Señorío sacerdotal

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“Señorío sacerdotal”
“Vivan en plenitud la reyecía y el señorío cristiano y sacerdotal” Constituciones, 214

“Queremos formar almas sacerdotales y de sacerdotes que no sean ‘tributarios’[1][2], declara con toda firmeza y claridad nuestro derecho propio.

¿Qué es ser tributario? Nos lo explican también nuestros documentos: “Tributario […] es el que reconoce el señorío que otro tiene sobre sí y paga algo como manifestación de ello. Tributario significa: ‘ofrecer o manifestar veneración como prueba de agradecimiento o veneración (…) es el que se subordina –indebidamente–, a los poderes temporales, a las modas culturales, al espíritu del mundo, como si fuesen el fin último en lugar de Dios”[3].  Así entendido, cuando el sacerdote es tributario se convierte en vasallo que le entrega algo a su amo en reconocimiento de su señorío. Y como magníficamente explicaba el Místico Doctor de Fontiveros, San Juan de la Cruz: “así, el que ama criatura, tan bajo se queda como aquella criatura, y, en alguna manera, más bajo; porque el amor no sólo iguala, más aún sujeta al amante a lo que ama”[4] y todo “señorío temporal y libertad temporal delante de Dios ni es reino ni libertad”[5].

1. Tributarios: incapaces de coherencia

Pongamos ejemplos más concretos, ya que históricamente se han dado varias formas de tributarismo por parte de algunos miembros de la Iglesia. Para ilustrar: “Dentro del movimiento protestante esto se hizo muy patente, porque ellos tuvieron que pagar las concesiones que hicieron al poder temporal con el objeto de triunfar en su rebeldía contra la Iglesia. Así quedaron sujetos al príncipe, que aprovechó la ocasión de adueñarse de las riquezas de la Iglesia Católica y de las conciencias de los súbditos”[6].

Pero más contemporáneamente aun, “son tributarios los progresistas que intentan conciliar su supuesta fe católica con las ideologías modernas. Supuesta fe católica porque no es católico quien adhiere a principios y normas que no están en consonancia con la fe y tradición de la Iglesia; ni quien intenta sujetar la Iglesia al poder civil”[7]. Por eso son tributarios también quienes en un afán por atraer vocaciones proponen un estilo de vida ‘atenuado’ hasta llegarse a acomodarse a un modelo de vida mundano, que deja de lado la radicalidad de la belleza y valía del seguimiento de Cristo Crucificado. O quienes quitan fuerza y solidez a la formación doctrinal que ofrecen, diluyéndola para adaptarse a doctrinas pasajeras, o mejor dicho, abrazando una doctrina que “rehúye toda clasificación y tiene una sola nota distintiva y característica, que es la nota de perfecta y absoluta incoherencia[8] y que más bien parece rendir culto a la dilogía[9], a la ambigüedad, a la multiplicidad de sentidos, al equívoco y a la anfibología[10].

Estos tales se espantan considerando que ‘no es normal’ que un Instituto florezca en vocaciones precisamente por ofrecer un “testimonio de lo Trascendente”, por la austeridad y tenor de vida, por el ambiente espiritual y de serena alegría que se vive en sus comunidades, por el fervor en las obras apostólicas, por la solidez de su formación radicada en la más absoluta fidelidad a la Tradición de la Iglesia y a las enseñanzas del Magisterio Pontificio, siendo precisamente las vocaciones una prueba concreta de la bondad de Dios, y las obras de los religiosos que viven en comunión con los legítimos Pastores y son fieles a su vocación en la Iglesia, una manifestación del reino de paz que el Señor nos ha prometido y ganado con su cruz y su resurrección.

Se comportan también como tributarios aquellos que hacen uso de “pretextos” para “oponerse a la evangelización”, como enseñaba clarividentemente San Juan Pablo II: “No faltan tampoco dificultades internas al Pueblo de Dios, las cuales son ciertamente las más dolorosas. Mi predecesor Pablo VI señalaba, en primer lugar, «la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza»[11]. Grandes obstáculos para la actividad misionera de la Iglesia son también las divisiones pasadas y presentes entre los cristianos[12], la descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida no siguen el ejemplo de Cristo. Pero una de las razones más graves del escaso interés por el compromiso misionero es la mentalidad indiferentista, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que «una religión vale la otra». Podemos añadir -como decía el mismo Pontífice- que no faltan tampoco «pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio»”[13].

Del mismo modo son tributarios quienes intentan tergiversar prescripciones del Derecho Canónico, o del derecho propio, buscando salvaguardar la propia comodidad y volviendo a hacer cierto con ello que las “dificultades internas al Pueblo de Dios, son ciertamente las más dolorosas”[14]. Acaso ¿no se dan cuenta que “los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso”[15] y que “no existe misión sin misioneros”[16] y que no habrá misioneros si no hay quien los envíe?

No menos tributarios resultan los que critican lo que de hecho se hace por la evangelización: critican ya la falta de medios, ya la escasez de misioneros, ya la ‘calidad’ de la obra; todo lo critican, olvidándose de que Dios es el Artífice de la misión. Sin distinguir como corresponde están criticando a Dios y se oponen, vanamente, a los planes de Dios, pero Dios se ríe de ellos[17]. Un último ejemplo: son tributarios quienes consideran una temeridad el encarar obras confiando en la Divina Providencia. Y por miedo a que les falte lo necesario o con hambre de seguridades materiales, entregan sus obras a organizaciones civiles o al Estado, corrompiendo a las Instituciones católicas y abandonando la realidad de la confianza en la Providencia Divina[18]. Se olvidan éstos tales de que “el peligro corporal no amenaza a aquellos que, con la intención de seguir a Cristo, abandonan todas sus cosas, confiándose a la Divina Providencia”[19].

Nosotros no sólo como sacerdotes y miembros del Instituto del Verbo Encarnado, sino también como simples cristianos tenemos “no sólo el derecho y el deber, sino también la satisfacción y el honor de confesar el excelso señorío de Dios sobre las cosas y sobre los hombres”[20]. Por eso, explícitamente se nos dice: “El sacerdote no debe ser tributario por razón de su investidura y de su ministerio. Debe transmitir la verdad de Dios, aun a costa de su sangre. Debe trasmitir la santidad de Dios aceptando ser un signo de contradicción. Debe transmitir la voluntad de Dios hasta dar la vida por las ovejas”[21].

Entiéndase bien que el ser tributario implica de algún modo perder la identidad cristiana, que hace que uno se deje llevar por la mundanidad y ceda ante el discurso de quien le propone renunciar al reconocimiento existencial del señorío de Dios sobre todas las cosas, sobre la sociedad y sus cuerpos intermedios, llegando a ser incapaz de coherencia. Con marcado énfasis nos advertía esto el Santo Padre Francisco al decir: “la mundanidad destruye nuestra identidad cristiana, nos conduce a la doble vida −la que es apariencia y la que es verdadera− y te aleja de Dios”[22].

Por eso, sigue enseñando el derecho propio: “El sacerdote (y todo cristiano) es un hombre de dos reinos: Es ciudadano del Reino de Dios y es ciudadano del reino de la tierra. Cuando el sacerdote deviene tributario, se vuelve traidor por partida doble: traiciona al Reino de los Cielos y traiciona al reino de la tierra, porque no le da a este lo que este le reclama, que es la verdad y la libertad que sólo vienen del Reino de Dios”[23]. En efecto, el señorío cristiano y sacerdotal que se pide de los miembros del Instituto exige -por lealtad al mundo y por lealtad a Dios- el ser “independientes frente a las máximas, burlas y persecuciones del mundo, sólo dependiendo de nuestra recta conciencia iluminada por la fe; dispuestos al martirio por lealtad a Dios, lo que constituye el rechazo pleno y total del mundo malo”[24]. De aquí que a nosotros nos compete la sujeción y “entrega generosa al servicio de Jesucristo, el único Rey que merece ser servido”[25], a fin de alcanzar de ese modo “una realeza efectiva, aunque espiritual, sobre los hombres, aun sobre los que tienen poder y autoridad, y aun sobre los que abusan de ella”[26]. Actuar de otro modo es ser tributarios y ser tributarios es un antitestimonio, es una incoherencia.

¿Por qué decimos esto? Porque “todo antitestimonio, toda incoherencia entre cómo se expresan los valores o ideales, y cómo se viven de hecho, toda búsqueda de sí mismo y no del Reino de Dios y su justicia[27], toda falsificación de la palabra de Dios[28][29] comporta algún pactar, transigir, capitular, negociar, conceder, o hacer componendas con el espíritu del mundo.

En este sentido “los hipócritas viven de ‘apariencia’. Y como ‘pompas de jabón’ esconden la verdad a Dios, a los demás y a sí mismos, ostentando una ‘cara de estampita’ para ‘maquillar la santidad’”; “se hacen ver como justos, como buenos” y esto lo hacen muchas veces para ganarse el aplauso del mundo, para promoverse a sí mismos y -cuando no- por algún interés económico… ‘son hipócritas’”[30]. De aquí que digamos que el tributarismo además de una incoherencia es un antitestimonio.

A lo largo de la corta existencia de nuestro Instituto muchos “con color de celo”[31] y “bajo capa de virtud”[32], han objetado, criticado, obstaculizado, ridiculizado, acusado sin motivo, prohibido y hasta pareciera, se han propuesto ‘dinamitar’[33] la pequeña obra de nuestro Instituto. Estas personas hipócritas −internas y externas a la congregación− son esos que “acusan siempre a los otros pero no han aprendido la sabiduría de acusarse a sí mismos”[34]. Y es que la hipocresía cuenta con el atractivo de no decir las cosas claramente; la fascinación de la mentira, de las apariencias, es un espíritu de revuelta y confusión que “en buen romance, quiere decir espíritu de entender al revés”[35].

Esta hipocresía siembra división y el evangelio está lleno de ejemplos. Uno de ellos es el del fariseo y el publicano: El fariseo, erguido, oraba en su corazón de esta manera: ‘Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás hombres, que son ladrones, adúlteros, ni como el publicano ése’[36]. Enseguida el fariseo pronuncia su distanciamiento: el publicano ése, dice con sorna. Y es que el hipócrita intenta acabar −o al menos denigrar cuanto puede− con aquel cuya virtud, santidad o buenas obras a él le incomoda, el radicalismo del otro lo sacude y en su intento no hace sino resaltar aún más su escasa virtud y torcidos intereses.

Otro hermoso pasaje de la Sagrada Escritura nos enseña el odio de los impíos contra el justo: “Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. […]Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola presencia nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de los demás… Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos[37]. Pasaje que se aplica a Cristo: Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que él asegura que Dios lo visitará[38]. El Papa Francisco comenta: “Esta profecía es muy detallada; el plan de acción de esta gente malvada es un detalle tras otro, no escatimemos nada, probémoslo con violencia y tormento, y pongamos a prueba el espíritu de resistencia… tendámosle asechanzas, pongámosle trampas, [para ver] si cae… Esto no es una simple aversión, no hay un plan de acción malvado −ciertamente− de un partido contra otro: esto es otra cosa. Esto se llama ensañamiento: el diablo está siempre detrás de todo ensañamiento, trata de destruir y no escatima los medios. […] Qué es lo que hace el diablo: ensañarse. Siempre. Detrás de todo ensañamiento está el diablo, para destruir la obra de Dios[39].

Engañándose a sí mismos en su hipocresía, y en su propósito de acabar con esa persona, con esa Institución que interpela su modo de vivir, los tributarios llevan adelante el “pequeño linchamiento diario, [ese] que intenta condenar a las personas, crear una mala reputación…, descartarlas, condenarlas: el pequeño linchamiento diario de las habladurías que crea una opinión; […]y con ese ‘se dice que’ se crea una opinión para acabar con una persona. […] Y en nuestras instituciones cristianas, hemos visto tantos linchamientos diarios que nacieron de las habladurías”. De hecho “la habladuría es también un ensañamiento”[40].

Bien sabemos que “aun antes de haber comenzado –el 25 de marzo de 1984– con nuestra Congregación, ya teníamos quienes nos hacían la contra, y no de cualquier manera, sino con bronca”. Cuántas voces amenazantes se levantaron a lo largo de todos estos años con lastimosas calumnias: que éramos más lefebvristas que Lefebvre −nos decían−, que desobedientes al Papa, que cerrados al diálogo, que sin sensus ecclesiae… y cuántas acusaciones sin fundamento: que hacemos cosas sin permiso, que no hay selección y por eso tenemos muchas vocaciones (o si no, nos acusan de ‘lavarles el cerebro’), que tenemos muchas fundaciones porque en algún caso se envían religiosos solos… Con qué atropello nos han querido ‘cambiar’, nos han querido ‘convencer’ de lo contrario: cambien esto, escriban esto, firmen aquí y se les acaban sus problemas… con cuanta astucia se han formado ‘bandos’ para orquestar maquinaciones perversas y obstaculizar proyectos nobles, iniciativas pastorales, decisiones de gobierno y llevarse en la revuelta a algunos buenos…

No debe asombrarnos que, casi exclusivamente, estos ataques provengan de personas consagradas. “Esta es una enfermedad de la Iglesia”, dice el Santo Padre, “una enfermedad que surge de una forma de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley”[41].

Por eso nos atrevemos a decir que detrás de todas esas acusaciones hay una indignación nihilista como de quien busca la aniquilación. El enfrentamiento es, en su fundamento último, teológico. No puede no ser atacado quien da testimonio radical, explícito −positivo y negativo− de Jesucristo, nuestro Señor. Es decir, quien da testimonio de la luz que vino al mundo, y las tinieblas siguen odiando a la luz por las mismas razones: y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas[42]. Lo profetizó Jesús: me han odiado a mí, os odiarán también a vosotros[43]; lo dice San Pablo: todo el que quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirá persecución[44]. Lo enseña casi toda página del Evangelio, en el cual el mismo Señor llama bienaventurados a los que sufren por causa suya[45].

Quisiéramos aquí volver a recordar que siempre para que “la persecución sea bienaventurada debe reunir, imprescindiblemente, dos requisitos: que seamos ‘injuriados por causa de Cristo’, y que sea ‘falso lo que se dice contra nosotros’[46]; y cuidar mucho de no volver y revolver en nuestros males, entreteniéndonos con delicadas complacencias en ellos, o cayendo en ‘esa creencia luciferina de que somos algo grande[47], de que estamos sufriendo mucho”[48]. Por eso, y dentro de este marco quisiéramos advertir, que mucho hay que guardarse de caer en el error de asentar en el corazón que quien nos contradice persigue nuestra virtud o tiene poca experiencia de las cosas espirituales o envidia o semejantes faltas, para excusarnos con ello de no recibir corrección de nadie. Muchos ha habido que tentados de vanagloria o movidos por quién sabe qué pasión, fingieron que eran perseguidos por su virtud y no entendieron que no, sino por su ‘mundanidad’; y “creyéndose algo grande” –ya que según ellos eran perseguidos por su virtud− secretamente fueron alimentando en el corazón un ídolo de su propia estima y aunque esporádicamente parecía que se humillaban en sus pensamientos y en sus palabras, en realidad no eran humillaciones hechas ante la Majestad de Dios con santo temor de ofenderle, sino ante el ídolo secreto y disimulado que habían hecho de sí mismos. Que no nos pase como a ellos que vistieron el amor propio de vestido virtuoso y luego quisieron ser adorados. Y si alguno no adoraba su estatua, luego lo juzgaban por perseguidor de su virtud o contrarios a su ley. Porque hicieron de sus gustos propios, de sus criterios, de su conducta ‘la regla de virtud’. De modo tal, que todo lo que se apartaba de eso, lo condenaron y despreciaron y aun buscaron denodadamente acabarlo. Viniendo san Pedro Julián Eymard a afirmar acerca de ellos: “Tened presente que cuantos abandonaron su vocación, no estimaban la regla, a la cual querían añadir o quitar. Recházalos Jesucristo, porque no quiere dos leyes, ni voluntades contrarias a la suya, indicada al fundador”[49].

Hay que abrir los ojos y “no dejarse debilitar por el espíritu del mundo y vivir coherentemente, sin ceder y sin componendas”. Las presiones, el que te lleven aparte y traten de convencerte ofreciéndote una solución cómoda, situaciones inciertas, el riesgo de verse envuelto en habladurías, el riesgo a perderlo todo y de que nuestras obras vengan a nada, el riesgo de exponerse a consecuencias desagradables, las degradaciones, las persecuciones, todo eso, está siempre en el horizonte. Por eso hay que sentir como propia y muy íntima la exhortación de san Juan Pablo II que nos decía: “Demostrad con la profundidad de vuestras convicciones y con la coherencia de vuestro obrar que Jesucristo nos es contemporáneo”[50].

Ya lo decía san Alfonso María de Ligorio que “quien quiera ser glorificado con los santos del Cielo necesita, como ellos, padecer en la tierra, pues ninguno de ellos fue querido y bien tratado por el mundo, sino que todos fueron perseguidos y despreciados, verificándose lo del propio Apóstol: Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos[51].

2. Firmes en nuestras convicciones

Si de los tributarios se dice que son ‘incapaces de coherencia’ a nosotros para no serlo se nos pide precisamente coherencia, evitando toda falsa dualidad y como una dimensión de la fidelidad. “Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: eso es coherencia. Y es, quizás, el núcleo más íntimo de la fidelidad”[52]. Ya que esto implica tener conciencia de la propia identidad y de manifestarla, con total respeto, pero sin vacilaciones ni temores.

“Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. Por tanto, otra dimensión de la fidelidad que se pide de nosotros es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, cuando todo ‘marcha bien’, pero es difícil serlo en la hora de la tribulación. Sin embargo, sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El fiat de la Virgen en la Anunciación encontró su plenitud en el fiat silencioso que repitió al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público”[53].

De nosotros se pide una coherencia no efímera, sino constante y perseverante. Pertenecer a la Iglesia, pertenecer al Instituto, servir a la Iglesia, ser fiel al carisma recibido es hoy algo muy exigente. Tal vez no cueste el derramamiento de sangre, pero podrá costar el desprecio, la indiferencia, injurias, la marginación y hasta la cárcel. Es entonces fácil y frecuente el peligro del miedo, del cansancio, de la inseguridad. Pero no hay que dejarse vencer por esas tentaciones. No hay que dejar desvanecer el vigor y la energía espiritual de nuestro ser “del Verbo Encarnado” y servidores de su Iglesia.

“El sacerdote tributario es un ser aberrante que ha dejado de ser sal y ha dejado de ser luz, y como la sal desvirtuada: Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y ser pisoteada por los hombres[54][55]. Lejos de nosotros el serlo.

Porque cada uno de los miembros del Instituto ha sido llamado a ser imitador del Verbo Encarnado, en quien “todo es transparencia, autenticidad, sinceridad, coherencia y verdad”[56]. En esa convicción debemos estar firmemente plantados. Hay que demostrar nobleza de alma, fidelidad a la propia conciencia, aceptación de los designios misericordiosos de Dios −individualmente hablando y como Instituto− lo cual también incluye sus riesgos, por supuesto, pero convencidos de que son cosas por las cuales vale la pena morir. Comportarse de otro modo, es decir, alejarse en algún punto de esa transparencia, autenticidad, sinceridad, coherencia y verdad, es un alejamiento del Ideal y −en mayor o menor grado− será también una traición a la propia conciencia, a la misma Verdad, a la vocación recibida y a los principios que nos inculcaron.

Nuestras convicciones nos dicen que “en nuestra espiritualidad, nunca debemos separar dialécticamente la enseñanza del obrar ni el obrar de la enseñanza. Siempre hay que unir la integridad de la doctrina con la rectitud de vida, la ortodoxia y la ortopraxis”[57]. Es también nuestra “firmísima convicción de que sólo en la más estricta fidelidad a la doctrina de Jesús entendida en la Iglesia se encuentra la más fuerte, viva, fresca y graciosa originalidad”[58]. Son todas expresiones del derecho propio. Estamos convencidos además, de que “la verdad contemplada hace que se enseñe con convicción y –según su grado de certidumbre teológica– con una autoridad, que no es otra cosa que la participación de la autoridad de Cristo”[59], y que, por lo tanto, el “enseñar doctrinas propias, exigir asentimientos indebidos, enfatizar lo accidental, tener una actitud dubitativa en todo, quedarse en insinuaciones o aproximaciones, problematizar las cosas más simples, oscurecer lo claro y no aclarar lo oscuro, buscarse a sí mismo […] ser ripioso en vez de sobrio, opaco en lugar de transparente, confuso en vez de preciso, […] revolver las aguas para que otros crean que son profundas… no es tener el espíritu de Cristo que dijo: Sea vuestra palabra sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto procede del maligno[60][61].

Estamos convencidos del inmenso valor que tiene para la vida de la Iglesia el apostolado[62] y “de que la mejor forma de desarrollar un apostolado eficaz es en la unión más estrecha con el Verbo Encarnado y el amor a las almas hasta el heroísmo de la entrega sin reservas”[63]. Y por eso vamos a la misión con el ímpetu de los santos[64] confiando sólo en la Providencia de Dios[65].

Estamos convencidos de que en el “espíritu legado por el Fundador y en el cumplimiento de las Constituciones, es decir en el patrimonio del Instituto, están contenidas las riquezas que el Espíritu Santo le ha otorgado para el bien de la Iglesia”[66]. Por tanto, en la medida en que ofrezcamos al mundo un testimonio radical de Cristo Crucificado −en contradicción con el espíritu de mundanidad− podremos decir que nuestra colaboración a la causa de la evangelización es efectiva, porque sólo así seremos idóneos para el Amo[67] ya que estaremos viviendo “en plenitud la reyecía y el señorío cristiano y sacerdotal”[68].

Por eso un momento de crisis es un momento de elección, es un momento que nos pone frente a las decisiones que tenemos que tomar. En esos momentos el Verbo Encarnado también podría preguntarnos como a sus apóstoles: ¿También vosotros queréis marcharos?[69]. “En mi tierra hay un dicho que dice: ‘No cambies de caballo en medio del río’”, comentaba el Santo Padre, “en tiempos de crisis, hay que ser muy firmes en la convicción de la fe. Los que se fueron, ‘cambiaron de caballo’, buscaron otro maestro que no fuera tan ‘duro’, como le decían a Él. En tiempos de crisis tenemos la perseverancia, el silencio; quedarse donde estamos, parados. Este no es el momento de hacer cambios. Es el momento de la fidelidad, de la fidelidad a Dios, de la fidelidad a las cosas [decisiones] que hemos tomado antes. […] Que el Señor nos dé la fuerza, en los momentos de crisis, de no vender la fe[70].

Para que quede aún más claro, nos parece importante destacar entonces la contraposición que hace el derecho propio en dos de sus párrafos acerca de la gran disparidad que hay entre el ser tributario y no serlo, y señalar los frutos que se siguen de ambos:

El Directorio de Espiritualidad 293
identifica las características
del ‘tributario’

El Directorio de Obras de Misericordia 249 establece los parámetros
para no serlo
AntitestimonioEl sacerdote no debe ser tributario por razón de su investidura y de su ministerio
Incoherencia entre cómo se expresan los valores o ideales y cómo se viven de hechoDebe trasmitir la santidad de Dios
aceptando ser un signo de contradicción.
Búsqueda de sí mismo y no del Reino de Dios
y su justicia
Debe transmitir la voluntad de Dios
hasta dar la vida por las ovejas
Falsificación de la Palabra de DiosDebe transmitir la verdad de Dios,
aun a costa de su sangre.

Del ser tributario se sigue el fruto de la infecundidad: “frecuentemente son obstáculos fuertes para aquellos que sienten la llamada de Cristo: ven y sígueme…”[71]; además busca disgregar, siembra división. Del no serlo, se sigue precisamente el fruto de la fecundidad ya que estos religiosos “con su ejemplo aguijonean a muchos a acoger en su corazón el carisma de la vocación”[72]; además del fruto de la unidad: “La profunda comprensión del carisma lleva a una visión clara de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión”[73].  La elección es nuestra.

Si en verdad hemos de ser coherentes para no ser tributarios entonces debemos “aun a costa de renuncias y sacrificios, buscar siempre la verdad y no vender ni disimularla jamás por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar[74]. Porque “no puede haber unidad a costa de la verdad”[75]. En efecto, es un atentado contra la unidad “tanto la obsecuencia cuanto el servilismo, que sacrifican la verdad y la propia conciencia pretendiendo mantener una paz falsa, no contrariar al amigo, evitar algún problema o, en ocasiones, sacar ventaja con el silencio o con el aplauso”[76].

Por eso se vuelve imperativo la cohesión de todos los miembros siempre apoyados en la verdad. Todo “el bien y el mal del Instituto conciernen a todos por igual”[77], les decía el Beato Giuseppe Allamano a los suyos y lo mismo se aplica a nosotros. Por eso nos dice el derecho propio: “que en nuestras comunidades, que deben ser una unidad entre personas, un cuerpo lleno de miembros que piensan, ninguno debería comportarse como un todo cerrado y solitario, como un nómade que se basta a sí mismo, sino que debemos aprender a actuar como las partes o los miembros de un todo”[78].

Tendremos muchas dificultades, nos sobrarán defectos y debilidades, pero si permanecemos unidos, dando un testimonio coherente cada uno desde su lugar, aportando no críticas, no planes ficticios, sino soluciones prácticas, iniciativas conformes a nuestro patrimonio espiritual, entregándonos de lleno a la misión con total olvido de sí, Dios preservará su obra, la obra del Instituto.

“No os dejéis engañar por soplos de viento que pasan y lo arrastran todo”[79], decía nuestro Padre Espiritual. Defendamos con total libertad de espíritu el gran bien de la unidad que el tributarismo y la hipocresía pretenden disgregar, trabajemos en unidad de propósitos haciendo de nuestras comunidades, de cada provincia y de todas las provincias entre sí un sólo corazón y una sola alma[80].

No importa cuántos golpes mortales lancen contra nosotros, cuantos linchamientos de habladurías organicen en torno nuestro, con cuantas incoherencias se esfuercen en acusarnos, con cuanto ensañamiento intenten vernos desaparecer, perseveremos en “perfecto espíritu de unión y entrega personal”[81]; sólidos alrededor del carisma. Es decir, viviéndolo sin recortes, conservándolo celosamente, profundizándolo y desarrollándolo a lo largo del tiempo, en una continuidad homogénea, cualesquiera sean las circunstancias históricas[82]. Y todo esto en la más absoluta fidelidad a la Iglesia nuestra Madre.

Sería un grave error, querer nivelar nuestro carisma o uniformarlo de acuerdo a necesidades pastorales que se polarizan alrededor de un objetivo unilateral[83], o peor aún, querer modificarlo por complacer a algún ‘criterio mundano’. Lo propio nuestro es que con esa dignidad y con esa nobleza de alma que da una vida coherente, demos testimonio inequívoco de que el Verbo se hizo carne, aunque muchos vengan a querer ‘comprarnos’ diciéndonos: “sean un poco más normales, como las otras personas, sensatas…”

No nos hemos de cansar de insistir en el hecho de que el “que los institutos tengan su índole y función peculiares repercute en bien de la misma Iglesia”[84], y por esa razón tenemos que esforzarnos siempre en conservar diligentemente el lugar que la Providencia divina nos ha asignado en la misma Iglesia, de la que nos honramos de ser hijos, respondiendo en la medida de nuestras posibilidades a las nuevas necesidades que vayan surgiendo en la Iglesia, sin alejarnos jamás de nuestro patrimonio y sanas tradiciones. Debe ser máximo el respeto a las riquezas que nos han sido legadas en el carisma, tal como ha sido concebido, y que han sido aprobadas por la legítima Autoridad de la Iglesia.

Persuadámonos de que “la unión es vida y el enfrentamiento es muerte; porque donde hay unión hay virtud, y en el enfrentamiento sólo hay desorden y pecado; porque donde hay unión hay pujanza, prosperidad y progreso, mientras que la discordia conduce a la debilidad, a la decadencia, a la nada. […] La unidad robustece a las familias”[85]. Y “si la unión en una familia religiosa es un poderoso testimonio evangélico, la división entre hermanos, es una piedra de tropiezo para la evangelización”[86].

Por eso de algún modo todo se reduce a nuestra fidelidad personal. Fidelidad que implica en primer lugar la búsqueda de la Voluntad de Dios. Pues no puede haber fidelidad si en vez de buscar la Voluntad de Dios busco seguir la propia. Fidelidad que implica también −además de la coherencia y constancia que ya hemos mencionado antes− una toma de postura y la aceptación de los riesgos que con ello han de sobrevenir. No seamos ingenuos: cruces no nos han de faltar, ni Dios quiere que nos falten. Se necesita fuerza y ánimo para vivir la identidad de religioso y de religioso de nuestra amada congregación del Verbo Encarnado, sin componendas, sin doble vida. Pero necesitamos más fortaleza aun en tiempos de mayor combate, combate que Dios permite para purificar el alma y levantarla a las más altas cumbres del heroísmo, como puede llegar a ser el hecho de que todo un Instituto sea sacudido y zarandeado por la tormenta para descubrir toda la belleza de la paciencia, fidelidad y sujeción de sus miembros.

Bien lo saben Ustedes, “la fortaleza es una firme disposición de ánimo para soportar valerosamente cualquier género de mal, aún los peores y los más continuados”[87]. Por eso, la fortaleza “requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y, sobre todo, del miedo. Porque por naturaleza los hombres tememos espontáneamente el peligro, los disgustos y sufrimientos. […] El miedo nos quita a veces el coraje cuando estamos en medio de un clima de amenaza, de opresión o persecución. Así, pues, tienen valentía especial los hombres que son capaces de traspasar la llamada barrera del miedo, a fin de rendir testimonio de la verdad y la justicia. Para llegar a tal fortaleza debemos ‘superar’ en cierta manera los propios límites y ‘superarnos’ a nosotros mismos, corriendo el ‘riesgo’ de encontrarnos en situación ignota, con el riesgo de ser mal vistos, el riesgo de exponernos a consecuencias desagradables, a calumnias, a degradaciones, a pérdidas materiales y hasta la cárcel o las persecuciones. Para alcanzar tal fortaleza, hace falta estar sostenido por un gran amor a la verdad y al bien al que uno se entrega. Entendámoslo bien: La virtud de la fortaleza camina al mismo paso que la capacidad de sacrificarse[88]. “Esta es la idea clamorosa: sacrificarse. Así se dirige la historia, aun silenciosa y ocultamente”[89], aunque se nos vaya la vida en ello.

Por eso, oigan bien todos: ¡Tenemos necesidad de hombres fuertes! Porque hombre verdaderamente justo es sólo el que tiene la virtud de la fortaleza. Pidamos a Dios para todos los miembros, los actuales y las generaciones futuras, el don de Fortaleza para que cuando nos falten fuerzas para superarnos a nosotros mismos con miras a valores superiores como la verdad, la justicia, la vocación, este “don de lo alto” haga de cada uno de nosotros un hombre fuerte y que en el momento oportuno nos susurre en el interior:

¡Ánimo![90].

[1] Cf. Nm 18, 24; Gen 47, 26; San Juan de Ávila, Sermones de santos, op. cit., T. III, 230, cit. a San Vicente Ferrer, Opusculum de fine mundi.

[2] Constituciones, 214.

[3] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 245.

[4] Cf. San Juan de la Cruz, Subida al Monte, Libro 1, cap. 4, 3.

[5] Cf. Subida al Monte, Libro 2, cap. 19, 8.

[6] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 246.

[7] Ibidem, 247.

[8] Card. Louis Billot, El error del liberalismo, Cruz y Fierro, Buenos Aires 1978, p. 93.

[9] 1. f. Empleo de una palabra que hay que entender en dos sentidos distintos a la vez dentro del mismo enunciado (Real Academia Española).

[10] 1. f. Doble sentido, vicio de la palabra, cláusula o manera de hablar a que puede darse más de una interpretación (Real Academia Española).

[11] Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 80.

[12] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6.

[13] Cf. Redemptoris Missio, 36; op. cit. Evangelii nuntiandi, 80.

[14] Redemptoris Missio, 36.

[15] Ibidem, 86.

[16] Ibidem, 61.

[17] Cf. Sal 2, 4.

[18] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 255.

[19] Constituciones, 63; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 3 ad 2.

[20] San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de Cristo Rey (23/11/1980).

[21] Directorio de Obras de Misericordia, 249; op. cit. P. C. Buela, IVE, Sacerdotes para siempre, Parte 1, cap. 6, 7.

[22] Cf. Francisco, Meditaciones diarias (17/11/2015).

[23] Directorio de Obras de Misericordia, 248.

[24] Directorio de Espiritualidad, 36.

[25] Ibidem, 35.

[26] Ibidem.

[27] Cf. Mt 6, 33.

[28] Cf. 2 Co 4, 2.

[29] Directorio de Espiritualidad, 293.

[30] Francisco, Meditaciones diarias (20/10/2017).

[31] San Juan de la Cruz, Cautelas, Tercera cautela contra el mundo, 8.

[32] Directorio de Espiritualidad, 214.

[33] Hubo alguno que dijo respecto de nuestro Instituto: “La única solución es tirarles una bomba”.

[34] Francisco, Meditaciones diarias (20/10/2017).

[35] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, Libro 2, cap. 21,11.

[36] Lc 18, 11.

[37] Sb 2, 12.14-15.18.

[38] Cf. Sb 2, 19-20.

[39] Francisco, Meditaciones diarias (27/03/2020).

[40] Ibidem (28/04/2020 y 27/03/2020).

[41] Cf. Ibidem (04/05/2020).

[42] Jn 3, 19.

[43] Jn 15, 18.

[44] 2 Tim 3, 12.

[45] Mt 5, 11-12.

[46] San Juan Crisóstomo, In Matt. hom., XV, 5.

[47] San Luis María Grignion de Montfort, Carta circular a los Amigos de la Cruz, 48

[48] Directorio de Espiritualidad, 37.

[49] Obras Eucarísticas, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación del Santísimo Sacramento, p. 1026.

[50] Directorio de Espiritualidad, 115.

[51] Obras ascéticas de San Alfonso María de Ligorio, Ed. Crítica, BAC, Madrid 1954, sermón XLIII, Utilidad de las tribulaciones, p. 285.

[52] San Juan Pablo II, Homilía en la catedral de Ciudad de México (26/01/1979).

[53] Cf. Ibidem.

[54] Cf. Mt 5, 13.

[55] Directorio de Obras de Misericordia, 264.

[56] Directorio de Espiritualidad, 55.

[57] Ibidem, 109.

[58] Ibidem, 111.

[59] Ibidem, 112.

[60] Cf. Ibidem; op. cit. Mt 5, 37.

[61] Cf. Directorio de Espiritualidad, 112.

[62] Cf. Constituciones, 176.

[63] Cf. Ibidem, 182.

[64] Directorio de Espiritualidad, 216.

[65] Cf. Directorio de Obras de Misericordia, 251; 257.

[66] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 327.

[67] 2 Tm 2, 21. Citado en Constituciones, 217.

[68] Constituciones, 214.

[69] Jn 6, 67.

[70] Cf. Francisco, Meditaciones diarias (02/05/2020).

[71] San Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Estados Unidos (22/02/1989). Citado en Directorio de Espiritualidad, 293.

[72] Cf. San Juan Pablo II, Discurso al Consejo Nacional y a los secretarios regionales de la Obra de vocaciones dependiente de los superiores mayores religiosos de Italia (16/02/1980), 3. Citado en Directorio de Espiritualidad, 292.

[73] Directorio de Vida Fraterna, 26.

[74] Cf. Evangelii Nuntiandi, 78.

[75] Directorio de Espiritualidad, 47.

[76] Ibidem, 253.

[77] Así los quiero yo, cap. 1, 18.

[78] Directorio de Espiritualidad, 252.

[79] San Juan Pablo II, A las religiosas en Albano (19/09/1982).

[80] Cf. Hch 4, 32.

[81] San Marcelino Champagnat, Consejos, Lecciones, Máximas y Enseñanzas, cap. 33.

[82] Cf. San Juan Pablo II, A las religiosas en Florianópolis, Brasil (18/10/1991).

[83] Ibidem.

[84] Perfectae Caritatis, 2.

[85] Cf. San Marcelino Champagnat, Consejos, Lecciones, Máximas y Enseñanzas, cap. 33.

[86] San Juan Pablo II, A la Asamblea de la Unión de las Conferencias Europeas de Superiores Mayores en Roma (17/11/1983).

[87] Directorio de Noviciados, 91.

[88] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (15/11/1978).

[89] Directorio de Espiritualidad, 146.

[90] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General (15/11/1978).

 

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