Directorio de Evangelización de la Cultura

Contenido

Introducción

  1. La evangelización de las culturas es el fin específico de nuestro Instituto[1]. En particular, en el contexto actual del relativismo y del pluralismo cultural en un mundo globalizado, se da una especial urgencia de llevar a cabo la obra de la inculturación. Es decir, por un lado emergen los desafíos del relativismo cultural y la descristianización, principalmente en países de antigua tradición cristiana. Por otro lado, el Evangelio entra en contacto con áreas culturales hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, especialmente en los pueblos de África y, más aún, de Asia, en los cuales existe una pluralidad de antiguas tradiciones culturales y religiosas que abre nuevos cometidos a la inculturación[2].

Sin embargo, la inculturación constituye, sobre todo, una exigencia intrínseca a la evangelización[3]. Por esto, el cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación[4].

La cultura en general

1. Su esencia

2. Ante todo, debemos tener una idea clara acerca de la naturaleza de la cultura. Deriva el sustantivo cultura del verbo latino colo (colo, colis, colere), que significa cultivar. De este modo, etimológicamente, designamos con cultura la esencia y arte del cultivo del campo. Implica –como se puede notar en las palabras agricultura, piscicultura, apicultura, etc.– un proceso o actividad dirigida a alcanzar mejores frutos a partir de la naturaleza.

3. De este primer sentido pasó a significar, metafóricamente, el cultivo en el mismo hombre y en todas sus dimensiones humanas; es decir, una segunda forma de cultivo, inmanente al hombre, una actividad –inteligente y libre– que va dirigida directamente a la perfección del hombre mismo, mediante el despliegue de todas sus potencias en armonía con su verdadera naturaleza. Se trata del cultivo de todo el hombre, cuerpo y alma, en una armoniosa jerarquía. Cicerón la llamaba cultura animi. Así, cultura tiene un sentido marcadamente personal. Pero también –y actualmente es predominante–, tiene un sentido social, incluyendo en su significación todas las realizaciones del hombre como ser social[5]. Se trata de una tradición colectiva que informa la vida de todos los individuos. Podemos entonces hablar de cultura helénica, medieval, española, argentina, etc.

4. A esta cultura en sentido social, el P. Meinvielle la llama civilización, diferenciándola de la cultura en sentido personal: “aunque grandes sean las conexiones que entre ellas existen, no pueden considerarse idénticas. Cultura… pareciera indicar la actividad del hombre aplicada a la humana naturaleza para que esta rinda los frutos de que es capaz… connota preferentemente el perfeccionamiento de la personalidad humana, mientras la civilización contempla primeramente el de la sociedad. Diríamos entonces que el hombre busca su cultura en la civilización; para significar que la cultura surge como una conquista del esfuerzo libre y personal del hombre, lograda con la ayuda de la civilización que ha puesto los medios para alcanzarla”[6]. En este último sentido se puede todavía señalar que la civilización, en su significado más profundo, pertenece más bien a la cultura humana, pues responde a las necesidades espirituales y morales del hombre[7].

5. San Juan Pablo II, uniendo ambos sentidos –el personal y el social–, define la cultura como la “manifestación del hombre como persona, comunidad, como pueblo y nación”[8]. Tenemos, entonces, que la cultura es ese modo particular según el cual los hombres y los pueblos cultivan su relación con la naturaleza y con sus hermanos, con ellos mismos y con Dios, a fin de lograr una existencia plenamente humana[9]. De aquí que puede en cierto modo decirse que el hombre, mediante su inteligencia y libertad, es creador en sentido amplio de un mundo mejor, erigido sobre el mundo natural, o sea, puede transformar los seres naturales y su ser propio, perfeccionándolos. Así, por ejemplo, un hombre por medio del estudio adquiere el hábito o perfección de la ciencia o por la práctica de las virtudes se convierte en un hombre honesto[10].

6. Santo Tomás, comentando a Aristóteles, dice que “el género humano vive gracias a su arte y su razón”[11]. Apoyándose en estas palabras San Juan Pablo II afirmaba que la cultura es una “característica de la vida humana como tal”[12]; “es un modo específico del ‘existir’ y del ‘ser’ del hombre”, solamente el hombre –por trascender la materia en virtud de la vida de su espíritu– “es el único sujeto óntico de la cultura” y es “también su único objeto y su término”. Es decir, la cultura es del hombre, por el hombre y para el hombre. Ésta abarca toda la actividad del hombre, su inteligencia y afectividad, su búsqueda de sentido, sus costumbres y sus recursos éticos. La cultura es de tal modo connatural al hombre, que la naturaleza de éste no alcanza su expresión plena sino mediante la cultura. Por lo tanto, “la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, es ‘más’, accede más al ‘ser’”[13].

7. La doctrina de la Iglesia de estos últimos tiempos, y más particularmente en la Gaudium et spes[14], nos ha dejado una clara enseñanza acerca de la cultura y su esencia: “Es propio de la persona llegar a la verdadera y plena humanidad por medio de la cultura, es decir por el cultivo de los bienes y valores de la naturaleza”. Es decir, el hombre debe, por medio de un proceso –la cultura–, llegar a ser hombre en plenitud, con todo su bien o perfección correspondiente. Esto incluye el obrar del hombre en sus diferentes dimensiones, a través de lo cual se perfecciona integralmente: “La palabra cultura en sentido general, significa todo aquello mediante lo cual el hombre refina y desarrolla las múltiples dotes de su alma y de su cuerpo”. Este proceso o desarrollo implica necesariamente una repercusión en el orden social; y de aquí que también en el mismo documento aparezca afirmado esta otra dimensión o sentido de la cultura: “el hombre procura someter el mundo a su poder por el conocimiento y el trabajo; vuelve más humana a la vida social, tanto en la familia como en toda la convivencia civil, por el progreso de las costumbres y las instituciones”. De este modo, se constituye lo que podemos llamar el patrimonio cultural del género humano en sus diversas manifestaciones: “y finalmente expresa a lo largo del tiempo sus experiencias espirituales más profundas y sus aspiraciones en sus obras, las comunica y las conserva, para que sirvan al provecho de muchos y hasta de todo el género humano”[15].

8. Es a partir de este “aspecto histórico y social” de la cultura, que podemos hablar de “pluralidad de las culturas”: “pues de la manera diversa de usar las cosas, de operar y de expresarse, de practicar la religión y de informar las costumbres, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de fomentar las ciencias y las artes y de cultivar la belleza, proceden diferentes condiciones de vida común y varias formas de combinar los valores de la vida”[16]. Así tenemos los diversos patrimonios culturales propios de cada pueblo, a partir de los cuales el hombre aprende los valores que recibe por tradición.

9. Finalmente, podemos señalar, a partir de todo lo dicho, la influencia decisiva de la cultura en la vida y en el perfeccionamiento de los hombres. La cultura es una dimensión fundamental de la persona y de las comunidades humanas. Dado que la cultura es el resultado de la vida y de la actividad de un grupo humano, las personas que pertenecen a ese grupo están formadas, en gran medida, por la cultura en la que viven. Al cambiar las personas y las sociedades, también cambia con ellas la cultura. Cuando ésta se transforma, transforma así mismo a las personas y las sociedades[17]. De aquí, es fácil deducir la importancia fundamental, junto con lo decisivo de realizar una evangelización que penetre profundamente las culturas de los hombres y de los pueblos.

2. Fundamentos de la cultura

10 . Hemos dicho que cultura es la actividad que el hombre realiza para perfeccionarse. Pero no todo lo que realiza contribuye verdaderamente a su perfeccionamiento y por eso no todas sus actividades son verdaderamente “cultura”. 

De aquí la importancia de establecer los verdaderos fundamentos para poder, a partir de ellos, discernir las manifestaciones del hombre que son verdaderamente cultura y las manifestaciones que no lo son.

El fundamento debe mantenerse principalmente en el plano filosófico y en un triple ámbito: metafísico, antropológico y ético, pues de este modo alcanzamos lo esencial –lo que permanece– por encima de las vicisitudes de la historia y de las diversas creaciones culturales.

a) Fundamento metafísico

11. Es la reflexión metafísica la que da la apertura necesaria a todo verdadero pensamiento y en la que se debe apoyar todo verdadero pensamiento. Si el conocimiento humano estuviese rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible, es decir, sin un verdadero horizonte metafísico, nunca podría encontrar el sentido último de las cosas y del hombre mismo. Así lo expresaba el San Juan Pablo II: “No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya”[18].

Por eso, no toda reflexión filosófica fundamenta una verdadera cultura humana, ya que hay muchas corrientes de pensamiento muy difundidas en la actualidad cuyos errores llevan a desvirtuar cualquier cultura que se apoye en ellas.

A modo de ejemplo, citamos algunas siguiendo a San Juan Pablo II en la Fides et ratio. En primer lugar el eclecticismo, que acepta las distintas ideas que vienen de las distintas corrientes filosóficas sin un discernimiento de la parte de verdad que pueda tener cada una de ellas. El historicismo que de modo semejante considera que cada filosofía tiene su verdad pero siempre que se vea en el período y objetivo histórico en el que fue hecha. El cientificismo que sólo admite como verdaderos los conocimientos de las ciencias positivas. El nihilismo que niega la humanidad del hombre y su misma identidad, ya que niega el ser y por tanto toda verdad objetiva.

Estas y otras corrientes de pensamiento muestran la necesidad de fundamentar la cultura en una verdadera metafísica que no puede ser otra que la metafísica del ser. Ya que es la metafísica del ser y sólo la metafísica del ser la que puede devolver al hombre el verdadero lugar que ocupa en la sociedad y dar los fundamentos verdaderos sobre los cuales el hombre debe construir su cultura.

Y esto es así porque es la filosofía del ser la que permite la apertura plena y global a toda la realidad, superando cualquier límite y permitiendo llegar a Aquél que todo lo perfecciona[19].

Las filosofías que hemos descrito, y todas aquellas que no se fundamentan en el acto de ser, lejos están de satisfacer las más profundas aspiraciones del hombre. Lejos están de proporcionar al hombre “un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. […] Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen”[20]. Porque son muchos los sistemas que hablan de Dios, que afirman la existencia de Dios, pero no es el Dios que los hombres necesitamos y que proclama la fe cristiana[21].

Desde una filosofía del ser es que el hombre puede encontrar su verdadero fundamento que es el ser, y puede encontrar su fin último que es el Ser por Esencia, y encontrar también su fondo que es la libertad. De este modo, podrá descubrir los verdaderos valores culturales.

Porque en última instancia, todos los valores culturales –de la ciencia, del arte, de las leyes y costumbres, etc.–, en cuanto expresiones objetivas de la belleza, la verdad y la bondad, se fundamentan en el acto de ser[22].

12. La pastoral de la cultura podrá ofrecer una respuesta positiva y eficaz a los grandes desafíos o incluso dramas del hombre “postmoderno”, principalmente a partir de la instancia Metafísica, mediante la filosofía del ser. Pues la postura nihilista, horizonte actual de muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser, niega toda verdad objetiva y, en consecuencia, lo que fundamenta la dignidad y la libertad humanas[23]. De aquí la urgencia de recuperar la metafísica del ser, una filosofía dinámica que permite la apertura plena y global hacia la realidad entera, hasta llegar a Aquél que lo perfecciona todo[24].

b) Fundamento antropológico

13. La concepción antropológica es decisiva en la consideración de la cultura, pues el hombre es el autor y a la vez el destinatario de la cultura. La cultura se fundamenta en la naturaleza humana, en particular en su apertura espiritual a lo universal y a la trascendencia. La naturaleza del hombre constituye la medida de la cultura[25].

14. Por lo tanto, es necesario conservar una visión integral del hombre, que supere una lectura parcial y reduccionista, capaz de incluir sus diferentes aspectos y dimensiones tal como se dan en la realidad, es decir, unidos en ese sujeto único e irrepetible, a la vez corporal y espiritual que es cada hombre. Afirmaba el Papa San Juan Pablo II: “Esta dimensión fundamental es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales”[26].

15. En la perspectiva de una lectura integral del hombre, tenemos en primer lugar la cultura de los valores materiales que corresponden al ser humano en su dimensión corporal.

16. Así entonces, una cultura auténticamente humana exige los valores del trabajo humano y de la técnica ordenados a la producción de los bienes materiales, las relaciones económicas y políticas, las ciencias encaminadas a la salud y a la prosperidad natural, etc.; es decir, todo lo necesario al aspecto material de la vida humana y terrena, y en conformidad con la dignidad del ser humano.

17. Tenemos, en segundo lugar, la cultura de los valores espirituales correspondiente a la dimensión espiritual del ser humano.

18. El hombre, por su dimensión espiritual, ejerce una serie de actividades que trascienden la materia, pues el alma por razón de su inmaterialidad es “en cierto modo todas las cosas”. Aquí se encuentra el fundamento de la trascendencia del hombre; pues por su espiritualidad está abierto a todos los seres y, por lo tanto, al Ser divino. Es lo que afirma Grabmann: “Santo Tomás ha fundado psicológicamente el sentido y el valor de lo corporal y el derecho, así como también el deber de la cultura terrena, en su doctrina del alma humana espiritual como principio formal del cuerpo… pero a la vez, y no querría omitirlo, ha señalado también lo trascendente y la ordenación de esta vida terrena hacia un ser eterno de la más rica y pura vida espiritual, al demostrar el alma humana como esencia subsistente según su naturaleza, espiritual y personalmente inmortal”[27]. A partir de la dimensión espiritual del hombre y de su consecuente apertura a lo universal y a la trascendencia, emerge la cultura de los valores espirituales y universales relacionados con la belleza, la verdad y el bien, en última instancia con Dios.

19. Las dimensiones corporal y espiritual del ser humano, decíamos, se han de considerar en la perspectiva de una visión integral y, al mismo tiempo, unitaria de la persona humana; si bien diferentes, ambas dimensiones forman un único sujeto a la vez material y espiritual.

20. En consecuencia, una cultura auténticamente humana ha de esforzarse siempre en lograr y mantener esta síntesis de espíritu y materia: “El hombre es siempre en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material; se ha de buscar siempre en la cultura al hombre integral, al hombre todo entero, en toda la verdad de su subjetividad espiritual y corporal; ésta es la base suficiente para no superponer a la cultura –sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo– divisiones y oposiciones preconcebidas. En efecto, ni una absolutización de la materia en la estructura del sujeto humano o, inversamente una absolutización del espíritu en esta misma estructura, expresan la verdad del hombre ni prestan servicio alguno a su cultura”[28].

21. Benedicto XVI, en el contexto del eros y del amor humano, afirma: “El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza. El epicúreo Gassendi, bromeando, se dirigió a Descartes con el saludo: ‘¡Oh, Alma!’. Y Descartes replicó: ‘¡Oh, Carne!’. Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es plenamente él mismo”[29].

22. A partir de esta visión integral y, al mismo tiempo, unitaria del ser humano, en su dimensión corporal y a la vez espiritual, es necesario afirmar, finalmente, la supremacía del espíritu sobre el cuerpo y, por lo tanto, de la cultura de los bienes espirituales sobre la cultura de los bienes materiales, y la ordenación de unos a otros. El cuerpo es por el alma ya que es su forma, por lo tanto los bienes materiales están subordinados a los espirituales. El cuerpo queda limitado por la materia, a lo inmediato del aquí y del ahora; en cambio el alma por ser espiritual es, en cierto modo, ilimitada e infinita, abierta a todo el ser. Por esto San Juan Pablo II encarecía a “movilizar todas las fuerzas que encauzan la dimensión espiritual de la existencia humana, que testimonian la primacía de lo espiritual en el hombre, de lo que corresponde a la dignidad de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón”[30].

23. Por esta razón define la cultura como “aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, es ‘más’, accede más al Ser”[31].

24. De aquí se sigue también la primacía del ser sobre el tener, que se reduce al campo de los bienes materiales.

25. Por esto, “la cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria a lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su ‘tener’, no sólo es secundaria, sino totalmente relativa; y sólo es factor de cultura cuando el hombre, por medio de su ‘tener’, puede al mismo tiempo ‘ser’ más plenamente como hombre, llegar a ser más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en todo lo que caracteriza su humanidad”. Por lo cual, concluye el Santo Padre: “Se piensa en cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre; y luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos”[32].

26. Podemos concluir señalando que la puesta en juego de una pastoral de la cultura consiste en restituir al hombre su condición de creatura “a imagen y semejanza de Dios”[33]. Es decir, consiste en la fundamentación antropológica de la cultura mediante una visión del hombre como ese único sujeto a la vez corporal y espiritual, abierto a lo universal y a la trascendencia. Además, en una visión antropológica cristiana, se ha de subrayar la verdad fundamental de Jesucristo en cuanto plenitud del hombre y de toda cultura auténticamente humana[34].

c) Fundamento Ético

27. El hombre, a partir del fundamento de su naturaleza humana, mediante el dinamismo de sus actos en conformidad con la verdad del bien, debe tender a su plena realización. Decía San Juan Pablo II que “para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza (cf. Th., I-II, 94, 2)”[35]. Es por esto que “no hay duda tampoco que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral”[36].

28. Se habla de un perfeccionarse en su orden específico, porque se parte de la naturaleza común a todos, es decir la naturaleza humana que cada uno posee singularmente. Por el contrario, establecer una separación entre la libertad que expresa todo el dominio del obrar del hombre y la naturaleza humana, “como quiere cierta corriente de la filosofía contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón”[37].

29. Es necesario señalar que presenciamos una desorientación de la conciencia ética del hombre o subjetivismo moral, que deriva principalmente de la crisis en torno a la verdad acerca del bien. De este modo, el hombre, mediante su conciencia, se concede el privilegio de fijar de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia[38]. El hombre, entonces, se debe orientar a la verdad del bien, que presupone una antropología filosófica y una metafísica del bien. El desafío actual en relación a la fundamentación ética de los valores culturales está en defender e interpretar los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano[39].

30. Debemos afirmar que existe algo permanente que trasciende todas las culturas concretas, y que fundamenta su razón de ser, y ese “algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser”[40]. Por otra parte, es esta naturaleza del hombre común a todos, la única que justifica la ley natural que constituye la “gramática” universal mediante la cual se puede establecer un diálogo fructífero entre culturas y religiones, un diálogo ordenado a la búsqueda de la verdad en el marco del respeto y del amor recíproco.

31. En resumen, el hombre, en cuanto imagen de Dios, es un “artífice”. Pues, si bien únicamente Dios es el Creador, el que da el ser mismo a las cosas sacándolas de la nada –ex nihilo sui et subiecti–; sin embargo, también el hombre, precisamente por ser imagen de Dios, tiene la tarea de dominar la tierra (cf. Gn 1,27), utilizando algo ya existente y dándole forma y significado[41]. Esta tarea la realiza, sobre todo, siendo artífice de la propia vida, con la cual debe hacer una “obra maestra”. “El ser humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral”[42]. El hombre debe formar su propia personalidad y realizarse a sí mismo, y esto lo lleva a cabo en el proceso de su “vida” a través de decisiones libres que se han de encaminar hacia la verdad y el bien: “El modo en que el hombre establece la propia relación con el ser, con la verdad y con el bien, es viviendo y trabajando”[43].

32. [Conclusión] A modo de conclusión de este capítulo dedicado a los fundamentos de la cultura, podemos decir que en la actualidad se da una “crisis de sentido”, pues el pensamiento humano se encierra en los límites de la propia inmanencia, sin referencia alguna a lo trascendente. Por lo tanto, en primer lugar, la Filosofía debe renovar la conciencia de los valores últimos y dar fundamento al sentido del fin último del hombre[44]. En segundo lugar, se ha de afirmar la capacidad del hombre de alcanzar el conocimiento de la verdad objetiva[45]. Estas dos exigencias comportan la tercera: la necesidad de una Filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso del fenómeno al fundamento. El elemento metafísico es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la Filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad[46].

3. Ámbitos de la cultura y jerarquía de los valores culturales

33. De lo dicho en el capítulo precedente podemos deducir los diversos ámbitos que se dan en la cultura y la justa jerarquía de los valores culturales. Porque a partir de las diferentes dimensiones o formalidades del hombre y de su dinamismo moral, tenemos los distintos ámbitos de la cultura. Dichos valores culturales poseen una justa jerarquía y ordenación que corresponde con la jerarquía existente en las diversas formalidades del hombre.

a) Ámbitos culturales

34. Tenemos, en primer lugar, todo lo que se refiere al ámbito de la “cultura del hacer”, es decir, la actividad del hombre dirigida a las cosas materiales para transformarlas en bienes útiles. Esta es la dimensión propia del trabajo humano y de la técnica que utiliza como instrumento. Aquí también entra el hacer artístico, el arte del hombre que transforma las cosas materiales convirtiéndolas en bellas. Esta dimensión del “hacer humano”, aunque dirigido a la perfección inmediata de las cosas externas al hombre, sin embargo parte del mismo hombre y a él se ordena. Es el hombre el que posee –por ser espiritual– ese dominio inteligente sobre las cosas y el que tiene en sí mismo esos hábitos –o habilidades– por las cuales las transforma. La persona humana es siempre el sujeto, centro y fin de toda actividad humana.

35. En segundo lugar, tenemos el ámbito cultural ordenado directamente a la perfección del mismo hombre: la “cultura física”, que perfecciona su cuerpo (por ejemplo, por medio de la dieta o la gimnasia) y, sobre todo, la “cultura del obrar”, que se refiere a la perfección del alma humana, o mejor, del hombre en cuanto es hombre. Es decir, la actividad intelectual ordenada a la búsqueda y adquisición de la verdad, y la actividad de la voluntad que por medio de las virtudes morales tiende a la perfección del hombre en la posesión de su verdadero bien. De este modo el hombre alcanza su perfección moral y se transforma en moralmente bueno. Esta dimensión moral constituye la dimensión decisiva de la cultura humana, como afirmaba San Juan Pablo II: “no hay duda tampoco que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral”[47].

36. De aquí la importancia fundamental que en la vida del hombre tiene el desempeño de su voluntad libre pues, como dice Santo Tomás, “todo el que tiene voluntad se dice bueno en cuanto tiene buena voluntad, porque por la voluntad utilizamos todas las cosas que están en nosotros. De donde no se dice hombre bueno el que tiene buena inteligencia, sino el que tiene buena voluntad”[48]. “La buena voluntad hace al hombre bueno (bonum simpliciter); y por esto, la virtud (de la parte apetitiva del alma), según la cual es buena la voluntad, es la que hace verdaderamente bueno (simpliciter bonum) al virtuoso”[49].

37. ¿Por qué el hombre es bueno, es decir alcanza su perfección, especialmente por el desenvolvimiento de su voluntad? Porque la voluntad mira al bien como objeto propio; no se trata simplemente del bien particular de alguna potencia, por ejemplo el bien de ser artista o de conocer las ciencias naturales, de manejar la técnica, etc., sino del bien del hombre considerado íntegramente, en todas sus potencias. Este es el ámbito de la voluntad que se mueve a sí misma y a todos las demás potencias del hombre, conduciéndolo a su bien simpliciter

38. [Dimensión trascendente de la cultura] Hemos señalado que la dimensión moral de la cultura humana constituye su dimensión primera y fundamental. Pero dicha dimensión moral tiene su fundamento y fin último en Dios, es decir que la dimensión moral, para que sea plenamente tal, incluye necesariamente la dimensión trascendente-religiosa de la persona humana; es, por tanto, una dimensión ético-religiosa. El punto culminante de la ascensión del hombre a “ser más” se da en la posesión de Dios, por lo cual Santo Tomás resume toda la moral humana como “el movimiento de la creatura racional hacia Dios”[50].

39. El hombre es esencialmente un ser religioso, por lo cual la dimensión trascendente constituye el corazón de la cultura. “Toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios”[51]. El gran desafío cultural de la actualidad se ubica en el ámbito de la apertura del hombre a la verdad y al bien, en última instancia a la trascendencia y al misterio de Dios. La dependencia “ontológica” del hombre en relación a Dios es el fundamento último del pleno desarrollo de la libertad y vida humanas, a la vez que del respeto por la dignidad y la vida de cada ser humano. Por esto el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio de Dios[52].

40. Podemos todavía señalar que los valores no son simplemente puras creaciones del espíritu humano. Hacía notar San Juan Pablo II: “en algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores”[53].

41. Los valores culturales en cuanto y en la medida que constituyen expresiones auténticas y objetivas de la belleza, la verdad y el bien, están fundados y relacionados en el ser, y en última instancia en Dios, Ser por Esencia, primera Verdad y sumo Bien, fundamento último y Causa primera del ser por participación, de su verdad y bondad.

42. Por otra parte, el hombre mediante su espíritu permanece abierto a lo universal y trascendente, al ser divino en cuanto es la máxima realidad y el sumo Bien.

43. Como explica Santo Tomás, el objeto o realidad a la cual se dirige la voluntad del hombre es el bien universal, como el objeto de la inteligencia es la verdad universal. “De aquí que nada pueda aquietar la voluntad del hombre sino el bien universal, que no se encuentra en nada creado, sino sólo en Dios, porque toda creatura tiene la bondad participada”[54].

44. De esta manera, la perfección y perfecta felicidad del hombre se encuentra sólo en Dios, en cuanto que como bien infinito y perfecto “puede colmar la voluntad del hombre”[55].

45. Este es el significado profundo de aquello que nuestro Señor Jesucristo respondió al joven rico (Mt 19,16ss.). Éste le pregunta a Jesús: Maestro, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? “Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. Es decir, esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre”[56].

46. ¿Qué le responde Jesús? Que sólo Dios es bueno: uno sólo es el Bueno (Mt 19,17)[57]. Pues solamente Dios es bueno por esencia y la fuente de toda bondad participada. Jesucristo con su respuesta va directamente a lo fundamental: “en efecto, interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es la plenitud de la bondad”[58]. En última instancia, se puede hablar de bondad, y más particularmente de acciones moralmente buenas, en relación a Dios, Bondad suma, fuente y término de toda bondad participada. De aquí lo fundamental de la dimensión trascendente del ser humano y de toda cultura: “Jesús relaciona –decía San Juan Pablo II– la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta”[59].

b) Jerarquía de valores y subordinación

47. Tenemos entonces los diferentes ámbitos de los valores culturales, que han de considerarse según una justa jerarquía en dependencia de las diversas formalidades del ser humano y, en particular, de la subordinación de la dimensión material e instintiva del hombre a la dimensión espiritual e interior. Es aquello que en la antigüedad ya enseñara el filósofo Aristóteles: la elección o la posesión de los bienes naturales, bienes del cuerpo, riquezas, amigos y otras cosas, serán buenas si nos ayudan a contemplar a Dios. Al hombre le es conveniente –es decir, bueno– obrar conforme a su naturaleza determinada[60]. Así, le es natural –el hombre es animal social– vivir en sociedad, pues no bastándose a sí mismo, necesita la ayuda de los demás. El hombre, en cuanto que posee cierta animalidad, dispone naturalmente de las cosas inferiores para las necesidades de su vida. Además, tiene el hombre –como algo propio–, la racionalidad y, según la naturaleza de su ser, tiene el hombre cuerpo por el alma, y las fuerzas inferiores del alma por la razón; y por esto es conveniente que el cuerpo ayude al alma, y las potencias inferiores a las potencias superiores del alma, siendo de este modo “naturalmente recto, que de tal manera mire el hombre por su cuerpo y por las tendencias íntimas del alma, que el acto de la razón y su bien en modo alguno sean estorbados… Finalmente, el bien de la razón, que es la virtud, culmina en la posesión de Dios: a cada uno le son naturalmente convenientes aquellas cosas mediante las cuales tiende a su fin natural, como el hombre se ordena naturalmente a Dios como su fin, se sigue que son naturalmente rectas todas las cosas que llevan al hombre al conocimiento y amor de Dios”[61].

48. En la medida en que los hombres vivan o no esta subordinación de bienes en una justa jerarquía de valores, tendremos las diferentes formas de culturas o, por el contrario, de “anticulturas”. Por lo tanto, explica el P. Meinvielle, el hombre “puede elevarse, pues, desde la realidad más ínfima hasta Dios por participación; o puede contentarse con ser sólo hombre, como acaeció en el racionalismo de la edad clásica, o puede convertirse en animal, como sucede en los hombres del siglo XIX, o puede ser simplemente ‘cosa’, como se empeña en convertirlo la dictadura proletaria”[62].

49. Es decir, en el hombre se encuentran cuatro formalidades, la de realidad o cosa, la de animal, la de racional y, finalmente, la sobrenatural o divina; estas formalidades explican las cuatro etapas posibles de un ciclo cultural. En una cultura normal, estas cuatro formalidades deben estar articuladas en un ordenamiento jerárquico que asegure su unidad de dinamismo. “Y así el hombre es algo para sentir como animal, siente como animal para razonar y entender como hombre, razona y entiende como hombre para amar a Dios como Dios. Por esta razón, así como no existe una cultura ‘más anticultural’ que la atea, no puede haber cultura más cultural (de mayor densidad cultural) que aquella que esté bajo el signo de la santidad”[63].

50. [Conclusión] En la justa jerarquía de los valores culturales y decisivamente en la emergencia de la dimensión ético-religiosa del hombre se juega el destino de la vida y de la cultura de los hombres y de cada hombre. El Santo Padre Juan Pablo II finalizaba su discurso en la ONU exhortando: “¡Hay que moralizar las conciencias! Hay que aumentar los esfuerzos de las conciencias humanas en la medida de la tensión entre el bien y el mal a la que están sometidos los hombres al final del siglo XX. Es necesario convencerse de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia[64]. La causa del hombre será servida si la ciencia se alía con la conciencia. El hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva ‘el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre’”[65].

51. Por el contrario, cuando se sostiene la imposibilidad de conocer lo verdadero y se abandona la búsqueda de lo trascendente y absoluto, entonces la razón del hombre se pone como instrumento al servicio de fines utilitaristas, de gozo o de poder. De este modo, por ejemplo, la investigación científica, privada de toda referencia ética, cede a la tentación del poder demiurgo sobre la naturaleza y el mismo ser humano; y lo que el hombre produce, en particular los productos que contienen una especial porción de su genialidad, se pueden volver, indirectamente pero de modo radical, contra el hombre mismo, como por ejemplo todo lo relacionado con el armamento nuclear o el dominio sobre la vida humana a través de las nuevas técnicas en el campo de la bioética[66].

52. Por lo tanto, este esfuerzo por recuperar en las conciencias de los hombres la necesidad de respetar la justa jerarquía y subordinación de los valores culturales y de la principalidad de la dimensión moral y trascendente de la persona humana no constituye un esfuerzo periférico e inútil, sino por el contrario la tarea esencial y de mayor urgencia para responder positivamente a los desafíos de la actualidad y a las aspiraciones más profundas de todo corazón humano.

53. Concluyamos con un texto de Santo Tomás: “Existe todo el hombre por causa de su último fin, que le es trascendente, a saber, por causa de la posesión de Dios… las creaturas racionales, a más de esta imagen de la divina Bondad, se dirigen a Dios como su último fin de una manera especial, en cuanto por su actividad, por su conocimiento y amor, pueden alcanzar a Dios”[67].

Evangelización de las culturas

1. Su esencia

54. Luego de haber visto qué es la cultura, sus fundamentos, sus ámbitos y su jerarquía de valores, pasamos a considerar qué significa evangelizar las culturas.

a) Evangelio

55. Para hablar de evangelización lo primero que se impone es precisar la noción de Evangelio. Etimológicamente significa “Buena Nueva”. Novedad traída por nuestro Señor, el Verbo hecho carne. La Ley Nueva consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo infusa en el corazón del hombre. Dice Santo Tomás: “la Ley Nueva principalmente es la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles de Cristo”[68]. San Pablo la llama ley de la fe (Rm 3,27), ley espiritual (Rm 7,14) y explícitamente la ley del espíritu de vida (Rm 8,2). Ley Nueva que, secundariamente, está escrita en el libro del Nuevo Testamento. Esta ley escrita no tiene otra razón de ser sino el estar ordenada a la gracia: ya sea como disposición, conteniendo todo lo que nuestra inteligencia debe conocer para la fe y lo que el amor de nuestra voluntad debe despreciar para que el hombre sea capaz de la gracia; ya sea enseñando todo lo relativo al uso de la gracia, como las obras de las virtudes y la recepción de los sacramentos.

56. Esta Ley Nueva o gracia del Espíritu Santo es la única que salva al hombre: no me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree (Rm 1,16). Salva porque justifica al hombre mediante el perdón de los pecados, sanando su naturaleza herida y elevándola a la participación de la misma naturaleza divina, convirtiendo a los hombres en hijos de Dios. Por esto, con toda verdad “el bien de la gracia de uno solo es más grande que el bien natural de todo el universo”[69].

b) Evangelización

57. La evangelización es una realidad rica, compleja y dinámica, y “significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad”[70]. Por lo tanto, evangelizar consiste principalmente en llevar la gracia de Dios a todos los hombres, haciendo una humanidad nueva, es decir, de hombres nuevos creados según Dios en justicia y santidad verdadera (Ef 4,23-24). En este sentido, el fin al que tiende la evangelización es “este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del mensaje que proclama (cf. Rm 1,16) trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambientes concretos”[71].

58. La evangelización se lleva a cabo, como explica el mismo documento, mediante:

59. – El testimonio de vida: “a través de este testimonio, sin palabras, estos cristianos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogantes irresistibles: ¿por qué son así?, ¿por qué viven de esa manera?, ¿qué es o quién es el que los inspira?, ¿por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización… todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores”[72].

60. – El anuncio explícito del “nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el Reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios, que es tan necesario e importante en la evangelización que con frecuencia se toma por el todo, aunque no pasa de ser un aspecto”[73].

61.– Finalmente, y es lo más importante, la adhesión vital al programa de vida –vida en realidad ya transformada– que Él propone. Se trata de la adhesión… a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio[74].

62. Por esto, la auténtica evangelización debe conducir y culminar en la digna recepción de los sacramentos, pues por medio de ellos se comunica de modo ordinario la gracia del Espíritu Santo. “Nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural, a la que da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen”[75]. Por lo tanto, mediante la palabra y los sacramentos, la Iglesia lleva a los hombres el Evangelio, es decir, les ofrece y les comunica instrumentalmente la gracia divina, haciendo de los hombres nuevas creaturas unidas vitalmente a Cristo y a la Iglesia. Finalmente, se ha de señalar que junto con el anuncio de la Palabra y la administración de los sacramentos, el servicio de la caridad forma también parte de los ámbitos esenciales de la evangelización[76].

c) Significado de evangelización de las culturas

63. Llegamos al punto central: la cuestión acerca del significado de la evangelización de las culturas. San Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, especifica que la evangelización recae sobre la cultura y culturas del hombre, explicitando de este modo todo el contenido y la fuerza que virtualmente comprende la evangelización. “Posiblemente podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar –no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces– la cultura y las culturas del hombre, en el sentido rico y amplio que tiene sus términos en la Gaudium et spes, 50”[77].

64. Por lo tanto, se ha de evangelizar no superficialmente sino de un modo radical, encarnando el Evangelio en el corazón de las culturas, es decir, en la vida y los valores culturales de los hombres. La Gaudium et spes dedica un punto a la relación de la cultura con la fe en cuanto que la cultura “puede servir de preparación a la recepción del mensaje del Evangelio y así entonces poder ser informada con la caridad divina por Aquel que vino para salvar al mundo. En este sentido, por medio de la cultura, el alma del hombre, más libre de la servidumbre de las cosas, es conducida sin obstáculos al culto y a la contemplación de su Creador. Y más aún, por el impulso de la gracia, se dispone a conocer el Verbo de Dios, ya presente en el mundo, como la verdadera luz que ilumina a todo hombre (Jn 1,9-10)”[78]. Por lo tanto, la cultura dispone el espíritu humano a la recepción del mensaje evangélico y, al mismo tiempo, constituye un recurso para “difundir y explicar el mensaje de Cristo. Por su parte, el mensaje evangélico puede realizar una verdadera comunión con las diversas formas de cultura. El Evangelio, de este modo, desde dentro fecunda, defiende, perfecciona y restaura en Cristo, con sus propias celestiales riquezas, las riquezas espirituales y las características de cada pueblo y época”[79].

65. Esto es, precisamente, siguiendo la analogía con el misterio del Verbo Encarnado, lo que se ha dado en llamar “inculturación del Evangelio” o encarnación del mensaje divino en el corazón de las culturas. La evangelización de la cultura o inculturación, como enseña la Redemptoris missio, “significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas… Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad, transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro”[80]. Es lo que claramente enseña la Evangelii nuntiandi: “Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación”. Todo esto quiere decir “evangelizar la cultura y las culturas del hombre… tomando… como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios”[81].

66. Podemos subrayar, finalmente, la influencia fundamental de la cultura para cada hombre y, en consecuencia, la necesidad de inculturar el Evangelio. Es decir, dado que la cultura es una dimensión fundamental de la persona y de las comunidades humanas, es también el lugar de encuentro privilegiado con el mensaje de Cristo. De modo tal que aquí está en juego la misma evangelización, pues “una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad”[82]. Por su parte, las culturas, en la medida que están enraizadas en todo lo que es auténticamente humano, permanecen abiertas y tienden a su perfección en Jesucristo.

2. El misterio de Cristo y la evangelización de las culturas

67. Ya hemos considerado brevemente el significado de la evangelización de las culturas. Ahora vamos a referirnos a su fundamento y a los diferentes aspectos de este único proceso de inculturación.

a) La Encarnación como fundamento de la inculturación

68. [Evangelio y cultura] Tenemos que señalar, en primer lugar, que Evangelio y cultura son dos realidades distintas y, por tanto, autónomas. El Evangelio es la revelación que Dios hace al hombre, por medio de Jesucristo, el Verbo hecho carne, que viene a traer a la humanidad la “verdad” y la “gracia”: la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo (Jn 1,17). En cambio, “la cultura… procede directamente de la naturaleza racional y social del hombre”[83]. En este sentido, “el Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas”[84]. El mensaje evangélico trasciende toda cultura. Por eso, “al mismo tiempo enviada a todos los pueblos de cualquier tiempo y lugar, la Iglesia no se liga exclusiva e indisolublemente a ninguna raza o nación, a ningún tipo particular de costumbres, a ningún estilo antiguo o nuevo”[85].

69. Pero, en segundo lugar, se ha de señalar que aunque distintos y legítimamente autónomos, en analogía con el misterio del Verbo Encarnado –dos naturalezas realmente distintas, la humana y la divina, pero unidas en la única Persona divina del Verbo–, la cultura y el Evangelio están llamados a entrar en comunión, formando una síntesis positiva y fecunda. Es decir, el Evangelio debe encarnarse en la cultura y culturas del hombre para fecundarlas con su fuerza divina y, al mismo tiempo, enriquecerse con nuevas expresiones culturales. Este vínculo entre la Buena Nueva de Cristo y la cultura humana toma su origen en la misma revelación divina “pues Dios, revelándose a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo Encarnado, ha hablado según la cultura propia de las diversas épocas”[86]. La Iglesia, en su misión de evangelizar todos los pueblos, ha continuado este mismo proceso sirviéndose del “lenguaje” de las diferentes culturas con las cuales se ha encontrado para transmitir el mensaje de Cristo.

70. [Fundamento] Se debe, entonces, llevar a cabo una evangelización profunda que “encarne” el Evangelio en el corazón de las culturas. El fundamento de esta inculturación es el misterio del Verbo Encarnado: “De aquí se deriva, raigalmente, uno de los elementos principales de nuestra espiritualidad. […] por la Encarnación, nada de lo auténticamente humano nos es extraño. Por tanto, debemos trabajar para prolongar la Encarnación en toda la realidad, de manera específica, evangelizando la cultura, porque ‘ninguna actividad humana es extraña al Evangelio’”[87].

71. En este sentido enseñaba San Juan Pablo II: “el término aculturación o inculturación, por neologismo que sea, expresa de maravilla uno de los elementos del gran misterio de la Encarnación”[88].

72. El mismo San Juan Pablo II, en la Pastores dabo vobis, se refiere a los “principios católicos” de la “inculturación” y señala que estos principios “se relacionan con el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e iluminan el sentido auténtico de la inculturación”[89].

73. El fundamento y el modelo de la inculturación es el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios, porque en este misterio se salvaguardan la naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin confusión[90]. Análogamente, mediante la tarea de la inculturación, “el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas”[91]. Es decir que el Evangelio, mediante la inculturación, entra en una profunda comunión con las culturas, mediante una relación recíproca que sin confusión, en el respeto de su respectiva autonomía, al mismo tiempo asume y transforma con su fuerza divina todos los valores auténticamente humanos presentes en las culturas, logrando de este modo un vínculo único y una síntesis vital que enriquece y perfecciona las culturas a la vez que también a la Iglesia, mediante nuevas expresiones culturales de su único mensaje evangélico.

74. Podemos aún señalar que así como el Verbo asumió la naturaleza humana en su única Persona divina –unión de asunción que deja íntegra la naturaleza humana de Cristo a la vez que la eleva a la dignidad de ser la naturaleza humana de la Persona divina del Verbo–, de modo análogo el Evangelio asume las culturas que deben ser evangelizadas, las cuales permaneciendo íntegras en sus propios valores culturales, al mismo tiempo se consolidan, renuevan y perfeccionan con las riquezas de la gracia de Cristo y de la Buena Nueva del Evangelio. “No nos basta con una mera unión ni con sólo poner una etiqueta nominalista a la realidad para que esta sea, de verdad, enseñoreada por Cristo”[92], sino que el Evangelio debe penetrar en el corazón de la cultura[93]; “lo que importa es evangelizar –no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces– las culturas del hombre”[94]. Se trata de llevar la Buena Nueva a los hombres siguiendo el estilo de la Encarnación: penetrando y transformando “desde dentro”[95] la cultura humana.

75. En conclusión, a partir del fundamento y en analogía con el misterio de la Encarnación, la Iglesia en su misión de evangelizar todos los pueblos ha de esforzarse en la tarea de la inculturación, es decir, de la inserción del Evangelio y de la Iglesia en los hombres, sus valores y sus modos de vivir, en una palabra, en el corazón de las culturas[96].

b) El proceso de la inculturación: asunción, purificación y divinización

76. La inculturación constituye un único proceso de asunción, purificación y perfección de las culturas, en analogía con el misterio de la Encarnación. Veamos qué significa cada una de estas etapas, y qué implica tanto para la misión de la Iglesia cuanto, particularmente, para las culturas.

Asunción

77. En el proceso de inculturación tenemos, en primer lugar, la tarea de la asunción, por parte de la Iglesia y del Evangelio, de los valores auténticamente humanos presentes en las culturas. Es decir, la evangelización debe asumir todos los elementos de verdad y de bondad presentes en las culturas, que reflejan todo lo que es auténticamente humano; en particular, la apertura humana a la trascendencia en la búsqueda a tientas del Absoluto que se expresa en las tradiciones religiosas, las cuales constituyen una parte principal de las culturas humanas. Es decir, se ha de asumir las “semillas del Verbo” que constituyen una preparación evangélica y que encuentran su cumplimiento perfecto en Jesucristo.

78. Esto no consiste en una simple “adaptación o acomodación”, sino en una verdadera asunción de todo lo auténticamente humano. “El anuncio de la Iglesia no teme servirse de las expresiones culturales contemporáneas. Es más, son ellas, por una cierta analogía con la humanidad de Cristo, llamadas, por así decir, a participar a la dignidad del Verbo divino”[97].

79. Es lo que la Evangelii nuntiandi llama “impregnación”: el Evangelio “independiente de frente a las culturas… no son necesariamente incompatibles sino capaz de impregnarlas a todas”[98].

80. Es necesario subrayar que si la Iglesia en su misión evangelizadora no logra asumir los valores auténticamente culturales de los pueblos con los cuales entra en contacto, entonces tales culturas de hecho han de permanecer y considerarse separadas y ajenas a la fe. Por el contrario, mediante este proceso siempre actualizado de asunción de los valores auténticamente humanos, la Iglesia “se hace signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión”[99]. Es decir, hablando un lenguaje cultural inteligible a los hombres de diferentes pueblos y culturas y asumiendo sus valores y costumbres auténticamente humanos, ellos podrán descubrir que el Evangelio no solo no es algo ajeno y extraño, sino que sobre todo constituye la respuesta definitiva que sostiene y da sentido último a todos esos valores y, en última instancia, la Buena Nueva que todos los hombres en lo más profundo de sus corazones anhelan escuchar. Pues no debemos olvidar que esos valores o semillas del Verbo constituyen una preparación evangélica y encuentran en Jesucristo su cumplimiento perfecto. Es decir, las culturas en la medida que están enraizadas en lo que es auténticamente humano, “tienden” a su perfección en Jesucristo, a su plena realización mediante la recepción del Evangelio.

81. Podemos también subrayar la necesidad y urgencia de la asunción de las culturas en la misión evangelizadora de la Iglesia, recordando una vez más que la cultura es una dimensión fundamental de la persona y de los pueblos y, por tanto, el “lugar de encuentro privilegiado” con la Buena Nueva del Evangelio. En este sentido, San Juan Pablo II enseñaba por ejemplo que los misioneros deben “aprender la lengua de la región donde trabajan, conocer las expresiones más significativas de aquella cultura, descubriendo sus valores por experiencia directa”, pues “solamente con este conocimiento los misioneros podrán llevar a los pueblos de manera creíble y fructífera el conocimiento del misterio escondido”[100]. En este mismo sentido expresaba el Papa en Camerún: “por otra parte, es verdad que la fe cristiana debe ser una nueva buena para cada uno de los pueblos, por ello debe responder a las expectativas más nobles de su corazón, debe resultar capaz de ser asimilada en su lengua, encontrar una aplicación en las tradiciones seculares que su propia sabiduría habría elaborado paulatinamente para garantizar la cohesión social, el mantenimiento de la salud física y moral”[101].

82. Además, únicamente mediante este proceso de asunción se podrá realizar la purificación y transformación de las culturas, porque lo que no es asumido no es redimido[102]. “Por medio de la inculturación la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas. Transmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro”[103].

83. En resumen, este asumir, por parte del Evangelio y de la Iglesia, los elementos culturales de verdad y de bien para transformarlos con su fuerza divina, consiste en descubrir con alegría y respeto las semillas del Verbo que en las tradiciones nacionales y religiosas de los distintos pueblos se encuentran derramadas[104] y, al mismo tiempo, en continuar la exigencia que “ha marcado todo su camino histórico pero que hoy es particularmente aguda y urgente”[105].

 Purificación

84. En el proceso de inculturación tenemos, en segundo lugar, la tarea de la purificación de las culturas. El Magisterio subraya que en el proceso de inculturación debe asumirse todo lo que es verdaderamente humano y, por lo tanto, bueno[106]. Todo lo que no es humano y, más aún, antihumano, análogamente a como sucede en el misterio de la Encarnación, no puede ser asumido. Es este uno de los dos principios que San Juan Pablo II establece como fundamentales en el proceso de la inculturación: “la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y la comunión con la Iglesia universal”[107].

85. Así como el Verbo divino asumió la carne humana, en todo semejante a nosotros menos en el pecado, asumiendo por tanto todo y sólo lo que es humano; de modo análogo, el Evangelio debe asumir todo lo verdaderamente humano –los valores que se encuentran en las culturas– y de ninguna manera el error y el pecado, los antivalores que no pertenecen a la naturaleza humana en cuanto tal sino solamente de hecho, por su condición de pecadora. No debemos olvidarnos que la cultura es “un producto del hombre y, en consecuencia, marcada por el pecado. En la obra de la inculturación se ha de cuidar el discernimiento, pues existe el riesgo de pasar acríticamente de una especie de alienación de la cultura a una supervaloración de la misma. Pues también ella debe ser ‘purificada, elevada y perfeccionada’”[108].

86. Además, así como el Verbo divino al encarnarse vino a destruir al hombre viejo y sus concupiscencias (cf. Ef 4,22), análogamente el Evangelio –y esencialmente la gracia– debe sanar la naturaleza humana herida junto con todas sus consecuencias perversas en la vida de los hombres. La Iglesia, mediante su misión evangelizadora, ofrece su aporte y colabora en la purificación y superación de todo lo que es contrario a la dignidad, libertad y realización de la persona humana.

87. Por eso “debemos ir a la cultura y a las culturas del hombre no para convertirnos en ellas, sino para sanarlas y elevarlas con la fuerza del Evangelio, haciendo, análogamente, lo que hizo Cristo: ‘Suprimió lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divino’”[109].

88. Por una parte “nada de lo auténticamente humano debe ser rechazado, ya que Cristo asumió una naturaleza humana íntegra”[110]; pero, por otra parte, debemos siempre recordar que “sólo puede asumirse lo que tiene dignidad o necesidad. No puede asumirse ni lo inhumano, ni lo antihumano, ni lo infrahumano. Son inasumibles lo irracional, lo absurdo y todos sus derivados”[111].

89. Todo lo que tiene malicia no se asume –imposible–, por el contrario se redime, se purifica. La enseñanza de la Iglesia en este punto es clarísima y constante. San Juan Pablo II enseñaba que en el proceso de encarnación del mensaje evangélico en las culturas, refiriéndose específicamente a la tarea catequística, se deberá recordar siempre que “la fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando penetra una cultura ¿quién puede sorprenderse de que cambien en ella no pocos elementos? No habría catequesis si fuese el Evangelio el que hubiere de cambiar en contacto con las culturas”. Y continúa enumerando ciertos riesgos que se siguen de comprender de modo equivocado esta encarnación del Evangelio en las culturas, como por ejemplo permitir que la catequesis se empobrezca “por abdicación o reducción de su mensaje, por adaptaciones aún de lenguaje, que comprometan el buen depósito de la fe (cf. 2 Tm 1,14), o por concesiones en materia de fe o de moral”; contrariamente la “verdadera catequesis acaba por enriquecer a esas culturas, ayudándolas a superar los puntos deficientes o incluso inhumanos que hay en ellas…”[112].

90. Ya lo enseñaba el Concilio Vaticano II: “La grata noticia de Cristo renueva constantemente la vida y cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos”[113].

91. Podemos resumir este aspecto de purificación de las culturas, con lo que enseña San Juan Pablo II en la Pastores dabo vobis: “Esta obediencia (de predicar el Evangelio a todo el mundo) no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana”[114].

92. Sin esta tarea de purificación, si se asumiera “todo” sin discernir los valores de los que no lo son, se obraría simplemente un sincretismo contradictorio y nefasto, que impediría a las culturas la posibilidad de superar los puntos deficientes o incluso inhumanos que hay en ellas –fruto del pecado–, y que impediría al mismo tiempo la transformación y la regeneración de las culturas mediante la comunicación a sus valores legítimamente humanos de la plenitud de Cristo. De este modo, se obraría lo que San Pablo llama reducir a nada la cruz de Cristo (1 Co 1,17).

Elevación y divinización

93. Por último, en tercer lugar, en este proceso de la inculturación tenemos la tarea de la elevación o divinización de la cultura. Mediante la inculturación se produce una íntima transformación y renovación de las culturas[115]. Es decir, la Buena Nueva de Cristo no solamente purifica sino que, al mismo tiempo, eleva y perfecciona los valores culturales de los pueblos[116]. El Verbo tomó carne y elevó la naturaleza humana a la dignidad de su única Persona divina. De este modo, por una cierta analogía con la humanidad de Cristo, las culturas están llamadas, por así decir, a participar de la dignidad del Verbo divino[117].

94. En este sentido, la cultura del hombre trasciende el plano puramente humano, alcanzando el nivel sobrenatural que corresponde a los hijos de Dios. La cultura humana en relación al Evangelio es autónoma, pero también es teónoma, es decir que ella es asumida por el Evangelio para ser divinizada, alcanzando al mismo tiempo su propia plenitud humana. Porque Jesucristo realiza la plenitud de la existencia humana, como enseña la Gaudium et spes: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado. Cristo… manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”. Esta vocación en Cristo es una vocación sobrenatural y a ella están llamados a participar todos los hombres sin excepción: “Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina”[118]. Por lo tanto, la Iglesia mediante la inculturación transmite los valores propios del Evangelio, perfeccionando y dando un nuevo impulso y nuevas posibilidades a las culturas. La Buena Nueva de Cristo enriquece a las culturas, comunicando a sus valores legítimos la “plenitud de Cristo”[119]. Cristo mediante la gracia sana y eleva la naturaleza humana; por su parte el hombre y sus culturas “tienden” a su plenitud en Jesucristo.

95. Nunca se insistirá lo bastante en esto. Los hombres tienen necesidad de Jesucristo, pues es el único que funda en toda su plenitud el bien del hombre, el auténtico humanismo. Pues todo ser humano “es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios sino que manifiesta plenamente el hombre al propio hombre”[120]. Es decir que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad, del bien y de la belleza; estableciendo, al mismo tiempo, el interés por el hombre y su destino. La Encarnación constituye la “valoración del hombre por parte de Dios”[121].

96. Por esta razón la presencia de los laicos en los puestos privilegiados de la cultura “está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y de la fe cristiana”[122]. De este modo “la grata noticia de Cristo purifica y eleva constantemente la moral de los pueblos”[123]. El Evangelio al tomar contacto con las culturas produce una transformación, “se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo”[124].

97. A modo de resumen, acerca del significado de este único proceso de inculturación, podemos concluir citando la Gaudium et spes: “La Buena Nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad”[125].

c) El vínculo orgánico entre fe y culturas

98. Hemos tratado acerca del fundamento y del proceso de inculturación, con sus objetivos de asunción, purificación y elevación de las culturas. Intentamos, ahora, profundizar un poco más acerca del vínculo entre la Buena Nueva de Jesucristo y las culturas de los pueblos, también a la luz de los problemas que surgen en la actualidad en el ámbito de la inculturación.

Historia de la inculturación

99. La Iglesia, en su misión evangelizadora de encarnar el Evangelio en el corazón de las culturas, entra en diálogo con ellas y establece una comunión vital que enriquece las culturas desde dentro y, al mismo tiempo, enriquece a la Iglesia mediante nuevas expresiones geniales del único misterio de Cristo. De hecho, este ha sido el recorrido histórico de la Iglesia en su tarea universal de evangelizar todos los pueblos.

100. Es suficiente apenas repasar brevemente la historia de la inculturación para constatar el esfuerzo histórico de la Iglesia por encarnar el Evangelio en el corazón de las culturas[126].

101. Podemos recordar la figura de San Benito (480-547), cuyos monasterios –por el cultivo de los campos y las copias de los manuscritos– fueron los primeros centros culturales de Europa; declarado por San Pablo VI, en 1964, patrono de Europa[127]. Los Santos Cirilo y Metodio (885), evangelizadores del mundo eslavo, considerando que en la gran Moravia la Misa celebrada en rito romano no tenía gran suceso, tradujeron en lengua eslava la liturgia, invitando al pueblo de este modo “a ser consciente de su identidad nacional y cultural”[128]; San Juan Pablo II los nombró copatronos de Europa y les consagró su cuarta Encíclica: Slavorum Apostoli. También podemos recordar la obra de Mateo Ricci (1532-1610) en China, destacado por su deseo de respetar los ritos chinos[129]. Y el ejemplo luminoso, en la obra de evangelización de América, que nos brinda la labor pastoral ejercida por los jesuitas en las reducciones guaraníticas.

102. Ya desde el comienzo el Evangelio fue anunciado a todos los pueblos, y los cristianos vivían su fe en el marco de su propia cultura como testimonia la Carta a Diogneto: “los cristianos no se distinguen de los otros hombres ni por el país, ni por la lengua, ni por las costumbres… su género de vida no tiene nada de singular… ellos se adaptan a los usos locales en los vestidos, en las comidas y en el resto de la existencia, a la vez que manifestando las leyes extraordinarias y verdaderamente paradojales de su manera de vivir”. Viven, por tanto, según las costumbres de sus propias culturas, pero elevadas por la fuerza divina del Evangelio: “ellos están en la carne pero no viven según la carne. Ellos pasan su vida sobre la tierra pero son ciudadanos del cielo. Ellos obedecen a las leyes establecidas, y su manera de vivir es más perfecta que las leyes”[130].

103. El Papa Alejandro VII (1659), dando directivas a los primeros misioneros de Asia, les urgía: “no hagáis ninguna tentativa, ni busquéis de ningún modo persuadir a esos pueblos de cambiar sus costumbres, su manera de vivir, sus usos, cuando no sean manifiestamente contrarios a la religión y la moral. No hay nada más absurdo que querer llevar a China la Francia, o la España, o la Italia, o cualquier otra parte de la Europa. No llevéis nada de todo eso, sino la fe, una fe que no rechace ni ofenda la manera de vivir y los usos de ningún pueblo, cuando no se trate de cosas malvadas. Al contrario, la fe quiere que estas cosas sean conservadas y protegidas”[131].

104. Éste es, de modo especial, el pensamiento de la Iglesia en el siglo XX, que se ha ido precisando progresivamente. Benedicto XV, en la Maximum illud (30/11/1919), previene que se tenga en cuenta en la evangelización las características de cada pueblo, que se constituya clero indígena capaz de comprender el interior de los pueblos y, por lo mismo, que el clero extranjero conozca las lenguas de los pueblos a evangelizar. Pío XI, en la Rerum Ecclesiae (28/2/1926)[132], insiste en la constitución del clero indígena. Pues la misión tiene como finalidad “fundar y naturalizar la Iglesia de Jesucristo en esas regiones tan queridas”, y el clero autóctono comprende mejor el alma de su pueblo, sus tradiciones, costumbres y lengua. Pío XII, en la Evangelii praecones (2/6/1951), exhorta a que los misioneros adquieran la formación necesaria para comprender el país en donde van a ir a trabajar, incluyendo la medicina, la agricultura, la historia, la etnografía, y geografía; también insiste en la jerarquía propia y la formación del clero autóctono, y dice que “es necesario seguir la norma muy prudente que, desde que los pueblos abrazan el Evangelio, no se arruine ni se destruya nada de aquello que es bueno, honesto y bello, en su carácter y su genio propio”. Mejor aún, dichas costumbres –como a su vez afirma en la Summi Pontificatus (20/10/1939)–, si no están ligadas indisolublemente a la superstición o errores, deben ser en lo posible “conservadas intactas”[133].

Evangelio y culturas evangelizadas

105. Sin embargo, en la actualidad, algunos insisten en subrayar que en el pasado la misión evangelizadora de la Iglesia no siempre respetó los valores culturales y religiosos de los pueblos evangelizados y que, en algunas ocasiones, incluso impuso una especie de “colonialismo cultural-religioso”. Ciertamente que no se puede imponer sin más –en la tarea de llevar el Evangelio a todas las culturas– una cultura determinada a los pueblos que son evangelizados. Porque una realidad es el Evangelio y otra la cultura en la que se encarna. Ninguna cultura es esencial al Evangelio, como ya hemos señalado: “la Iglesia no se identifica a ninguna cultura, ni siquiera a la cultura occidental, no obstante que a ella ha estado ligada por la historia”[134].

106. Más aún, la evangelización debe encarnar el Evangelio en la cultura y “tomar como punto de arranque, con prudencia y discernimiento, elementos –religiosos o de otra índole– que forman parte del patrimonio cultural de un grupo humano para ayudar a las personas a entender mejor la integridad del misterio cristiano”[135].

107. Sin embargo, esto no significa que en esta tarea de la inculturación se tenga sin más que aislar completamente el mensaje evangélico de las culturas en las cuales históricamente se ha insertado y expresado. San Juan Pablo II dice al respecto: “el mensaje evangélico no se puede pura y simplemente aislarlo de la cultura en la que está inserto desde el principio (el mundo bíblico y, más concretamente, el medio cultural en el que vivió Jesús de Nazaret); ni tampoco, sin graves pérdidas, podrá ser aislado de las culturas en las que ya se ha expresado a lo largo de los siglos”[136]. Por lo tanto, se ha de discernir y apreciar los valores de las culturas que son evangelizadas; pero, al mismo tiempo, se ha de conservar y valorar debidamente aquellos medios culturales en los cuales de hecho el Evangelio se ha insertado y expresado desde sus mismos inicios. “Dicho mensaje no surge de manera espontánea en ningún ‘humus’ cultural, se transmite a través de un diálogo apostólico que está inevitablemente inserto en un cierto diálogo de culturas”[137].

108. Un ejemplo de esto lo encontramos en la obra evangelizadora de los Santos Cirilo y Metodio, que realizaron una verdadera inculturación o “Encarnación del Evangelio en las culturas autóctonas”. Pues “ellos, con la creación, original y genial, de un alfabeto para la lengua eslava, dieron una contribución fundamental a la cultura y a la literatura de todas las naciones eslavas”. Pero “los hermanos de Salónica eran herederos no sólo de la fe, sino también de la cultura de la antigua Grecia, continuada por Bizancio”. El Santo Padre al decir esto no sólo se refiere a la constatación de un hecho, sino que, sobre todo, a lo positivo de tal cosa: “todos saben la importancia que esta herencia tiene para toda la cultura europea y, directa o indirectamente, para la cultura universal”[138].

109. Por lo tanto, la Iglesia no puede simplemente aislar o dejar a sus espaldas todo lo que ya ha adquirido genialmente mediante la inculturación de su mensaje evangélico en la cultura grecolatina y en las demás culturas, “sin graves pérdidas”[139]. Este principio también es válido para la Iglesia del mañana que se verá enriquecida por los nuevos aportes a partir de su contacto con otras culturas en las cuales todavía no se ha encarnado el Evangelio. Es decir, la misión evangelizadora se encontró primero con la Filosofía griega, pero esto no excluye otros acercamientos. Continuamente se abren nuevas tareas a la inculturación[140].

Algunas dificultades

110. Hemos ya señalado algunas dificultades relativas al diálogo entre Evangelio y culturas. Pero, más profundamente, en este ámbito, surgen en la actualidad graves objeciones. En este sentido, algunos incluso postulan la necesidad de una revisión de los contenidos acerca del carácter definitivo y de la plenitud de la revelación divina en Cristo y del valor único y universal de su mediación salvífica, que permita el reconocimiento de una pluralidad de mediaciones salvíficas paralelas y autónomas respecto de la de Cristo, a la vez que complementarias entre sí. En la base de esta postura se evidencia la orientación cultural del relativismo que prevalece hoy en Occidente[141], y de la postura filosófica del “historicismo”, en torno al tema de la verdad.

111. En consecuencia, estos autores sostienen que ninguna religión histórica –incluido el cristianismo– puede acoger y expresar en plenitud y de modo definitivo la verdad o manifestación de Dios. En el mismo sentido, ningún acontecimiento particular e histórico –incluido el de Cristo– puede tener la pretensión de expresar por principio un contenido salvífico único y universal. Cristo en cuanto particular histórico tendría un significado necesariamente contingente y limitado. Para justificar esta posición, algunos pretenden introducir una separación –contraria a la fe– entre Jesús y el Verbo de Dios[142].

112. En esta misma perspectiva, con respecto a las culturas se establece la legítima reivindicación de la especificidad y de la originalidad del pensamiento de una herencia cultural –por ejemplo, el hinduismo, o las grandes culturas de China, etc.–, pero sosteniendo a la vez que cada tradición cultural debe encerrarse en su propia diferencia[143].

113. Como consecuencia, se pretende reducir la misión de la Iglesia a una tarea únicamente de orden temporal y a un diálogo que consiste en un intercambio de opiniones –sin la intención de profundizar y de alcanzar una verdad común y universal, ¡imposible!–, en contraposición al anuncio del Evangelio.

114. En relación a estas graves dificultades, San Pablo VI ya señalaba en la Evangelii nuntiandi que “muchos cristianos generosos, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación, han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad –olvidando toda preocupación espiritual y religiosa– a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo ‘la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el Reino de Dios, en su sentido plenamente teológico’”[144].

115. San Juan Pablo II, al respecto, en su magnífica Encíclica Redemptoris missio, presenta con toda claridad los puntos principales de la problemática actual en torno a la misión evangelizadora de la Iglesia, especialmente en el ámbito de la inculturación y del diálogo interreligioso, indicando también los principios de solución. “No obstante, debido también a los cambios modernos y a la difusión de nuevas concepciones teológicas, algunos se preguntan: ¿es válida aún la misión entre los no cristianos? ¿No ha sido sustituida quizás por el diálogo interreligioso? ¿No es un objetivo suficiente la promoción humana? El respeto de la conciencia y de la libertad ¿no excluye toda propuesta de conversión? ¿No puede uno salvarse en cualquier religión? ¿Para qué, entonces, la misión?”[145].

116. Evidencia, además, que en la base de esta problemática emergen algunas visiones teológicas no correctas que sostienen la igualdad salvífica de las religiones[146] y que, por tanto, afectan la auténtica fe en Cristo, único Salvador, con todas sus consecuencias negativas para toda la actividad misionera[147].

117. Por lo tanto, se propone un pluralismo cultural y religioso indiferenciado, que coloca a todas las posturas en un mismo plano. Pero, en esta perspectiva, se cierra toda posibilidad de establecer un diálogo como búsqueda de la verdad. Es decir, se acepta la contradicción de identificar la esencia de los valores culturales y religiosos con aquellos que no lo son, dada la imposibilidad de constatar y distinguir en una cultura y en una religión lo que es positivo –elementos de verdad y de bien en un sentido objetivo y universal–, de lo que es, por el contrario, negativo, es decir error y superstición, fruto del pecado.

118. Concretamente, a partir de esta perspectiva, en relación a la inculturación, se cerraría el camino para establecer un diálogo entre Evangelio y culturas. Pues no sería posible discernir los valores auténticos, presentes en las culturas y religiones, de aquellos elementos que son, por el contrario, fruto del pecado. Es decir, las distintas formas culturales constituirían siempre –por principio– expresiones “válidas” y al mismo tiempo “contingentes”, esto es, expresiones válidas[148] para sus propias culturas en un determinado contexto, pero no en un sentido universal. Por lo tanto, las culturas permanecerían por principio cerradas al diálogo –entendido como búsqueda de la verdad– con las otras culturas y cerradas al Evangelio. Es más, sería innecesario e inútil ofrecer un Evangelio que es válido para las “culturas cristianas” pero ajeno para las demás culturas, y además contingente, pues su revelación sería no definitiva y la salvación que ofrece no universal. Como resultado, la Iglesia se tendría que limitar a un diálogo –contrapuesto al anuncio– que tiende a identificarse en la práctica con una promoción humana reducida a la sola dimensión horizontal de la vida humana. Por lo tanto, en el ámbito de la tarea de la inculturación –y del diálogo interreligioso– es urgente renovar la conciencia del carácter universal del contenido de la fe, en particular, de la fe en Jesucristo “único” Salvador que está a la base de la misión evangelizadora[149].

119. Las culturas, por su parte, también contienen un valor universal en sus diferentes expresiones “propias” de la “verdad objetiva y universal”. Las culturas manifiestan en sí mismas la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia, y en este sentido “tienden” a su cumplimiento. Por lo tanto, para las culturas es “posible” acoger la revelación divina. Las culturas en sus elementos objetivos de verdad, de bondad, de búsqueda a tientas del Dios desconocido, “tienden” a su perfección en Jesucristo[150].

120. San Pablo VI afirmaba en la Evangelii nuntiandi que “solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y que demuestre que es de hecho universal puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero”[151].

121. En esta perspectiva de la universalidad, San Juan Pablo II señala cuáles son los criterios a seguir en la inculturación: a) La universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales aparecen idénticas en las culturas más diversas. b) cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas todavía no evangelizadas, no puede dejar a sus espaldas todo lo que ha adquirido de su inculturación en el pensamiento grecolatino. Este criterio vale también para la Iglesia del mañana. c) En tercer lugar, no hay que confundir la legítima reivindicación de la especificidad de una tradición cultural con la idea de que deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a las otras tradiciones, lo que es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano[152].

122. [Conclusión] Evangelio y cultura están llamados a una comunión fecunda, que permite a la cultura alcanzar su plenitud auténticamente humana en Jesucristo. Entre ellos “existe un lazo orgánico y constitutivo”[153], del cual da especial testimonio la Europa cristiana[154]. Por lo tanto, si bien una cultura no es el criterio de verdad en relación a la revelación de Dios, sin embargo el Evangelio no es contrario a ninguna cultura. Por el contrario, el anuncio evangélico lleva a las culturas a su liberación real y a la verdad plena.

123. En el proceso de inculturación, la Iglesia transmite sus verdades y valores renovando las culturas desde dentro, a la vez que también saca de ellas los elementos positivos ya presentes. De este modo, la Iglesia va obrando “una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación en el cristianismo en las diversas culturas”[155]. A su vez, las iglesias particulares podrán manifestar y traducir la propia experiencia cristiana y el tesoro de la fe en forma original conforme con las propias tradiciones culturales y en la legítima variedad de sus expresiones[156]. Es decir, las diversas culturas cuando son purificadas y renovadas a la luz del Evangelio, pueden llegar a ser expresiones verdaderas de la única fe cristiana.

124. De este modo, la Iglesia establece un diálogo fecundo con los valores culturales y religiosos de los diferentes pueblos. Cuando conoce y comprende estos diversos aspectos de la cultura, puede empezar el diálogo de salvación, ofreciendo la Buena Nueva de la Redención[157].

Orientaciones de la cultura actual

125. Hemos considerado los aspectos esenciales de la cultura y del significado de su evangelización. Ahora pasamos a reflexionar sobre las características principales de la cultura actual.

126.[Introducción] Para evangelizar la cultura es imprescindible conocer suficientemente la cultura actual en sus grandes líneas de pensamiento y orientaciones, para discernir sus aspectos positivos y también sus sombras y desequilibrios.

127. Con mayor razón en un mundo que ha experimentado profundos cambios, como constata la Gaudium et spes: “las condiciones de vida del hombre moderno, desde el punto de vista social y cultural, han sufrido un profundo cambio, de tal manera que se puede hablar de una nueva época de la historia humana”[158]. En el mismo sentido el Papa San Juan Pablo II, en la Dives in misericordia, señalaba que nuestra generación “es consciente del aproximarse del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que se está verificando en la historia”[159].

128. Esto que sucede en el mundo, también –en otro orden– se experimenta en la Iglesia, inserta en él. Existe un “trastrocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que resulta difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías eclesiales a las que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se había convertido en países de misión. Ciertamente la situación no ha mejorado en los años sucesivos”[160].

129. La cultura actual tiene ciertas características que podemos describir siguiendo el Magisterio del Concilio Vaticano II y de los últimos Pontífices.

1. Aspectos positivos

130. Se ha dado un verdadero “incremento de las ciencias naturales y humanas, incluso sociales”, también un “progreso de las técnicas” y “adelanto en el uso y organización de los instrumentos de comunicación”[161]. La herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos: la Lógica, la Filosofía del lenguaje, le Epistemología, la Filosofía de la naturaleza, la Antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial del análisis de la libertad[162]. De tal manera que el hombre por su inteligencia y trabajo ha “provocado cambios profundos, tanto en el dominio de la ciencia y de la técnica como en la vida social y cultural. El hombre ha extendido su poder sobre la naturaleza; ha adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de su comportamiento social”[163].

131. Este progreso ha beneficiado al hombre con una serie de ventajas. Los grandes progresos de la ciencia y de la técnica han logrado extender el poder del hombre sobre la naturaleza y aportar nuevos bienes materiales[164]. Pero no sólo nuevos bienes materiales, pues, por ejemplo, el crecimiento de las ciencias positivas “agudizan al máximo el juicio crítico, y los estudios de psicología explican con más profundidad la actividad humana”[165]. Es decir, todas estas nuevas adquisiciones de las ciencias humanas: biológicas, psicológicas o sociales, ayudarán “al hombre a penetrar mejor en la riqueza de su propio ser”[166]. Estos progresos brindan a los hombres de nuestro tiempo nuevas oportunidades de educación “sobre todo por la más amplia difusión de los libros y de los nuevos instrumentos de comunicación cultural y social”[167]. En particular, el desarrollo de la informática “permitirá el acceso a las riquezas intelectuales y culturales de otros pueblos. Las nuevas técnicas de comunicación favorecerán una mayor participación en los acontecimientos y un intercambio creciente de las ideas”[168]. Estas nuevas condiciones de vida y de progreso, características de la cultura actual, favorecen una cultura más universal, tal como vislumbró el Concilio Vaticano II: “se prepara una forma más universal de la cultura humana, la cual será tanto más apta para fomentar y expresar la unidad del género humano, cuanto más respete las particularidades de cada unidad cultural”[169]. Una cultura más universal que puede colaborar en la creación de una cultura más “solidaria”: “La presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. […] Ha visto derrumbarse o atenuarse los obstáculos y distancias que separan hombres y naciones por un sentido acrecentado de lo universal, por una conciencia más clara de la unidad del género humano, por la aceptación de la dependencia recíproca dentro de una solidaridad auténtica, finalmente por el deseo –y la posibilidad– de entrar en contacto con sus hermanos y hermanas por encima de las divisiones artificiales de la geografía o las fronteras nacionales o raciales”[170].

132. Se da, entonces, en la actualidad un creciente sentido de solidaridad entre los pueblos[171], como lo describe Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est: “Los medios de comunicación de masas han como empequeñecido hoy nuestro planeta, acercando rápidamente a hombres y culturas muy diferentes. Si bien este ‘estar juntos’ suscita a veces incomprensiones y tensiones, el hecho de que ahora se conozcan de manera mucho más inmediata las necesidades de los hombres es también una llamada sobre todo a compartir situaciones y dificultades. […] Por otra parte, ahora se puede contar con innumerables medios para prestar ayuda humanitaria a los hermanos y hermanas necesitados, como son los modernos sistemas para la distribución de comida y ropa, así como también para ofrecer alojamiento y acogida. La solicitud por el prójimo, pues, superando los confines de las comunidades nacionales, tiende a extender su horizonte al mundo entero”[172].

133. En resumen, la Iglesia reconoce y acoge de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, que podemos resumir en los enormes progresos del conocimiento científico y del desarrollo tecnológico, y en una nueva conciencia de los derechos del hombre, de la libertad religiosa y de la solidaridad.

2. Sombras y desequilibrios

134. Pero junto a estos aspectos positivos, también existen grandes sombras y desequilibrios en la cultura de nuestro tiempo, que debemos identificar y aunar los esfuerzos para poder superarlos. Desequilibrios que están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano[173], y que se relacionan con “la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar”[174]. Esto es, se da un desequilibrio profundo entre el crecimiento tan rápido de la técnica y el crecimiento mucho más lento de los recursos morales.

135. No debemos olvidar que toda la vida humana está marcada por el pecado, como “parte integrante de la verdad sobre el hombre”[175]. San Juan Pablo II señalaba que “el panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y desequilibrios no siempre superficiales”[176] y, refiriéndose a la afirmación de la Gaudium et spes acerca de “los desequilibrios que sufre el mundo moderno”[177], se planteaba: “En el marco de estos quince años, a partir de la conclusión del Concilio Vaticano II, ¿se ha hecho quizá menos inquietante aquel cuadro de tensiones y de amenazas propias de nuestra época? Parece que no. Al contrario, las tensiones y amenazas que en el documento conciliar parecían solamente delinearse y no manifestar hasta el fondo todo el peligro que escondían dentro de sí, en el espacio de estos años se han ido revelando mayormente, han confirmado aquel peligro y no permiten nutrir las ilusiones de un tiempo”[178].

136. Existen en la cultura actual múltiples antinomias que requieren una solución:

a) El acrecentamiento del intercambio entre culturas, que de por sí puede favorecer un diálogo fructífero, también encierra la posibilidad de perturbar la vida de las comunidades –y, de hecho, a veces suscita incomprensiones y tensiones–, de echar por tierra la sabiduría tradicional y de poner en peligro la índole propia de los pueblos[179].

b) La cultura que surge del progreso de la ciencia y de la técnica, y del estudio cada vez más disperso de las disciplinas particulares, lleva consigo el riesgo de no armonizarse con el cultivo del espíritu que se alimenta con los estudios clásicos según las diferentes tradiciones y con la necesidad de llegar a una síntesis de ellas[180], conservando las facultades de la contemplación y de la admiración que conducen a la sabiduría[181].

Además, el desarrollo unilateral de las ciencias y de la técnica, que por sí mismas son “incapaces de penetrar hasta la esencia profunda de las cosas, cuando su método se considera sin razón la norma suprema de investigación de la verdad, fomenta un cierto fenomenismo y agnosticismo; y, unido a esto, cuando el hombre confía ‘demasiado’ en estos tipos de descubrimientos corre el peligro de creer ‘bastarse a sí mismo’ y de no buscar más las realidades supremas”[182].

c) De aquí, la tercera antinomia que va al corazón del drama moderno: “la legítima autonomía de la cultura puede pretender extenderse a la indebida y nociva reivindicación de un humanismo puramente terreno e incluso contrario a la religión”[183].

137. En este sentido, San Juan Pablo II describe el secularismo como “un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer”[184].

138. En consecuencia, y es necesario subrayar este aspecto entre las sombras y desafíos de nuestra época, se da el fenómeno de un verdadero eclipse de la conciencia. “Se trata de un verdadero vuelco o de una caída de valores morales, y el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana, sino más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral”[185]. Presenciamos, en este sentido, “el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. […] A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en ‘deshumanización’: el hombre y la sociedad para quienes nada es ‘sacro’, van decayendo moralmente a pesar de las apariencias”[186].

139. Esta deshumanización se experimenta, sobre todo, en la multiplicación y agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos, con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico-tecnológico, y en una nueva situación cultural que justifica los atentados contra la vida humana en nombre de los derechos de la libertad individual, logrando incluso la autorización del Estado y la cooperación de los mecanismos sanitarios. Con el resultado dramático de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, y el hecho “no menos grave” de que a la conciencia misma le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana[187].

140. Benedicto XVI describe en pocos trazos los puntos centrales y los peligros que encierra la cultura predominante en Occidente: “De ahí deriva una nueva oleada de ilustración y de laicismo, por la que sólo sería racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular, mientras que en la práctica la libertad individual se erige como valor fundamental al que todos los demás deberían someterse. Así, Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en Él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño. En íntima relación con todo esto tiene lugar una radical reducción del hombre, considerado un simple producto de la naturaleza, como tal no realmente libre y al que de por sí se puede tratar como a cualquier otro animal. Así se produce un auténtico vuelco del punto de partida de esta cultura, que era una reivindicación de la centralidad del hombre y de su libertad. En la misma línea, la ética se sitúa dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo. […] Además, se siente cada vez con mayor claridad la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista; en concreto, se percibe la gravedad del peligro de separarse de las raíces cristianas de nuestra civilización”[188].

3. Ateísmo

141. La preocupación fundamental en relación al lado oscuro de la cultura actual, evidenciado profundamente, y la raíz del problema, emerge en el ámbito del nihilismo-ateísmo contemporáneo. “¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y del ateísmo en sus más diversas formas, particularmente en aquella –hoy quizás más difundida– del secularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3,5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos ‘ídolos’”[189].

142. “Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras, como ya observó el Concilio: ‘Crecientes multitudes se alejan prácticamente de la religión’. Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización”[190].

143. Esto conlleva consecuencias graves para el hombre. Pues la realidad que experimentamos no es el absoluto, solamente Dios es el absoluto; por lo tanto, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios, lleva a situaciones dramáticas que destruyen el sentido de la existencia humana[191]. En este sentido, “cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn 1,26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de ‘instrumentalización’, que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y ‘el más fuerte’ puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestros, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe religiosa”[192].

144. Estamos, una vez más, ante “el drama del hombre de todos los tiempos, y que constituye también el drama del hombre de hoy: ‘su carácter babélico’, es decir optar por la sola dimensión horizontal del trabajo y de la vida social, no prestando atención a aquella vertical con la que se hubieran encontrado enraizados en Dios, su Creador y Señor, y orientado hacia Él como fin último de su camino”[193].

Si intentamos descubrir la raíz filosófica de los grandes problemas actuales en torno al hombre, podemos hallarla en el horizonte común de la postura nihilista. La filosofía moderna ha concentrado su búsqueda en el conocimiento humano, destacando sus límites y condicionamientos, y prescindiendo de la cuestión radical sobre la verdad de la persona, del ser y de Dios[194]. El pensamiento filosófico moderno se fue alejando y contraponiendo explícitamente a la revelación. Surgieron diferentes formas de humanismo ateo que presentaron la fe como nociva y alienante. En la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que olvida toda relación con la visión metafísica y moral; ha cobrado entidad el nihilismo con la primacía de lo efímero[195]. La postura nihilista parece constituir el horizonte común a muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Este olvido del ser comporta inevitablemente la pérdida del contacto con la verdad objetiva y, consecuentemente, del fundamento sobre el cual se apoya la dignidad del hombre. Se niega la humanidad del hombre y su identidad[196].

145. En resumen, algunas corrientes de pensamiento relacionadas con la “postmodernidad”, sostienen que el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz[197]. En resumen, la raíz se evidencia en la situación filosófica actual en su olvido del ser y de la búsqueda de una verdad objetiva, fundamento sobre el cual se apoya la dignidad del hombre, en una perspectiva de carencia total de sentido y de afirmación de lo efímero, con todas sus trágicas consecuencias.

146. Esto es lo que constituye el nihilismo-ateísmo contemporáneo[198]. El nihilismo o ateísmo radical como negación de lo trascendente, de la existencia de “un mundo metafísico que trasciende el mundo sensible”[199]. La filosofía moderna, bajo el influjo de Hegel, con la identificación –contradictoria y dialéctica– del ser y no ser, ha “olvidado el ser como fundamento y ha producido la caída del pensamiento especulativo, hasta tal punto que ni siquiera se puede decir pensamiento débil… porque anclarse en la nada no es pensar: la nada, de hecho, es la ausencia de todo, la privación total, la fuga irrecuperable, la derrota irremediable”[200].

147. En “este intercambiarse dialéctico… del ser-no ser está a sus puertas el nihilismo-ateísmo contemporáneo como punto de llegada; aunque se debe hablar más bien de un bloqueo del espíritu en sí mismo y del resbalar o encerrarse del pensamiento a causa del avance imparable de la nada. El espíritu humano, cerrado en sí mismo, ya no se abre a lo real –al acto de ser– y, por tanto, a Dios, y entonces se vuelve incapaz de expresar la verdad y de fundar la libertad”[201].

Evangelización de las culturas y nuestro fin específico

148. Nuestra Familia Religiosa tiene como fin específico “inculturar el Evangelio”[202], el fin singular de “dedicarnos a la evangelización de la cultura”[203]. La inculturación es una exigencia intrínseca a la evangelización, pero en las circunstancias actuales reviste además una urgencia especial, pues la cultura actual, junto a sus aspectos positivos, presenta a la vez desequilibrios profundos. Esta cultura se ha ido progresivamente alejando y contraponiendo al Evangelio. En este sentido, el Concilio Vaticano II señala que “la separación entre la fe que profesan y la vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más graves de nuestro tiempo”[204]. De la misma manera, la Evangelii nuntiandi afirma que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas”[205]. Por lo tanto, al encontrarnos “frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores humanos, como también frente a una cierta cultura científica y tecnológica impotente para dar respuesta a la apremiante exigencia de verdad y de bien que arde en el corazón de los hombres, la Iglesia es plenamente consciente de la urgencia pastoral de reservar a la cultura una especialísima atención”[206]. “Es ésta una exigencia que ha marcado todo su camino histórico, pero hoy es particularmente aguda y urgente”[207]. Debemos, entonces, “hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura o, más exactamente, de las culturas”[208].

149. Dicho brevemente: la fe se debe hacer cultura. Esto es, la fe debe encarnarse en la vida y en la cultura de los hombres, pues, de lo contrario, en el caso de una fe que no se hace cultura, se ha de decir que “es una fe ‘no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida’”[209].

Para esta tarea de la inculturación, por una parte, contamos con las ventajas que nos ofrece la cultura actual y que tenemos que aprovechar como punto de arranque para construir a partir de allí una nueva cultura purificada y elevada por el Evangelio; por otra, aparecen junto a esto o, mejor aún, en esto mismo, sombras y desequilibrios profundos que causan una fundada preocupación y que nos interpelan a ofrecer soluciones positivas y a largo plazo. La Iglesia debe responder, sobre todo, con una evangelización –o según los casos, una nueva evangelización– que llegue al corazón de las culturas para transformarlas en Jesucristo. Nuestro Instituto también ha de colaborar en esta obra de la Iglesia, con mayor razón teniendo como fin específico la evangelización de las culturas.

150. Pasamos a considerar, en primer lugar, cuál ha de ser el aporte cultural de nuestro Instituto según nuestro carisma y fin específico. En segundo lugar, vamos a reflexionar acerca de nuestros apostolados propios y la selección de ministerios en orden a una más eficaz inculturación.

1. El aporte de la vida religiosa en relación a nuestro fin específico

151. [Introducción] En el ámbito de la inculturación se han de elaborar nuevas respuestas para los nuevos problemas del mundo de hoy, actuando con audacia en los campos respectivos del propio carisma fundacional[210]. Si intentamos señalar algunas características de nuestros apostolados en su relación con el carisma y fin específico de nuestro Instituto, quizás lo primero que aparece es su amplitud y variedad, lo cual está en conformidad con nuestro fin específico de evangelizar la cultura. Pues todo lo auténticamente humano –la técnica, el arte, la vida intelectual y moral, la contemplación de las cosas divinas– forma parte de la cultura y, por lo tanto, puede y debe ser evangelizado, ya que “ninguna actividad humana es extraña al Evangelio”[211]. La evangelización de la cultura consiste en “prolongar la Encarnación en todo hombre, en todo el hombre y en todas las manifestaciones del hombre”[212], en imbuir con el Evangelio toda la actividad humana[213]. Por lo tanto, todo lo que se refiere al hombre tanto en su cuerpo como en su alma, en su vida individual y también social, puede y debe ser purificado y elevado con la gracia de Cristo y, consecuentemente, podemos afirmar que toda forma de actividad apostólica es conforme a nuestro fin específico, aunque de un modo jerárquico.

152. En este sentido, en nuestras Constituciones se menciona una gran variedad de apostolados, como por ejemplo la predicación de los Ejercicios Espirituales y la dirección espiritual[214], la formación sacerdotal en los seminarios, la educación en todos los niveles, la formación de dirigentes laicos, los medios de comunicación social[215], la ayuda a parroquias mediante la predicación y la administración del sacramento de la Reconciliación, las misiones populares en todas sus formas, la dirección de parroquias especialmente en zonas de misión[216], la práctica concreta de la caridad[217], la atención de la segunda y Tercera Orden[218]. Nuestras Constituciones también señalan nuestro carisma de prolongar a Cristo en “las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre”[219].

153. Análogamente, la pluralidad de nuestros Institutos: la primera, segunda y Tercera Orden, con sus ramas activas, contemplativas y laicales en sus tres niveles de consagración, se armoniza perfectamente con nuestro fin específico, en cuanto constituyen diferentes llamados, de acuerdo a la vocación de cada uno, a colaborar en la evangelización de la cultura, la cual es una obra de todos los miembros de la Iglesia.

a) Aporte cultural específico de la vida consagrada

154. Más específicamente, se debe afirmar que la misma vida consagrada, cuando es vivida con autenticidad, puede ofrecer una aportación original a los retos de la inculturación. El estilo de vida evangélico es una fuente importante para proponer un nuevo modelo cultural[220].

155. [Testimonio de caridad] Esta aportación original se especifica, en primer lugar, en el ámbito de la promoción de la caridad mediante la opción preferencial de quienes se encuentran en una situación de mayor debilidad y, por tanto, de más grave necesidad. Es decir, se especifica en el ámbito de la caridad por los pobres, que conduce a vivir como ellos[221]; en la asistencia a los enfermos y a los que sufren, contribuyendo de manera significativa a la misión de la Iglesia[222].

156. Por esto, en la variedad de apostolados de nuestros Institutos se ha de reservar un lugar preferencial a la labor caritativa, que es un componente esencial de la misión evangelizadora de la Iglesia y un elemento imprescindible para la evangelización de la cultura. “Asimismo hay que privilegiar la atención de pobres, enfermos y necesitados de todo tipo: la caridad de Cristo nos urge (2 Co 5,14), practicando concretamente la caridad, como testimonio […] de que la caridad es imprescindible para evangelizar la cultura, como fin del que obra y como fin de la obra. En caso contrario, no se alcanzará ‘la civilización del amor’”[223]. Por esta razón, también “los que se dedican a las obras de misericordia son las piezas claves del empeño apostólico de nuestro Instituto”[224]. Benedicto XVI describe el camino de la evangelización de los primeros siglos diciendo: “La fuerte unidad que se realizó en la Iglesia de los primeros siglos entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor mutuo y por la atención solícita a los pobres y a los que sufrían, hizo posible la primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo helenístico-romano”; y este “sigue siendo el camino real para la evangelización”[225].

157. [Testimonio de la primacía de Dios] En segundo lugar, este aporte cultural de la vida consagrada se especifica en su testimonio profético de la primacía de Dios y de los valores evangélicos[226].

Más concretamente, la profesión de castidad, pobreza y obediencia, aun afirmando el valor de los bienes creados, los relativiza, presentando a Dios como el bien absoluto. De este modo, presentan una terapia espiritual para la humanidad, pues rechazan la idolatría de las criaturas y hacen visible al Dios viviente[227]. En esto se manifiestan con claridad tanto el carácter cuanto el aporte eminentemente cultural que ofrece la vida consagrada y la consistencia de su respuesta a los desafíos culturales actuales. Pues la dimensión trascendente de la vida humana, la apertura y acercamiento al misterio de Dios, constituye el “corazón” de toda cultura. De este modo, se comprende también por qué el consagrado siempre “está en misión”.

  1. Este testimonio de la primacía de Dios en cuanto único bien absoluto, a través de una vida religiosa auténtica y fiel a sus compromisos, constituye el apostolado principal de los religiosos, también y de un modo particular en la tarea de la inculturación. Dice nuestro Directorio de Espiritualidad: “queremos basar nuestra espiritualidad en el absoluto de Dios, ante quien todo es como nada. […] Queremos en todo y por todo dar primacía a lo espiritual y entregarnos en santo abandono a la voluntad de beneplácito de Dios”[228].
  2. En este sentido, las ramas de vida contemplativa dan un testimonio elocuente de esta dimensión principal de la cultura humana y, por lo tanto, particularmente necesario en la obra de la evangelización de las culturas, como se puede verificar históricamente, por ejemplo, en la colaboración decisiva que los monjes benedictinos ofrecieron en la construcción de la cultura europea. San Pablo VI señalaba que “la Iglesia y el mundo… necesitan… de una pequeña sociedad ideal donde reina, como fin, el amor, la obediencia, la inocencia, la libertad de las cosas y el arte de su buen empleo, la prevalencia del espíritu, la paz, en una palabra, el Evangelio”[229].

b) Necesidad de la formación permanente

160. Por otra parte, dado que el testimonio de la primacía de Dios y de la caridad, mediante una vida consagrada auténtica, constituye el primer apostolado de los consagrados y su principal aporte en la evangelización de las culturas, es fundamental preservar la calidad de este testimonio, dando máxima importancia a los períodos de formación y a la formación permanente en sus diferentes dimensiones. Dice nuestro Directorio de Espiritualidad: “No menos peso tiene para nuestra espiritualidad el ejemplo de Jesús en su vida oculta. De ahí que todo tiempo de preparación debe ser para nosotros muy importante […] el futuro de nuestros hermanos en la vida religiosa y, por tanto, del Instituto, depende, fundamentalmente, de la formación que se les dé en los tiempos de preparación: postulantado, noviciado, seminario, perfeccionamiento posterior, formación permanente”[230]. Nuestro Directorio también subraya que nuestro compromiso apostólico de evangelizar la cultura exige de nosotros una espiritualidad con matices peculiares que consiste, como enseña San Juan Pablo II, en “una fe esclarecida por la reflexión continua que se confronta con las fuentes del mensaje de la Iglesia y un discernimiento espiritual constante procurado en la oración”[231].

Esto es, exige una formación espiritual y cultural permanente, capaz de sostener la calidad del testimonio de la vida religiosa, y también una pastoral de la cultura que pueda responder de modo positivo y convincente a los grandes desafíos de la cultura actual.

161. En este sentido, la vida consagrada, como subraya San Juan Pablo II, necesita en su interior un renovado amor por el empeño cultural. Una disminución de la preocupación por el estudio puede tener graves consecuencias también en el apostolado, generando un sentido de marginación y de inferioridad, o favoreciendo la superficialidad y ligereza en las iniciativas[232]. Este empeño cultural aparece aún más urgente y necesario si se considera nuestro fin específico de la evangelización de la cultura.

162. Además, la tarea de la inculturación también exige una constante formación en la dimensión espiritual, pues es precisamente la imitación de la actitud de humildad y de amor de Cristo en el misterio de la Encarnación, la que favorece en las almas consagradas las mejores disposiciones para la difícil y urgente tarea de la inculturación: “Apoyados en el carisma de los fundadores y fundadoras, muchas personas consagradas han sabido acercarse a las diversas culturas con la actitud de Jesús que se despojó de Sí mismo tomando condición de siervo (Flp 2,7) y, con un esfuerzo audaz y paciente de diálogo, han establecido provechosos contactos con las gentes más diversas, anunciando a todos el camino de la salvación. […] Para una auténtica inculturación es necesaria una actitud parecida a la del Señor, cuando se encarnó y vino con amor y humildad entre nosotros. En este sentido la vida consagrada prepara a las personas para hacer frente a la compleja y ardua tarea de la inculturación, porque las habitúa al desprendimiento de las cosas, incluidos muchos aspectos de la propia cultura. Aplicándose con estas actitudes al estudio y a la comprensión de las culturas, los consagrados pueden discernir mejor en ellas los valores auténticos y el modo en que pueden ser acogidos y perfeccionados, con ayuda del propio carisma”[233].

c) Piezas claves en nuestro empeño apostólico

163. Tenemos que mencionar también aquellos miembros de nuestros Institutos, “los enfermos y ancianos –junto con los miembros de las ramas contemplativas–, los hermanos coadjutores y los que se dedican a las obras de misericordia”, que “son las piezas claves del empeño apostólico de nuestro Instituto”[234], precisamente por su mayor participación e imitación en la radicalidad del anonadamiento del Verbo de Dios que por amor al hombre se hizo siervo obediente hasta la muerte de Cruz para dar la vida por muchos (cf. Mt 20,28), y de este modo transfigurar el mundo.

164. [Laicos] Finalmente, dado que “la inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no sólo a algunos expertos”[235], señalamos, el aporte específico de las ramas laicales en la evangelización de las culturas.

Los laicos, que tienen como propio y peculiar el carácter secular, el cual hunde su raíz en el misterio del Verbo Encarnado, evangelizan la cultura a través de su vocación propia de “buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”[236]. Viven “en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, dejándose en todo ello guiar por el espíritu evangélico para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo a los demás”[237]. Por lo tanto: “en su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida ‘espiritual’ con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida ‘secular’, es decir, la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. Toda actividad, o toda situación, todo esfuerzo concreto –como, por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– son ocasiones providenciales para un ‘continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad’”[238].

165. De modo particular, colaborarán, en una obra común, con el apostolado que realizan los sacerdotes, religiosos y religiosas de la Familia del Verbo Encarnado.

166. Recordemos que para llevar a cabo nuestro apostolado “deseamos lograr la más filial y fraterna relación con el Pontificio Consejo para la Cultura, en orden a lograr una mayor y mejor concreción de la finalidad del Instituto”[239].

2. Puntos de inflexión de la cultura

167. Hemos ya señalado la característica de la pluralidad y de la variedad de nuestros apostolados en conformidad con nuestro fin específico de evangelizar la cultura. Pero, al mismo tiempo, se ha de enfatizar la necesidad de hacer selección de ministerios, trabajando principalmente en los puntos de inflexión de la cultura.

168. En orden a ofrecer nuestro aporte a la misión de la Iglesia de inculturar el Evangelio, nunca se insistirá lo suficiente en la prioridad de la vida del espíritu y del testimonio cualificado de la vida religiosa, así como también en la práctica concreta de la caridad y en la necesidad de realizar con discernimiento y competencia nuestros apostolados propios, trabajando especialmente en los lugares de mayor influencia cultural. Dicen nuestras Constituciones: “El Instituto del Verbo Encarnado asumirá los apostolados más conducentes a la inculturación del Evangelio”[240].

169. Enseña Santo Tomás que “los actos que tienen por objeto el bien espiritual del alma son más útiles al prójimo que los que se ordenan al bien corporal y son un mayor servicio de Dios, por lo cual ningún sacrificio es más agradable que el celo por las almas”[241].

170. Con mayor razón cuando ese bien espiritual alcanza a muchos: “es mejor enseñar la sagrada doctrina, y más meritorio, si se realiza con buena intención, que procurar el cuidado particular de la salvación de éste o aquel… la misma razón demuestra que es mejor enseñar las cosas que pertenecen a la salvación a aquellos que pueden aprovechar tanto para sí como para los demás que a los simples que sólo pueden aprovechar para sí mismos”[242]. Por esta razón, “los que se dediquen a la investigación teológica, filosófica, científica, cultural, etc., tienen que tener muy claro que, aunque parezca más distante, este trabajo intelectual no sólo es para mayor gloria de Dios, sino también para el mayor bien de las almas, y entra de lleno en el carisma de nuestro Instituto”[243]. En este ámbito del apostolado intelectual, sobre todo se han de enfatizar “las publicaciones, ya que lo escrito permanece y se propaga más”[244].

171. En concreto, se ha de “trabajar sobre los puntos de inflexión de la cultura, a saber: las familias, la educación –en especial la seminarística, la universitaria y la terciaria–, los medios de comunicación social y los hombres de pensamiento o ‘intelectuales’”[245].

172. Los puntos de inflexión de la cultura son los ambientes y lugares existentes en la sociedad, en los cuales la cultura tiene su fuente próxima –se “crea” la cultura– y por medio de los cuales la cultura se transmite de modo privilegiado, ya sea porque de una manera íntegra y profunda, por ejemplo en la familia y en el ámbito de la educación –en especial la universitaria y los ambientes de investigación–, ya sea porque de una manera masiva, como por ejemplo en los medios modernos de comunicación.

173. Son estos puntos de inflexión los que debemos privilegiar en nuestro trabajo para encarnar el Evangelio en las sociedades modernas, ya que “en concreto, sólo desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse histórica y creadora de la historia. Por lo tanto, es necesario intensificar la presencia de la Iglesia y de los laicos en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. También en los instrumentos de comunicación social que constituyen actualmente el camino privilegiado para la creación y para la transmisión de la cultura”[246]. Pasamos, entonces, a considerar la naturaleza e importancia de los puntos de inflexión de la cultura.

a) La familia

174. Dios es el creador de la familia –célula original de la sociedad–, a la cual ha dado bienes propios, ordenándola al amor mutuo y fecundo de los esposos, fecundidad comenzada por medio de la procreación y prolongada en la educación integral y cristiana de los hijos[247].

La familia constituye la “célula fundamental de la sociedad” y el “lugar primario de humanización” de la persona y de las sociedades, por eso “como demuestra la experiencia, la civilización y la cohesión de los pueblos depende sobre todo de la calidad humana de sus familias. […] La Iglesia está profundamente convencida de ello, sabiendo perfectamente que ‘el futuro de la humanidad pasa a través de la familia’”[248].

175. [La familia y la educación] Los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos, de tal modo que su educación es fundamento de las demás e influye de modo decisivo. Enseña el Documento Gravissimum educationis que los padres, en cuanto dan la vida a sus hijos, “tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Corresponde, pues, a los padres crear en la familia un ambiente animado por el amor y la piedad hacia Dios y hacia los hombres que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. Por ello, la familia es la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan”[249]. En la familia, “desde la infancia se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad”[250].

176. Análoga eficacia tiene la familia en la transmisión de los valores evangélicos. La familia, en cuanto iglesia doméstica, debe ser “un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Esta transmisión se realiza de padres a hijos y viceversa: los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido; y se transmite también más allá del ámbito de la propia familia, pues una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive”[251]. De este modo, por medio de las familias cristianas, la Iglesia encuentra “su cuna y el lugar donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en la Iglesia”[252]. En los lugares donde reina la descristianización, el secularismo, e incluso una legislación antirreligiosa, “la iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis”[253].

En resumen, “el matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante la regeneración por el Bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia”[254].

177. Por lo tanto, esta evangelización en las familias es también de algún modo insustituible y decisiva: “la acción catequética de la familia tiene un carácter peculiar y en cierto sentido insustituible; y es principalmente ejercida por una existencia cotidiana vivida según el Evangelio. Esta transmisión de la fe en el ambiente familiar permitirá muchas veces que deje en los niños una huella de manera decisiva y para toda la vida”[255].

178. Consecuentemente a su influencia fundamental y decisiva en el crecimiento humano y evangélico de las generaciones humanas, debemos dar gran importancia a todo género de empeño apostólico orientado a promover, afianzar y multiplicar las familias cristianas en sus diversos bienes y fines. San Juan Pablo II, hablando de la inculturación, afirmaba que “se deberá proseguir en el estudio… y en el empeño pastoral para que esta ‘inculturación’ de la fe cristiana se lleve a cabo cada vez más ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la familia”[256].

179. [La familia y la cultura de la vida] En segundo lugar, en relación a los desafíos que provienen de la cultura actual en el ámbito del respeto de la vida humana, podemos señalar la relación esencial entre la familia y la cultura de la vida[257]. El hombre ha sido creado a imagen de Dios que es un misterio de comunión entre las personas divinas. Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, y lo creó como varón y mujer, para vivir la comunión de personas y llegar a ser complementariamente un don recíproco, como esposo y esposa –en una relación recíproca y total, única e indisoluble–, y en la profundidad de ese mutuo amor llegar a ser padre y madre. En este sentido, la familia está orgánicamente relacionada con la civilización del amor, es su corazón y su centro.

180. Sin embargo, la crisis de verdad conduce a una civilización de producción y de uso, de cosas y no de personas, de personas que son usadas del mismo modo que las cosas. Conduce a una civilización consumista, de mentalidad antinatalista. La civilización del amor, por el contrario, evoca el gozo de la vida, de que un hombre venga a este mundo, y que los esposos se conviertan en padres. Si la familia es tan importante para construir la civilización del amor es por su particular cercanía, y por la intensidad de los lazos que se dan entre las personas y las generaciones dentro de ella[258].

Es decir, la familia, fundada sobre el matrimonio, es una comunidad de vida y de amor que tiene la misión de “custodiar, revelar y comunicar el amor”[259]. Los padres son los colaboradores e intérpretes del amor mismo de Dios en la transmisión de la vida y en su educación. En la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona. La familia es el ámbito donde la vida puede ser acogida y protegida, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible[260].

181. Por lo tanto, es muy necesaria la pastoral de la familia, más aún en un momento histórico que registra una crisis difundida y radical de esta institución fundamental. La familia es atacada como nunca y pasa por la crisis más aguda de toda la historia[261].

Es urgente que las familias ofrezcan un testimonio convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido en modo plenamente conforme con el designio de Dios y con las verdaderas exigencias de la persona humana: de los cónyuges y, sobre todo, de aquella más frágil de los hijos[262].

182. De modo particular, a partir de las familias se debe promover un cambio cultural a favor de la vida, en primer lugar, dentro de las mismas comunidades cristianas[263]. Para esto es necesario la formación de la conciencia moral sobre el valor inviolable de la vida humana y el redescubrimiento del vínculo constitutivo entre libertad y verdad[264]. Además, es imprescindible la labor educativa para que los jóvenes comprendan y vivan la sexualidad y el amor según su verdadero significado y en su íntima correlación[265]. Y se requiere la formación de los esposos para la procreación responsable[266].

183. En síntesis, el cambio cultural exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida en el marco de la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas. Este nuevo estilo de vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro, y del rechazo a su acogida. En esta tarea todos tienen un papel importante que desempeñar: los profesores y educadores; los intelectuales; los responsables de los medios de comunicación social[267]; las mujeres llamadas a testimoniar el significado del amor auténtico, aquel don de uno mismo y de la acogida del otro, pues la experiencia de la maternidad favorece una aguda sensibilidad hacia las demás personas[268].

b) La educación

184. La obligación gravísima de la educación que compete primera y principalmente a los padres, requiere la colaboración de la sociedad y, además, este deber de educar corresponde también a la Iglesia. “Sobre todo, porque la Iglesia tiene el deber de anunciar a todos los hombres el camino de la salvación, de comunicar a los creyentes la vida de Cristo y de ayudarlos con preocupación constante para que puedan alcanzar la plenitud de esta vida”[269].

185. Todos los hombres, por estar dotados de la dignidad de persona, tienen el derecho inalienable a una educación “que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y acomodada a la cultura y a las tradiciones patrias y, al mismo tiempo, abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos”; y ordenada al fin último del hombre y al bien común de la sociedad, pues “la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades”[270].

186. Específicamente, la educación deberá ayudar a los niños y adolescentes “a desarrollar armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, para que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en el desarrollo recto de la propia vida, en un esfuerzo continuo y en la adquisición de la verdadera libertad; asimismo, que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también que se les incite a conocer y amar más a Dios”[271]. Es decir, se ha de formar la inteligencia, pero sin descuidar la formación de la libertad, de la valentía de tomar decisiones definitivas y de la capacidad de amar mediante la entrega sincera y desinteresada de sí mismo a los demás.

187. Por su parte, los cristianos, en razón de su condición de nuevas creaturas –nacidas del agua y del Espíritu Santo– y de hijos de Dios, tienen derecho a la educación cristiana que “no persigue solamente la madurez de la persona humana, sino que busca que los bautizados… se dispongan a vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ef 4,22-24), lleguen así al hombre perfecto a la medida de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13), y colaboren en el crecimiento del Cuerpo místico. Ayudando, además, a la configuración cristiana del mundo”[272].

188. Dada la importancia que tiene la educación en la transformación humana y cristiana de los hombres y de las sociedades, la Iglesia exhorta a sus hijos “a que presten con generosidad su ayuda en todo el campo de la educación”[273]; y “recuerda a los pastores de almas la obligación gravísima de disponerlo todo de forma que los fieles disfruten de la educación cristiana, y en primer lugar los jóvenes que constituyen la esperanza de la Iglesia”[274]. San Juan Pablo II recordaba a los religiosos la necesidad de un renovado compromiso en el campo educativo, asumiendo con renovada entrega la misión educativa, con escuelas de todo tipo y nivel, con Universidades e Institutos superiores[275].

Escuelas católicas

189. Entre todos los medios educativos “tiene peculiar importancia la escuela. Pues ella, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistada por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara para la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuye a la comprensión mutua”[276].

190. La presencia de la Iglesia en el campo escolar se manifiesta, sobre todo, por medio de las escuelas católicas; las cuales, además de fomentar, no en menor grado, todos los bienes mencionados acerca de la formación cultural y humana de los alumnos, tienen, como “nota distintiva”, ayudar “a los adolescentes para que en el desarrollo de la propia persona crezcan a un tiempo según la nueva creatura que han sido hechos por el Bautismo, y ordenar, finalmente, toda la cultura humana según el mensaje de la salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre, educando a sus alumnos para conseguir el bien de la ciudad terrestre y… para servir a la difusión del reino de Dios”[277].

191. De aquí que la escuela católica conserve “su importancia trascendental también en los momentos actuales”[278] y que la labor de los educadores sea de “suma trascendencia”[279].

192. En consonancia con el derecho de la Iglesia y para llevar a cabo nuestro fin específico, debemos esforzarnos en “establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado”[280], favoreciendo “las escuelas de enseñanza primaria y media, que constituyen el fundamento de la educación, y también las requeridas por las condiciones actuales: como las escuelas profesionales, las técnicas, los institutos para la formación de adultos, para la asistencia social, para subnormales y aquellas en que se preparan los maestros para la educación religiosa y para otras formas de educación”[281].

193. Además, teniendo en cuenta que la educación ha de apuntar a la perfección íntegra de la persona humana, es decir, a “cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social”[282], y no sólo a formar de un modo práctico en las ciencias y en las diversas técnicas; es muy conveniente, en donde sea posible, que nuestro Instituto establezca y desarrolle las escuelas católicas humanistas.

Finalmente, en el ámbito de la labor educativa en las escuelas en cuanto punto de inflexión de la cultura, y sin perder de vista su finalidad última de construir la civilización del amor, no podemos jamás olvidarnos de “atender a las necesidades de los pobres, de los que se ven privados de la ayuda y del afecto de la familia o que no participan del don de la fe”[283].

Seminarios

194. Dicen nuestras Constituciones que queremos trabajar en “la educación –en especial la seminarística, la universitaria y la terciaria–”[284].

195. Debemos dedicar gran parte de nuestros mejores esfuerzos y preocupaciones en la formación de los seminaristas de nuestro Instituto y también, en la medida de nuestras posibilidades, colaborar en otros seminarios que nos pidan ayuda. Pues “las condiciones religiosas y morales de los pueblos dependen en gran parte del sacerdote”[285], y asimismo “la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes”[286]; a su vez, el tener sacerdotes que eficazmente cambien y transformen las sociedades con la fuerza del Evangelio “depende de la formación recibida en el seminario”[287]. De aquí que el Concilio Vaticano II “proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal”[288], hasta tal punto indispensable que exhortaba Pío XI a los obispos del mundo entero: “dad a vuestros colegios los mejores sacerdotes; no os pese el sustraerlos de tareas en apariencia más importantes, pero que no se pueden parangonar con esta obra capital e insustituible”[289]. Es nuestro deseo “que Dios nos diese el don de poder descubrir y orientar tantas vocaciones que pudiésemos llenar todos los buenos seminarios y noviciados del mundo entero”[290].

Esto exige la pastoral vocacional, en la que hay que invertir las mejores energías, con una adecuada dedicación a la pastoral juvenil[291]. Es decir, se ha de promover las vocaciones sacerdotales y religiosas, sobre todo mediante el testimonio fiel y alegre de vida consagrada, a la vez que realizando con competencia y generosidad los apostolados propios: Ejercicios Espirituales, oratorios, cursos de formación, dirección espiritual, etc.; y trabajando en fraterna colaboración.

Facultades y universidades

196. Para que el Evangelio pueda encarnarse en el corazón de las culturas es “esencial” la presencia de la Iglesia en el mundo de las universidades, es decir, del pensamiento y de la investigación en sus diferentes ámbitos. Por eso la Iglesia tiene sumo cuidado de las escuelas superiores, sobre todo de las universidades y facultades[292].

Dado que “la suerte de la sociedad y de la misma Iglesia está íntimamente conectada con el aprovechamiento de los jóvenes dedicados a los estudios superiores”, el Concilio Vaticano II exhorta a los pastores a ser solícitos en la atención de los alumnos universitarios –tanto de las universidades católicas como también de las no católicas–, prestando “una ayuda permanente espiritual e intelectual a la juventud universitaria”[293].

197. El Concilio Vaticano II indicó claramente el objetivo principal de toda universidad y facultad que depende de la Iglesia, y que manifiesta toda su actualidad y urgencia: “que cada disciplina se cultive según sus principios, sus métodos y la libertad propia de la investigación científica, de manera que cada día sea más profunda la comprensión de las mismas disciplinas, y considerando con toda atención los problemas y los hallazgos de los últimos tiempos se vea con más exactitud cómo la fe y la razón van armónicamente encaminadas a la verdad, que es una, siguiendo las enseñanzas de los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomás de Aquino”[294].

198. De esta forma, “ha de hacerse como pública, estable y universal la presencia del pensamiento cristiano en el empeño de promover la cultura superior y que los alumnos de estos institutos se formen como hombres prestigiosos por su doctrina, preparados para el desempeño de las funciones más importantes en la sociedad y testigos de la fe en el mundo”[295].

199. Al respecto, enseña San Juan Pablo II en la Carta Encíclica Fides et ratio que la tarea principal de la universidad es el esfuerzo por lograr una nueva síntesis entre razón y fe, y por recuperar la Filosofía como un saber unitario.

La separación entre fe y razón empobrece y debilita a ambas. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, y corre el riesgo de ser reducida a “mito” o superstición. La razón, privada de la aportación de la revelación, corre el peligro de perder de vista su meta final. Una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia “la novedad y radicalidad del ser. De aquí la imperiosidad de recuperar la unidad profunda entre fe y Filosofía en el respeto de la recíproca autonomía[296].

200. Unido a esto, la convicción de que el hombre es capaz de alcanzar una visión unitaria y orgánica del saber es una las tareas que el pensamiento cristiano tendrá que asumir en el curso del próximo milenio de la era cristiana. La sectorialidad del saber, en cuanto implica un acercamiento parcial a la verdad, impide la unidad interior del hombre contemporáneo[297].

201. De modo especial, a partir de la metafísica del ser se ha de dar una respuesta convincente a los desafíos que llegan desde las distintas corrientes filosóficas, las cuales merecen una adecuada atención; por ejemplo, el eclecticismo[298]; el historicismo que establece la verdad de una Filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico, negando implícitamente la validez perenne de la verdad[299]; el cientificismo, que no admite como válidas otras formas de conocimiento diversas de aquellas propias de las ciencias positivas, relegando al confín de la imaginación el conocimiento religioso y teológico y el saber ético y estético, a la vez que convirtiendo los valores en simples productos de la emotividad y acantonando la noción de ser para dar espacio a lo puro y simplemente fáctico[300]; el pragmatismo, como la actitud mental de quien en sus opciones excluye recurrir a reflexiones teóricas o a valoraciones fundadas sobre principios éticos[301]. En resumen, se ha de prestar una especial atención al desafío cultural del alejamiento del sentido del ser, que constituye el horizonte común a muchas filosofías y que deriva en una actitud nihilista[302].

202. Además se ha de seguir profundizando en la significado y valor universal de la ley natural, en la relación entre las ciencias positivas y la fe, entre libertad y verdad, entre bioética y ética, etc.; sobre todo en el contexto contemporáneo, que parece conceder la primacía a una inteligencia artificial cada vez más sometida a la técnica experimental, olvidando que toda ciencia debe salvaguardar al ser humano y promover su propensión hacia el bien auténtico[303].

203. Dada la importancia que revisten las universidades y facultades católicas y eclesiásticas en el campo de la educación y de la evangelización, los Institutos que las dirigen han de ser muy conscientes de su responsabilidad, haciendo que en ellas, a la vez que se dialoga activamente con la cultura actual, se conserve la índole católica que les es peculiar, en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia[304]. En este último sentido, es necesario permanecer precavidos ante la constante tentación de “estar a la moda” y de buscar el consenso de la opinión común. Por el contrario, se ha de cultivar la disposición permanente de obediencia a la verdad[305].

204. Finalmente, también “la Iglesia espera mucho de las Facultades de ciencias sagradas. Ya que a ellas les confía el gravísimo cometido de formar a sus propios alumnos no sólo para el ministerio sacerdotal, sino, sobre todo, para enseñar en los centros de estudios eclesiásticos superiores, para la investigación científica o para desarrollar las más arduas funciones del apostolado intelectual”[306].

205. [Diálogo fe y razón][307] Nos parece conveniente profundizar en esta cuestión, que es también central para la tarea de la inculturación, siguiendo los puntos principales del magnífico discurso que Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona acerca del tema fe y razón[308]

En primer lugar, Benedicto XVI afirma la necesidad intrínseca del encuentro entre la fe bíblica y el pensamiento griego, pues se da una relación esencial entre ambas. El Santo Padre cita una frase que el emperador bizantino Manuel II Paleólogo dirige a su interlocutor persa: “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”. En esta convicción del emperador “se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia”. Es decir, “Dios actúa ‘σὺν λόγω’, con Logos”. Por eso, “el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San Pablo: ‘Ven a Macedonia y ayúdanos’ (cf. Hch 16,6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego”. Un acercamiento que había comenzado desde hacía mucho tiempo: “el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente… y que afirma de él simplemente ‘Yo soy’, su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo”. “En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión”[309].

De aquí que la fe de la Iglesia “se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente –como dice el IV Concilio de Letrán en 1215– las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje”[310].

206. Por el contrario, para la doctrina musulmana “Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad”. En el seno de la Iglesia es necesario mencionar ciertas tendencias teológicas que rompen esta síntesis: “En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la Libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. […] Aquí se perfilan posiciones que… podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas”[311].

Por lo tanto, es precisamente el encuentro entre fe y razón, y la analogía del Ser por esencia y el ser por participación, lo que abre el acceso a la posibilidad de conocer y expresar con verdad, aunque con límites, el Dios bíblico, el Dios de la fe; y superar al mismo tiempo la noción irracional y absurda de un Dios Arbitrio que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. Y es también ese encuentro, lo que permite fundar metafísicamente la verdad, y el bien, superando la contradicción de la afirmación de un Dios que no está vinculado con la verdad y el bien y que podría, si Él quisiera hacer que fuera lícito incluso practicar la idolatría.

207. De hecho, el proceso histórico de separación entre fe y razón, o proceso de deshelenización del cristianismo –“la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna”–, ya en su primera etapa confinó y redujo el ámbito de la fe “a la razón práctica”: “La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. […] Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena”[312].

208. Luego, viene la segunda etapa de deshelenización con la teología liberal que redujo la figura de Jesús a un simple hombre con un mensaje moral: “La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack. […] La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones. […] En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario”[313].

Podemos subrayar que esta doctrina sigue ejerciendo un amplio influjo en algunas teologías actuales del pluralismo religioso que, incluso, llegan al punto de presentar la figura Jesucristo como un “mito” o una manifestación –“gnóstica”–, una entre tantas, de la divinidad “inexpresable e incognoscible”.

209. Siguiendo con el discurso de Benedicto XVI, es muy importante señalar que este proceso de deshelenización –de separación entre fe y razón– “coincide” y se adapta al proceso de la razón moderna; que de hecho no sólo empobrece sustancialmente el campo teológico de la fe, sino que al mismo tiempo reduce el ámbito propio de la razón, el cual va perdiendo –peligrosamente para el hombre– todo interés por las cuestiones más propiamente humanas que pertenecen a la dimensión ética y trascendente del ser humano.

“En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la Divinidad de Cristo y en la Trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto de vista, vuelve a dar a la Teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la Teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. […] En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las ‘críticas’ de Kant, aunque radicalizada ulteriormente por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. […] Esto implica dos orientaciones fundamentales, decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la Historia, la Psicología, la Sociología y la Filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero, de este modo, nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión. Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la Teología como disciplina ‘científica’ dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la ‘ciencia’ entendida de este modo, y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. […] La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética”[314].

210. Por último, Benedicto XVI se refiere a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente: “teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. […] Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza”[315].

211. En conclusión, Benedicto XVI propone reconocer “lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu” y “ampliar nuestro concepto de razón y de su uso”. Porque vemos también los peligros que surgen de las nuevas posibilidades, es necesario preguntarse cómo evitarlos: “Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la Teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como Teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. […] Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una Teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. ‘No actuar según la razón, no actuar con el logos, es contrario a la naturaleza de Dios’, dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”[316].

c) Los intelectuales

212. Merece un capítulo aparte lo que podemos llamar la clase intelectual. Entre los puntos de inflexión de la cultura se encuentran “los hombres de pensamiento o intelectuales”, a quienes debemos ayudar “en lo que hace a la iniciación y llamamiento, desarrollo, discernimiento, formación, consolidación, acompañamiento y posterior ejercicio de la vocación al apostolado intelectual”[317].

213. San Juan Pablo II, tratando acerca “de los puestos privilegiados de la cultura”, además de mencionar el “mundo de la escuela y de la universidad”, se refiere también explícitamente a “los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanística”[318]. Aquí nos encontramos en el ámbito por excelencia de la “creación” de la cultura. Los intelectuales, que se dedican a la investigación y a la reflexión en las distintas ramas del saber humano, son los principales “creadores” de la cultura pues influyen de un modo incisivo en el comportamiento y en los modelos culturales de los hombres y de las sociedades. Son ellos, sobre todo, los que presentan a la sociedad “los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradores, los modelos de vida de la humanidad”[319].

214. Como enseña Santo Tomás –refiriéndose específicamente a la Iglesia–, los intelectuales son lo que –análogamente– los arquitectos en la construcción de un edificio: “se encuentran como artífices principales los doctores de Teología, los cuales investigan y enseñan de qué modo los demás deben procurar la salvación”[320].

215. Por lo tanto, a los que tengan mayor capacidad intelectual, en la medida de lo posible, se les ha de facilitar los medios y el tiempo necesarios para dedicarse a la investigación científica de las respectivas disciplinas.

216. Tal como aconseja el Concilio Vaticano II: “a los jóvenes de mayor ingenio… que ofrezcan aptitudes para la enseñanza y para la investigación, hay que prepararlos cuidadosamente e incorporarlos a la enseñanza”[321].

217. Por otra parte, del tener profesores que se dediquen con seriedad y prestigio a la investigación científica depende particularmente el nivel y futuro de nuestros seminarios y también de nuestras universidades.

218. Finalmente, en el ámbito del apostolado intelectual y de la investigación científica, se debe dar prioridad a “las publicaciones, ya que lo escrito permanece y se propaga más”, por lo que “se pondrá un singular énfasis en la difusión del Evangelio mediante artículos en revistas de investigación o de divulgación, monografías, libros y demás niveles de publicación”[322].

d) La cultura del “hacer”

219. Dios ha confiado al hombre, creado a su imagen y semejanza, la tarea de dominar la tierra, ante todo “plasmando la estupenda ‘materia’ de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea”[323]. Este segundo aspecto representa el ámbito propio de la cultura del “hacer”.

El trabajo humano

220. En este sentido, tenemos, en primer lugar, todo lo que se refiere al trabajo humano y a la técnica y, en segundo lugar, al quehacer artístico. Si bien esta actividad perfecciona directamente las cosas exteriores al hombre –convirtiéndolas en útiles o en bellas–, sin embargo el hombre y su dignidad son siempre el principio que debe iluminar y guiar el ámbito del “hacer”. La persona humana es y debe ser siempre el sujeto, el centro y el fin de toda actividad humana y de toda institución social. En consecuencia, el hombre que trabaja es mucho más importante que el producto de su trabajo, pues este producto deriva del hombre –mediante la actualización de las habilidades y capacidades inscriptas en su naturaleza– y está destinado a su beneficio y a la promoción de su dignidad y de su bien considerado integralmente.

221. Podemos también señalar, en relación a la dimensión del trabajo humano, pero en el ámbito más amplio del orden social y político cuya alma es la justicia, la tarea de la Iglesia de anunciar la doctrina social de la Iglesia. Esto es, la tarea de la purificación de la razón y de la formación ética para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y realizables[324]. Pues la Iglesia, con su doctrina social, que argumenta a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo. En este sentido, se puede destacar el esfuerzo del Magisterio, sobre todo en el siglo XX, para leer la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer su propia contribución a la solución de la cuestión social[325].

222. El Evangelio también debe penetrar, purificar y transformar el orden económico, social y político. Por eso, “la nueva evangelización, de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad y sobre la cual he insistido en más de una ocasión –decía San Juan Pablo II–, debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia”[326].

“Hoy requieren una atención especial y un compromiso extraordinario los grandes desafíos en los que amplios sectores de la familia humana corren mayor peligro: las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, y algunas epidemias terribles. Pero también es preciso afrontar, con la misma determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social”[327].

223. Este es el ámbito de los laicos, que tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios, ocupándose de las realidades temporales, ordenándolas según Dios e informándolas con el espíritu evangélico[328]. La vertiente ético-social es una dimensión imprescindible de la vida y del testimonio cristiano: “Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, o con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo”[329].

Quehacer artístico

224. En la cultura del hacer tenemos, en segundo lugar, el ámbito del quehacer artístico. Éste consiste en dar forma estética a las ideas concebidas en la mente. Al igual que en la dimensión del trabajo, en esta tarea de realizar “obras bellas”, es el hombre el que tiene la primacía, no sólo por ser su autor sino también, en particular, porque “al modelar una obra el artista se expresa a sí mismo hasta el punto de que su producción es un reflejo singular de su mismo ser, de lo que él es y de cómo es”[330].

El quehacer artístico ocupa un lugar importante en la cultura humana, en particular por su relación propia y peculiar con la belleza “que es, en un cierto sentido, la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza”[331]. Por esta razón, la vocación artística es un servicio social en beneficio del bien común, que de un “modo propio contribuye a la vida y al renacimiento de un pueblo”[332].

225. Por otra parte, el desarrollo histórico de la belleza ha encontrado profunda inspiración en el misterio del Hijo de Dios hecho visible. “En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre… ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto. […] La Palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del ‘Verbo hecho carne’”[333].

226. Si intentamos especificar la contribución cultural de la creación artística en su relación propia con la belleza, podemos decir que consiste en el esfuerzo concreto de expresar e interpretar “bellamente” el misterio escondido en la realidad. “Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo”[334]. En este sentido, el arte tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe. “En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al misterio”[335]. Por esto, la actividad de los artistas constituye un “noble ministerio”, “cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él. Son, a su modo, verdaderos ‘lugares’ teológicos”[336]. En este sentido, San Pablo VI señalaba que “la Teología y la Filosofía tienen otra relación con la belleza que consiste en que prestando la belleza a la doctrina su vestidura y ornamento, con la dulzura del canto y la visibilidad del arte figurativo y plástico, abre el camino para que sus valiosas enseñanzas puedan enseñarse a muchos. Las altas disquisiciones, los sutiles razonamientos, son inaccesibles para muchos; sin embargo, éstos son capaces de captar, de sentir y de apreciar el influjo de la belleza y, más fácilmente, por su intermedio, la verdad se les muestra esplendente y los nutre”[337].

227. En consecuencia, la Iglesia necesita del arte para transmitir el mensaje evangélico, es decir, para hacer “perceptible” y en lo posible “fascinante” el mundo del espíritu, de lo invisible y de Dios. Pues el arte “posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla y escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio. La Iglesia, en particular, necesita del arte literario y figurativo, de los músicos, de los arquitectos, etc.”[338]. A su vez, los artistas, en su búsqueda del sentido recóndito de las cosas y en su ansia de expresar el mundo de lo inefable, encuentran ampliamente inspiración en los temas religiosos que, de hecho, son los más tratados por los artistas de todas las épocas. Sobre todo en el cristianismo, ya que éste, “en virtud del dogma central de la Encarnación del Verbo de Dios, ofrece al artista un horizonte particularmente rico de motivos de inspiración. ¡Cómo se empobrecería el arte si se abandonara el filón inagotable del Evangelio!”[339]. “La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro”[340].

e) Los medios de comunicación social

228. Finalmente, tenemos, como importantísimo punto de inflexión de la cultura, los medios de comunicación social, que también debemos evangelizar.

229. Son instrumentos, “inventos de la técnica, que miran principalmente al espíritu humano y que han abierto nuevos caminos para comunicar con extraordinaria facilidad noticias, ideas y doctrinas de todo tipo”[341]. En nuestra época, gracias al avance de la técnica, se han perfeccionado de manera admirable.

230. Entre ellos sobresalen “aquellos medios que por su naturaleza no sólo pueden llegar y mover a cada uno de los hombres, sino también a las multitudes y a toda la sociedad humana, como la prensa, el cine, la radio, la televisión y otros semejantes que, por ello, pueden llamarse con razón medios de comunicación social”[342].

231. Dado que comunican con gran facilidad y prontitud noticias e ideas, y alcanzan a multitudes –al mundo entero–, es evidente su influencia en la cultura actual; ejerciendo de hecho un “influjo, a la vez planetario y capilar, sobre la formación de la mentalidad y de las costumbres”[343].

232. Estos instrumentos, si son utilizados de un modo recto, “prestan ayuda valiosa al género humano, puesto que contribuyen eficazmente a descansar y cultivar los espíritus y a propagar y afirmar el Reino de Dios”[344].

233. Estos medios constituyen “actualmente el camino privilegiado para la creación y transmisión de la cultura, y se presentan como una nueva frontera de la misión de la Iglesia”[345].

234. El areópago de Atenas, al cual se dirigió San Pablo, representaba el centro de la cultura del pueblo ateniense; en la actualidad “el primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola –como suele decirse– en ‘una aldea global’”. Estos medios han llegado a tener tanta importancia que “para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos medios”[346].

235. Es urgente, entonces, la evangelización de los medios de comunicación social; de lo contrario la Iglesia y el Evangelio permanecerán totalmente ajenos a lo que constituye “el primer areópago del tiempo moderno”, con graves pérdidas para la tarea de la inculturación, pues, como afirmaba San Juan Pablo II, “la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo”[347] . Por esto la Iglesia exhorta a que “se utilicen, sin la menor dilación y con el máximo empeño, en las más variadas formas de apostolado, tal como lo exigen la realidad y las circunstancias de nuestro tiempo. Esta tarea urge a los fieles laicos y, también, a los miembros del clero: apresúrense, pues, los sagrados pastores a cumplir en este campo su misión, íntimamente ligada a su deber ordinario de predicar”[348].

236. El trabajo pastoral en los medios no sólo debe tener como objetivo el “multiplicar el anuncio” y “difundir el mensaje cristiano”, sino especialmente el “integrar el mensaje mismo en esta ‘nueva cultura’ creada por la comunicación moderna”[349].

237. Es decir, mediante estos instrumentos de comunicación social se han de transmitir los valores humanos y evangélicos en una nueva síntesis. La Iglesia tiene que asumir la pastoral en los medios de un modo mucho más amplio e incisivo para colaborar en la purificación y transformación de este primer areópago del hombre moderno, lugar privilegiado para la creación y transmisión de los modelos culturales.

Sobre todo teniendo en cuenta que aquella afirmación de San Pablo VI acerca de la ruptura entre cultura y Evangelio como drama de nuestro tiempo, “se confirma plenamente” en el campo de la comunicación actual[350]. Por esto “en el uso y recepción de los instrumentos de comunicación urge tanto una labor educativa del sentido crítico animado por la pasión por la verdad, como una labor de defensa de la libertad, del respeto a la dignidad personal, de la elevación de la auténtica cultura de los pueblos, mediante el rechazo firme y valiente de toda forma de monopolización y manipulación”. Sin embargo, “tampoco en esta acción de defensa termina la responsabilidad apostólica de los fieles laicos. En todos los caminos del mundo, también en aquellos principales de la prensa, del cine, de la radio, de la televisión y del teatro, debe ser anunciado el Evangelio que salva”[351].

238. En relación a internet, muchos cristianos ya están explorando sus potencialidades para la evangelización, la educación, la comunicación interna, la administración y el gobierno. Por otra parte, periódicos y revistas, publicaciones varias, televisión y radio católicas siguen siendo indispensables dentro del panorama completo de la comunicación eclesial[352].

En resumen, podemos decir que la Iglesia asume las oportunidades providenciales que le ofrecen los medios de comunicación social para hacer más incisivo el anuncio. Sin embargo, estos medios pueden ser usados para reducir el Evangelio al silencio en los corazones de los hombres[353]. Por esto es preciso educar en el uso responsable y crítico de los medios de comunicación[354]. Los diversos Institutos han de estar disponibles para cooperar también en la formación religiosa de los responsables de la comunicación social, para evitar un uso adulterado de los medios y promover una mejor calidad de las transmisiones, con mensajes respetuosos de la ley moral y ricos en valores humanos y cristianos[355].

239. “En todos los caminos del mundo, también en aquellos principales de la prensa, del cine, de la radio, de la televisión y del teatro, debe ser anunciado el Evangelio que salva”[356].

Conclusión

240. A los desafíos que provienen de las sombras y desequilibrios de la cultura actual, de rechazo de toda posibilidad de fundamento y de verdad, de desorientación ética y de pérdida de sentido, de afirmación de lo efímero y de una conciencia totalmente autónoma, etc.; se ha de responder positivamente con una pastoral de la cultura incisiva y a largo plazo. A partir de una visión auténticamente metafísica se ha de hacer el esfuerzo de realizar el paso del fenómeno al fundamento, fundando y dando testimonio de la certeza de la verdad acerca del hombre y de su libertad, y del sentido global y trascendente de la existencia humana.

241. Al propagarse de la “cultura de la muerte”, del desprecio por la dignidad y vida humanas, se ha de anteponer la cultura del respeto y de la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, desde su concepción hasta su ocaso natural, defendiendo “con la máxima determinación el derecho a la vida como el derecho primero y fontal, condición de todos los otros derechos de la persona”[357], promoviendo la civilización del amor y de la vida.

Al pensamiento que se encierra en los límites de su propia inmanencia y que abandona la búsqueda de lo trascendente y absoluto, con todas las consecuencias trágicas que conlleva para la vida del hombre, se ha de responder que el auténtico respeto de la dignidad personal, que comporta la defensa y promoción de los derechos humanos, “exige el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre”, pues “la relación con Dios es elemento constitutivo del mismo ‘ser’ y ‘existir’ del hombre: es en Dios donde nosotros vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28)”[358]. La gloria de Dios es la vida del hombre[359].

Ante el alejamiento progresivo e incluso la contraposición entre razón y fe, que empobrece ambas, se ha de intentar un nuevo reencuentro y síntesis que enriquece la fe y da “amplitud” a la razón. A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón[360].

Ante el pluralismo religioso y cultural –en particular de Asia–, que también contiene en su propia perspectiva diferentes formas de relativismo, se ha de responder con un diálogo paciente que tiene su punto de partida en los elementos de verdad y de bien presentes en las diversas culturas y tradiciones religiosas. Es decir, se ha de intentar la creación de nuevas síntesis entre fe y culturas, síntesis que en su momento creó Europa.

Se ha de ofrecer con generosidad y en abundancia la riqueza del Evangelio a todo hombre de buena voluntad, para que libremente pueda acoger la verdad que salva y hace al hombre verdaderamente libre.

242. Se ha de llevar adelante una renovada pastoral de la cultura pues la cultura constituye el lugar de encuentro privilegiado con el mensaje de Cristo. Pues, “una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad[361].

Una tarea que no es únicamente de especialistas sino de todos, y que se ha de concentrar, en particular, en los ambientes de las familias, de las asociaciones laicales y de las parroquias y, sobre todo, en los centros de educación –especialmente en los seminarios y universidades– y de investigación científica, y en los medios de comunicación social.

243. En todos esos ambientes se ha proponer y promover, en última instancia, una auténtica pastoral de la santidad[362], que subraye la primacía de la gracia y que tenga su centro en la Eucaristía dominical[363]. La santidad es la forma más perfecta de la síntesis vital entre fe y cultura. La Eucaristía dominical es su fuente y su centro, creadora y expresión fundamental de la cultura cristiana. La pastoral debe proponer infatigablemente a Jesucristo, plenitud de toda vida y cultura auténticamente humanas. “Porque el Evangelio conduce la cultura a su perfección, y la cultura auténtica está abierta al Evangelio. […] El Evangelio lejos de poner en peligro o de empobrecer las culturas, les da un suplemento de alegría y de belleza, de libertad y de sentido, de verdad y de bondad[364].

 

[1] Cf. Constituciones, 5.

[2] Cf. Fides et Ratio, 72.

[3] Cf. Ibidem, 70; Evangelium Vitae, 95.

[4] Novo Millennio Ineunte, 40.

[5] Tylor, en este segundo sentido, escribía en 1871: “la palabra cultura o civilización tomada en un sentido etnográfico más amplio, designa ese todo complejo que comprende a la vez las ciencias, las creencias, las artes, las leyes, las costumbres, y las demás facultades y hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad” (cit. por Rafael Gómez Pérez, El desafío cultural, Madrid 1983, 4).

[6] Julio Meinvielle, De Lamennais a Maritain, Buenos Aires 1945, 65.

[7] Cf. Gratisimam Sane, 13.

[8] San Juan Pablo II, Discurso a los hombres de la cultura con ocasión del jubileo de la Redención (15/12/1983), 3; OR (25/12/1983), 6.

[9] Cf. Gaudium et Spes, 53.

[10] Cf. Octavio N. Derisi, Esencia y ámbito de la cultura, Buenos Aires 1975, 9.

[11]Genus humanum arte et ratione vivit”; Santo Tomás de Aquino, In libros posteriorum Analyticorum, proemium, 1 (1).

[12] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 11.

[13] Ibidem, 7.

[14] Cf. Gaudium et Spes, 53-61.

[15] Las citaciones entre comillas son todas de Gaudium et Spes, 53.

[16] Gaudium et Spes, 53.

[17] Cf. Ecclesia in Asia, 21.

[18] Fides et Ratio, 83.

[19] Cf. Ibidem, 97.

[20] Ibidem, 27.

[21] “La crítica al pensamiento moderno –para quien la quiera emprender– no concierne ante todo al problema de Dios sino al problema del ser y del ente, es decir, al problema del comienzo y del fundamento (Grund). Sólo aquél que comienza con el ens intensivo (plexo real de esencia como potencia y de esse como acto) y se apoya en el acto de ser (esse) puede alcanzar al ser Absoluto que es Dios. Quien, en cambio, parte del fundamento de la conciencia (cogito, volo…) terminará por dejarse absorber por la finitud intrínseca de su horizonte, o bien, perderse en la nada de ser” (Cornelio Fabro, Appunti di un itinerario, en AA. VV., Essere e libertà. Studi in onore di Cornelio Fabro, Maggioli Editore, Rímini 1984, 60).

[22] Cf. Santo Tomás de Aquino, De Veritate, I, 1.

[23] Cf. Fides et Ratio, 90.

[24] Cf. Ibidem, 97.

[25] Cf. Veritatis Splendor, 53; Fides et Ratio, 70.

[26] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 4.

[27] Martino Grabmann, La filosofia della cultura secondo Tomaso d’Aquino, Studio Domenicano, Bolonia 1931, 68.

[28] Cf. San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 8.

[29] Deus Caritas Est, 5.

[30] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 4.

[31] Ibidem, 7.

[32] Cf. Ibidem.

[33] Para una Pastoral de la Cultura (1999).

[34] Cf. Gaudium et Spes, 22.

[35] Veritatis Splendor, 51.

[36] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 12. Para una idea más exhaustiva acerca de los criterios de discernimiento de una auténtica cultura, cf. Carlos Walker, The Catholic Church and the positive elements of other religions in the Magisterium of Paul VI, Roma 2007, cap. IV.

[37] Cf. Veritatis Splendor, 51, cuya citación completa reza: “La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón”. También, en el núm. 53: “La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y, por tanto, de la existencia de normas objetivas de moralidad…”.

[38] Cf. Fides et Ratio, 98; Veritatis Splendor, 32.

[39] Cf. Novo Millennio Ineunte, 51.

[40] Veritatis Splendor, 53.

[41] Cf. Carta a los Artistas, 1.

[42] Ibidem, 2.

[43] Ibidem, 3.

[44] Cf. Fides et Ratio, 81.

[45] Cf. Ibidem, 82.

[46] Cf. Ibidem, 83.

[47] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 12.

[48] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, 5, 4, ad 3.

[49] Santo Tomás de Aquino, De Virtutibus in communi, quaestio unica, 9 ad 16.

[50] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, 2, prologus.

[51] San Juan Pablo II, Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (5/10/1995), 9-10.

[52] Cf. Evangelium Vitae, 96.

[53] Veritatis Splendor, 32.

[54] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, 2, 8.

[55] Ibidem.

[56] Cf. Veritatis Splendor, 7.

[57] Cf. Mc 10,18; Lc 18,19.

[58] Veritatis Splendor, 9.

[59] Ibidem, 9.

[60] Cf. Summa contra gentiles, III, 129-130.

[61] Cf. Ibidem.

[62] Julio Meinvielle, El comunismo en la Revolución anticristiana, Buenos Aires 19824, 51.

[63] Cf. Ibidem, 51-52.

Santo Tomás enseña que “todas las otras operaciones parecen estar ordenadas a ésta (la contemplación) como a su fin. Pues para una perfecta contemplación se requiere la integridad corporal, a la cual se ordenan todos los bienes artificiales que son necesarios para la vida. Se requiere también el sosiego de las perturbaciones pasionales, que se alcanzan mediante las virtudes morales y la prudencia, y la quietud de las perturbaciones exteriores, a lo cual se ordena todo el régimen de la vida civil. De modo que, bien consideradas las cosas, todos los oficios humanos parecen ordenarse a favor de quienes contemplan la verdad” (Summa contra gentiles, III, 37).

[64] Cf. Redemptor Hominis, 16.

[65] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura, 22. El padre Fabro afirma: “así, sobre el plano existencial, el fin último y decisivo de la vida depende de la elección última concreta que la voluntad hace del fin en concreto en su conformidad o no conformidad en relación a alcanzar a Dios” (“Orizzontalità e verticalità nella dialettica della libertà”, en Cornelio Fabro, Riflessioni sulla libertà, EDIVI, Segni 2004, 48).

[66] Cf. Fides et Ratio, 46-47.

[67] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I, 65, 2.

[68] Santo Tomás de Aquino, S. Th., I-II, 106, 1.

[69] Santo Tomás de Aquino, S.Th., I-II, 113, 9 ad 2.

[70] Evangelii Nuntiandi, 18.

[71] Ibidem.

[72] Ibidem, 21.

[73] Cf. Evangelii Nuntiandi, 22.

[74] Cf. Ibidem, 23.

[75] Ibidem, 47.

[76] Cf. Deus Caritas Est, 22.

[77] Evangelii Nuntiandi, 20.

[78] Cf. Gaudium et Spes, 57.

[79] Cf. Ibidem, 58.

[80] Redemptoris Missio, 52.

[81] Evangelii Nuntiandi, 19-20. En el mismo sentido, el Documento de Puebla –que se vale especialmente como fuente de la Evangelii nuntiandi– sostiene que la transformación evangélica de la cultura significa “la penetración por el Evangelio de los valores y criterios que la inspiran, la conversión de los hombres que viven según esos valores y el cambio que, para ser más plenamente humanas, requieren las estructuras en que aquellos viven y se expresan” (Documento de Puebla, 395).

[82] San Juan Pablo II, Carta autógrafa por la que se instituye el Consejo Pontificio de la Cultura (20/5/1982); AAS 74 (1982), 685.

[83] Gaudium et Spes, 59.

[84] Evangelii Nuntiandi, 20.

[85] Gaudium et Spes, 58.

[86] Gaudium et Spes, 58.

[87] Directorio de Espiritualidad, 27.

[88] San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica (26/4/1979); OR (12/8/1979), 11.

[89] Pastores Dabo Vobis, 55.

[90] Cf. Fides et Ratio, 80.

[91] Pastores Dabo Vobis, 55.

[92] Directorio de Espiritualidad, 65.

[93] “La Iglesia está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas” (Catechesi Tradendae, 53).

[94] Evangelii Nuntiandi, 20.

[95] Evangelii Nuntiandi, 18.

[96] En este sentido, el Papa San Pablo VI, en Tai Pei (1969), alentaba a la Iglesia a “encarnarse en cualquier clima, cultura y raza… donde quiera que se encuentre (la Iglesia) debe hundir sus raíces en el suelo espiritual y cultural del lugar”.

[97] San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica (26/4/1979); OR (12/8/1979), 11.

[98] Evangelii Nuntiandi, 20.

[99] Redemptoris Missio, 52.

[100] Redemptoris Missio, 53.

[101] San Juan Pablo II, Alocución a los intelectuales y universitarios en el Palacio de Congreso, Yaundé (13/8/1985); OR (1/9/1985), 12. “La catequesis procurará conocer estas culturas y sus componentes esenciales; aprenderá sus expresiones más significativas, respetará sus valores y riquezas propias. Sólo así se podrá proponer a tales culturas el conocimiento del misterio oculto y ayudarles a hacer surgir de su propia tradición vivas expresiones originales de vida, de celebración y de pensamientos cristianos” (Catechesi Tradendae, 53).

[102] Cf. Directorio de Espiritualidad, 49.

[103] Redemptoris Missio, 52.

[104] Cf. Ad Gentes, 11.

[105] Cf. Redemptoris Missio, 52.

[106] “… asumiendo lo que hay de bueno en ellas” (Redemptoris Missio, 52).

[107] Ibidem, 54.

[108] Cf. Redemptoris Missio, 54; Lumen Gentium, 17.

[109] Directorio de Espiritualidad, 46.

[110] Directorio de Espiritualidad, 49.

[111] Ibidem, 48.

[112] Todo esto en Catechesi Tradendae, 53.

[113] Gaudium et Spes, 58.

[114] Pastores Dabo Vobis, 55.

[115] Cf. Redemptoris Missio, 52.

[116] Cf. Ibidem, 54; Lumen Gentium, 17.

[117] Cf. San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica (26/4/1979); OR (12/8/1979), 11.

[118] Gaudium et Spes, 22.

[119] Cf. Catechesi Tradendae, 53.

[120] Carta a los Artistas, 14.

[121] Ibidem, 9.

[122] Cf. Christifideles Laici, 44.

[123] Gaudium et Spes, 58.

[124] Pastores Dabo Vobis, 55.

[125] Gaudium et Spes, 58.

[126] Nos servimos del artículo de Paul Poupard, “Teología de la evangelización de las culturas”, en Stromata 3/4, año XLI (julio/diciembre 1985), 277-299.

[127] Cf. Vita Consecrata, 98: “Los Institutos de vida consagrada han tenido siempre un gran influjo en la formación y en la transmisión de la cultura. Así ocurrió en la Edad Media, cuando los monasterios eran el lugar en que se conservaba la riqueza cultural del pasado y en los que se construía una nueva cultura humanista y cristiana. Esto se ha verificado también siempre que la luz del Evangelio ha llegado a nuevos pueblos. Son muchas las personas consagradas que han promovido la cultura, investigando y defendiendo frecuentemente las culturas autóctonas”.

[128] Cf. Paul Poupard, “Teología de la evangelización de las culturas”, 279.

[129] Cf. San Juan Pablo II, Mensaje en el IV centenario de la llegada a Pekín del padre Matteo Ricci, S. J. (24/10/2001). Cf. también San Juan Pablo II, Discorso ai partecipanti al convegno di studi nel IV centenario dell’arrivo di Matteo Ricci (25/10/1982).

[130] Carta a Diogneto, 5.

[131] Cf. “Instructio Sacrae Congregationis de Propaganda Fide 1659 ad vicarios app. societatis mission. ad exteros”, en Collectanea Sacrae Congregationis de Propaganda Fide seu decreta, instructiones, rescripta pro apostolicis missionibus, I, núm. 135, Roma 1907, 42. Esta instrucción aparece citada en nota a pie en el Decreto Conciliar Ad Gentes, 9 (nota 52). Paul Poupard, “Teología de la evangelización de las culturas” (281), la refiere como de Alejandro VI.

[132] Cf. Paul Poupard, “Teología de la evangelización de las culturas”, 281.

[133] Cf. Ibidem, 282.

[134] Cf. Vita Consecrata, 79: “Para una auténtica inculturación es necesaria una actitud parecida a la del Señor, cuando se encarnó y vino con amor y humildad entre nosotros. En este sentido, la vida consagrada prepara a las personas para hacer frente a la compleja y ardua tarea de la inculturación, porque las habitúa al desprendimiento de las cosas, incluidos muchos aspectos de la propia cultura. Aplicándose con estas actitudes al estudio y a la comprensión de las culturas, los consagrados pueden discernir mejor en ellas los valores auténticos y el modo en que pueden ser acogidos y perfeccionados, con ayuda del propio carisma”.

[135] Catechesi Tradendae, 53.

[136] Para una Pastoral de la Cultura, 5.

[137] Catechesi Tradendae, 53.

[138] Slavorum Apostoli, 21.

[139] Catechesi Tradendae, 53.

[140] Por lo tanto, lo verdadero, bueno y bello, todo valor auténtico, lo es siempre y para todos, y –por decirlo de alguna manera– siempre y para todos provechoso y aplicable. Por supuesto que existe alguna graduación en la participación de los valores, y así todas las culturas están en potencia de ser perfeccionadas; pero en su grado y medida –y cuanto más ricas, con mayor razón– todas las culturas tienen algo que decir. En este sentido todas las riquezas culturales de cada pueblo superan su contingencia histórica –de lugar y tiempo– y alcanzan una validez permanente; por ejemplo, la Catedral de Notre Dame no era insuperable, pero siempre para todos será objetivamente bella; o el pensamiento verdadero de Santo Tomás, por encima de lo accidental –tal lengua latina, tal método determinado, tal época medieval, etc.– será siempre y para todos verdadero, hasta tal punto que la Iglesia del siglo XX afirma “que la doctrina de Santo Tomás es su propia doctrina” (Fausto Appetente Die, 4), y que hay que formar “bajo su magisterio” (Optatam Totius, 16).

[141] “De lo cual no están ajenas algunas concepciones del Oriente, que niegan a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto que ella se manifiesta de modo equivalente en doctrinas diversas, incluso contradictorias entre sí” (cf. Fides et Ratio, 5).

[142] Cf. Redemptoris Missio, 6.

[143] Cf. Fides et Ratio, 72.

[144] Evangelii Nuntiandi, 32.

[145] Redemptoris Missio, 4.

[146] Cf. Ibidem, 36.

[147] Cf. San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Universidad Urbaniana (11/4/1991), 5.

[148] “Todas” las expresiones de esa cultura serían por principio válidas.

[149] Cf. Redemptoris Missio, 5; cf. San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Universidad Urbaniana, 5.

[150] “De manera especial la Iglesia misionera, en su compromiso de evangelización, recurre siempre a las lenguas, a los conceptos y a las culturas de los diversos pueblos y, ya desde los primeros siglos, encontró en la sabiduría de los filósofos las semina Verbi que constituyen una auténtica preparación para el anuncio explícito del Evangelio” (San Juan Pablo II, Catequesis [21/6/1995], 5). “Precisamente en virtud de la presencia y de la acción del Espíritu, los elementos positivos que existen en las diversas religiones disponen misteriosamente los corazones a acoger la revelación plena de Dios en Cristo” (San Juan Pablo II, Catequesis [9/9/1998], 3).

[151] Evangelii Nuntiandi, 63.

[152] Cf. Fides et Ratio, 72.

[153] San Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura (2/6/1980), 6; OR (15/6/1980), 9.

[154] Cf. Ibidem; y también Carta a los Artistas, 8: “Una entera cultura, aunque siempre con las limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía la Summa de Santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer ‘el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra’, como él mismo llamaba la Divina Comedia”.

[155] Redemptoris Missio, 52.

[156] Como ya decíamos anteriormente, evitando el peligro de alterar la fe y de desechar las experiencias seculares de la Iglesia: “por esto los grupos evangelizados ofrecerán los elementos para una ‘traducción’ del mensaje evangélico teniendo presente las aportaciones positivas recibidas a través de los siglos gracias al contacto del cristianismo con las diversas culturas, sin olvidar los peligros de alteraciones que a veces se han verificado” (Redemptoris Missio, 53).

[157] Cf. Ecclesia in Asia, 21.

[158] Gaudium et Spes, 54.

[159] Dives in Misericordia, 10.

[160] Redemptoris Missio, 32. Señala también la Encíclica que “se da, por último, una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las iglesias jóvenes donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe e incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una nueva evangelización o ‘re-evangelización’” (33).

[161] Gaudium et Spes, 54.

[162] Cf. Fides et Ratio, 91.

[163] Dives in Misericordia, 10.

[164] Cf. Ibidem, 10.

[165] Cf. Gaudium et Spes, 54.

[166] Dives in Misericordia, 10.

[167] Gaudium et Spes, 61.

[168] Dives in Misericordia, 10.

[169] Gaudium et Spes, 54.

[170] Dives in Misericordia, 10.

[171] Cf. Apostolicam Actuositatem, 14.

[172] Deus Caritas Est, 30.

[173] Cf. Gaudium et Spes, 10.

[174] Dives in Misericordia, 10.

[175] Reconciliatio et Paenitentia, 13.

[176] Dives in Misericordia, 10.

[177] Gaudium et Spes, 10.

[178] Dives in Misericordia, 10.

[179] Cf. Gaudium et Spes, 56.

[180] “Es hoy más difícil que antes reducir a una síntesis las varias disciplinas del conocimiento y las diversas técnicas. En efecto, a medida que crece el número y la diversidad de los elementos que constituyen la cultura, disminuye la capacidad para cada uno de los hombres de hacerse cargo de todos y combinarlos armónicamente: la imagen del ‘hombre universal’ tiende a desaparecer” (Gaudium et Spes, 61).

[181] Cf. Ibidem, 56.

[182] Ibidem, 57.

[183] Cf. Ibidem, 56.

[184] Reconciliatio et Paenitentia, 18. Cf. Carta a los Artistas, 10: “Es cierto, sin embargo, que en la edad moderna… se ha ido también afirmando una forma de humanismo caracterizado por la ausencia de Dios y con frecuencia por la oposición a Él”.

[185] Reconciliatio et Paenitentia, 18.

[186] Dives in Misericordia, 12.

[187] Cf. Evangelium Vitae, 3-4.

[188] Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IV Asamblea eclesial nacional italiana, Feria de Verona (19/10/2006).

[189] Christifideles Laici, 4.

[190] Ibidem.

[191] Cf. Fides et Ratio, 80.

[192] Christifideles Laici, 5.

[193] Cf. Reconciliatio et Paenitentia, 13.

[194] Cf. Fides et Ratio, 5.

[195] Cf. Ibidem, 46.

[196] Cf. Ibidem, 90.

[197] Cf. Ibidem, 91.

[198] Cf. Cornelio Fabro, “La odisea del nihilismo contemporáneo”, en Diálogo 4 (1992), 39ss.

[199] Ibidem, 41.

[200] Cf. Ibidem, 49.

[201] Cf. Ibidem, 50.

[202] Constituciones, 5.

[203] Ibidem, 26.

[204] Gaudium et Spes, 43.

[205] Evangelii Nuntiandi, 20.

[206] Christifideles Laici, 44.

[207] Redemptoris Missio, 52.

[208] Evangelii Nuntiandi, 20.

[209] Christifideles Laici, 59.

[210] Cf. Vita Consecrata, 73.

[211] Directorio de Espiritualidad, 27.

[212] Constituciones, 5.

[213] Cf. Ibidem, 26.

[214] Cf. 171.

[215] Cf. Constituciones, 172.

[216] Cf. Ibidem, 173.

[217] Cf. Ibidem, 174.

[218] Cf. Ibidem, 175.

[219] 31.

[220] Cf. Vita Consecrata, 80.

[221] Cf. Vita Consecrata, 82.

[222] Cf. Ibidem, 83.

[223] Constituciones, 174.

[224] Ibidem, 194.

[225] Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IV Asamblea eclesial nacional italiana, Feria de Verona (19/10/2006).

[226] Cf. Vita Consecrata, 84.

[227] Cf. Ibidem, 87.

[228] 8.

[229] Directorio de Espiritualidad, 93.

[230] Cf. Ibidem, 90.

[231] Ibidem, 51.

[232] Cf. Vita Consecrata, 98.

[233] Ibidem, 79.

[234] Constituciones, 194.

[235] Redemptoris Missio, 54.

[236] Lumen Gentium, 31.

[237] Cf. Ibidem.

[238] Christifideles Laici, 59.

[239] Constituciones, 28.

[240] Ibidem, 169. Dichos apostolados son enunciados en núms. 170-174.

[241] Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 184, 4.

[242] Santo Tomás de Aquino, Quodl., I, 7, 2.

[243] Constituciones, 179.

[244] Ibidem, 180.

[245] Ibidem, 29. Como también enseñan las Constituciones, 168: “de modo particular urge ejercer el apostolado en los llamados ‘areópagos modernos’”.

[246] Cf. Christifideles Laici, 44.

[247] Cf. Gaudium et Spes, 48.

[248] Christifideles Laici, 40.

[249] Gravissimum Educationis, 3.

[250] CEC, 2207.

[251] Cf. Evangelii Nuntiandi, 71.

[252] Familiaris Consortio, 15.

[253] Ibidem, 52.

[254] Ibidem, 15.

[255] Cf. Catechesi Tradendae, 68.

[256] Familiaris Consortio, 10.

[257] Cf. Gratisimam Sane, 13; Evangelium Vitae, 92.

[258] Cf. Gratisimam Sane, 13.

[259] Familiaris Consortio, 17.

[260] Cf. Evangelium Vitae, 92.

[261] Cf. Familia y Procreación Humana (6/6/2006).

[262] Cf. Novo Millennio Ineunte, 47.

[263] Cf. Evangelium Vitae, 95.

[264] Cf. Ibidem, 96.

[265] Se les ha de ayudar a comprender que la “celebración” del Matrimonio no es simplemente un rito externo sin significación alguna, por el contrario lo “hermoso” del Matrimonio precisamente consiste en este “compromiso para siempre” de mutua donación en el amor que los novios expresan ante Dios y la comunidad.

[266] Cf. Evangelium Vitae, 97.

[267] Cf. Ibidem, 98.

[268] Cf. Ibidem, 99.

[269] Gravissimum Educationis, 3.

[270] Cf. Ibidem, 1.

[271] Cf. Ibidem.

[272] Cf. Ibidem, 2.

[273] Ibidem, 1.

[274] Ibidem, 2.

[275] Cf. Vita Consecrata, 97.

[276] Cf. Gravissimum Educationis, 5.

[277] Cf. Ibidem, 8.

[278] Ibidem, 8.

[279] Ibidem, 5.

[280] Ibidem, 8.

[281] Cf. Ibidem, 9.

[282] Gaudium et Spes, 59.

[283] Gravissimum Educationis, 9.

[284] 29.

[285] Ad Catholici Sacerdotii, 49.

[286] Optatam Totius, 5.

[287] Cf. Ad Catholici Sacerdotii, 49.

[288] Optatam Totius, 5.

[289] Ad Catholici Sacerdotii, 50.

[290] Directorio de Espiritualidad, 290.

[291] Cf. Vita Consecrata, 64.

[292] Cf. Gravissimum Educationis, 10.

[293] Ibidem, 10.

[294] Ibidem.

[295] Ibidem.

[296] Cf. Fides et Ratio, 48.

[297] Cf. Ibidem, 85.

[298] Cf. Ibidem, 86.

[299] Cf. Ibidem, 87.

[300] Cf. Ibidem, 88.

[301] Cf. Ibidem, 89.

[302] Cf. Ibidem, 90.

[303] Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Universidad Lateranense (12/10/2006).

[304] Cf. Vita Consecrata, 97.

[305] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los profesores y alumnos de las Universidades y Ateneos eclesiásticos de Roma (23/10/2006).

[306] Gravissimum Educationis, 11.

[307] Hemos ya señalado, siguiendo el Concilio Vaticano II y la Encíclica Fides et ratio de San Juan Pablo II, que la tarea y el objetivo principal de las Universidades que dependen de la Iglesia es el esfuerzo por lograr un nuevo diálogo y una nueva síntesis entre razón y fe, pues su separación tiene como resultado el empobrecimiento de ambas, con graves consecuencias para la vida de los hombres.

[308] Cf. Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona (12/9/2006).

[309] Ibidem.

[310] Ibidem.

[311] Ibidem.

[312] Ibidem.

[313] Ibidem.

[314] Ibidem.

[315] Decía a propósito San Juan Pablo II en Fides et ratio, 72: “Hoy, a medida que el Evangelio entra en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, se abren nuevos cometidos a la inculturación. Se presentan a nuestra generación problemas análogos a los que la Iglesia tuvo que afrontar en los primeros siglos”.

[316] Benedicto XVI, Encuentro con el mundo de la cultura en la Universidad de Ratisbona (12/9/2006).

[317] Constituciones, 29.

[318] Christifideles Laici, 44.

[319] Evangelii Nuntiandi, 19.

[320] Santo Tomás de Aquino, Quodl., I, 7, 2.

[321] Gravissimum Educationis, 10.

[322] Cf. Constituciones, 180.

[323] Carta a los Artistas, 1.

[324] Deus Caritas Est, 26-29.

[325] Por ejemplo, en estos últimos años, las tres encíclicas sociales de San Juan Pablo II: Laborem exercens, Sollicitudu rei socialis, Centesimus annus; y el Compendio de la doctrina social de la Iglesia.

[326] Centesimus Annus, 5.

[327] Benedicto XVI, Discurso a los obispos, sacerdotes y fieles laicos participantes en la IV Asamblea eclesial nacional italiana, Feria de Verona (19/10/2006).

[328] Cf. Lumen Gentium, 31.

[329] Novo Millennio Ineunte, 52.

[330] Cf. Carta a los Artistas, 2.

[331] Ibidem, 3.

[332] Ibidem, 4.

[333] Ibidem, 5.

[334] Ibidem, 6.

[335] Ibidem, 10.

[336] Cf. Ibidem, 11.

[337] Altissimi Cantus, 6.

[338] Cf. Carta a los Artistas, 12.

[339] Ibidem, 13.

[340] Cf. Ibidem, 16.

[341] Cf. Inter Mirifica, 1.

[342] Ibidem, 1.

[343] Christifideles Laici, 44.

[344] Inter Mirifica, 2.

[345] Cf. Christifideles Laici, 44.

[346] Redemptoris Missio, 37.

[347] Ibidem, 37.

[348] Cf. Inter Mirifica, 13.

[349] Redemptoris Missio, 37.

[350] Cf. Ibidem, 37.

[351] Christifideles Laici, 44.

[352] Cf. San Juan Pablo II, A los responsables de las comunicaciones sociales (24/1/2005), 9.

[353] Cf. San Juan Pablo II, A los responsables de las comunicaciones sociales, 6-7.

[354] Cf. San Juan Pablo II, Ibidem, 2,3,11; cf. Vita Consecrata, 99.

[355] Cf. Vita Consecrata, 99.

[356] Cf. San Juan Pablo II, A los responsables de las comunicaciones sociales, 7.

[357] Christifideles Laici, 38.

[358] Ibidem, 39.

[359] “Si Dios faltara completamente al hombre, el hombre dejaría de existir. La gloria de Dios es que el hombre viva, pero la vida del hombre es ver a Dios” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV, 20, 7).

[360] Cf. Fides et Ratio, 48.

[361] San Juan Pablo II, Carta autógrafa por la que se instituye el Consejo Pontificio de la Cultura (20/5/1982); AAS 74 (1982), 685.

[362] Cf. Novo Millennio Ineunte, 30.

[363] Cf. Ibidem, 36.

[364] San Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Consejo de la Cultura (14/3/1997).

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