Sobre nuestra perseverancia

Contenido

“Perseverar en este propósito hasta la muerte”
Constituciones, 1

“La vocación, como la misma fe, es un tesoro que llevamos en vasijas de barro[1]; por esto tenemos que cuidarla, como se cuidan las cosas más preciosas, para que nadie nos robe este tesoro, ni pierda su belleza con el pasar del tiempo”[2]. Con estas palabras se dirigía el Santo Padre a los participantes de la asamblea plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (CIVCSVA), reunidos para tratar el tema de la falta de fidelidad y consecuente falta de perseverancia en la vida religiosa en 2017.

Fruto de esa reunión es el documento recientemente publicado por la CIVCSVA y que lleva por título: “El don de la fidelidad. La alegría de la perseverancia”. El mismo fue presentado online el pasado 7 de julio[3]. En aquella ocasión Emili Turú (Secretario general de la Unión de Superiores Generales) afirmó “que entre 2008 y 2012 el promedio anual de las personas que dejan la vida religiosa es de más de 3.000 personas, unas 10 al día; lo que representa un 0,3% de toda la vida consagrada”[4] y, por tanto, seguía diciendo, hablar de una “hemorragia que debilita la vida consagrada y la vida misma de la Iglesia”[5] −haciendo alusión a las palabras del Papa Francisco en el mismo discurso arriba mencionado− pareciera ser un poco exagerado[6]. Sin querer entrar en debate acerca de la magnitud o dimensiones del problema, debemos afirmar con unos y con otros que la falta de perseverancia es una realidad dramática reconocida por la misma CIVCSVA. Y que como muy bien decía el Santo Padre tenemos que cuidar ese tesoro[7] porque tanto la vocación como la misma perseverancia son un don de Dios. Y quien ha recibido la gracia de la vocación a la vida consagrada debe, por lo tanto, para ser fiel a tal don, poner los medios e impetrar del Señor la gracia de perseverar en ella. Vale aquí análogamente lo que dice Santo Tomás hablando de la perseverancia en la gracia santificante, es decir, que es necesario el auxilio de Dios para perseverar en ella y poder guardarse del mal hasta el final de la vida[8].

En este sentido, nos ha parecido que la publicación de este documento nos da ocasión a todos los miembros del Instituto para volver a señalar lo que desde los inicios se nos ha enseñado acerca de la fidelidad a la vocación y los medios de perseverancia, así como también la oportunidad para disipar los vanos argumentos en los que algunos se refugian para excusarse de su falta de perseverancia y otros utilizan para mostrar como lógico algo que no lo es. Por último, hemos de agradecer la obra de Dios en nuestras almas día a día, esto es imperativo.

1. Fidelidad a la vocación y medios de perseverancia

Ya en el primer punto de nuestras Constituciones se menciona el tema de la perseverancia. Y por eso después de enunciar cuál es nuestra intención como Instituto religioso en la Iglesia, explícita y textualmente dice: “Pedimos a la Santísima Virgen María nos alcance la gracia de perseverar en este propósito hasta la muerte”.

De hecho, la misma fórmula de profesión que realizamos invoca a la Santísima Trinidad pidiendo este favor de manera muy particular: “El amor y la gracia de la Santísima Trinidad me ayuden a ser fiel en la obra que ha comenzado”[9].

El Beato Giuseppe Allamano por su parte les decía a los suyos: “No olviden que perseverar es un deber cuando hemos aceptado libremente este estado de vida y a él nos hemos vinculado con promesas solemnes. Es un deber hacia Dios, por quien hemos hechos los votos, y es un deber hacia nosotros mismos”[10].

Lo cierto es, que no todos los religiosos perseveran en su deber y muchos abandonan. Desgraciadamente esta es una realidad en la Iglesia que no nos es ajena.

Según los datos que contamos, en el período de julio de 2019 a julio del 2020 han obtenido el indulto de salida 12 sacerdotes del Instituto. Es decir, menos del 1,4% respecto de la población actual de miembros del Instituto[11]. Si bien la cifra en sí misma no es alarmante, ni es el propósito de este escrito presentar una visión lúgubre ni atenuada de la realidad, sí quisiéramos que, por un lado, esto nos alerte sobre un peligro latente y nos prevenga de caer en ello, según aquel sapiencial aviso del Apóstol: el que cree estar de pie, cuide de no caer[12]. Y, por otro lado, queremos que sirva para dar gracias a Dios y priorizar aquellas áreas o medios que son más conducentes a la perseverancia. Porque también es una realidad que el Instituto aun habiendo perdido esos miembros, ha aumentado el número total de sacerdotes respecto del período 2018-2019. ¡Es una gracia enorme que es imposible no ver en estos tiempos de mucha falta de perseverancia, como afirman las mismas Autoridades de la Iglesia antes citadas! De hecho, solo desde julio de 2019 hasta septiembre de 2020, 27 de nuestros miembros recibieron el orden sagrado. Y no sólo eso, sino que se han recibido entre 90 y 100 nuevos candidatos[13].

Por eso, antes de enumerar las posibles causas de “abandono” queremos volver a recordar algunos principios básicos para que nos ayuden a mantenernos siempre en la fidelidad y a disponernos al don de la perseverancia.

a. El primero de ellos es que “la vocación es un don, libremente ofrecido y libremente aceptado. Es una profunda expresión del amor de Dios hacia nosotros y, de nuestra parte, requiere a cambio un amor total a Cristo”[14]. Es decir, la vocación religiosa nace de la iniciativa divina y lo que importa es corresponderle[15]. Por tanto, toda la vida de un religioso debe estar encaminada a estrechar ese lazo de amor con Dios, amor que se consuma inequívocamente en la cruz. De ahí que, todo lo que aleje, quiera cambiar el foco de mi atención, o dicho de otro modo, nos haga anteponer algo al amor y a la Cruz de Cristo, esa simplemente no es la voluntad de Dios.

b. El segundo principio se desprende de lo que nuestras Constituciones denominan el fundamento de nuestra Familia Religiosa y, por tanto, la razón de ser de nuestra consagración: “Queremos fundarnos en Jesucristo, que ha venido en carne[16], y en solo Cristo, y Cristo siempre, y Cristo en todo, y Cristo en todos, y Cristo Todo, porque la roca es Cristo[17] y nadie puede poner otro fundamento[18][19]. Es decir: ¿quiero perseverar? ¿quiero permanecer firme ante los vaivenes de la vida, ante las crisis que tarde o temprano llegan? Entonces el fundamento, la roca basal de mi vida debe ser Cristo y no cualquier otro fundamento. La perseverancia no la dan los superiores, ni los estudios, ni los años de experiencia, ni los cargos que tengo o he tenido… La fidelidad a la vocación religiosa se ha de fundamentar en Cristo, si es que queremos permanecer firmes cuando caigan las lluvias y vengan los torrentes y soplen los vientos[20].Y en una primera y fundamental consideración es una gracia de Dios. Todo esto requiere de nuestra parte una adhesión continua a nuestro Señor, la búsqueda de su Santísima Voluntad en todo, y la responsabilidad de una vida pura e irreprensible. Es ilusión vana pensar que uno persevera o va a perseverar en la vocación a fuerza de músculos (por mérito propio, por sus virtudes naturales y sobrenaturales), porque viene de buena familia, porque los superiores le son propicios o los súbditos lo siguen, porque lo avalan sus buenas obras, etc.

c. Y como tercer principio quisiéramos explicitar aquí algo que está implícito en los dos anteriores, y es la fe. Sólo en la fe hemos sido capaces de dar el primer paso en respuesta a la llamada de Dios, sólo en la fe hemos emprendido el camino del seguimiento al Verbo Encarnado y nos hemos puesto a disposición de Dios según los votos que profesamos. Es decir, en fe hemos pronunciado nuestro fiat para todo lo que Dios disponga y por siempre. En fe, también hemos de perseverar. “Sólo Dios puede mantener vivo en nosotros el don de la vocación. Sólo Él puede mediante su Espíritu, superar las debilidades que experimentamos una y otra vez”[21]. Por tanto, también desde la fe, tenemos que recordar que Dios es fiel y que si nos ha llamado a la vida religiosa en este Instituto en particular, no dejará de proporcionarnos todos los medios que necesitamos para perseverar en esta santa vocación y para avanzar hasta el fin según sus exigencias. ¿Acaso no dijo Dios: Aunque mil caigan junto a ti y diez mil a tu diestra, tú no serás alcanzado[22]?

2. Vanos argumentos – verdaderas causas

Habiendo establecido esos principios digamos ahora cuáles son algunas de las causas por las que algunos abandonan la vocación religiosa. No sin antes aclarar que no nos referimos aquí a quienes reconocen después de un discernimiento serio, hecho en el momento adecuado, que simplemente no tienen vocación (ya porque no tienen idoneidad, ya porque reconocen que Dios los llama a santificarse en otra vocación o en otro Instituto). Sino que nos referimos a quienes después de haber discernido seria y concienzudamente su vocación a la vida religiosa, conociendo que era la voluntad de Dios para ellos, profesaron sus votos religiosos para siempre en el Instituto, y en tiempo de desolación hicieron mudanza[23], algunos tan sólo pocos años después de la profesión perpetua o casi inmediatamente después de la ordenación, otros después de muchos años de vida religiosa y sacerdotal.

Respecto de este grupo de religiosos −pero a nivel de toda la Iglesia− se lee en un informe del 2013 preparado por el secretario de la CIVCSVA: “que es casi imposible relevar con exactitud tales causas. ¿El motivo? Es muy sencillo: no tenemos datos totalmente confiables. A veces, una cosa es lo que se escribe, otra cosa es lo que se vive. Además, en muchos casos lo que dicen los documentos, de los que se dispone al final de un procedimiento, no necesariamente coincide con la causa real de los abandonos”[24]. Sin embargo, según la documentación que sí posee el Dicasterio se mencionan como causas principales para el abandono de la vida religiosa: crisis en la fe, crisis en la vida en comunidad y crisis en la afectividad[25]. Esto mismo volvió a afirmar recientemente el mismo Prelado cuando Rome Reports lo entrevistó el pasado 7 de agosto 2020, con motivo de la presentación del documento que mencionamos anteriormente[26].

Por su parte, el Santo Padre, ya en el 2017 en su discurso a la CIVCSVA resumía en un párrafo algunos factores socioculturales que contribuyen al problema: “Vivimos inmersos en la llamada cultura de lo fragmentario, de lo provisional, que puede llevar a vivir a ‘a la carta’ [según el gusto propio] y a ser esclavos de las modas. Esta cultura induce a la necesidad de tener siempre las ‘puertas laterales’ abiertas hacia otras posibilidades, alimenta el consumismo y olvida la belleza de la vida simple y austera, provocando muchas veces un gran vacío existencial. Se ha difundido también un fuerte relativismo práctico, según el cual todo es juzgado en función de una autorrealización muchas veces extraña a los valores del Evangelio. Vivimos en sociedades donde las reglas económicas sustituyen las morales, dictan leyes e imponen los propios sistemas de referencia a expensas de los valores de la vida; una sociedad donde la dictadura del dinero y del provecho propugna una visión de la existencia por la cual quien no rinde es descartado”[27].

Mas debemos agregar que todos esos factores −muy ciertos e influyentes− no son la única causa y que no podemos referirnos a ellos para tranquilizarnos tratando de entender este fenómeno, hasta llegar a ver como “normal” o “lógico” lo que no lo es. Algo de ello mencionaba Emili Turú en la presentación del libro al decir que “la vida consagrada está en crisis no solo porque está en crisis la sociedad sino porque está en crisis la Iglesia”[28]. Desgraciadamente este tema el documento no lo aborda, pero es seguro que la falta de ideas claras y de capacidad de liderazgo afecta la perseverancia de los religiosos.

Juan Pablo II fue un gran propulsor de la vida consagrada y sacerdotal, y a lo largo de sus 26 años de pontificado, a través de sus escritos y en sus numerosos viajes se dirigió con especial afecto y dedicación a los religiosos y sacerdotes como a esa porción “irrenunciable para el bien de la Iglesia y de los hombres”[29]. Ya en 1990 San Juan Pablo II, de quien celebramos el 1er centenario de su nacimiento en este año, lo veía con claridad y afirmaba: “no constituyen tampoco una ayuda para superar tales situaciones, ciertos signos de deterioro en la disciplina de la vida eclesial y respecto a la legislación canónica sobre la vida sacerdotal y religiosa […] así como ciertas concepciones erradas de la liberación”[30]. “Así vemos a veces cómo los que alteran y debilitan a la Iglesia en este punto [vocacional] no son tanto sus enemigos de fuera, cuanto algunos de sus hijos de dentro, que pretenden ser sus libres fautores”[31]. Por eso, “la crisis vocacional”, seguía diciendo el Papa, “no debe atribuirse principalmente a una falta de generosidad de los jóvenes, sino más bien al hecho de que no se percibe suficientemente en la vida religiosa un signo profético de la presencia de Dios, que es precisamente la dimensión primera de la vida religiosa”[32].

En ese mismo año, el P. Benedict Groeschel, fundador de los Frailes Franciscanos y de las Hermanas Franciscanas de la Renovación, se refería a ello en su libro “The Reform of Renewal”: “Mas allá de la apatía [del mundo actual hacia el clero] hay un problema mucho más serio y es el creciente cinismo. El cinismo siempre ha sido el problema subyacente del clero, porque los cínicos son idealistas desilusionados. […] Cuando los líderes y los maestros de la fe religiosa comienzan a mostrar signos de confusión e indecisión, cuando tocan una trompeta indefinida, ¿quién los va a seguir?. Cuando disminuye la respuesta positiva hacia el clero y su ministerio, entonces el cinismo aumenta por el incremento de la creencia de que han sido engañados por Dios”[33].

Conviene entonces estar advertidos sobre los peligros y sutiles engaños en que no pocos religiosos se dejan atrapar con el consecuente abandono de la propia vocación. No es nuestra intención hacer un listado exhaustivo de todos ellos, pero sí quisiéramos incluir aquellos criterios que estimamos se hallan más diametralmente opuestos a los principios que enumeramos al comienzo y otros que, no pocas veces, son los argumentos más comunes que se oyen.

Decíamos que nuestra vocación es una invitación divina a imitar el modo de vida de Cristo y de sus apóstoles, lo cual significa también abrazarse a la cruz como medio de unión con Dios a través de los votos y de las inevitables pruebas que Dios en su Providencia permite para llevarnos al cielo. Allí entran todas las tentaciones y pruebas espirituales por las que pasa nuestro progreso y bien espirituales: los fracasos apostólicos, las menguas de salud, los sufrimientos morales (la calumnia, la pérdida del buen nombre, los malos tratos, las faltas de reconocimiento, las humillaciones, etc.), las pérdidas familiares, la soledad, las dificultades de la misión, etc. Cada uno podría hacer su lista. Lo cual pone de manifiesto −por si nos hacía falta− de cuán necesaria es la oración (en todas sus formas) para perseverar en la lucha, para perseverar en la búsqueda auténtica de la voluntad de Dios, para no caer en la tentación del desaliento, para conseguir el auxilio divino y superar las dificultades cualesquiera sean; en definitiva, para ser fuertes y perseverar hasta el fin. San Juan de la Cruz le decía a una de sus dirigidas espirituales: “como no falte oración, Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño, ni lo ha de ser”[34]. Es decir, la oración es de capital importancia a la hora de disponerse para recibir el don de la perseverancia en la vocación. Sin oración es imposible cumplir con el mandamiento del Señor: permaneced en mi amor[35]. Porque siempre será verdad lo que Él nos dice en ese mismo discurso: el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada[36].

La oración, el cuidado de la vida interior (el aplicarse a trabajar en los propósitos de la vida espiritual concretos, el hacer dirección espiritual, el recurrir al sacramento de la penitencia, el esforzarse por asistir anualmente a los Ejercicios Espirituales, etc.) es parte inherente de ese cuidado de la vocación al que se refería el Papa Francisco en el discurso ya citado. Por eso continuaba diciendo: “Tal cuidado es tarea en primer lugar de cada uno de nosotros, que estamos llamados a seguir a Cristo más de cerca con fe, esperanza y caridad, cultivar cada día en la oración y reforzada por una buena formación teológica y espiritual, que defienda de las modas y de la cultura de lo efímero y permita caminar firmes en la fe. Sobre este fundamento es posible practicar los consejos evangélicos y tener los mismos sentimientos de Cristo[37]. La vocación es un don que hemos recibido del Señor, el cual ha posado su mirada sobre nosotros y nos ha amado[38] llamándonos a seguirlo en la vida consagrada, y es al mismo tiempo una responsabilidad de quien ha recibido este don”[39].

Sin duda, el cuidado de la vida espiritual es como el eje y sostén de la vida consagrada. Por eso, el Beato Paolo Manna explicaba: “El Misionero que quiere vivir y mantenerse a la altura de su vocación, debe nutrirse constantemente de este espíritu de fe, iluminándose y enfervorizándose con la meditación de nuestra Santa Religión. Debe recibir de Dios, del cual es instrumento, mediante la continua oración, la gracia que necesita para su ministerio, y sin la cual no puede nada con respecto a la eterna salvación de su alma y la de aquellos que él fue a evangelizar. Por lo tanto, la meditación y la plegaria constituyen la fuerza del Misionero; las únicas verdaderas fuentes y causas de su celo, de su perseverancia y de su buen suceso”[40].

De aquí que muchas veces el abandono de la vida religiosa implica un previo descuido de la vida de oración, que poco a poco va llevando a una ruptura en la relación con nuestro Señor. No debe asombrarnos, pues, si no persevera en nuestro Instituto quien no tenga una sólida vida de piedad.

Desafortunadamente, no faltan quienes suelen restarle importancia a esto y prefieren en cambio argumentar que la culpa la tienen los superiores que no supieron dar el acompañamiento necesario, que no supieron discernir a tiempo que esos tales no tenían vocación, o porque fueron ellos quienes lo mandaron a una misión muy difícil, etc. Incluso hay quienes sin ningún fundamento serio culpan fácilmente a la formación y al Seminario; y se olvidan de mirar en sí mismos las faltas de fidelidad a la gracia. Todos esos ‘argumentos’, si bien pueden ser ciertos en algunos casos y por supuesto posibles −porque los superiores son ciertamente falibles, y a veces mucho− no significa que si uno realmente tiene vocación le han de faltar los medios para perseverar aun en las situaciones más difíciles y en las circunstancias más adversas. Eso “sería hacerle agravio a Dios”[41]. Porque “nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por solo Él se aventuran”[42]. Pensemos en nuestro querido Juan Pablo II, en las dificultades que tuvo en su formación y en su “Seminario” y cómo con su fidelidad a Dios logró maravillarnos con el hombre que todos conocimos. Por eso no es menos cierto que “si Dios llama y si hay verdadero amor en entregarse a él, también dará las gracias para llevar adelante toda dificultad que haya que salvar en su camino hacia el cielo. Por eso en medio de las cruces, los buenos religiosos son los hombres más felices de la tierra”[43]. De hecho, abundan en la hagiografía cristiana los ejemplos de santos que se hicieron tales en medio de grandes dificultades dentro de sus propias comunidades: ellos perseveraron en sus santos propósitos y fueron fieles a la palabra dada a Dios el día de sus votos hasta la muerte. El resto son excusas.

Debemos estar convencidos de que la “cruz de Cristo, con todo lo que en ella hizo y padeció [Jesús], está en el comienzo, desarrollo y perseverancia final de toda vocación consagrada. Que muchos consagrados tengan miedo a la cruz de Cristo es señal, más que elocuente, de la decadencia de la vida consagrada y del porqué de la falta de vocaciones en muchas comunidades”[44].

Por eso queremos volver a enfatizar que hay que dedicarse en manera especial a la oración, a la práctica de la caridad y de la piedad, a negarse a sí mismo, a cumplir mejor las obligaciones de estado[45]. Porque la falta de perseverancia no pocas veces indica una falta de amor a la cruz o un querer escaparse precisamente de los trabajos, de las humillaciones… y el ceder al espíritu del mundo malo; haciendo que el religioso se olvide de que la unión con Dios, para la cual hemos sido creados, se obtiene por la cruz, se consuma en la cruz y va marcada por toda la eternidad, con el sello de la cruz[46].

En el momento de la prueba cada uno debe saber aceptar la purificación y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado y como parte integrante de su vocación. La cruz es parte del plan. Y si nos ponemos a pensar bien, la prueba misma es como un instrumento providencial de formación que Dios usa para atraernos más hacia Sí.

Por eso la perseverancia en definitiva es una cuestión de fe. “¿Acaso no creemos que Cristo nos ha santificado y nos ha enviado? ¿No creemos que Él permanece con nosotros aunque llevemos este tesoro en vasijas frágiles y tengamos nosotros mismos necesidad de su misericordia, de la cual somos ministros para los demás? ¿No creemos que Él actúa en nosotros, al menos si realizamos su obra, y que Él dará crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado laboriosamente según su Espíritu? ¿Y no creemos que Él concederá también el don de la vocación sacerdotal a todos aquellos que habrán de trabajar con nosotros y tomar relevo, sobre todo si sabemos reavivar el don que hemos recibido por la imposición de las manos? […] Cristo no abandonará a aquellos que se han confiado a Él, a aquellos que se confían a Él cada día”[47].

La roca es Cristo. Cuántos religiosos, sacerdotes, monjes, hermanos hay que por el crisol de las pruebas espirituales y apostólicas, por cierta inmadurez y fragilidad psicológica, por no “recordar que la vida común requiere sacrificio, y puede convertirse en una forma de maxima poenitentia[48], comienzan a sentir “un cierto malestar respecto de la regularidad de la ‘vida común’ la cual les puede parecer demasiado rígida, distante, anacrónica en relación con ciertas exigencias de mentalidad y sensibilidad contemporáneas; y entonces les parece que es legítimo y válido compartir conceptos, estilos de vida y modos de comportamiento que se oponen, de suyo, al régimen austero pero sabio que nos exigen en toda circunstancia los votos y nuestra consagración a Dios hechos con un corazón indiviso por el reino de los cielos[49]. Se olvidan estos tales de que “si somos religiosos es para imitar al Verbo Encarnado casto, pobre, obediente e hijo de María”[50], y que en nuestra profesión religiosa está implicado el hecho de que nos hacemos “víctimas con la Víctima”[51]. Entonces comienzan a hacer relecturas de la Regla, lo cual “lleva consigo el riesgo de sustituir el texto de la Regla misma con una determinada interpretación o, al menos, de oscurecer la sencillez y pureza con que se escribió”[52].

No hay que ser ingenuos: el enemigo de nuestras almas es muy astuto en “explotar” ese malestar comunitario o apostólico y usa una variedad de situaciones para causar divisiones y, a veces, irreparables separaciones. Por ejemplo, la promesa de algo mejor −que en realidad es una veleidad− nos puede alejar y, de hecho, separar de aquello que verdaderamente merece nuestra más leal adhesión. Hay que estar atentos y darse cuenta de que el maligno siempre busca poner otro fundamento que no sea Jesucristo. Su objetivo más común es el de distraernos del foco de nuestra vida, a saber, Jesucristo; y busca con increíbles artimañas y muy sutilmente apartarnos o al menos desviarnos poco a poco de nuestra misión. Por eso señalaba el Santo Padre lo muy necesario que es “que tengamos fija la mirada en el Señor, estando siempre atentos a caminar según la lógica del Evangelio y no ceder a los criterios de la mundanidad. Muchas veces las grandes infidelidades inician con pequeñas desviaciones o distracciones”[53].

El diablo usará los artificios de la imaginación, los repliegues de nuestra sensibilidad, la sugestión del mundo para buscar por todos los medios el desalentarnos en nuestra vocación: que no hay progreso espiritual, que no hemos podido alcanzar lo que nosotros habíamos planeado (en términos de apostolado, de vida espiritual, de los estudios, etc.), usará incluso del mismo ideal de vida religiosa o de vida comunitaria que tenemos como motor para desviarnos de nuestros compromisos (votos) y hará del cansancio, de las incomprensiones y posibles injusticias que se pueden dar y se dan en la vida cristiana un medio para hacernos concluir que no hay futuro, que no hay potencial, que todo es un desastre, que mejor es irse a otro lado, etc., y lo que comenzó con un desánimo, terminó con un abandono del camino de donación total a Dios.

Tenemos que “ser hombres con discernimiento”[54], y no caer en la actitud pesimista de que “por el árbol de las dificultades perdamos de vista el bosque de las cosas que están bien”[55]. ¡Muchos han caído en esto!

Frente a esas posibles tentaciones, y sin ánimos de ofrecer una solución simplista, conviene recordar y plantar en el alma la 5.a regla de discernimiento de espíritus que San Ignacio trae para la primera semana de los Ejercicios Espirituales: “en tiempo de desolación nunca hacer mudanza, más estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba en la antecedente consolación”. Y volver a leer lo que el santo sigue diciendo en las reglas siguientes: “mucho aprovecha mudarse contra la misma desolación… y alargarnos en algún modo conveniente de hacer penitencia”; “considere que… puede resistir las varias agitaciones y tentaciones del enemigo, con el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta”; “trabaje en estar en paciencia”.

Estas reglas que consideramos cada año, que las predicamos a otros, que las hemos escuchado desde que hemos puesto el pie en el Instituto, hay que aplicarlas a la vida y situación de cada uno, sabiendo que el enemigo con su gran poder de sugestión va sembrando falsedades en el entendimiento de uno “y le va precipitando y engañando sutilísimamente con cosas verosímiles”[56]. No hay que dejarse engañar. Las cosas no mejoran si no hay, de parte de cada uno de los miembros del Instituto, de cada Provincia y de cada comunidad en particular, una fidelidad cada vez mayor a Jesucristo.

Por eso el disponerse para recibir el don de la perseverancia exige, además de un discernimiento probado y enraizado en la oración, una sólida formación intelectual. Y requiere también ciertas virtudes humanas que están a la base de toda la formación de la persona consagrada y en las que debemos seguir creciendo, como la fidelidad a la palabra dada, lo cual es un bien sumamente apreciado en cualquier sociedad humana. Y además si esa palabra -la de perseverar en nuestros votos en el Instituto del Verbo Encarnado-fue dada nada menos que a Dios, y lo fue de modo público, delante de la Iglesia, y para siempre, y sin restricciones ni condiciones, constituyendo lo que San Ignacio llama “elección inmutable”[57], tenemos que mantenerla siempre y a toda costa, aunque nos vaya en ello “la piel y lo restante”, como decía el santo doctor San Juan de la Cruz[58].

Además, queremos agregar otra tentación, que, si bien es común a muchas almas, quizás a los sacerdotes religiosos les tienta más porque se les presenta como más fácil, y es la idea de que si abandona el Instituto se las va a poder ‘arreglar solo’. A veces las promesas de futuro hechas por personas externas al Instituto, y la posibilidad de tener ciertas ‘seguridades’ mundanas atraen bastante. No es lo mismo vivir de la Providencia que recibir un cheque cada mes en el banco. Se siente mucho mejor saber cómo van a ir las cosas que no saberlo, aun cuando ese sentimiento esté basado en algo que es improbable, y la más de las veces, también es falso. Se siente mejor avanzar teniendo un cierto control autónomo que caminar solamente armados de la confianza y la esperanza en Dios, sin tener control alguno de lo que vaya a suceder… pues estamos bajo la guía de un superior al que profesamos obediencia.

Respecto de esto, simplemente hay que decir lo que decía C. S. Lewis: “casi todos los vicios están enraizados en el futuro. La gratitud mira hacia el pasado y el amor al presente; el miedo, la avaricia, la lujuria y la ambición miran hacia el futuro”[59]. No podemos ser tan incautos de pensar que el diablo cumplirá sus promesas… Esto quiere decir que nos exponemos a ser terriblemente engañados e increíblemente decepcionados si pretendemos anticipar lo que será. Esos engaños y consecuentes decepciones pueden provenir de miles de cosas: ‘cuánto voy a disfrutar el tener dinero en mis bolsillos’; ‘ya no voy a tener que pedir permiso para hacer lo que se me dé la gana’; ‘cuánto voy a disfrutar de las ventajas que me dará el trabajar en tal o cual diócesis o en tal o cual posición’, ‘qué dicha poder vivir en tal o cual país’, etc. ¡Hay que abrir los ojos y darse cuenta de que no somos dueños de los futuros contingentes!

Entonces conviene también recordar lo que muy claramente señala el derecho propio para prevenirnos de ese idealismo y enseñarnos a “ser hombres realistas. Es necesario erradicar falsas creencias que equivocan el camino y falsean la vida comunitaria:

– creer y exigir que todo tiene que venir de los otros. Contra esto hay que descubrir con gratitud todo lo que se ha recibido y se está recibiendo de los demás;

– no ser “consumidores” sino constructores de comunidad;

– saberse capaces de ayudar y ser ayudados, de sustituir y ser sustituidos.

– orientar el natural primer encanto que la vida fraterna y compartida ejerce sobre los jóvenes, haciendo tomar conciencia de los sacrificios que exige vivir en comunidad; pero en la certeza que cuando uno se pierde por los hermanos se encuentra a sí mismo.

– advertir que quien pretende vivir una vida independiente, al margen de la comunidad, no ha emprendido ciertamente el camino seguro de la perfección del propio estado.

– desengañar que la “comunidad ideal”, perfecta, no existe todavía; existirá en el Cielo. Aquí se edifica sobre la debilidad humana. Siempre es posible mejorar y caminar juntos hacia la comunidad que sabe vivir el perdón y el amor. La unidad se establece al precio de la reconciliación. La situación de imperfección de las comunidades no debe descorazonar[60].

San Juan de la Cruz, por su parte, al escribir sus Avisos a un religioso para alcanzar la perfección incluye este sapiencial consejo que bien nos conviene tener presente. Dice así: “ha de entender que todos los que están en el convento no son más que oficiales que tiene Dios allí puestos para que solamente le labren y pulan en mortificación, y que unos le han de labrar con la palabra, diciéndole lo que no quisiera oír; otros con la obra, haciendo contra él lo que no quisiera sufrir; otros con la condición, siéndole molestos y pesados en sí y en su manera de proceder; otros con los pensamientos, sintiendo en ellos o pensando en ellos que no le estiman ni aman.

Y todas estas mortificaciones y molestias debe sufrir con paciencia interior, callando por amor de Dios, entendiendo que no vino a la Religión para otra cosa sino para que lo labrasen así y fuese digno del cielo. Que, si para esto no fuera, no había para qué venir a la Religión, sino estarse en el mundo buscando su consuelo, honra y crédito y sus anchuras”[61].

El Padre Espiritual del Instituto nos lo dijo claramente: “Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión”[62].

Por esta razón, a quienes son superiores se les recomienda vivamente ser fervorosos en vivir y transmitir genuinamente el espíritu de la Congregación[63], el infundir el espíritu de familia en las comunidades, siendo verdaderos padres espirituales, sabiendo confortar a los súbditos en las tentaciones y ayudarlos en las necesidades.

Porque, también es necesario añadir que independientemente de las varias etapas de la vida o de la edad, un religioso puede pasar por situaciones críticas, bien a causa de diversos factores externos –cambio de lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc. –, bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Es sobre todo en esos momentos, que se hace necesaria la cercanía afectuosa del superior[64].

No faltan quienes arguyan que su falta de perseverancia se ha debido a que ‘lo dejaron solo’. Por eso, aunque no se niegue ni se le quiera quitar la importancia que tiene el acompañamiento de los hermanos en religión y especialmente por parte de los superiores, también es cierto que “no pueden existir soledades cuando Él (Dios) llena el corazón y la vida”[65]. Conviene además traer a la memoria lo que el Místico Doctor de Fontiveros le escribía a Doña Juana de Pedraza cuando ésta se quejaba de “sus lástimas y males y soledades sentidas”[66]: “Todo es aldabadas y golpes en el alma para más amar, que causan más oración y suspiros espirituales a Dios, para que Él cumpla lo que el alma pide para Él.[…] Los que quieren bien a Dios, Él se tiene cuidado de sus cosas, sin que ellos se soliciten por ellas”[67].

3. ¡Ánimo!

No ignoramos las dificultades reales que salen al paso de todos los miembros del Instituto en su empeño por configurarse con Cristo, por ser coherentes, por mantenerse fieles a lo largo de los años y en medio de circunstancias poco alentadoras −social y eclesialmente hablando−. Todo eso es ciertamente una prueba verdadera y no deja de ser doloroso; pero no nos debe llevar al desaliento. ¿Acaso nos olvidamos de la “visión providencial sobre la vida”[68] que debe caracterizarnos? Es uno de los elementos no negociables adjuntos al carisma.

Debemos saber aceptar esas pruebas, y si antes decíamos que teníamos que ser hombres de discernimiento y hombres realistas, ahora agregamos que debemos ser hombres sobrenaturales. Aceptando con fe y abandono en la Providencia los designios de Dios acerca de cada uno de nosotros, del Instituto, de la Iglesia y del mundo.

Entonces, no se trata ni de un optimismo irreal ni tampoco del pesimismo que está en contradicción con la Providencia; sino de un sano realismo cristiano que acepta la realidad de la situación propia, del Instituto y de la sociedad, para esforzarse en dar de sí mismo lo que más pueda a fin de elevarla en nombre de Cristo con laboriosidad y paciencia.

Hay que darse cuenta de que “la falta de perseverancia es algo que siempre ha pasado y pasará en la Iglesia”. Ya lo decía San Juan Pablo II hace más de tres décadas atrás: “No es la primera vez que, en el curso de la historia, la vida religiosa encuentra serias dificultades. En algunos períodos ha pasado por crisis análogas, a veces incluso más difíciles, y siempre ha salido de ella más generosa y más viva, después de haber profundizado y valorizado su propia índole”[69]. Y por lo mismo, no hay que dejarse desanimar por sentencias lapidarias que no hacen sino ofuscar la belleza de la vida consagrada, desalentando no sólo a quienes han abrazado la vida consagrada sino también a los potenciales candidatos. Los ‘abandonos’, la falta de vocaciones y el envejecimiento de los miembros en muchas congregaciones religiosas y en muchas diócesis del mundo son serios retos para cada Instituto y para la Iglesia toda. Eso sin duda. Sin embargo, no se trata de fenómenos nuevos en la larga experiencia de la Iglesia. La historia nos enseña que por caminos generalmente imprevisibles la ‘novedad’ radical del mensaje de la cruz es capaz de inspirar a muchos a renunciarlo todo por el reino de Dios, para poseer la perla de gran precio[70].

Sin duda, admitimos que no hay una receta mágica para perseverar en la vocación; porque definitivamente es una gracia del Cielo que hay que impetrar a tiempo y a destiempo[71]. Todos necesitamos de la gracia de Dios a fin de querer y obrar el bien perseverantemente. Pero también hay que determinarse y poner los medios (tan importantes son estos que parecen decirnos que “persevera el que quiere”, es decir, el que los utiliza):

– Ser asiduos en la oración y esforzados en el cuidado de la vida interior. Lo cual incluye “el diario adentrarse en el amor crucificado y crucificante del Verbo Encarnado. Sólo Él puede mantener vivo en nosotros el don de la vocación. Sólo Él puede, mediante su Espíritu, superar las debilidades experimentadas una y otra vez”[72]. Hay que perseverar constantemente en la práctica y en el espíritu de los votos así como en la fidelidad en la celebración de la liturgia.

– Hacer penitencia: corporal e interior. Como muy claramente nos indica el derecho propio: “hay que tener sumo aprecio por la penitencia exterior: acerca del comer y del beber, acerca del modo del dormir, ‘dándole dolor sensible’[73] a la carne por medio de cilicios[74], disciplinas, etc.” [75]. Pero “sobre todo la penitencia interna, la metanoia[76], o sea la íntima y total mudanza y renovación de todo el hombre en todo su sentir, juzgar y disponer”[77].

Abnegarse y entregarse en abandono confiado al servicio de Dios. Sería un grave error bajar los brazos en la misión, menguar en la entrega, desconfiar del auxilio de Dios. Por eso en este punto nos gustaría recordar aquellas sentidas palabras que Juan Pablo II dirigía a unos religiosos: “¡Perseverad en el amor! Perseverad en la gracia sacramental y en la misión exigente y estupenda a la vez, de la salvación de las almas. Sea vuestro primer medio de perseverancia el afán apostólico. El sacerdote debe tener una visión ‘escatológica’ de la existencia y de la historia, y debe vivir con esta perspectiva. Se debe evangelizar, salvar y santificar a las almas: ésta es la voluntad de Dios”[78].

– Ser fieles al patrimonio del Instituto. “Amar la vocación es amar a la Iglesia, es amar al propio Instituto y sentir la comunidad como su verdadera familia”[79]. En este sentido todos los santos fundadores y el mismo derecho propio aconsejan y mucho –además de la oración y el recogimiento o el rechazo del espíritu del mundo– el aferrarse con firmeza y fidelidad a las Constituciones, al espíritu de la Congregación y el encariñarse con sus intereses. “¿Qué los hará santos?”, preguntaba San Pedro Julián Eymard a unos religiosos mientras les predicaba Ejercicios Espirituales: “La regla, vuestra regla religiosa, la regla a la congregación a la que pertenecéis. A practicarla se reduce para vosotros la santidad, porque la regla es la voluntad de Dios. […] Lo que en vosotros [Dios] quiere ver es religiosos perfectos de tal Instituto y ser viva encarnación suya. En el cielo seréis coronados, no como varones santos, sino como religiosos santos”[80]. Por lo cual, un elemento subyacente al cuidado de nuestra vocación es la adhesión plena, concienzuda y fervorosa de la disciplina del Instituto, que incluye la observancia constante de la vida común. Ilusionarse con la perspectiva de una vida religiosa o de un sacerdocio menos austero en sus exigencias de sacrificio y de renuncia ya es de algún modo claudicar. Y unido a este medio va el de la pureza de pensamiento mediante el estudio ordenado y las buenas lecturas para discernir y prevenirse de las ideologías que intentan apartarnos de nuestro intento. “Qué importante es mantenerse en ‘intimidad divina’ por medio de la meditación de libros serios y profundos que enciendan el alma en el fuego del amor de Dios y la mantengan serena y entusiasta en cualquier situación o circunstancia en que llegue a encontrarse”[81], decía el Papa.

– Práctica de la devoción tierna a María Santísima. El sí de María Santísima, pronunciado el día de la Encarnación y mantenido durante toda su vida, debe ser para nosotros un estímulo y una ayuda en nuestra entrega total a Dios. Hay que pedirle a María Santísima en el rezo diario del Santo Rosario el valor de estar con Ella junto a la cruz y de aceptar la dialéctica de la cruz, que no es otra cosa sino pedir la gracia de perseverar en este propósito hasta la muerte. La Virgen es nuestra esperanza.

Hoy por hoy somos casi 900 miembros en el Instituto del Verbo Encarnado. Sepamos “celebrar y agradecer juntos el don común de la vocación y misión”[82]. Alegrémonos por cada vocación con que Dios bendice a nuestro Instituto y renovemos los esfuerzos por “perseverar y aventajarse en la vocación a la que fuimos llamados por Dios, para una más abundante santidad de la Iglesia”[83].

Vaya entonces nuestra oración −de unos por otros− para implorar “la perseverancia en el bien, que aunque encuentre incomprensiones y obstáculos, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad y de paz. Es lo que san Pablo recordaba a los Gálatas: El que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos[84].

Escuchemos las palabras de Juan Pablo II a unos religiosos con la esperanza de que cada uno las sienta especialmente dirigida hacia sí: “No caigáis nunca en el desaliento”[85]. “En estas circunstancias actuales no dudéis de vuestra vocación. El Dios que os ha invitado a dejar todo por su amor es un Dios fiel: ¡nunca os fallará! …permaneced firmes en vuestra vocación, en la certeza que ella es el medio más seguro para cumplir la voluntad de Dios”[86].

Que María Santísima nos obtenga las gracias que necesitamos para nuestra santificación y para la prosperidad religiosa del Instituto y de nuestras misiones. Que Ella nos ayude a ser fieles al llamamiento divino y nos haga comprender toda la belleza, la alegría y la fuerza de un sacerdocio vivido sin reservas en la dedicación e inmolación por el servicio de Dios y de las almas. Que nos ayude finalmente a decir a ejemplo suyo: Sí a la voluntad de Dios, aun cuando sea exigente, aun cuando sea incomprensible, aun cuando sea dolorosa para nosotros.

Les dejamos una oración que compuso el Beato John Henry Newman:

“Dios me ha creado para hacerle un servicio determinado. Él me ha encomendado un trabajo que no ha encomendado a otro. Tengo una misión. Quizás nunca lo sepa en esta vida, pero me lo dirán en la otra. De alguna manera soy necesario para sus propósitos, tan necesario en mi lugar como un arcángel en el suyo y, es verdad que, si fallo, Él puede hacer surgir a otro, como puede hacer de piedras hijos de Abraham. Sin embargo, yo soy parte de esta gran empresa. Soy un eslabón en una cadena, un vínculo de conexión entre personas. Él no me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo. Seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en mi propio lugar, sin pretender otra cosa cuando lo haga más que guardar sus mandamientos y servirle en mi vocación. Por lo tanto, confiaré en Él, donde sea que esté nunca puedo ser desechado. Si estoy en la enfermedad, mi enfermedad puede servirle; si en la perplejidad, mi perplejidad puede servirle. Si estoy en el dolor, mi dolor puede servirle. Mi enfermedad, o perplejidad, o dolor pueden ser las causas necesarias de algún gran fin, que está mucho más allá de nosotros. Dios no hace nada en vano. Puede prolongar mi vida o puede acortarla, Él sabe lo que hace. Puede quitarme a mis amigos y puede arrojarme entre extraños. Puede hacerme sentir desolado, hundir mi espíritu, ocultarme el futuro; aun así, Él sabe lo que hace. […]. Oh Emanuel, Oh Sabiduría, me entrego a Ti. Me confío enteramente a Ti. Dígnate cumplir tus altos propósitos en mí cualesquiera sean. Yo nací para servirte, para ser Tuyo, para ser tu instrumento. Déjame ser un instrumento ciego. No te pido ver, no te pido saber, te pido simplemente ser usado”[87].

 

  1. Cf. 2 Co 4, 7.

  2. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017.

  3. https://www.youtube.com/watch?v=4k1JngbSTMs

  4. https://www.vaticannews.va/es/iglesia/news/2020-07/presentacion-ediciones-claretianas-documento-de-civcsva.html; cf. también: Mons. José Rodríguez Carballo, O. F. M, “Sobre la crisis de la vida religiosa: Causas y respuestas”, L’Osservatore Romano, 29/10/2013: “Nuestro dicasterio, en cinco años (2008-2012), ha dado 11.805 dispensas: indultos para dejar el instituto, decretos de dimisión, secularizaciones ad experimentum y secularizaciones para incardinarse en una diócesis. Se trata de una media anual de 2361 dispensas. La Congregación para el Clero, en los mismos años, ha dado 1188 dispensas de las obligaciones sacerdotes y 130 dispensas de las obligaciones del diaconado. Son todos religiosos: esto da una media anual de 367,7. Sumando estos datos con los otros, tenemos lo que sigue: han dejado la vida religiosa 13.123 religiosos o religiosas, en 5 años, con una media anual de 2624,6. Esto quiere decir 2,54 cada 1000 religiosos. A estos habría que agregar todos los casos tratados por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Según un cálculo aproximado pero bastante seguro, esto quiere decir que más de 3000 religiosos o religiosas han dejado cada año la vida consagrada. En el cómputo no han sido insertados los miembros de las sociedades de vida apostólica que han abandonado su congregación, ni los de votos temporales”.

  5. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017. Expresión que el Santo Padre parece haber tomado de Mons. José Rodríguez Carballo, O. F. M, “Sobre la crisis de la vida religiosa: Causas y respuestas”, pues allí mismo dice el autor: “considerando el hecho de que la hemorragia continúa y no parece detenerse, los abandonos son ciertamente síntoma de una crisis más amplia en la vida religiosa y consagrada, y la cuestionan, por lo menos en la forma concreta en que es vivida”.

  6. https://www.youtube.com/watch?v=4k1JngbSTMs, min. 12:58-13:37.

  7. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017.

  8. Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, 109, 10; cf. Directorio de Vocaciones, 77.

  9. Constituciones, 254; 257.

  10. Beato Giuseppe Allamano, Los quiero así – Espiritualidad y pedagogía misionera, cap. 2, 29.

  11. Unos 890 miembros.

  12. 1 Co 10, 12.

  13. Por lo menos 72 novicios y 20 postulantes.

  14. San Juan Pablo II, A los seminaristas y candidatos a la vida religiosa en San Antonio, Texas, USA, 13/09/1987.

  15. Cf. Directorio de Vocaciones, nota 27 citando a San Juan Bosco.

  16. 1 Jn 4, 2.

  17. Cf. 1 Co 10, 4.

  18. 1 Co 3, 11.

  19. Constituciones, 7.

  20. Cf. Mt 7, 25.

  21. San Juan Pablo II, A los consagrados en Altötting, 18/11/1980.

  22. Sal 91, 7.

  23. Cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [318].

  24. Mons. José Rodríguez Carballo, O. F. M, “Sobre la crisis de la vida religiosa: Causas y respuestas”, L’Osservatore Romano, 29/10/2013.

  25. Cf. https://www.youtube.com/watch?v=eYvvGiLprZs

  26. https://www.youtube.com/watch?v=eYvvGiLprZs&t=80s

  27. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017.

  28. Cf. https://www.youtube.com/watch?v=4k1JngbSTMs min. 16:50-16:55. Sus palabras textuales fueron: “La vida consagrada está en crisis porque está en crisis la Iglesia y está en crisis la sociedad”.

  29. San Juan Pablo II, Al clero, religiosos y laicos en Luxemburgo, 16/05/1985.

  30. San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos comprometidos en México, 12/05/1990.

  31. San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de inauguración del Congreso Internacional por las vocaciones, 10/05/1981; L’Osservatore Romano del 17/05/1981, 19.

  32. Cf. San Juan Pablo II, A los religiosos y religiosas en la Catedral de Utrecht, Países Bajos, 12/05/1985.

  33. Fr. Benedict Groeschel, The Reform of Renewal, cap. 9. [Traducido del inglés]

  34. San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28 /01/1589.

  35. Jn 15, 9.

  36. Jn 15, 5.

  37. Cf. Flp 2, 5.

  38. Cf. Mc 10, 21.

  39. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017.

  40. Beato Paolo Manna, Virtudes apostólicas, cap. IV, Carta circular n. 6, 15/09/1926.

  41. San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 20, A una Carmelita Descalza escrupulosa, por Pentecostés de 1590.

  42. Santa Teresa de Jesús, Conceptos del amor de Dios, cap. III, 7.

  43. Directorio de Vocaciones, 39.

  44. Cf. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte I, cap. 4.

  45. Directorio de Espiritualidad, 103.

  46. Cf. Santa Edith Stein, La ciencia de la cruz, cap. 3, e.

  47. San Juan Pablo II, A los sacerdotes en Notre-Dame de París, 30/05/1980.

  48. Directorio de Vida Fraterna, 48.

  49. Cf. San Juan Pablo II, A las religiosas en Treviso, Italia, 16/06/1985.

  50. Directorio de Vida Consagrada, 326.

  51. Directorio de Espiritualidad, 168.

  52. San Juan Pablo II, Mensaje al Capítulo General de los Frailes Menores, 08/05/1985.

  53. Francisco, A los participantes en la plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 28/01/2017.

  54. Constituciones, 268.

  55. Cf. Constituciones, 123.

  56. San Juan de la Cruz, Subida del Monte, libro 2, cap. 29, 10.

  57. Ejercicios Espirituales, 171. En el n. 172 agrega: “en la elección inmutable, que ya una vez se ha hecho elección, no hay más que elegir, porque no se puede desatar, así como es matrimonio, sacerdocio, etc.”.

  58. San Juan de la Cruz, Avisos y Sentencias espirituales, 68, 4; citado en Constituciones, 68.

  59. C. S. Lewis, The Screwtape Letters, Macmillan, p. 59. [Traducido del inglés]. En español el libro se llama: Cartas del diablo a su sobrino.

  60. Directorio de Vida Fraterna, 37.

  61. San Juan de la Cruz, Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, n.º 3.

  62. Vita Consecrata, 63.

  63. Cf. Constituciones, 358.

  64. Cf. Vita Consecrata, 70.

  65. San Juan Pablo II, Carta Apostólica a los religiosos y religiosas de América Latina con motivo del V Centenario de ña Evangelización del Nuevo Mundo, 29/06/1990, 16.

  66. San Juan de la Cruz, Epistolario, Carta 11, A doña Juana de Pedraza, 28/01/1589.

  67. Ibidem.

  68. Notas del V Capítulo General, 11.

  69. A las religiosas de Romaña en Cesena, Italia, 09/05/1986.

  70. Cf. Mt 13, 44-45.

  71. 2 Tm 4, 2.

  72. Cf. San Juan Pablo II, A los consagrados en Altötting, 18/11/1980.

  73. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, [85].

  74. Cf. Lv 16, 31.

  75. Directorio de Espiritualidad, 102.

  76. Cf. Mc 1, 15.

  77. Directorio de Espiritualidad, 99.

  78. San Juan Pablo II, A los nuevos presbíteros de la Congregación de los Josefinos de Murialdo, 24/03/1980.

  79. Directorio de Vida Consagrada, 45; op. cit. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor, 37.

  80. San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la congregación de los Hermanos de San Vicente de Paúl, p. 912.

  81. San Juan Pablo II, A los nuevos presbíteros de la Congregación de los Josefinos de Murialdo, 24/03/1980.

  82. Directorio de Vida Fraterna, 68.

  83. Lumen Gentium, 47. Citado por el Directorio de Vida Consagrada, 32.

  84. Benedicto XVI, Audiencia General, 17/08/2005; op. cit. Ga 6, 8-9.

  85. San Juan Pablo II, Al Capítulo General de la Orden de los Carmelitas Descalzos, 22/04/1991.

  86. San Juan Pablo II, A las religiosas de Romaña en Cesena, Italia, 09/05/1986.

  87. Meditations on Christian Doctrine, 1; citado por Fr. Benedict Groeschel, CFR, Arise from Darkness. [Traducido del inglés]

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