?” Esas cosas pasan. Y entonces sólo atiende en horario de oficina, después, que no lo molesten. Y no piensen que les pasa a los que están afuera, nos pasa también a nosotros. A veces nos hacemos un horario para descansar, para dormir la siesta, para leer, para salir a caminar, horario intangible y si alguno tiene la osadía de alterarlo, pobre de él. Está bien ceñirse a cierto horario, sobre todo para salvar las cosas sustanciales, las que hacen a la vida interior, y que merecen cierta intangibilidad. Pero tal horario, en todos sus detalles, no puede estar por encima de las necesidades de las almas. Los invito a comprobar por ustedes mismos que la felicidad sacerdotal está en gastarse y desgastarse, como dice san Pablo. ¡Qué mejor que eso!

San Manuel Gonzáles decía que “la puerta del cura debería ser la más aporreada del vecindario, la oficina del cura la más frecuentada con asuntos delicados y gratuitos. Todos los oficios tienen sus horas de trabajo; el del cura no tiene horas; sobre su puerta hay que poner como sobre las cuartas planas de los periódicos faltos de anuncios: DISPONIBLE…, siempre disponible a cualquier hora del día y de la noche”[28].

Celo auténtico: Digamos finalmente que la caridad apostólica del sacerdote, que se traduce en su ministerio, tiene necesidad de ser corroborada por el ejemplo. No es sólo el sacerdote positivamente malo quien causa estragos entre los fieles; el sacerdote simplemente tibio ejerce a la larga una acción igualmente funesta. Un clero mediocre engendra un pueblo irreligioso; un clero simplemente ‘creyente’ engendra a la larga un pueblo perfectamente incrédulo, escribió el P. Sáenz. “¿Por qué nuestro testimonio resulta a veces vano? −se preguntaba Juan Pablo II−. Porque presentamos a un Jesús sin toda la fuerza seductora que su Persona ofrece; sin hacer patentes las riquezas del ideal sublime que su seguimiento comporta; porque no siempre llegamos a mostrar una convicción hecha vida acerca del valor estupendo de nuestra entrega a la gran causa eclesial que servimos”[29]. 

2. Obligación de todos los sacerdotes en trabajar para salvar almas

 

Se dice que: “Hay muchos y hay pocos sacerdotes; muchos de nombre, pero pocos por sus obras”[30], y agrega San Alfonso: “El mundo está lleno de sacerdotes, pero son contados los que se esfuerzan por ser sacerdotes de verdad, es decir, por satisfacer el oficio y la dignidad del sacerdote, que es salvar las almas”[31]. Pocos se esfuerzan por salvar almas: “la obra más divina entre las divinas es la obra de la salvación de las almas”[32]. Jeremías los llama pescadores y cazadores[33]. San Clemente dice: “Después de Dios, es el Dios de la tierra”[34],  puesto que por medio de los sacerdotes se forman los santos aquí abajo. “Sin sacerdotes, no habría santos en la tierra”[35], dice San Ignacio de Antioquía, mártir.

Grandísima es la dignidad de los sacerdotes; pero es grandísima también su doble obligación: Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza[36].

“Su oficio es ganar almas y no plata”[37], enseña San Ambrosio. Su mismo nombre sacerdote expresa la naturaleza de sus funciones: sacra docens (según san Antonino), o sacra dans (según Santo Tomás), y presbítero, de praebens íter (según Honorio de Autún), el que abre al pueblo el camino por donde se va al cielo. Por tanto, el sacerdote debe ser el guía y sostén de las almas por el camino de la salvación.

San Jerónimo enseña: “Si quieres desempeñar el oficio de sacerdote haz de modo que salves tu alma salvando la de los demás”[38]. Pero si la sal no sala ¿para qué sirve?

Es médico (Orígenes, San Jerónimo), pero “si el médico huye de los enfermos −se pregunta San Buenaventura-¿quién los cuidará?”[39]. Los sacerdotes tienen la misión de extirpar los vicios y las máximas perniciosas de los pueblos y hacer que florezcan las virtudes y las máximas eternas. Dios le impone la misma obligación que a Jeremías: Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar[40].

En el libro Sacerdotes para siempre se lee: “Muchas veces el sacerdote está muy ocupado, pero tiene que aprender a ocuparse en las cosas principales del ministerio, no en cosas accidentales o en cosas secundarias. Las almas necesitan hablar con el sacerdote y necesitan contarle sus cosas, porque el sacerdote también es médico de las almas”[41].

¿Cómo podrá excusarse de pecado el negligente y perezoso? ¿No escuchará acaso: quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos. Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt 25, 28-30)?

“Al sacerdote no le bastará para salvarse vivir santamente, porque se perderá con quienes se perderán por culpa suya”[42], dice San Próspero, sea por negligencia o por miedo a pecar (vano temor). Los sacerdotes negligentes serán reos ante Dios de todas las almas que podían haber auxiliado y que se perdieron por su negligencia, enseñaba San Gregorio Magno[43].

El gran santo Luis Orione, que el derecho propio cita tan copiosamente, les insistía muchísimo a los suyos acerca de la importancia de trabajar denodadamente por la salvación de las almas. “¡Almas y almas! Este es nuestro suspiro y nuestro grito: ¡almas y almas! Y trabajar con humildad, con simplicidad y fe, y después adelante en nombre del Señor, sin perturbarnos nunca; adelante con confianza, que es Dios quien hace todo, Él que es el único que conoce las horas y los momentos de sus obras y tiene en sus manos a todos y todo. Adelante con fe vivísima, con confianza total y filial en el Señor y en su Iglesia, porque es bien pobre el hombre o la institución humana que cree hacer algo”[44].

“Cuando en una casa −sigue diciendo el santo− se comienza a introducir el ocio, o las pocas ganas de trabajar, o no se es muy laborioso y activo, como se debiera, aquella casa está arruinada. Si por el contrario trabajamos mucho y trabajamos para que los talentos den fruto, y bajo la mirada de Dios, y para cumplir la voluntad del Señor y el ejemplo del Señor, el trabajo será digno de nosotros y de Dios: el trabajo será el gran remedio contra la concupiscencia, y un arma potente contra todas las insidias del diablo y las tentaciones del mundo y de la carne.

Trabajo, trabajo, trabajo. Nosotros somos los hijos de la fe y del trabajo. Y debemos amar y ser los apóstoles del trabajo y de la fe.  Nosotros tenemos que correr siempre para trabajar, y trabajar cada vez más.

Tener cuidado de la salud, pero trabajar siempre, con celo, con ardor por la causa de Dios, de la Iglesia, de las almas.  Mirar al cielo, rezar, y después… adelante con coraje y trabajar[45]. Hasta ahí Don Orione.

3. Del placer que causa a Dios el sacerdote que se dedica a la salvación de las almas

 

Para darse cuenta de cómo desea Dios la salvación de las almas, basta sólo considerar lo que ha hecho en la obra de la redención humana. Bien claro patentizó Jesucristo éste su deseo cuando dijo: con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustia la mía hasta que se cumpla![46]. Parecíale desfallecer por el ansia que tenía de ver realizada la obra de redención, que salvaría a los hombres. De esto infiere justamente San Juan Crisóstomo que “no hay cosa más cara a Dios que la salvación de las almas”[47]. Decía San Lorenzo Justiniano hablando al sacerdote: “Si te preocupa la honra de Dios, no la podrás buscar de modo mejor que trabajando en la salvación de las almas”[48]. Dice San Bernardo que a los ojos de Dios un alma vale tanto como el mundo entero; de ahí que escribiera el Crisóstomo que “quien convierte una sola alma, agrada más a Dios que si repartiera todos sus bienes en limosnas”[49]. Asegura Tertuliano que “Dios estima tanto la salvación de una ovejuela que anda fuera de camino como la salvación de todo el rebaño”.[50] Por esto decía el Apóstol: me amó y se entregó por mí[51]

El espíritu eclesiástico, escribe Luis Habert, “consiste precisamente en el ardiente celo de promover la gloria de Dios y la salvación del prójimo”.

Después de haber preguntado nuestro Señor a Pedro, hasta tres veces, si le amaba, seguro ya de su amor, no le recomendó como prueba de tal amor sino que tuviera cuidado de las almas. Comenta San Juan Crisóstomo: “pudiera haber dicho: si me amas, despréndete del dinero, ayuna, duerme sobre la tierra, agota el cuerpo a trabajos. Pero no; sólo dijo apacienta mis ovejas[52]. Y San Agustín comenta la palabra mías, suponiendo que el Señor quiso decir: Apaciéntalas como mías, no como tuyas; en ella busca mi gloria y no la tuya, mi provecho y no el tuyo[53].

“Hay en la Iglesia algunos prelados de quienes dice el apóstol San Pablo que buscan sus propios intereses y no los de Jesucristo[54]. Con lo cual quiere decir que no aman gratuitamente a Cristo, que no buscan a Dios por Dios, que van en pos de las comodidades temporales, ávidos del lucro y deseosos de honores humanos”[55]. De estos tales, dice San Juan de la Cruz: “que no hallarán galardón en Dios, habiéndole ellos querido hallar en esta vida de gozo o consuelo, o de interés de honra o de otra manera, en sus obras; en lo cual dice el Salvador que en aquello recibieron la paga[56]. Y así, se quedaron sólo con el trabajo de la obra y confusos sin galardón”[57].

Fíjense qué distinta es la actitud del que se sabe pastor de las almas: San Pablo por ejemplo afirmaba que para alcanzar la salvación de los prójimos hubiera aceptado ser separado de Jesucristo (por algún tiempo, como explican los intérpretes): pues desearía ser yo mismo anatema por parte de Cristo en bien de mis hermanos según la carne[58]. San Juan Crisóstomo “deseaba ser mirado como objeto de excreción con tal de que se convirtieran sus súbditos”[59]. San Buenaventura declaraba que recibiría tantas muertes cuantos pecadores había en el mundo, para que todos se salvaran. San Francisco de Sales, hallándose entre los herejes del Chablais, no dudó en lo más crudo del invierno, de pasar a gatas una viga helada que cruzaba el río, expuesto a sufrimientos y peligro, a trueque de poder ir a predicar a aquellas gentes. San Cayetano, hallándose en Nápoles en el año 1547, cuando se desarrolló aquella terrible revolución, al ver que se perdían tantas almas, se sintió tan profundamente afectado, que murió de puro dolor. San Ignacio de Loyola decía que, aún cuando estuviese cierto de su eterna salvación, si muriese en aquella hora, sin embargo elegiría permanecer en la tierra aún en la incertidumbre de salvarse, si con ello pudiera continuar ayudando a las almas. He aquí el celo por las almas de que están animados todos los sacerdotes amantes de Dios; y, sin embargo, sacerdotes hay que por la más mínima excusa, por no exponerse a un trabajillo o por recelo de cualquier enfermedad, descuidan la ayuda de las almas. Y en esto faltan también los que a las veces tienen la cura de almas. Decía San Carlos Borromeo que el párroco que quiera adoptar toda clase de comodidades y utilizar cuanto pueda para favorecer la salud corporal, nunca podrá desempeñar bien sus obligaciones. Y añadía que el párroco nunca se debía acostar sino después de tres ataques de fiebre (algo más de admirar que de imitar).

Fulton Sheen afirmaba que cada sacerdote se debería preguntar cuántos adultos ha bautizado en los últimos años y cuántos católicos no practicantes ha traído de nuevo a la Iglesia. “¿Por qué algunos sacerdotes −se preguntaba él− nunca convierten a nadie, mientras otros convierten a cientos de almas? ¿No será porque acaso unos se tomaron en serio el título de “padre” y otros no? […] La administración es absolutamente esencial; ignorarla sería sobreestimar el hecho de que cada miembro tiene una función en el Cuerpo Místico de Cristo. Pero el Espíritu Santo no nos llamó a ser banqueros, ni inmobiliarios o arquitectos. Esas actividades son ‘accidentales’. No se nos dio el Espíritu Santo para que nos sentemos a las mesas a contar dinero. […] No es suficiente ser sacerdotes de sacristía”[60].

4. De cómo asegura la salvación eterna el sacerdote que trabaja en la salvación de las almas y del extraordinario premio que por ello tendrá en el cielo

 

Difícilmente muere mal el sacerdote que en la vida se sacrificó en bien de las almas. Cuando… des tu pan al hambriento y sacies el alma humillada, irradiará en las tinieblas tu luz… Y Yahveh te conducirá de continuo… y fortalecerá tus huesos[61], dice la Escritura. Si empleares tu vida, dice el Profeta, en ayudar al alma necesitada y la consolares en sus aflicciones, cuando lleguen las tinieblas de tu muerte temporal, el Señor te llenará de luz y te librará de la muerte eterna. Esto era lo que decía San Agustín: “Si salvaste un alma predestinaste la tuya”. Y antes lo había dicho el Apóstol Santiago: entienda que el que convierte un pecador del extravío de su camino, salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de los pecados[62].

Los sacerdotes que se sacrificaron por las almas oirán que en la muerte Dios mismo les anuncia el descanso eterno: −dice el Espíritu−, que descansen de sus trabajos, porque sus obras los acompañan[63].

“Si merece gran recompensa, dice San Gregorio, quien libra a un hombre de la muerte temporal, ¿cuánto mayor la merecerá quien libre a un alma de la muerte eterna y le asegure una vida que no tendrá fin?”[64]. El sacerdote que se condena no se condena solo; pero el sacerdote que se salva, ciertamente no se salva solo.

El Beato Allamano les decía a los suyos: “Cuando piensen en el paraíso, no piensen en forma abstracta, sino en el paraíso del misionero y de la misionera que son fieles a su vocación. El Señor dijo: Yo voy a prepararles un lugar[65]. Pero para esto es necesario trabajar, y trabajar mucho. ¡Sería demasiado cómodo tener el paraíso ahora, tan pronto! No, no; trabajar cuarenta, cincuenta años, incluso más. Me parece que este pensamiento del paraíso debería consolarnos. Nuestro premio está allí, ¡y es muy grande! Pensemos con frecuencia en él”[66]. “Acuérdense de que no basta con predicar, también debemos comprometernos en todo lo que hagamos y aceptar todos los sacrificios de la vida apostólica, cuesten lo que cuesten. ‘¡Trabajemos, trabajemos —exclamaba José Cafasso—, descansaremos en el paraíso!’”[67].

No se abata ni renuncie a misión tan importante el sacerdote que, luego de trabajar por llevar las almas a Dios, no ve coronados sus esfuerzos con el éxito. Sacerdote mío, dícele San Bernardo para infundirle ánimos, a pesar de ello no desconfíes y cree firmemente en el premio que te aguarda. Dios no exige de ti la curación de estas almas; tú procura solamente curarlas y Él te recompensará, no según el resultado de los esfuerzos, sino según los esfuerzos mismos[68]. San Buenaventura confirma también lo dicho, añadiendo que el sacerdote no merecerá menos por los esfuerzos desarrollados con quienes poco o ningún éxito se consigue que con aquellos en quienes el éxito es completo[69]. Añade el mismo santo que el labrador que cultiva una tierra árida y pedregosa, aun cuando el rendimiento sea exiguo, merece mayor recompensa; con lo que quiere significar que el sacerdote que se afana por llevar a Dios algún obstinado, aun cuando no lo llevare, crecerá el premio en proporción al crecimiento de sus trabajos.

San Juan de la Cruz dice en una de sus cartas: [acuérdese que] “el que atesora por amor, para otro atesora, y es bueno que él se lo guarde y goce, pues todo es para él; y nosotros, ni verlo de los ojos, ni gozarlo, porque no desfloremos a Dios el gusto que tiene en la humildad y desnudez de nuestro corazón y desprecio de las cosas del siglo por él”[70].

Por tanto, “nada debiera disminuir nuestro celo apostólico. Un sacerdote que se cansa, que se desalienta, que deja caer sus brazos, ¿ha reflexionado seriamente sobre el valor de un alma? La caridad de nuestro celo pastoral necesita, como una llama del corazón, ser conservada y alimentada. Un excelente medio para reavivarla es recordar cada tanto los múltiples y apremiantes motivos que tiene el sacerdote para amar a las almas. Esas almas fueron hechas por Dios, tienen por fin último la posesión gozosa de Dios, han sido compradas al precio de la sangre de Cristo. Que no deban quejarse, como aquel del Evangelio que se lamentaba: No encuentro un hombre[71], diciendo: ‘No encuentro un sacerdote’”[72]. Hay que hacerles el bien, como decía el Maestro de la fe “sólo por ser almas criadas para el cielo”[73].

5. Del fin, de los medios y de las obras del sacerdote celoso

 

1.º Del fin que se ha de proponer.

Si queremos recibir de Dios el premio de las fatigas por la salvación de las almas, hemos de hacer lo que hacemos, no por respetos humanos ni por honra propia nuestra o por ganancia terrena, sino sólo por Dios y por su gracia; de no hacerlo así, en vez de premio reportaremos castigo. Decía San José de Calasanz que sería grande nuestra locura si, cansándonos como nos cansamos, esperáramos de los hombres recompensa terrenal.

Y como escribe San Próspero, hay quienes se esfuerzan no para hacerse mejores, sino para enriquecerse; no para adquirir la santidad, sino para disfrutar los honores. Dice Pedro de Blois: “Cuando se tiene que proveer un beneficio, ¿se pregunta quizás cuántas almas hay que ganar para Dios? No, sino que lo que se indaga es cuáles son sus rentas”. Muchos, dice el Apóstol, buscan sus propios intereses, no los de Jesucristo[74]. “¡Oh abuso detestable, subordinar el cielo a la tierra!”, decía San Juan de Ávila. 

El autor de la Obra imperfecta escribe: “Somos obreros a sueldo de Jesucristo; y así como no hay quien contrate un obrero para que no haga más que comer, así no hemos sido llamados por Cristo solamente para cuidar de nuestros intereses, sino por la gloria de Dios”[75]. De aquí concluye San Gregorio que los sacerdotes no han de gozar con estar frente a los hombres, sino por hacerles el bien posible[76]. El único fin, por lo tanto, que se ha de proponer el sacerdote que trabaja en bien de las almas, ha de ser la gloria de Dios.

2.º De los medios que ha de emplear

En cuanto a los medios que se han de emplear para ganar almas para el Señor, he aquí lo que sobre todo hay que hacer:

– Ante todo hay que atender a la propia santificación. El medio principal para convertir a las almas de los pecadores es la santidad del sacerdote. Dice San Euquerio que los sacerdotes, con las fuerzas que les da la santidad, son quienes sostienen el mundo. Y Santo Tomás: “El sacerdote, como mediador, está encargado de unir pacíficamente a los hombres con Dios”[77].

Decía San Felipe Neri: “Dadme diez sacerdotes animados del Espíritu de Dios, y yo respondo de la conversión del mundo entero”. ¡Qué no hizo en Oriente San Francisco Javier! Dicen que él solo convirtió miles de infieles. ¡Qué no hicieron en Europa San Patricio o San Vicente Ferrer! Más almas convertirá a Dios un sacerdote medianamente instruido, pero que ama mucho a Dios, que cien sacerdotes de gran sabiduría, pero poco fervorosos. Por eso Juan Pablo II en su primera carta a los sacerdotes (Jueves Santo de 1979) les decía: “estar al día (aggiornati) es ser santos”[78].

– En segundo lugar, para recoger gran cosecha de almas hay que dedicarse mucho a la oración, porque en esta se han de recibir de Dios las luces y los sentimientos fervorosos, para poderlos después comunicar a los demás: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día[79]. En este sentido, Fulton Sheen afirmaba que un sacerdote puede salvar almas sin tener elocuencia, pero no puede moverlas sin oración y sin el Espíritu Santo[80].

3.º De las obras del sacerdote celoso

He aquí algunas obras a las que se ha de consagrar el sacerdote celoso:

– Ha de atender a la corrección de los pecadores. Los sacerdotes que ven las ofensas de Dios y se callan merecen llamarse como los llama Isaías, perros mudos, incapaces de ladrar[81]. A estos perros mudos les serán imputados todos los pecados que pudieron impedir y no impidieron. ¡Cosa extraña!, exclama San Bernardo: “con que cae un asno, y se encuentra fácilmente no pocos que se presten a levantarlo; se pierde el hombre y no hay quien lo levante…”[82]. Sin embargo, dice San Gregorio, el sacerdote está especialmente establecido por Dios para enseñar el buen camino al que anda extraviado; y por eso añade San León que el sacerdote que no indica a los fieles su extravío, demuestra que él mismo anda extraviado. Escribe San Gregorio que nosotros, “los sacerdotes del Señor, matamos a tantas almas cuantas vemos perecer sin trabajar por ir en su auxilio”[83].

– El sacerdote celoso ha de trabajar en el ministerio de la predicación. Por medio de la predicación se convirtió el mundo a la fe de Jesucristo, como dijo el Apóstol: la fe viene de la audición, y la audición por la palabra de Cristo[84]. Por la predicación se conserva la fe y el temor de Dios en los fieles. Los sacerdotes que no se sienten capacitados para predicar, al menos procuren siempre que les sea dable, en sus conversaciones con familiares y amigos, hablar algo que sea de edificación, contar algún ejemplo edificante practicado por los santos o insinuar alguna máxima.

De San Juan de la Cruz se dice que predicó muy pocas veces en sus Misas. Sin embargo, cada día a sus súbditos les hacía pláticas admirables, con las que los animaba a ser perfectos y les enseñaba que para subir a la perfección no se habían de querer ni bienes del suelo, ni del cielo, sino sólo no querer ni buscar nada que no fuera el solo buscar y querer en todo la gloria y honra de Dios. Dicen que los que más le trataban andaban más aprovechados[85]. Del mismo modo enseñaba el catecismo a los niños, les daba pláticas a los jóvenes, etc.

– El sacerdote ha de asistir a los moribundos, puesto que esta es la obra de caridad más agradable a Dios y la más útil para la salvación de las almas, ya que en el momento de morir los hombres enfermos, por una parte están más tentados del demonio y, por otra, menos dispuestos a valerse por sí mismos. Hay quienes al ir a ayudar a los moribundos encuentran la muerte de la propia alma. Además quien no pueda predicar, al menos enseñe la doctrina a los niños y aldeanos, muchos de los cuales vivirán en los campos, sin poder ir a las Iglesias, y por ello vegetando en la ignorancia hasta de las verdades principales de la fe.

– Finalmente, persuadámonos de que el principal ejercicio en bien de las almas es oírlas en confesión. Decía el Ven. P. Luis Florillo, dominico, que predicar es lanzar las redes, al paso que confesar es subir a bordo la captura de la pesca.

Antes de recibir el sacerdocio, dice San Juan Crisóstomo, debías haber examinado si te atreverías a desempeñar este ministerio; pero ahora que ya eres sacerdote no hay opción al examen, sino al trabajo, y si no lo eres hazte hábil. Aducir ahora como excusa la ignorancia −continúa el santo doctor− equivale a acusarte de una segunda falta para excusarte de la primera.

Sacerdotes hay que se dan al estudio de mil cosas inútiles y descuidan el estudio de las cosas necesarias para trabajar fructuosamente en la salvación de las almas. En suma, que es fuerza que el sacerdote únicamente ha de procurar la salvación de las almas. Por esto quiso San Silvestre que los días de la semana no se llamaran sino con el nombre de ferias, es decir, vacaciones. Con lo que han de aprender (son sus palabras) que han de prescindir de cualquier otra cosa, a trueque de vacar únicamente a las cosas de Dios.

Ya hemos mencionado anteriormente cómo a San Juan de la Cruz le gustaba el apostolado silencioso del confesionario. Déjenme que agregue este testimonio de un fraile que vivió con él en Baeza: “Y dijo asimismo este testigo, que, habiendo vivido muchos años con el dicho santo padre en el Colegio de Baeza, nunca se han continuado tanto las confesiones como en el tiempo que él estuvo en el dicho colegio, aunque se confiesa de ordinario mucha gente; pero el tiempo que él estuvo en el dicho Colegio de Baeza por prelado, todos los días, así por la mañana como por la tarde, asistían los confesores en los confesionarios, y no podían acabar de confesar toda la gente que acudía”[86]. Hay que ser diligentes en este apostolado.

San Manuel Gonzales lo expresaba así: “Una iglesia abierta desde muy temprano, una hora, por lo menos, antes que empiecen los trabajos del pueblo, con un cura que sea el primero en entrar y el último en salir, y que espere sentado en el confesonario, y esto de una manera constante y fija, es una iglesia que no puede tardar mucho tiempo en verse concurrida”[87]. ¿Es o no es? Donde la gente sabe que va y hay un cura en el confesionario regularmente (en el mismo horario), a esa iglesia va a confesarse.  “Un cura sentado en su confesonario desde muy temprano, aunque no tenga penitentes es siempre una dulce y avasalladora violencia sobre el Corazón de Jesús para que derrame gracias extraordinarias. Es un estímulo y un ejemplo poderoso para sus feligreses buenos (pocos o muchos) para que no se dejen dominar ni por el desaliento ni por el pretexto de las muchas ocupaciones. Es una facilidad para los feligreses pobres y ocupados. Es un despertador de remordimientos para los feligreses pecadores y aún empedernidos”[88].

Si observamos atentamente, toda la fuerza de la argumentación [de San Alfonso] reside en el peso de la eternidad. Eso es tan así, que cuando en un sacerdote la eternidad deja de contar, se vuelve estéril al desaparecer ésta del horizonte de su vida. Lo importante es el peso de la eternidad para tener celo por las almas. Si falta esto, falta todo. Por eso, siempre hay que cuidar en nuestra conciencia el peso eterno de gloria incalculable[89]. Y la Santa Misa es la escuela privilegiada en donde se aprende a valorar la eternidad.

La importancia pastoral de la eternidad es insoslayable, como siempre nos han enseñado. Cuando el sacerdote pierde de vista la eternidad es porque ya está en el abismo. Ha perdido su identidad sacerdotal y se convirtió en sal que pierde su sabor y carece de celo por las almas. Sacerdote sin celo, es sacerdote que antes ha descuidado la Eucaristía.

Por otra parte para que evitemos los errores que suelen darse en el ámbito del apostolado nos conviene recordar lo siguiente:

-ya que algunos se rehúsan a todo apostolado por creer que es activismo (o pueden caer en él) y caen en el quietismo: contra esto, dedicar al apostolado TODO el tiempo señalado.

– Otros, muy inquietos, llevados por el celo desordenado, caen en el activismo: contra esto dedicar al apostolado SOLO el tiempo señalado.

– Nosotros somos PASTORES. Por lo tanto hay que dar la vida por las ovejas, gastarse y desgastarse. El apostolado es parte de nuestra vida, no nos podemos borrar, no es un apéndice en nuestra vida. Lo hemos leído y escuchado miles de veces: la pastoral para nosotros es Cruz[90].

– Tampoco hay que pensar que porque hacemos apostolado eso obstaculiza la contemplación (como piensan quienes confunden la vida contemplativa con la vida vegetativa). La misma objeción le hicieron al Beato Allamano y él les respondió: “No lamentemos el dispersarnos un poco por tener que cumplir con nuestros compromisos misioneros. Sólo recemos mucho, como hacía san Francisco Javier”[91]. ¿Se entiende, no?

Conclusión

 Hay que decir que en muchas partes, en países más o menos avanzados, tanto ayer como hoy sucede lo que san Manuel Gonzáles decía de algunas parroquia en sus tiempos: “Las circunstancias es verdad que no pueden ser peores. ¡Vaya si eso es triste! El cura que, como fruto de una vida de sacrificios y amarguras recoge una iglesia casi siempre vacía, un cinco por ciento, si acaso, de fieles que cumplan con el precepto pascual y dominical; la mayor parte de los enfermos que mueren impenitentes o, a lo más, con el santo óleo condicional; los hombres mismos por él favorecidos con colocaciones, favores o limosnas, que vuelven la cara por no saludarlo; los mismos que frecuentan el templo, aburridos a lo mejor, y por contera y remate de todo esto, sus obras, las más buenas, las hechas con mejor intención, mal interpretadas o calumniadas. El cura, repito, que ve todo esto, verdaderamente necesita todo el heroísmo de un mártir para amanecer cada día con la cara sonriente, el corazón esperanzado y el espíritu suficientemente tranquilo para seguir abriendo su surco, sin desmayar y sin caer.  Y no exagero si digo que ése es el estado de muchas parroquias y que con esas tintas, y más negras, si cabe, hay que pintar el cuadro que presentan.

[Aquí viene el mensaje. Presten atención:] ¡Héroes! Eso, eso han de ser los curas de tales parroquias, y si no lo son, primero el desaliento que acobarda; después, el tedio que retrae; y, por último, el pesimismo, que todo lo inutiliza, se apoderarán de sus corazones y cerrarán sus válvulas paralizando el riego de la sangre y, como consecuencia, la inactividad, la inercia para todo lo bueno, y ¡permita el Señor que tras la inercia, no venga la muerte moral con todas sus podredumbres…!

[Ante ese panorama, dice el santo] me limito a presentar a mis hermanos […] la receta mágica, que inventa, sugiere, ameniza, lleva al cabo todos esos medios que sirven para meter el espíritu cristiano en el corazón de las muchedumbres, hoy desgraciadamente tan desprovistas de él y, en general, tan opuestas a él. 

Esa receta se expresa con una sola palabra: el celo.

El celo inventa y estimula y produce el desinterés [acerca de uno mismo y de ‘sus cosas’], que atrae y ablanda los corazones, y el buen trato que los amarra con el del cura. 

Con ese celo que inquieta, que desazona, que quita el sueño, que hace de las almas de los feligreses una obsesión para el cura, es con el que aprende éste a hacerse todo para todos y es el que da esa adaptabilidad a oficios, condiciones, caracteres y circunstancias tan necesarias para el que ejerce de padre de tantas clases de hijos.    Ese celo es el que da al cura que lo siente esa habilidad y flexibilidad para hacerse agricultor con los labradores, abogado con los que pleitean, carpintero, albañil y de cualquier oficio, cuando hay que hacer una obra de esas y no hay dinero para pagarla; niño con los niños, joven con los jóvenes, viejo con los viejos. Ese celo, por último, es el que pone en la cara del cura esa inalterable sonrisa con que acoge a todos y todo, lo agradable y lo desagradable, y en su boca aquella palabra siempre tranquila y afectuosa; es el que impulsa su mano para llevarla muchas veces al bolsillo propio y vaciarla después en el bolsillo ajeno.   

Sí, el celo hace verdaderos milagros de iniciativas, de improvisación, de dominio de sí mismo, de generosidad sin condiciones y sin límites.

En donde quiera que el celo anide en el corazón del sacerdote, allí florecerá una pastoral parroquial exuberante y rica”[92].

A no olvidarse nunca que el ímpetu misionero es parte de nuestro ADN como miembros del Instituto.

[1] Directorio de Gobierno, Introducción.

[2] Ejercicios Espirituales, 230.

[3] De hecho, allí escribió sus cuatro grandes obras en prosa, algunos poemas, cartas y otros documentos Subida del Monte Carmelo (1581-1585); Noche Oscura (1584-1585); Llama de amor viva (1585-1587, escrita durante la oración mental); Cántico Espiritual B (1585-1586); últimas poesías en Granada (1585).

[4] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 37, p. 801.

[5] Carta a Magdalena del Espíritu Santo, (18/6/1589).

[6] Alonso, lib. 2, cap. 4, p. 371.

[7] Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 28, p. 628.

[8] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 16, p. 402.

[9] Testimonio de María de la Encarnación, citado por José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía.

[10] Noche oscura, cap. 19, 3.

[11] Avisos a un religioso, 9.

[12] Directorio de Misiones Ad Gentes, 165.

[13] Directorio de Espiritualidad, 84. Constituciones, 194.

[14] Directorio de Misiones Ad Gentes, 134.

[15] Cf. Directorio de Espiritualidad, 283; op. cit. San Luis Orione, Carta del 06/02/1935, op. cit., 58.

[16] Constituciones, 214.

[17] Jn 10, 12.

[18] Constituciones, 133.

[19] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 9, Milán (8/4/1929).

[20] Seguimos libremente al P. Alfredo Sáenz, In Persona Christi, cap. 4, III, 3.

[21] Cf. 2 Cor 8, 7.

[22] Cf. Lc 12, 49.

[23] Cf. Ad catholici sacerdotii, 56.

[24] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte II, cap. 3, 11.

[25] Cf. Directorio de Espiritualidad, 108.

[26] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 3, 4.

[27] Cf. 2 Cor 12, 15.

[28] Obras Completas, Lo que puede un cura hoy, 1663.

[29] Discurso al clero de Roma, 1978.

[30] Hom. in Mt, 43.

[31] Decía el P. Leonardo Castellani: “En realidad en la Argentina faltan unos doscientos cincuenta sacerdotes, pero sobran unos quinientos…”, El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires 1976, 273-4.

[32] Pseudo Dionisio Areopagita, De cael. Hierarch., c. 3.

[33] Cf. Jr 16, 16.

[34] Const. Apos., l. 2, c. 2.

[35] Epis. Ad Trull.

[36] Heb 5, 1-2.

[37] Serm. 78 in c.1 Is.

[38] Epis. ad Paul.

[39] De sex. alis., c. 5.

[40] Jer 1, 10.

[41] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 2, 17.

[42] De vita cont., l.1, c.20.

[43] Past., p. 1ra., c.5.

[44] Cartas de Don Orione, Carta confidencial dirigida a sus religiosos, alumnos y benefactores, después de la memorable audiencia del 19 de abril de 1912 con el S. Padre Pío X. Tortona, Pentecostés de 1912.

[45] El espíritu de Don Orione, 23. 

[46] Lc 12, 50.

[47] In Gen., hom. 3.

[48] De Compunct., p. 2da., n. 3.

[49] In 1 Cor, c. 3.

[50] De Poen.

[51] Ga 2, 20.

[52] Serm. de B. Philog.

[53] In Io., tr.123, n. 5.

[54] Flp 2, 21.

[55] P. Carlos Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 2, 14.

[56] Mt 6, 2.

[57] Subida al Monte, Libro 3, cap. 28, 5.

[58] Ro 9, 3.

[59] In Act., hom. 3.

[60] Cf. Ven. Fulton Sheen, The Priest is Not His Own, Cap. 3. [Traducido de la edición en inglés]

[61] Is 58, 10-11.

[62] Sant 5, 20.

[63] Ap 14, 13.

[64] Moral., l. 19, c. 16.

[65] Jn 14, 2.

[66] Así los quiero yo, cap. 5, 92.

[67] Así los quiero yo, cap. 7, 121.

[68] De cons, l.4, c. 2.

[69] Se sex alis, c. 5.

[70] Epistolario, Carta 23, A una dirigida espiritual.

[71] Jn 5, 7.

[72] P. Alfredo Sáenz, In Persona Christi, cap. 4, III, 3.

[73] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 37, p. 801.

[74] Flp 2, 21.

[75] Hom. 34 in Mt.

[76] Past., p.2da., c. 6.

[77] Santo Tomás de Aquino, S. Th., 3, 26, a. 1.

[78] Cf. Carta del Papa a los sacerdotes, L´Osservatore Romano 15 (1979), 186.

[79] Mt 10, 27.

[80] The Priest Is Not His Own, cap. 8. [Traducido del inglés]

[81] Is 56, 10.

[82] De cons., l.4, c.6.

[83] In Ez., hom. 2.

[84] Ro 10, 17.

[85] Cf. José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 28, pp. 620-621.

[86] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 16, pp. 391-392.

[87] Obras Completas, Lo que puede un cura hoy, 1678.

[88] Obras Completas, Aunque todos… yo no, 26.

[89] 2 Cor 4, 17.

[90] Cf. Constituciones, 156.

[91] Así los quiero yo, cap. 7, 121.

[92] Cf. Lo que puede un cura hoy.

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