Necesidad de contemplación

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Contemplar y testimoniar

Directorio de Vida Consagrada, 234

Es necesario afirmar que la crisis en la que se halla la vida religiosa en nuestros días tiene como fundamento principal y preponderante la desviación, falta, o el más llano abandono de una auténtica y profunda vida de oración.

Ya el mismo Santo Padre lo decía: “Estamos ante una ‘hemorragia’ que debilita la vida consagrada y la vida misma de la Iglesia”[1]. Si esto sucede, algo no está bien en las almas de esos religiosos y es muy claro que esto afecta profundamente la relación de estas almas con Dios.

Y si bien es cierto que hay muchos factores que contribuyen a la penosa situación; como lo son –por dar algún ejemplo–: la ineptitud e “inescrupulosa” irresponsabilidad de muchos en cargos de autoridad,  unida a la falta de formación y discernimiento de los líderes religiosos que llevan a sus comunidades a abrazar prácticas de oración conducentes a una espiritualidad inadecuada y a veces incluso sincretista –y así oímos de sacerdotes que practican tai chi[2], religiosas que hacen cursos de yoga, y algunos en la jerarquía de la Iglesia que equiparan los cursos de catequesis católica, a los cursos zen–; no obstante el problema fundamental, profundo y principal de la vida religiosa en nuestro tiempo es la falta de vida contemplativa, en el sentido de vida de auténtica oración de unión con Nuestro Señor. Es triste constatar, por ejemplo, cómo los nombres de los grandes místicos de la espiritualidad católica, como San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Santa Edith Stein o Santo Tomás de Aquino (por nombrar sólo algunos de los principales), son desconocidos en muchas de las casas de formación de numerosas congregaciones religiosas, no son estudiados, no son profundizados; mucho menos asimilados.

Al ver hoy a tantos religiosos (y comunidades religiosas) que vagan desorientados tras diferentes técnicas de oración, de doctrina y de espiritualidades vacías bajo una “pretendida actualización”, nos viene a la mente el clamor de Santa Teresa de Jesús, cuando ante la situación de algunos religiosos de su tiempo, decía: “Apartarse de Cristo… yo no lo puedo sufrir”[3].

Cuán actual resulta este grito al ver a tantos cristianos, y más aún, a tantos religiosos y sacerdotes que quedan prisioneros de un espiritualismo vacío, intimista, inmanente, incapaz de una apertura libre al Dios trascendente y proponen la ‘contemplación’ como un vago engolfarse en la divinidad[4] o como un “no pensar nada”[5] o en banalidades, con el grave peligro de replegarse sobre uno mismo o sobre la sociedad horizontal donde se trabaja. Así, olvidándose de lo esencial, se apartan del Verbo Encarnado corriendo el riesgo de concebir esas prácticas como métodos autónomos de ‘redención’[6]; al punto tal que podríamos decir, que eso equivale a no rezar. A tanto llevan a veces los disparates que se observan en muchas de las prácticas abrazadas por algunos eclesiásticos de nuestros días que pareciera que más rozan con el paganismo, que con una oración genuina.  No es de admirarse, por tanto, que estas prácticas nos hayan llevado a constatar que un buen número de estas comunidades religiosas, se encuentran en “caída libre” e incluso algunas ya ven muy cercana su desaparición. Se trata de una suerte de “proceso de autodestrucción”, se han olvidado lo esencial, se han desoído los consejos de los fundadores, se han descuidado a los santos y a los místicos que forjaron la historia sublime de la espiritualidad católica, y se los ha reemplazado por estupideces. Cuando no, se ha recortado la Cruz de Cristo, escogiendo de esta manera los senderos opuestos o los que alejan de Dios.

Por tanto, a las claras sobresale que si hay algo de lo que la Iglesia tiene necesidad en nuestros días (días signados por la confusión) es de una auténtica vida de oración contemplativa –sobre todo en sus consagrados– que por ser tal sea transformante. Es decir, de una oración que consista en un encuentro personal con Aquel que es el único camino para conducirnos al Padre. Una oración que nazca de la fe y que acreciente la fe. Este es el principal problema, quizás el más fundamental y la raíz de la inmensa mayoría de los graves problemas con los que nos enfrentamos hoy. Solo una vida de oración seria, responsable y auténtica puede formar los líderes y pastores que la Iglesia necesita, pues la verdadera oración da el discernimiento, la luz y la fuerza para poner por obra la voluntad de Dios.

Ya San Juan Pablo II en 1982 advertía y se pronunciaba “contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el camino, la verdad y la vida”[7].

Por eso, siendo “la verdadera grandeza de la vocación cristiana y religiosa: la unión con Dios”[8], los miembros del Instituto estamos no sólo llamados sino además impelidos “a buscar la ciudad futura… la perfecta unión con Cristo, o sea, la santidad”[9]. Por lo tanto se nos señala muy acertadamente que “la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos”[10]. Esta búsqueda de Cristo en la contemplación de sus misterios encierra “un deseo ardiente de conocerlo y amarlo en la oración, de practicar virtudes heroicas para asemejarse más a Él, que todo lo ha hecho bien[11]; y un amor entrañable a las almas por quienes Cristo derramó su sangre”[12], de donde se desprende que “la oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios”[13].

Gracias a una espiritualidad seria y radicalmente cristocéntrica todos los miembros del Instituto hemos sido instruidos para vivir la vida espiritual “como relación y comunión con Dios”[14] y hemos sido formados en la escuela de los grandes maestros de la vida espiritual de todos los tiempos, algo que jamás deberíamos dejar de tener presente (todos recordarán cómo desde los primeros pasos en el noviciado y en el seminario, los nombres de San Juan de la Cruz, Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Luis María –por citar algunos–, eran ya parte de nuestra vida diaria). Además, si nos fijamos bien, todo en nuestro derecho propio no son sino provisiones y directivas para poner en práctica lo que estos grandes santos místicos enseñan.

De aquí que el peligro de desviarse siguiendo esas técnicas de oración impersonales o centradas en el yo, es quizás menos amenazante para nosotros (lo cual no quiere decir, obviamente, que debamos descuidar la vigilancia). Pero no deja de ser una tentación y una prueba real para el alma el abandonar la oración, o la falta de recogimiento –que da lugar como a una desprotección de nuestra vida consagrada– produciendo de esta manera un debilitamiento del fervor original, conduciéndonos a la superficialidad y a la mediocridad en la vida, lo cual, a su vez, trae aparejado la falta de discernimiento con los desastrosos efectos que todo eso produce, en nosotros y en los demás.

Por todo esto, debemos ser muy conscientes de que el seguimiento de Cristo en nuestro querido Instituto conlleva la exigencia de conversión y de santidad de una existencia transfigurada, de contemplar y testimoniar el rostro transfigurado de Cristo[15]. Por tanto, debemos destacar la importancia insustituible[16] de una vida de oración auténtica para nuestra vida consagrada, como así también la preponderancia que ésta tiene a la hora de discernir los signos de los tiempos y realizar con efectividad la noble tarea de la evangelización de la cultura a la que hemos sido llamados.

La crisis de la Iglesia que nos toca vivir es en lo profundo una crisis de auténtica oración.

1. Contemplar 

Sean pues estas líneas y estas consideraciones un incentivo que nos lleve a todos a ser hombres de oración, más aún: maestros de oración, como nos lo pide nuestra misión sacerdotal[17]; siempre en línea con los grandes místicos de la tradición católica; que sean ellos los que siempre marquen nuestro “norte”.

 Varias veces a lo largo y ancho del derecho propio se nos exhorta a contemplar los misterios de la vida de nuestro Señor, de entre los cuales el misterio de la Encarnación[18] –para todos, pero particularmente para nosotros– es de capital importancia. Dicha contemplación se debe realizar –según señala el derecho propio– “con perseverancia paciente y fervorosa a fin de que… se imprima el rostro mismo de Cristo”[19] en nuestras almas. “Ésta fue la exhortación del mismo Jesucristo a sus discípulos: Orad siempre sin desfallecer[20] y la de San Pablo: orad constantemente[21][22]. A lo cual, paternalmente agrega otro Directorio: “viva en presencia de Dios y que su existencia toda sea un vivir en estado de petición y de inmersión en Dios”[23].

Esta contemplación no debe entenderse, obviamente, como reservada a los miembros contemplativos o a los místicos, ya que todos los miembros del Instituto hemos sido llamados a una “santa familiaridad con el Verbo hecho carne”[24] a fin de que se produzca en nuestras almas esa “igualdad de amistad”[25]. Por eso San Juan de la Cruz, gran conocedor de las almas, atinadamente nos advierte: “Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado […]. Porque… para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza[26][27].

Por consiguiente, el estado de perfecta contemplación y unión que decimos queremos alcanzar no es sólo una teoría. ¡Es vida![28]. Y como toda vida, ésta se nutre, crece y se expande a través de la gracia divina en la oración. Por eso muy realista y acertadamente dice uno de nuestros documentos que “la santidad es alcanzable porque es, sobre todo, obra de Dios”[29]. En este sentido nos parece importante señalar que es Dios quien hace la merced de poner [al alma] en el estado de contemplación[30] y por eso el Místico de Fontiveros dice que “la contemplación pura consiste en recibir”[31] pues es allí cuando la acción de Dios en el alma se vuelve constatable aun sin la mediación del discurso o de la actividad natural de las potencias del alma. De ahí que diga el Doctor Místico que “descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas”[32], que las potencias “están actuadas”[33], que “el alma (está) empleada”[34]. Por eso no es poco común la experiencia del orante de “que no hace nada”[35], y “que pierde el tiempo”[36].  Debemos ser conscientes de que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio su vida espiritual, y el aceptarlas con paciencia es dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor[37]. Démonos cuenta de que es justamente en esos períodos marcados por la aridez donde hay que esforzarse más firmemente por mantener la oración, porque es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de nuestra fidelidad a Dios, en presencia del cual preferimos permanecer incluso a pesar de no ser ‘recompensados’ por ninguna consolación subjetiva[38]. Caminar por estos oscuros seguros senderos es pues caminar por la vía de la única y auténtica contemplación.

Es ahí cuando “comienza Dios… como dicen a destetar el alma y ponerla en estado de contemplación… y pasan su ejercicio [las potencias] al espíritu, obrándolo Dios en ellos así”[39]. Santa Teresa de Jesús, por su parte, dice que Dios juega el primer papel como un amigo, que habla “sin ruido de palabras”[40]. Y en la misma línea San Juan de la Cruz afirma que “es Dios el principal agente”[41] o, simplemente, “sólo Dios es el agente”[42], o “el artífice sobrenatural”[43], para luego distinguir como dos momentos o etapas: primero padeciendo, después en suavidad de amor[44].

Así entendía la contemplación San Juan Pablo II, el gran sanjuanista de nuestros tiempos, quien remarcaba que “Cristo cruza el camino de la oración de extremo a extremo, desde los primeros pasos hasta la cima de la comunión perfecta con Dios. Cristo es la puerta por la que el alma accede al verdadero estado místico[45]. Cristo la introduce en el misterio trinitario[46]. Su presencia en el desenvolvimiento de este ‘trato amistoso’ que es la oración es obligado y necesario: Él lo actúa y genera. Y Él es también objeto del mismo. Es el ‘libro vivo’[47], Palabra del Padre. El hombre aprende a quedarse en profundo silencio, cuando Cristo le enseña interiormente ‘sin ruido de palabras’[48]; se vacía dentro de sí ‘mirando al Crucificado’[49]. La contemplación no es búsqueda de escondidas virtualidades subjetivas por medio de técnicas depuradas de purificación interior, sino abrirse en humildad a Cristo y a su Cuerpo místico, que es la Iglesia”[50]. De modo tal que nuestra oración sea un caminar generoso siguiendo a Aquel que tanto nos amó.

Asimismo, entiéndase bien que “la divina contemplación no es simplemente especulación filosófica; más bien, de acuerdo con el mensaje evangélico, corresponde a una íntima unión con Cristo, considerado como ‘Esposo’ del alma, y como ‘Esposo’ de la Iglesia”[51]. De aquí que cuando uno reza bien, cuando “vive y obra en presencia de Dios y con confianza en Él”[52]. Cuando en la oración se experimenta a Dios vivo y uno se entrega a Él, entonces se puede comprender, con la ayuda de la gracia, más profundamente, a la Iglesia en la que Cristo continúa su presencia. Debemos estar convencidos de que en nuestras oraciones, con la ayuda del Espíritu Santo, reza toda la Iglesia, de donde resulta que cualquier contemplación sobrenatural, impulsada por la fe y la caridad, ya sea en la celebración de la liturgia o en ese gustar interiormente de la palabra de Dios o en la adoración silenciosa, es comunión con Jesucristo y es al mismo tiempo “ayuda prestada a mi dulce Jesús”[53] en la Iglesia, según afirmaba la santa virgen y maestra, Teresa de Jesús.  

Subrayar la necesidad y la importancia de la contemplación a la que conduce una espiritualidad seria “significa, pues, subordinar todo interés, toda actividad a la conquista de la amistad con el Señor, de la cual surge el compromiso de la caridad fraterna, que tiende a llevar a los hombres a la misma experiencia espiritual. Por lo tanto, el fin del amor al prójimo es dar a conocer a los hermanos, con la palabra y con la acción, la bondad del Señor –sus prodigios, su gracia, su verdad, sus dones–, la cual se ha experimentado con anterioridad y al mismo tiempo en la contemplación”[54]. Noten Ustedes que remarcamos al mismo tiempo para corroborar lo que el derecho propio señala al decir que “el misionero ha de ser un ‘contemplativo en acción’”[55]. Por eso la gran Doctora de la Iglesia española consideraba la vida de oración como la suprema manifestación de la vida teologal de los fieles que, al creer en el amor divino se despojan de todas las cosas, para conseguir totalmente su presencia plena de amor.

Quisiera insistir: la experiencia de Dios –que es como un nuevo nombre de la contemplación[56]– es comunión con Dios, en la que el alma se abre enteramente a su acción y gusta la sabiduría, infundida por el Espíritu Santo, mientras la mente y el corazón se adhieren al Verbo Encarnado, como la “puerta” por la que se va al Padre y por la que el Padre concede un trato familiar. Es la fe, unida a la caridad y a la esperanza, la que produce ese conocimiento íntimo y sabroso que llamamos experiencia de Dios, contemplación cristiana. Por eso es algo que va más allá de la reflexión teológica o filosófica.

Por este motivo, San Juan Pablo II afirmaba en una ocasión que “Dios no niega a nadie el agua de la contemplación” y citando a Santa Teresa añadía, “‘antes públicamente nos llama a voces. Mas como es tan bueno, no nos fuerza, antes da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir, para que ninguno vaya desconsolado ni muera de sed’[57][58]. De hecho, escribió más tarde el Papa Magno, “la reciben de Dios, mediante el Espíritu, muchas almas sencillas y entregadas”[59]. Y en este sentido podemos citar a San Juan de la Cruz, quien al dedicar el Cántico Espiritual a Ana de Jesús, le dice: “Aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística que se sabe por amor en que, no solamente se saben, más juntamente se gustan”[60]. Entonces podemos argüir que la experiencia de Dios es un don unido a la fidelidad a la oración auténtica. Pues Dios, que es siempre fiel, viendo preparadas a las almas, no desea otra cosa sino llenarlas de dones[61].

Ahora bien, como decíamos anteriormente, de entre todos los misterios de la vida de Cristo el de la Encarnación es como el centro de los misterios de la vida cristiana y es “central en nuestra espiritualidad”[62]. “Él es el ‘Camino’ para ir al Padre y nadie va al Padre sino por Él”[63], afirma el derecho propio. A lo que la Mística Doctora española agrega con su usual solidez: “Por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación. Por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes”[64].  

Por este motivo, muy paternal pero firmemente, el derecho propio nos anima a “la contemplación del misterio de la Encarnación [que] alimenta el amor a la Trinidad Santísima: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que fue la realizadora de la Encarnación; y nos enciende en ardiente amor al Verbo que ‘por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo’”[65] porque, como dice San Juan de la Cruz, “las obras de la Encarnación del Verbo y los misterios de la fe… por ser mayores obras de Dios y que mayor amor en sí encierran, hacen en el alma mayor efecto de amor”[66].

Aunque ningún buen espiritual niega que toda la vida y obra del “Hijo de Dios humanado”[67] han sido ordenadas para nuestra salud, sin embargo, su Pasión, muerte voluntaria y la cruz representan el culmen de la obra salvadora de Cristo. Por eso, “sólo Jesucristo, Palabra definitiva del Padre, puede revelar a los hombres el misterio del dolor e iluminar con los destellos de su cruz gloriosa las más tenebrosas noches del cristiano”[68]. Consecuentemente, los grandes místicos de la Iglesia y en especial San Juan de la Cruz, enfocan la contemplación de la cruz como la clave del camino para la unión con Dios en y por Cristo. Él insiste siempre en este punto. No hay otro modo de vivir la unión y el amor con Él. “La misma Palabra Encarnada nos enseña a amar la cruz: niégate a ti mismo, toma tu cruz cada día y sígueme[69][70]. Esto lo debemos tener muy claro. Por eso en párrafo seguido el derecho propio nos anima a la contemplación de Cristo Crucificado diciendo: “No debemos querer saber nada fuera de Jesucristo y Jesucristo crucificado[71][72]. De modo tal que cuando nos sobrevengan algunas cruces sepamos unirnos sobrenaturalmente a nuestro Redentor y como decía San Pablo, gloriarnos en nuestra cruz.

Afirma un autor que “la muerte de Cristo ha sido eficaz por sí misma, no por los sufrimientos en sí, sino en cuanto expresión de su entrega obediente y amorosa a la voluntad del Padre, y eso hace valiosas nuestras propias cruces en su seguimiento. […] Para el Santo de Fontiveros vale la cruz en cuanto entrega de la persona y del ser, de la voluntad, del amor y de la vida. No pone el dolor y la sangre en primer plano”[73]. En este sentido el Directorio de Espiritualidad nos enseña que “toda la eficacia corredentora de nuestros padecimientos depende de su unión con la Cruz, y en la medida y grado de esa unión. […] Si no aprendemos a ser víctimas con la Víctima, todos nuestros sufrimientos son inútiles”[74]. Alejarse de la espiritualidad de la cruz, es elegir el camino opuesto al que conduce hacia la unión. Quien acepta a Jesucristo, acepta que el camino es el camino de la cruz, y no hay otro.

Por todo esto, estemos convencidos de esta verdad: la cruz pertenece “de modo particular a la esencia de la vocación religiosa”[75]. Es como si el día de nuestra profesión Jesucristo nos hubiese dicho: “¡Levántate! Te espero en el Calvario”[76]. Es la cruz, que nos sobreviene día a día de diferentes formas, la que “enciende en los corazones el fuego del amor divino; es más, lo mantiene y acrecienta, tal como la leña al fuego. Y así se comprueba del modo más claro que se ama a Dios. Porque es la misma prueba de la que Dios se sirvió para manifestarnos su amor. Y la que Dios nos pide para manifestarle el nuestro”[77]. Por tanto, “la Cruz es el más bello regalo de Dios”[78]. Así se lo hizo saber Jesús a Santa Gemma, la virgen de Lucca: “Mira, hija mía, el más grande don que le puedo conceder a un alma amada por mí, es el don del sufrimiento”[79]. El abrazar la cruz con paciencia y humildad nos ayuda a despojarnos del hombre viejo y a revestirnos de la pureza, gusto y voluntad de nuestro Divino Salvador y testimoniar límpidamente el rostro transfigurado de Cristo.

Debemos recordar siempre que “el verdadero apostolado consiste en participar en la obra de la salvación de Cristo, cosa que no puede realizarse sin un intenso espíritu de oración y sacrificio […]. Este espíritu de oración, y particularmente el sacrificio de sí mismo a ejemplo de Cristo y unido a él, es eficacísimo en orden a la cooperación de la redención del género humano”[80]. En realidad, creemos no equivocarnos al decir que la Iglesia si bien necesita de religiosos misioneros para evangelizar tiene, no obstante, tanta y más necesidad de religiosos que busquen, cultiven y testimonien la presencia y la intimidad de Dios, con la intención de obtener la santificación de todos los hombres.

Cuando el misionero movido por el impulso del amor divino testimonia una estrecha amistad con Dios –cultivada en la oración y sostenida en las pruebas de la vida diaria– hasta el punto de fusionarse en un único amor, es decir, cuando este se somete totalmente, sin reticencias, a la Voluntad de Dios, entonces esa amistad se convierte en fermento apostólico, es causa de alegría para la Iglesia y para los demás; es como una voz poderosísima que penetra en el corazón divino y que redunda en bien de todos[81].  

Por esta razón, la contemplación de la que venimos hablando y la unión con nuestro Señor, si bien es siempre necesaria, se vuelve un anhelo incontenible en el alma principalmente en los momentos de prueba. Cuando las tribulaciones se vuelven más lastimeras, en esos momentos oscuros de la existencia, cuando parece que es más cerrada la noche de la desorientación y del sufrimiento, se levanta en el alma esa necesidad de un prolongado coloquio de esperanza, de que la dulcísima presencia del Señor no sea interrumpida. ¡Cuántas veces en nuestra vida misionera experimentamos el fracaso, la falta de apoyo, la aridez, la indiferencia, el desconcierto, la incomprensión, el desagradecimiento aun de parte de aquellos beneficiados! Conscientes de que el auxilio nos viene del Señor[82], de que solo Él es nuestro sostén y ayuda, es importante no sólo tener un auténtico espíritu de oración sino ser perseverantes en ella, porque la oración nos sirve para rehacernos cuando nos sobreviene el cansancio y para acordarnos de la belleza y la elevación de la meta que estamos llamados a alcanzar. Sólo en Cristo, el Buen Pastor, se hallan la fuerza principal y el verdadero descanso[83] y sólo con su ayuda se puede afrontar con alegría el peso del día y del calor[84]. Asimismo, cuando la oscuridad y las dificultades se hacen más recias para nuestro Instituto, es importante rezar –comunitaria e individualmente–, a fin de unir fuerzas para una defensa común y un fortalecimiento recíproco.

Sucede no pocas veces en nuestra vida como misioneros, que caemos “en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios espera de nosotros una correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro apostolado se mide por el que tiene a los ojos de Dios […]. La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz”[85] y debemos saber unir ‘nuestros fracasos y frustraciones’ al de Cristo. Esto que decimos acerca de los esfuerzos apostólicos vale también para quienes en nuestro Instituto ejercen el sagrado oficio de gobernar y se sacrifican denodada y silenciosamente “sufriendo las flaquezas de muchos”[86], a quienes el derecho propio les recuerda especialmente que “no deben dedicarse exclusivamente a la vida activa, ya que deben sobresalir en la vida contemplativa. Por eso dice San Gregorio: sea el superior el primero en la acción y entréguese más que nadie a la contemplación”[87] a fin de mantenerse en pie “por encima de los vaivenes de fortuna o de fracaso”[88].

Como corolario de lo que venimos diciendo se destaca el hecho de que estando nuestro Instituto plenamente comprometido con la actividad misionera, el silencio y el recogimiento interior son dos baluartes para la oración auténtica. Por eso remarca el derecho propio que “el silencio es una necesidad del alma y un medio para lograr la unión con Dios y, por lo tanto, deberá llevar a la cumbre de la oración”[89]. Para seguir siendo celosos en nuestro ministerio, para guardarnos de caer en las aberraciones de espiritualidades vacías, necesitamos acoger las inspiraciones divinas en nuestro interior y eso sólo es posible si somos capaces de pasar algunos ratos junto al Divino Maestro. Estar con Jesús es una condición indispensable de toda evangelización auténtica y creíble. Es más, podríamos decir que el empeño misionero está precedido y preparado por los momentos de la contemplación, de otro modo, todo se vuelve un dar golpes en el aire.

“La contemplación en este mundo –decía San Juan Pablo II– nos permite pregustar el paraíso; pero a nadie puede permitírsele en esta vida, ni siquiera a los contemplativos, quedarse tranquilos solo con la contemplación. Es necesario, sin duda, mantener los ojos fijos en la meta trascendente, para saber dar la orientación exacta a nuestro trabajo, para que no nos fatiguemos en vano ni perdamos el recto camino, en fin, para el discernimiento espiritual. La experiencia contemplativa cuando es auténtica, es decir, cuando está basada en la vida sacramental, en la palabra de Dios y en un riguroso empeño moral, nos permite conocer realmente cuál es la voluntad de Dios y lo que debemos hacer para alcanzar la vida eterna, pues la vida eterna consiste precisamente, como nos enseña el apóstol San Juan, en la contemplación del único verdadero Dios, y de aquel que Él envió, Jesucristo”[90].

Y esto nos lleva al segundo punto que queremos tratar.

2. Discernimiento de los signos de los tiempos

 

Señalan nuestras Constituciones que “el sacerdote debe hacer que su ministerio sea humanamente lo más creíble y aceptable”[91]. “Por eso enseña el Concilio Vaticano II que todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse ‘predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro’[92][93]. Entonces dice a renglón seguido: “porque ‘… el sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a Dios y hace pensar en Dios…’ […] por tanto, ‘… es preciso… que el sacerdote esté formado en una profunda intimidad con Dios’”[94].

Esto exige de todos nosotros –como religiosos esencialmente misioneros[95]– la aceptación de vivir en un estado de permanente conversión[96]. El verdadero misionero es aquel que acepta comprometerse decididamente en los caminos de la santidad[97]. Por tanto, si el misionero no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. Ya que “el misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir con los Apóstoles: Lo que contemplamos… acerca de la Palabra de vida…, os lo anunciamos[98].

Y aquí está el núcleo del mensaje que queremos dirigir a todos los miembros del Instituto y a las generaciones que han de venir después: nosotros hemos sido llamados a “buscar ante todo y únicamente a Dios”[99] para lo cual es menester juntar la contemplación (a través de la cual nos unimos a Dios) al amor apostólico[100]. Si no hubiese un perfecto equilibrio entre nuestra vida con Dios y las actividades desarrolladas al servicio del prójimo, estaría comprometida no sólo la obra de la evangelización en la que estamos empeñados, sino también nuestra condición personal de evangelizados. La vida de oración es el alma de nuestro trabajo por el Reino: la oración litúrgica, centrada en la Eucaristía, recibida y vivida con esa pureza de conciencia que exige el recurso al sacramento de la Confesión; la liturgia de las horas, que marca el ritmo de la continua adoración, en espíritu y en verdad; con la presencia ‘querida’ de la Santísima Virgen María, modelo de Misionera y Contemplativa. Siempre habrá oportunidad de sembrar la buena semilla; pero ésta sólo puede ser fecunda si va envuelta en hábitos de oración y de contemplación, de estudio de la Sagrada Escritura según el Magisterio auténtico de la Iglesia y confirmada por una vida de sacrificio.

En este punto, nos parece importante remarcar que incontables veces el derecho propio menciona –explícita e implícitamente– que el apostolado es una realidad sobrenatural cuya fecundidad depende “de la unión con Dios y con la Iglesia”[101]. Por lo tanto, “no se trata pues simplemente de una ciencia, o una técnica, sino de tener la caridad y los sentimientos de Cristo que pasó haciendo el bien[102] hasta dar la vida por las ovejas[103][104]. Y eso nos parece una realidad no menor a la hora de la evangelización. Lo nuestro propio no es ofrecer soluciones técnicas a las distintas problemáticas de las realidades que enfrentamos sino la verdad sobre Cristo, sobre su Iglesia y sobre el hombre mismo[105] para ser aplicada a esas situaciones concretas.

Por este motivo, siendo el anuncio del Evangelio parte esencial de nuestra misión, hay que tener en cuenta que este se realiza en circunstancias bien concretas que incluyen y deben tener en cuenta todos los acontecimientos de nuestra época: los difíciles problemas sociales, morales, económicos y políticos, los problemas de la cultura moderna en los distintos países, todos los sufrimientos de los hombres, sus dudas, sus inquietudes, la rapidez de los cambios y la aceleración de la historia al punto que apenas es posible seguirla[106], los nuevos modos de sentir los valores, la cristofobia y la persecución,  etc. Todo eso exige un espíritu, que sea al mismo tiempo, cercano a Dios y más cercano a los hombres, un espíritu atento a la voz del Espíritu que habla en lo íntimo de las conciencias como a través de los signos de los tiempos a fin de determinarse a resolver las dificultades en clave evangélica. “La mirada que dirigimos a las realidades del mundo contemporáneo y que ojalá esté siempre llena de la compasión y de la misericordia que nos ha enseñado nuestro Señor Jesucristo, no se limita a percibir errores y peligros. Ciertamente, no se pueden ignorar tampoco los aspectos negativos y problemáticos, pero inmediatamente hay que tratar de buscar caminos de esperanza e indicar perspectivas de intenso compromiso con vistas a la promoción integral de la persona, a su liberación y a la plenitud de su felicidad”[107], decía San Juan Pablo II. Pero para eso es necesario “el discernimiento evangélico, la prudencia sobrenatural”[108]. Y es la oración filial y constante, la escucha pronta y dócil a la Palabra de Dios y de la Iglesia, la referencia a una sabia y caritativa dirección espiritual, lo que nos permitirá una valoración cristiana de esos fenómenos históricos que nos tocan vivir, pues solo en Cristo gustado interiormente se hallan las claves últimas y decisivas para la lectura de la actual condición humana y para la elección de las prioridades[109].

Este discernimiento procurado en la oración nos ayudará a no confundir el Regnum Dei con el Regnum hominis que tantos destrozos ha hecho y hace en muchos religiosos y hasta en congregaciones enteras en nuestros días. El Evangelio es definitivo y no pasa. Sus criterios son para siempre. No se pueden hacer relecturas del Evangelio según los tiempos, como hacen algunos, conformándose a todo lo que el mundo pide. Al contrario, es preciso leer los signos de los tiempos y los problemas del mundo de hoy a la luz indefectible del Evangelio[110].

En este sentido debemos tener siempre muy presente que “amar y servir a los hombres de hoy significa ciertamente trabajar por el desarrollo y el progreso de la sociedad y por el logro de las condiciones humanas más justas y dignas; pero significa no engañar a nadie acerca del auténtico sentido de la peregrinación terrena, cuya meta última trasciende el tiempo y no puede conseguirse sin el ejercicio de un iluminado desprendimiento de los bienes materiales y sin la práctica de la caridad”[111].

No en vano explica el derecho propio que cuando San Pablo escribe a Timoteo: Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús… proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, exhorta… vigila atentamente… desempeña a la perfección tu ministerio[112], ese importunar “no se refiere a la ausencia de la ‘caridad discreta’, que discierne, sino a no atender a prudencia natural, a no conformarse al mundo y a lo que para el mundo es ‘oportuno’ o conveniente. Para la ‘moda’ del mundo, las ideologías o corrientes de turno, la Palabra de Dios ha de ser ‘inoportuna’, ha de importunar y contradecir al mundo”[113].

“El misionero ha de estar muy atento a los ‘signos de los tiempos’ para iluminar a las almas en el tiempo y momento que lo necesitan, atento a los momentos de la gracia, a las disposiciones de los hombres, naciones y pueblos, a las vicisitudes humanas que la Providencia dispone o permite en orden siempre a la predicación del Evangelio y la salvación de los elegidos, a la necesidad de iluminar con aquellos puntos de la Sacra Doctrina que son más urgentes, convenientes y necesarios, los más contradichos por la moda del mundo. El misionero debe estar por ello actualizado en cuanto a la información sobre la realidad temporal, y sobre el Magisterio contemporáneo, especialmente del Papa, y los pronunciamientos del mismo ante los problemas de actualidad”[114]. Por eso nos quedaríamos cortos o sería nuestro accionar inicuo si no mencionáramos también junto a la importancia de la vida de oración, la de la formación permanente, en su doble dimensión de conversión y actualización cultural continua, para lograr una más plena y coherente fidelidad a la propia vocación[115].

Hoy tanto como ayer debemos tener presente que lo propio nuestro es “empezar obras grandes en servicio de Dios y perseverar hasta el fin en su realización”[116] tal como lo hicieron tantos hombres y mujeres de oración y que realizaron grandes obras en la Iglesia. Pensemos por ejemplo en el Santo Padre Pío, que pasó tantos años sin salir jamás de Pietrelcina y fundó la hermosa obra de la Casa Alivio del Sufrimiento; pensemos en Santa Teresa de Calcuta que en las más arduas arideces espirituales continuaba sonriendo y fundando casas para atender a los más pobres entre los pobres; pensemos en el mismo San Juan de la Cruz que con sólo 28 años de vida religiosa y aun siendo contemplativo fue pródigo en obras para su Orden y formó y sigue formando legiones de cristianos y hoy en día es venerado como Doctor de la Iglesia; pensemos en San Juan Pablo II, místico que pasaba largas horas en oración, a la que supo unir un infatigable ministerio pastoral… la lista es interminable. Todos ellos, por su “contacto asiduo con la Palabra de Dios han obtenido la luz necesaria para el discernimiento personal y comunitario que les ha servido para buscar los caminos del Señor y descubrir los signos de los tiempos. Han adquirido así una especie de instinto sobrenatural que ha hecho posible el que, en vez de doblegarse a la mentalidad del mundo, hayan renovado la propia mente, para poder discernir la voluntad de Dios, aquello que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto[117][118]. Ellos son nuestros guías, no el yoga, la new-age, o cualquier otra deformación del absoluto que se haya presentado, o se desee presentar o imponer en nuestros días, o que se nos presentará en el futuro.

Similarmente nosotros, destinados en un mundo que cambia, en el que persisten y se agravan las injusticias y sufrimientos inauditos, en donde la desorientación y la perplejidad se agigantan, y los escándalos están a la orden del día, debemos ser portadores de luz y de esperanza cristiana. Es cierto que “el desafío que la cultura contemporánea plantea a la fe es precisamente este: abandonar la fácil inclinación a pintar escenarios oscuros y negativos, para trazar posibles vías, no ilusorias, de redención, liberación y esperanza”[119]. Pero no debemos ni desalentarnos ni equivocarnos en nuestra propuesta. Además contamos con la ayuda maternal y sapientísima de nuestra Madre del Cielo y Esposa del Espíritu Santo de quien podemos obtener aquel consejo ‘superior’ que es discernimiento y sabiduría en las decisiones, y que sobre todo ayuda a individuar las crecientes necesidades espirituales de nuestra época, con una visión de la realidad social y humana a la luz del evangelio y da, en consecuencia, valor para dar a aquellas necesidades y a aquellas visiones las adecuadas respuestas, que no es otra cosa que ‘morder la realidad’.

Toda la problemática actual no nos debe hacer perder de vista que es el Espíritu Santo quien “con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra”[120]. Y es el mismo Espíritu Santo quien debe guiar nuestro discernimiento, precisamente porque el Espíritu ha de ser la fuerza escondida de toda nuestra labor misionera, llevándonos a las profundidades de la contemplación, de la que ha de brotar nuestro “testimonio de aquel que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por muchos[121], y que da su vida libremente[122][123].

*****

“Nuestro mundo es un mundo de velocidad en el que la intensidad del movimiento sustituye la falta de propósito; donde se invoca el ruido para ahogar los susurros de la conciencia; donde hablar, hablar, hablar da la impresión de que estamos haciendo algo cuando en realidad no lo hacemos; donde la actividad mata el autoconocimiento que se obtiene por la contemplación…”[124], decía el Venerable Fulton Sheen.

Por eso debemos entender que “sin contacto con el Señor, no se da una evangelización convincente y perseverante”[125] y que si bien las obras apostólicas son muy necesarias, las oraciones lo son más.

Tenemos el desafío y la inmensa gracia de participar en la gloriosa aventura de evangelizar la cultura y, por lo tanto, de participar en los sufrimientos de Cristo en medio de un mundo sin Dios. Debemos, no obstante, sumergirnos en la vida de este mundo sin Dios, sin intentar disimular la impiedad con un barniz de religión o con una etiqueta nominalista de ‘evangelización’, sino para enseñorear las culturas por y para Cristo. Lo cual se logra, contando con la gracia de Dios, sacrificándose silenciosa y ocultamente, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente, es decir uniéndose a la Cruz de nuestro Señor, lo cual supone un gran espíritu de oración.

“No hay amor a Cristo si este amor no impulsa a entregarse a la Iglesia, y no existe obediencia filial hacia la Iglesia si esta obediencia no se traduce en obras cumplidas con fervor a las que la oración aporta su fuerza y solidez”[126]. Tengámonos siempre como principiantes y no dejemos nunca de aspirar a una vida más santa y más perfecta[127].

El ejemplo sublime de la Madre de Dios nos estimule a ser hombres de oración capaces de transformar todo encuentro con los demás hombres en una invitación a la comunión con Dios. Vayamos con ánimo resuelto a la misión conservando esa unidad de vida que nos mantiene fiel a la contemplación de modo tal que se diga de nosotros lo que decía Santa Teresa de aquellos “que mientras más adelante están en esta oración… más acuden a las necesidades de los prójimos, en especial a las ánimas, que por sacar una de pecado mortal, parece darían muchas vidas”[128].

En épocas de tensión y de prueba como por las que camina nuestro Instituto, optemos decididamente por el camino radical del seguimiento de Cristo, por la edificación de la Iglesia con piedras vivas de santidad y enarbolemos cada vez más en alto el estandarte de la Encarnación del Verbo.  

[1] Francisco, Discurso ante los participantes de la Asamblea Plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades Apostólicas, (28/1/2017).

[2] El Tai Chi deriva del taoísmo, que niega la moralidad absoluta del bien y del mal. “Chi” en sí significa “energía” o “aliento”, una energía cósmica o de uno mismo, que incluye la exclusión de Dios porque se piensa que uno mismo puede controlar esa energía en las personas y en las cosas.

[3] Cf. Santa Teresa de Jesús, Vida, 22, 1.

[4] Ibidem.

[5] Cf. Santa Teresa de Jesús, Castillo Interior, IV, 3, 6.

[6] Cf. Cardenal Joseph Ratzinger, Entrevista concedida a EWTN, “The World Over”, publicada por la revista 30Giorni, número 9, marzo de 1999. 

[7] San Juan Pablo II, Homilía en el IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús (1/11/1982).

[8] Directorio de Espiritualidad, 117.

[9] Directorio de Espiritualidad, 256; op. cit. Lumen Gentium, 50.

[10] Directorio de Vida Consagrada, 261; op. cit. CIC, can. 663, §1.

[11] Mc 7, 37.

[12] Directorio de Vida Contemplativa, 12.

[13] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 13.

[14] Constituciones, 202.

[15] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 234.

[16] Cf. Constituciones, 40.

[17] Cf. Constituciones, 203.

[18] Cf. Directorio de Espiritualidad, 7.

[19] Cf. 2 Co 3, 18.

[20] Lc 18, 1b.

[21] 1Tes 5, 17.

[22] Directorio de Vida Contemplativa, 44.

[23] Directorio de Dirección Espiritual, 72.

[24] Constituciones, 231.

[25] Cántico Espiritual B, canción 28, 1.

[26] Gn 1, 26.

[27] Cántico Espiritual B, canción 39, 5.

[28] San Juan Pablo II, Homilía durante la inauguración del Sínodo de los obispos sobre la vida consagrada, (2/10/1994).

[29] Directorio de Seminarios Menores, 35.

[30] Cf. San Juan de la Cruz, Subida del Monte, libro 2, cap. 7, 3.

[31] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva B, canción 3, 36.

[32] San Juan de la Cruz, Subida del Monte, libro 2, cap.12, 8.

[33] Ibidem, cap. 14, 26.

[34] Ibidem, cap. 14, 7.

[35] Ibidem, cap. 14, 11.13; cap.15, 5.

[36] Ibidem, cap. 14, 4.

[37] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 30.

[38] Cf. Ibidem.

[39] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva B, canción 3, 32.43.

[40] Santa Teresa de Jesús, Camino, 25, 2.

[41] San Juan de la Cruz, Llama de amor viva B, canción 3, 29.

[42] Ibidem, 44.

[43] Ibidem, 47.

[44] Ibidem, 34.

[45] Cf. Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 1.

[46] Ibidem, 27, 2-9.

[47] Ibidem, 26, 5.

[48] Santa Teresa de Jesús, Camino, 25, 2.

[49] Cf. Santa Teresa de Jesús, Castillo Interior, VII, 4, 9.

[50] San Juan Pablo II, Homilía en el IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús (1/11/1982).

[51] San Juan Pablo II, A las Órdenes cisterciense y trapense en Castelgandolfo (14/9/1990).

[52] Directorio de Noviciados, 111.

[53] Santa Teresa de Jesús, Camino, 1, 5, 2.

[54] San Juan Pablo II, A las Órdenes cisterciense y trapense en Castelgandolfo (14/9/1990).

[55] Directorio de Misiones Ad Gentes, 168.

[56] San Juan Pablo II, Carta apostólica a los religiosos y religiosas de América latina con ocasión del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo (29/6/1990).

[57] Santa Teresa de Jesús, Camino, 20, 2.

[58] San Juan Pablo II, Carta al Prepósito General de los Carmelitas Descalzos (14/10/1981).

[59] Maestro en la Fe, 10; op. cit.  Cántico Espiritual B, prólogo, 3.

[60] Prólogo, 3.

[61] Cf. Santa Teresa de Jesús, Conceptos del amor de Dios, 5, 1.

[62] Directorio de Espiritualidad, 20.

[63] Directorio de Espiritualidad, 58; op. cit. cf. Jn 14, 6.

[64] Santa Teresa de Jesús, Vida, 22, 6-7.

[65] Directorio de Espiritualidad, 7.

[66] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B, canción 7, 3.

[67] Procesos de Beatificación y Canonización, Declaración de María de la Cruz, en Biblioteca Mística Carmelitana, XIV, Burgos, 1931, p. 121.

[68] Maestro en la Fe, 16.

[69] Lc 9, 23.

[70] Directorio de Espiritualidad, 139.

[71] 1 Co 2, 2.

[72] Directorio de Espiritualidad, 140.

[73] Gabriel Castro, Diccionario de San Juan de la Cruz, p. 629.

[74] Cf. Directorio de Espiritualidad, 168.

[75] Redemptionis Donum, 10.

[76] Palabras de Jesús a Santa Gemma Galgani el día de su primera Comunión.

[77] Cf. San Luis María Grignion de Montfort, Amor a la Sabiduría Eterna, 176.

[78] P. Carlos Buela, IVE, Servidoras II.

[79] Traducido de la Biografía de Santa Gemma Galgani.

[80] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 285-286.

[81] Cf. Santa Teresa de Jesús, Camino, 32, 12.

[82] Sal 120, 2.

[83] Cf. Mt 11, 29.

[84] Cf. Mt 20, 12.

[85] Francisco, Vísperas con el clero, los religiosos y religiosas en la Catedral de San Patricio, New York (24/9/2015).

[86] Constituciones, 113.

[87] Directorio de Vida Consagrada, 383; op. cit. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 182, 1.

[88] Constituciones, 113.

[89] Cf. Directorio de Espiritualidad, 92.

[90] San Juan Pablo II, A los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos de Bissau, Guinea-Bissau (27/1/1990).

[91] Cf. Constituciones, 197.

[92] San Agustín, Sermones, 179, 1; PL 38, 966; Dei Verbum, 15.

[93] Constituciones, 203.

[94] Ibidem; op. cit. Pastores Dabo Vobis, 47.

[95] Constituciones, 31.

[96] Cf. Directorio de Espiritualidad, 42.

[97] Cf. Ibidem.

[98] San Juan Pablo II, Discurso a los Capitulares de los Misioneros de Nuestra Señora de la Salette (4/5/2000).

[99] Perfectae Caritatis, 5.

[100] Cf. Ibidem.

[101] Directorio de Vida Consagrada, 258.

[102] Hch 10, 38.

[103] Cf. Jn 10, 15.

[104] Directorio de Vida Consagrada, 261.

[105] Cf. Directorio de Misiones Ad Gentes, 105.

[106] Cf. Gaudium et Spes, 5.

[107] Cf. San Juan Pablo II, Al Congreso Mundial de Institutos Seculares en Roma (28/8/2000).

[108] Directorio de la Predicación de la Palabra de Dios, 125.

[109] Cf. San Juan Pablo II, Al Congreso Mundial de Institutos Seculares en Roma (28/8/2000).

[110] Cf. San Juan Pablo II, A los consagrados en Madrid (2/11/1982).

[111] San Juan Pablo II, Al Capítulo General de los Frailes Menores (22/6/1985).

[112] 2 Tim 4, 1-5.

[113] Directorio de la Predicación de la Palabra de Dios, 125.

[114] Ibidem, 126.

[115] Cf. San Juan Pablo II, A los ministros provinciales de los Capuchinos de Italia, en Roma (1/3/1984).

[116] Constituciones, 113.

[117] Rm 12, 2.

[118] Directorio de Hermanos Religiosos, 55; op. cit. Vita Consecrata, 94.

[119] San Juan Pablo II, Al Congreso Mundial de Institutos Seculares en Roma (28/8/2000).

[120] Directorio de Misiones Ad Gentes, 65.

[121] Cf. Mt 20, 28.

[122] Jn 10, 17-18.

[123] Directorio de Vida Consagrada, 279.

[124] Ven. Fulton Sheen, Those Mysterious Priests, cap. 12.

[125] Documento de Puebla, 726.

[126] San Juan Pablo II, Carta al Prepósito General de los Carmelitas Descalzos (14/10/1981).

[127] Cf. Directorio de Espiritualidad, 41.

[128] Conceptos del amor de Dios, 7, 8.

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