Sermón de la Soledad de la Virgen

Contenido

[Exordio] Enseña el derecho propio que “Todo está en la Pasión. Es allí donde se aprende la ciencia de los santos”1.

La Pasión, es por antonomasia, la obra de Jesucristo, la obra del Verbo Encarnado. No quisiste oblaciones ni sacrificios, pero me has dado un cuerpo, holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ‘He aquí que vengo para hacer oh Dios tu voluntad’ (Hb 10,5-7). Enseña el padre La Palma que “La Pasión de nuestro Señor por cualquier parte que la miremos, ya sea por parte de la persona que padece, ya de las cosas que padece o del fin porque las padece, es la cosa más alta y más divina desde que Dios creó el mundo, ni sucederá hasta el fin de él”2. Por eso San Pablo de la Cruz, citado en nuestro derecho propio, nos dice: “Todo está en la Pasión3.

Sin embargo, el misterio de Jesucristo no ha sido del todo considerado ni comprendido si indisolublemente unido a él no se considera el misterio de la Madre, su Madre, a quien también podemos llamar con propiedad “nuestra” Madre, por esa admirable transformación obrada el día del dolor. Precisamente esa intimísima unión con Cristo –que culmina al pie de la Cruz– y la maternidad que en ese momento Ella asume hacia nosotros, son el primer motivo por el que nuestro derecho propio nos dice que la Virgen María debe ser uno de nuestros grandes amores: “Por su unión con Cristo y con la Iglesia. Por habernos engendrado a nosotros, los miembros, junto a la Cabeza. Por habernos sido dada como Madre cuando estaba de pie al pie de la Cruz: He ahí a tu hijo (Jn 19,26)”4.

Quisiera en este sermón de la soledad de la Santísima Virgen, en el que nuestra mirada e imaginación se dirigen a la tarde del Viernes Santo y a los acontecimientos del Gólgota, poner a nuestra consideración y contemplación tres momentos del Viernes de la Pasión. Y me parece importante considerar aquí ver todo este drama desde otro ángulo, desde ese otro gran punto focal del Gólgota: Junto a la Cruz de Jesús está su Madre (Jn 19,25). Ver cómo este profundo dolor de la Virgen fue ofrecido en unión al sacrificio de su Hijo adorabilísimo por amor a nosotros, para cooperar Ella en la gran obra de la Redención, todo lo cual nos debe llenar de confianza y acrecentar en nosotros el fervor en la devoción hacia Aquella de quien somos esclavos de amor y a quien podemos recurrir confiados en su intercesión hacia nosotros
5
.

La Santísima Virgen es el segundo personaje en importancia de este drama, y vamos a considerar entonces ahora estos tres momentos que son como tres cuadros, pero vistos esta vez no del lado místico del Redentor sino desde el punto de vista de la Corredentora.

1. María al pie de la Cruz

Al pie de la Cruz de pie, como imagen de la fe,
con el alma traspasada por la septiforme espada,
estaba la Virgen María.

Junto a la Cruz de su Hijo estaban su Madre, la de Cleofás y María, la Magdalena (Jn 19,25). Es un espectáculo, a la vez que dramático, maravilloso. Dejemos de lado, puesto que ya han quedado atrás todo lo central del drama, los clavos, la agonía, las siete últimas palabras (entre las cuales estaba la tercera en la que su Madre pasaba a ser nuestra Madre), la burla de los judíos, el llanto de la Magdalena. Ya Longinos con terrible fiereza acaba de dar el golpe final: la lanza, y ha traspasado el costado abierto del Salvador de donde brotó sangre y agua (Jn 19,34). Cristo ha muerto, el drama se ha consumado; la sangre comienza a coagularse, ya no se siente respiración y el cuerpo se vuelve frío… helado. Es admirable el espectáculo que se ofrece ahora a nuestros ojos. Ese Jesús que predicó la vida, que trajo una nueva vida a esta tierra, está muerto, si bien a su lado alguien todavía vive y es su Madre bañada en lágrimas. Llora, contempla y redime.

Muchas cosas admirables sucedían en Jerusalén. Todavía las tinieblas cubrirían la tierra, el temblor que se había sentido todavía impactaría los rostros de los habitantes de Jerusalén, a lo lejos se escucharía el vociferar de los judíos al enterarse que el velo del templo se había rasgado de arriba a abajo con todo lo que eso significaba, la gente se volvía golpeándose el pecho (Lc 23,48). Sin embargo alguien quedaba. Todo lo demás poco importaba. María todavía se encontraba al pie de la Cruz.

¡Qué edificante es esta imagen! La Corredentora cumplía hasta el extremo su misión y en la ausencia de su Hijo, con el corazón destrozado por todo lo sucedido, se mantenía de pie, como pareciendo que ahora fuese Ella quien llevase sobre sus hombros todo el drama de la Redención. Comienza aquí la soledad de María.

La unión de Cristo y su Madre fue intimísima, Cristo estaba muerto, su sangre coagulada, poco de divino o de real se podía percibir en Él. La muerte de la Virgen en el día de la Pasión fue espiritual, pero fue una muerte tan real como la muerte de su Hijo. Ella nos ganaba con sus lágrimas lo que Jesús nos ganaba con su sangre. Su corazón estaba atravesado no por la espada de dos filos sino por la septiforme espada.

Como miembros de esta Familia Religiosa en la que queremos imitar lo más perfectamente a Jesucristo “hasta que podamos, de verdad, decir a los demás, Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 11,1), ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2,20)”6, también nosotros debemos morir con Cristo, como su Madre Santísima, al punto de completar en la carne –como enseña el Apóstol Pablo– lo que falta a la Pasión de Cristo (Col 1,24). “El sacrificio de mismo a ejemplo de Cristo y unido a él, es eficacísimo en orden a la cooperación de la redención del género humano”7.Si en la actual economía salvífica fue necesaria la Pasión de Cristo, también será necesario nuestro padecer. Si hubiese otro camino para ir al cielo, Jesucristo lo hubiese seguido y, es s, lo hubiese enseñado8.

Es cierto que, como enseña nuestro Directorio de Espiritualidad, nosotros “no añadimos nada sustancial al sacrificio de Cristo, pero en el orden de la operación lo completamos de algún modo. En su sacrificio Cristo cabeza ofreció al Padre sus propios dolores y los de todos los miembros de su Cuerpo Místico, tomó sobre sí no sólo los pecados de todos los hombres, sino todos sus dolores, eran sufrimientos que sus miembros habrían de sufrir por su amor, los habrían de perseguir porque a Él lo servían910.

Por gracia de Dios podemos ser también nosotros “corredentores”, siempre que unamos nuestros padecimientos a los de Cristo: “Toda la eficacia corredentora de nuestros padecimientos depende de su unión con la Cruz y en la medida y grado de esa unión”11.

Veamos el modo sublime en que la Virgen se inmola junto al Hijo, para seguir su ejemplo y cooperar con nuestro humilde servicio en esta magnífica obra de la Redención.

2. La piedad

Las entrañas de María, con nuevo dolor traspasan,
los martillos que a Jesús, de alta Cruz desenclavan.
Los clavos da a la Virgen, Nicodemo porque vayan
desde el cuerpo de su Hijo a crucificarle el alma.

Comienza la ceremonia del descendimiento, Cristo es bajado de la Cruz, se comienza a desenclavar el cuerpo totalmente desfigurado, “madeja santa” lo llama Lope de Vega en una de sus poesías. El cuerpo del Salvador pendía inerte en la Cruz… a merced de cualquiera. Pero sobre todo pertenecía a su Madre. Solo Ella le había dado aquello por medio de lo cual Jesús había realizado su Redención, sólo Ella hizo posible que Jesús existiera; sólo Ella hizo de Él el nuevo Adán.

Llegó José de Arimatea, llegó inmediatamente después Nicodemo. Estos dos hombres intervinieron en este reclamo de María: Nicodemo, el discípulo secreto de Jesús, y José de Arimatea, quien le cedió su nueva sepultura. Este último había pedido a Pilato el cuerpo de nuestro Señor y Pilato se lo concedió. Eran notables la riqueza, el rango y la posición de estos dos hombres, uno de ellos oyó al crucificado hablar de que sería algún día levantado en alto (Jn 3,14); el otro venía de la tierra del llanto del lugar de la tumba de Raquel. Siglos antes Isaías había profetizado que nuestro Señor sería rico en la muerte (Is 53,9); ahora es entregado al rico José de Arimatea. Estos dos hombres después de que bajaron de la Cruz a nuestro Señor, luego de desclavarle y quitarle la corona de espinas, lo depositaron en los brazos de su Santísima Madre. La Muerte. La Piedad. Cristo muerto, o más fuerte aún, Dios muerto en su naturaleza humana por manos de hombres despiadados.

Cuando Adán fue expulsado del Paraíso, después de habérsele impuesto el castigo del trabajo, vagaba en busca del alimento que debía ganarse con el sudor de su frente. Una vez durante su búsqueda topó con el cuerpo sin vida de su hijo Abel. Entonces lo alzó, lo puso sobre sus espaldas y lo depositó sobre las rodillas de Eva. Por más que Adán y Eva hablasen a su hijo Abel, este no respondía. Jamás había estado así silencioso en toda su vida. Alzaron su mano pero ésta cayó inerte sobre el cuerpo de la madre. Jamás había actuado así. Lo miraron a los ojos y eran fríos, vítreos, misteriosamente elusivos. Sus padres jamás lo habían visto así, tan pasivamente e insensible. Entonces se preguntaron que había sucedido, pero no sabían encontrar una respuesta, hasta que recordaron las palabras: Del árbol de la ciencia del bien y del mal no debes comer, porque cuando tú lo comiereis ciertamente moriréis (Gn 2,16-17). Aquella, la de Abel, fue la primera muerte del mundo”.

Transcurridos los siglos, Cristo, el nuevo Abel, fue condenado a muerte por sus hermanos de la raza de Caín, atosigados de celos. La vida, que había surgido de las profundidades infinitas se prepara para retornar a la casa paterna. El nuevo Abel fue puesto también sobre las rodillas de la nueva Eva. ¡Era esta la muerte de la Muerte! Cuando el trágico momento llegó a su realización, María que lloraba pensaría haber retornado a Belén. La cabeza coronada de espinas que no sabía dónde recostarse sino en el madero de la Cruz, parecerá en la visión de María aquella cabecita que estrechaba en su seno, cuando los días de Belén. Aquellos ojos, que al cerrarse habían obscurecido al sol y a la luna, serían para Ella aquellos ojitos que la miraban entre las pajas de la cuna del pesebre. Los pies inertes, perforados por los clavos, serían para Ella aquellos del Niño ante los cuales se depositó oro, incienso y mirra. Los labios, ahora desfigurados y enrojecidos por la sangre, volverán a ser para Ella aquellos labios llenos, que tiempo atrás, en aquella lejana Belén, se habían nutrido de la Eucaristía de su cuerpo. Las manos que ahora no podían llevar nada excepto una llaga, parecerían de nuevo las pequeñas manos del Niño que en Belén no lograban ni siquiera tocar las cervices del ganado. El abrazo a los pies de la Cruz rememorará el abrazo al lado del pesebre. En aquella hora triste de la muerte que a menudo nos hace pensar en el nacimiento, a María le parecerá retornar de nuevo a Belén”.

Recémosle pues: No, María, ¡Belén no ha tornado! Este no es el pesebre, sino la Cruz; aquí no hay un nacimiento sino una muerte, este no es un día en el cual uno se goza alegremente junto a pastores sino el momento de una muerte en compañía de ladrones. No, no es Belén, es el Calvario”.

Nicodemo y José ungieron el cuerpo con cien libras de mirra y especias, y lo envolvieron en blanquísimo lienzo. En el lugar donde fue crucificado había un huerto (Jn 19,41). En aquel huerto estaba la tumba en la que jamás había sido nadie enterrado (ibidem). Allí fue depuesto el Salvador. Y una enorme roca lo ocultó de los ojos de la Madre.

En la Piedad, al menos lo tenía en sus brazos, pero ahora ni siquiera eso. María estaba completamente sola. Sin Cristo vivo y sin Cristo muerto.

3. La Soledad de la Santísima Virgen María

Mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor (Lm 1,12)

Palidecidas las rosas de tus labios angustiados; mustios los lirios morados de tus mejillas llorosas; Recordando las gozosas horas idas de Belén,
sin consuelo ya y sin bien que sus soledades llene…
¡Miradla por dónde viene, hijas de Jerusalén!

Comienza el regreso. Se cumplía lo que siglos antes había llorado Jeremías ¡Cómo está sola la ciudad! ¡Cómo está triste la que tan alegremente vivía en esta vida con su Hijo! ¡Está hecha como viuda la Señora de las gentes! (Lm 1,1). Comienzan a irse hacia el aposento; iba la Virgen casi por fuerza; el cuerpo se iba alejando del sepulcro, mas el corazón dentro se quedaba. Llévanla al Cenáculo, donde Jesucristo celebró la noche pasada la Pascua. Aquellas calles de Jerusalén eran transitadas por la Madre del Salvador, triste, angustiada y sola “¡Oh lastimada mujer! Sola y desamparada, ¿qué harás? ¿con quién te consolarás? ¿A quién contarás tus males? ¿Qué corazón te basta a no desfallecer, habiendo perdido tal Hijo y habiéndolo con tus propios ojos visto padecer tantos tormentos y tan sin culpa!”.

La Virgen sola, llora la muerte de Cristo, llora la soledad del mundo.
Sin esposo porque estaba José de la muerte preso,
sin padre, porque se esconde, sin hijo porque está muerto

Belén es Jesús como tú, su Madre sin pecado ha sabido darlo al mundo. El Calvario es Jesús como el mundo pecador ha sabido devolvértelo. Algo ha intervenido entre tu darlo junto a un pesebre y el habértelo devuelto junto a una Cruz: esto que ha intervenido son mis pecados. María, ésta no es tu hora, sino la mía: mi hora de malicia y de pecado. Si yo no hubiese pecado, la muerte no se agitaría ahora con sus oscuras alas sobre su cuerpo de sangre coagulada; si no estuviese lleno de orgullo, la corona de espinas no hubiese jamás sido tejida porque Él padeció en mi lugar; si hubiese sido menos rebelde en el recorrer la larga vida que lleva a la destrucción sus pies no hubieran sido jamás traspasados con los clavos; si hubiese sido más dócil a su voz de Pastor que llamaba para no hacerme caer entre las espinas y los cardos, sus labios no hubiesen estado jamás así deformados; si hubiese sido más fiel, sus mejillas no hubiesen sido jamás infamadas por el beso de Judas. María, yo me encuentro entra el nacimiento y la muerte redentora. Cuando tú lo abrazabas en la
Piedad, no era blanco como cuando vino del Padre, sino que era rojo porque viene de mí. Las
últimas gotas de sangre ya han caído del cáliz de la Redención, manchando el leño de la Cruz y enrojeciendo las piedras que se partieron horrorizadas. María, Madre mía, intercede ante tu Hijo divino por el perdón de los pecados que han cambiado tu Belén en un Calvario. Pídele María, en estos angustiosos momentos d
e soledad, que nos conceda la gracia de no crucificarlo más y de no
atravesar más tu corazón con siete espadas. María, implora a tu Hijo muerto a fin que yo viva. Jesús ha muerto, María, ¡y ha muerto por mí!”. Muramos también nosotros, para poder “clavar en el corazón al que por nosotros fue clavado en la Cruz”12.

Debemos “morir totalmente al propio yo”, aspirando a esa imitación perfecta con Nuestro Señor que sólo “se logra mediante un trabajo perenne. Se trata de morir para vivir: estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3,3). La vida de Cristo fue una muerte continua, cuyo último acto y consumación fue la Cruz”13. “La ciencia de la Cruz y de la alegría de la Cruz sólo se alcanzan en la escuela de Jesucristo”14.

[Peroratio] Que la Virgen Santísima nos enseñe cómo permanecer al pie de esa Cruz. El Verbo Encarnado nos ha dicho que sólo aquellos que perseveren hasta el fin serán salvos. Pero la perseverancia es a menudo muy difícil. Pocos de nosotros estamos dispuestos a permanecer al pie de la Cruz durante tres horas completas hasta que se haya terminado la Crucifixión. La mayoría de nosotros somos desertores del Calvario, almas crucificadas a medias; impacientes por sentarnos cuando no estamos clavados a una Cruz. Muchos de nosotros tenemos firmes propósitos en la mañana, pero pocos los sostenemos hasta el final del día. El alma de la Madre de Jesús no desfallece, porque el alma de su Hijo no desfalleció. Él mantuvo su promesa. Él terminó el trabajo que le fue dado. Y su misma Madre permaneció de pie hasta el fin en ese día de sacrificio. Y allí está para ayudarnos, y a Ella debemos acudir confiados, como nos alienta nuestro derecho propio, para pedirlefortaleza en los momentos de prueba, porque ella sigue al pie de la Cruz de cada uno de sus hijos”15.

Que la Virgen interceda por nosotros entonces, y nos alcance la gracia de permanecer tres horas completas en el Gólgota, de manera que cuando nuestra vida haya terminado, podamos rogar con Él y con Ella: ‘He terminado el trabajo que me diste. Ahora, Dios mío, descuélgame y elévame a la unión perdurable Contigo’. Pidamos con fervor la gracia de la ciencia de la Cruz, de la alegría de la Cruz.

1 Directorio de Espiritualidad, 137; citado por Carlos Almena, San Pablo de la Cruz, 282.

2 Luis de la Palma, Historia de la Pasión, Preámbulo.

3 Constituciones, 137.

4 Directorio de Espiritualidad, 303.

5 Cf. Directorio de Predicación de la Palabra de Dios, 53; op. cit. San Alfonso María de Ligorio, Obras ascéticas, t. II, BAC, Madrid 1965, 449-450.

6 Directorio de Espiritualidad, 44.

7 Directorio de Vida Consagrada, 286.

8 Directorio de Espiritualidad, 134.

9 Cf. Jn 15,20.

10 Directorio de Espiritualidad, 165.

11 Directorio de Espiritualidad, 168.

12 Directorio de Espiritualidad, 135. Cf. San Agustín, De Sancta Virginitate, nnº 54-55.

13 Directorio de Espiritualidad, 181.

14 Directorio de Espiritualidad, 136.

15 Directorio de Vida Contemplativa, 65.

Otras
publicaciones

Otras
publicaciones