San José y el trabajo como Familia

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Dios le ha puesto al cuidado de su familia
Redemptoris Custos, 8

Queridos Padres, Hermanos, Seminaristas y Novicios:

Como Ustedes saben, el próximo 19 de este mes hemos de celebrar la solemnidad de San José, custodio de los más preciosos tesoros de Dios Padre: el Verbo Encarnado y su Santísima Madre. Festividad ésta que fue introducida por el Papa Sixto IV en el calendario de la Iglesia de Roma a partir del año 1479 y que en 1621 fue insertada en el calendario de la Iglesia universal.

Esta solemnidad, de larga tradición en toda la Iglesia, a nosotros nos toca muy de cerca por varios motivos: ya porque la Rama Femenina del Instituto –las Hermanas Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará– fue fundada un 19 de marzo de 1988; ya por los incontables favores que este bienaventurado Santo nos ha concedido y de los grandes peligros que nos ha librado. Pero muy principalmente porque José de Nazaret ‘participó’ del misterio de la Encarnación del Verbo como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado[1].

San José hizo “de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él”[2] y su ejemplo es especialmente interpelante para cada uno de nosotros llamados a “vivir en toda su profundidad el misterio del Verbo Encarnado”[3]. En efecto, nuestra vocación trae aparejada la entrega generosa al servicio de Jesucristo, el único Rey que merece ser servido[4] y el emplearnos en el dulcísimo oficio de amar a la Madre de Dios, de honrarla, de gozar y sufrir con Ella, de trabajar, orar y descansar con Ella[5], precisamente como lo hizo San José.

Asimismo, este Santo Patriarca es honrado como la “cabeza y defensor de la Sagrada Familia”[6]. Siendo nosotros varones como él y miembros de una Familia Religiosa, el insigne ejemplo del Esposo de la Madre de Dios se levanta excelso delante nuestro, pues también nosotros tenemos a nuestro cargo la cualificada y preferencial tarea de que todos los miembros de nuestra Familia Religiosa –de las religiosas Servidoras y de la Tercera Orden- queden informados por el genuino espíritu de nuestra familia[7] y, por lo tanto, a nosotros nos corresponde de manera capital el salvaguardar con gran fidelidad el Patrimonio de nuestro Instituto. 

Por eso quiero dedicar la presente carta circular a señalar el puesto eminente –después del de la Virgen María– que ocupa el dignísimo ejemplo de San José para todo miembro de nuestra Familia Religiosa especialmente en su rol de servicio al misterio de la Encarnación –manifestado particularmente en su fe y su total docilidad a la voluntad divina– y, seguidamente, el ejemplo sin par que nos ofrece como cabeza de familia.

1. San José hizo

Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María[8]. 

Con esas palabras San José es presentado por el evangelista San Lucas como esposo de María y de ese modo es introducido por Dios en el misterio de la maternidad de María y por tanto en el designio salvífico de la Encarnación[9].

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros[10]. Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Pero como era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto[11]. Es entonces cuando José, esposo de María, recibe “su anunciación”[12] al decirle el ángel en sueños: no temas recibir en tu casa a María porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo[13].

Y sigue diciendo el Evangelista San Mateo: Al despertar José de su sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado[14]. En estas pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad. San José “hizo”. Este hombre de gran nobleza de corazón y dotado de una particular confianza[15], hizo. La simplicidad del Evangelio nos deja entrever la disponibilidad de la voluntad de San José para hacer lo que Dios pedía, para aceptar los planes de Dios aunque fuese incapaz de comprenderlos totalmente por ser tan grande misterio. A tal punto que el Magisterio declara que actuando de ese modo San José demostró “una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María[16].  De lo cual y, así sin más, podemos argüir que San José fue un hombre de acción.

Lo que él hizo fue genuina “obediencia de la fe”[17], arguye San Juan Pablo II. Ya que San José aceptó como verdad proveniente de Dios lo que la Virgen María ya había aceptado en la anunciación[18] e inmediatamente hizo lo que se pedía de él. Es así como José de Nazaret se convirtió en depositario del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios junto a la Virgen María al confiársele la sublime tarea de ser padre terreno respecto al Hijo de María[19]. Por eso el padre putativo del Redentor es para todos un modelo de vida en y de la fe.

San José, creyendo con fe vivísima en la palabra de Dios, vivió el misterio de la Encarnación de una manera singularísima al haber sido hecho Esposo de la Madre de Dios y padre adoptivo del Hijo de Dios. Más aún, a este misterio consagró el resto de su vida.

En él encontramos a un hombre –auténtico heredero de la fe de Abraham– que mira con fe y valentía al futuro, que no sigue su propio proyecto, sino que se confía en la infinita misericordia de Aquel que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico, y puesta su confianza en solo Dios, cumple acabadamente su misión.

La discreción con que San José desempeñó su misión –en el silencio y sencillez de la vida diaria– hace resaltar aún más su fe que consistió en ponerse siempre a la escucha del Señor, tratando de comprender su voluntad, para cumplirla con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Por eso, el Evangelio lo define como un hombre justo[20].

¡Cuánto tenemos que aprender de San José, quien siguiendo con voluntad firme los designios de Dios ofrendó toda su vida al servicio de Cristo y de su Santísima Madre, porque como dice el Apóstol: la fe sin obras es muerta[21]!

Del mismo modo nosotros al profesar nuestros votos en esta Familia Religiosa hemos consagrado nuestra vida al augusto misterio de la Encarnación del Verbo; misterio éste “que es más grande que la creación del mundo y que no puede ser superado por ningún otro”[22]. Por tanto, también de nosotros se requiere una fe sólida, intrépida, eminente, heroica; llena de presteza; llena de celo ardoroso en propagarla, sin amarguras ni asperezas[23].

San José desconocía los caminos por los que la aceptación de los designios de Dios le llevaría. Así, por ejemplo, jamás imaginó que debería huir a Egipto con el Niño y su Madre porque Herodes buscaría al Niño para matarle[24]; ni los trabajos y penas que debería pasar por proveer a su familia; ni su renuncia por un amor virginal incomparable al natural amor conyugal[25]. Sin embargo, San José –hombre de gran fe– no duda en “poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, con toda su responsabilidad y su peso”[26].

Esa es la aventura de la fe. “Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios”[27]. Por eso la fe se distingue de todas las otras gracias y se la honra como el medio especial de nuestra justificación, ya que su presencia en el alma implica que tenemos el corazón dispuesto para la aventura[28].

Hoy, del mismo modo que un día lo hizo con San José, con sus apóstoles y a lo largo de la historia con cada alma, Dios nos dirige la misma invitación a cada uno de nosotros y a nuestro Instituto como un todo por boca de la Sagrada Escritura, espejada en el derecho propio: debemos vivir de la fe[29]. Y movidos por esa fe y compelidos por el augusto ejemplo de San José debemos “realizar grandes obras, empresas extraordinarias donde hay mucho de aventura, de vértigo, de peligro”[30].

Cuando Santiago y Juan le pidieron a Cristo el don de estar junto a Él en la vida eterna, Él les respondió: ¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber, o recibir el bautismo que Yo he de recibir?[31]. Es decir, Jesús les recordó que debían aventurarse, a lo cual ellos respondieron con un firme: Podemos[32].

“He aquí, entonces, la gran lección: nuestro deber como cristianos radica en esto, en emprender aventuras para la vida eterna sin la absoluta certeza del éxito”[33], como decía el beato John Henry Newman.

“Si la fe es la esencia de una vida cristiana, […] nuestro deber radica en arriesgar, basados en la palabra de Cristo, lo que tenemos por lo que no tenemos; y hacerlo de una manera noble, generosa, sin rudeza ni tampoco a la ligera, y aún sin saber con precisión lo que estamos haciendo, sin saber ni a lo que renunciamos, ni tampoco lo que ganaremos; inciertos acerca de nuestra recompensa, inciertos acerca de la extensión del sacrificio que se ha de pedir de nosotros, mas en todos los aspectos inclinados hacia Él, esperando en Él, confiando en Él para cumplir Su promesa, confiando en Él para poder cumplir nuestros propios votos, y así en todos los aspectos proceder sin cuidado o ansiedad por el futuro”[34].

En estos momentos, y por designio providencial y misericordioso de Dios, nuestro Instituto se halla en una fase de emprender grandes proyectos que exigen de nosotros este aventurarse desde la fe para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas, lo cual implica –como Ustedes comprenderán– no poco sacrificio de parte de todos y un gran espíritu de fe.

Pero esto es lo propio nuestro: “actuar con docilidad y prontitud en la ejecución de lo que pide el Espíritu Santo”[35], así como lo hizo la Santísima Virgen, así como lo hizo su castísimo esposo San José; “trabajando siempre contra el miedo al sacrificio y a la entrega total y contra la tentación de recuperar lo que hemos dado”[36]. De aquí que el derecho propio explícitamente nos advierte para que no caigamos en la tentación de actuar con esa actitud de “funcionarios” que tanto impide o retrasa ese santo aventurarse por Cristo[37]. Antes bien, seamos hoy y siempre como San José “hombres de acción, de mirada amplia, de corazón decidido y generoso, que por la nobleza de nuestras almas nos sonriamos con alegría al saber que Jesús mismo es quien nos dice Duc in altum! y es Él quien nos impele a grandes ideales”[38].

“La fe” –decía el Ven. Arzobispo Fulton Sheen– “siendo un hábito, crece por la práctica. El ideal es que lleguemos a un punto en esa práctica, donde, como nuestro Señor en la cruz, demos testimonio aún en medio del abandono y de la agonía de una crucifixión”[39].

En esa práctica de la fe, el religioso misionero del Verbo Encarnado –sea éste monje, sacerdote, hermano– debe estar siempre disponible para el cumplimiento de la voluntad de Dios, dondequiera que lo lleve la Providencia Divina y cualquiera sea el oficio que su Bondad tenga a bien encomendarle o quitarle. Incluso hay que estar dispuesto a ser cambiado de lugar y llevado como San José entre penurias y sin previo aviso a un país desconocido: Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga… [Y San José], tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes[40]; porque lo propio nuestro es la “disponibilidad para el servicio de la Iglesia universal”[41].

Una de las grandes gracias que hemos recibido en nuestra formación es el que se nos haya inculcado el estar siempre dispuestos a ir –a pedido de los superiores– a cualquier parte del mundo que haga falta[42]. De hecho, es muy consolador percibir cómo estas disposiciones se mantienen en la inmensa mayoría de nuestros religiosos de una manera admirable sin que les mueva ir a un lado más que a otro, dejando total y muy libremente el destino de sí mismo en manos del superior[43]. Siempre es bueno reflexionar sobre esto, y alimentar esa prontitud y disponibilidad del alma para la misión, sobre todo para aquellos que podrían pensar que son indispensables en la misión en la que están o para quienes los años los han “acostumbrado” a un estilo de vida que les resulta difícil dejar atrás y adoptan una actitud que les dificulta a los superiores el presentarles nuevos destinos. Muchas veces, ya desde los tiempos del Seminario, hemos escuchado que nuestra vida –consagrada a Dios y comprometida bajo voto a la aventura misionera– es como ‘firmarle a Dios un cheque en blanco’ lo cual significa tener el alma pronta para todo lo que Dios disponga[44]. Por tanto, conviene el “dejar aparte todo espíritu de interés particular y personal y estar dispuestos a afrontar cualquier sacrificio o incomodidad por el bien del Instituto”[45] y por el bien de la Iglesia, sabiendo que Dios nunca se deja ganar en generosidad. 

San José hizo “don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crecía en su casa”[46].

A imitación del Justo Custodio del Redentor, cada uno de nosotros debe vivir “la fiesta continua en el alma de inmolarse –de un modo real cada día– por amor”[47] al Verbo Encarnado y a su Santísima Madre, que también es nuestra.

Análogamente a San José, nosotros tenemos el espléndido privilegio de haber sido llamados a formar parte de la Familia del Verbo Encarnado. En nuestra Familia Religiosa, del mismo modo que lo fue en la Sagrada Familia, todo es para Él, por Él y para la causa dignísima de Su reinado. Por Él debemos trabajar, vivir y morir. “Talentos y virtudes, cualidades y sacerdocio, todo debe confundirse en el hermoso nombre de servicio al Verbo Encarnado”[48]. Como San José nosotros somos religiosos del Verbo Encarnado para darle todo lo que tenemos y todo lo que somos, es decir, el fin primario de nuestra vocación es precisamente realizar con mayor perfección todo lo que sea para su santo servicio[49] y como miembros de su misma familia adquirir su estilo[50], vivir en gran intimidad con Él[51] y gozar de inefable familiaridad con Él. De modo tal que de cada uno de nosotros se diga lo que se decía del Custodio del Redentor, a saber, que hizo “de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él”[52].

Un religioso que no ordena su afectividad –es decir que no “sacrifica gozosamente sus afectos carnales entregándose a Jesucristo y a Él ordena todos sus amores”[53]–, que busca ser querido por los demás de un modo egoísta, que quiere ser el centro de atracción y más que servir busca su propia comodidad y ser servido, que se posesiona de los prójimos no sólo buscando afecto de un modo desordenado sino queriendo ejercer orgullosamente su dominio –peor aún si se trata de superiores–, que hace acepción de personas rodeándose de obsecuentes aunque evidentemente no sean los más aptos ni los mejores, sino solamente los que adulan y jamás contradicen, que no soporta el más leve desprecio o corrección –aun teniendo la razón–, etc., no es un religioso, pues demuestra en la práctica que a él no le basta Jesucristo, y por lo tanto no se puede decir que sea un verdadero religioso aunque cumpla perfectamente –lo cual será bastante raro– con todas las observancias ‘materiales’ de la vida religiosa. Tal religioso será una ‘mentira viviente’[54], su vida un fracaso, todo le será difícil e insoportable. No poseerá el gozo inefable de los que experimentan en sí mismos el amor de Cristo, un amor que incluye la alegría de la cruz[55].

Lo nuestro es, a ejemplo del Justo José, el obrar movidos por la caridad, sin dejarse turbar por las dificultades del camino; de modo tal que reluzca en nosotros la magnanimidad y fortaleza, para empezar obras grandes en servicio de Dios y perseverar hasta el fin en su realización, sufriendo las flaquezas de muchos, sin desfallecer por halagos o amenazas y manteniéndonos por encima de los vaivenes de fortuna o de fracaso, teniendo el alma dispuesta a recibir la muerte, si fuese preciso, por el bien del Instituto y de la Iglesia al servicio de Jesucristo[56].

2. San José: cabeza y defensor de la Sagrada Familia

Nuestro querido San Juan Pablo II en varias ocasiones se refirió a San José como “cabeza de la casa, cabeza de la familia”[57].

Pues hace ya 130 años es enseñanza explícita de la Iglesia que en la doble dignidad de la que goza San José, es decir, por el hecho de ser esposo de María y padre terreno del Verbo Encarnado, “se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante el curso entero de su vida él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús. Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia”[58].

Por tanto, esta especialísima dignidad de San José al mismo tiempo que lo constituyó jefe de familia[59] puso sobre sus hombros grandísimas responsabilidades, con todo el trabajo y las exigencias que su vocación conllevaba.    

Sin embargo, “cuando la gracia divina elige a alguien para un oficio singular o para ponerle en un estado preferente, le concede todos aquellos carismas que son necesarios para el ministerio que dicha persona ha de desempeñar. Esta norma se ha verificado de un modo excelente en San José, que hizo las veces de padre de nuestro Señor Jesucristo y que fue verdadero esposo de la Reina del universo y Señora de los ángeles”[60].

En efecto, tal fue el terreno que encontró la gracia en el alma de San José, la cual fructificó copiosamente en virtudes que embellecieron aún más la ya magnífica vida familiar de la Sagrada Familia.

Por eso hermosamente dice San Bernardo: “En José, el Señor encontró, como en David, un hombre según su corazón[61], a quien pudo confiar con toda seguridad, el secreto más grande de su corazón. Le reveló los secretos más profundos de su Sabiduría[62], le reveló maravillas que ningún príncipe de este mundo ha conocido; por fin, le otorgó ver lo que tantos reyes y profetas desearon ver y no vieron, y oír lo que muchos desearon oír y no oyeron[63]. Y no sólo verlo y oírlo, sino que llevarlo en sus brazos, conducirlo de la mano, estrecharlo sobre su corazón, abrazarlo, alimentarlo y protegerlo”[64].

San José conoció la rudeza del trabajo y trató con la caridad más exquisita a las personas más adorables que alguien pudiese tratar; con gran generosidad llevó sobre sí el peso de la responsabilidad de la familia y de la casa; cuidó y defendió con paternal solicitud y vigilancia a los suyos; conoció los peligros de las amenazas de los poderosos, la perplejidad y la incertidumbre, el cansancio y las peripecias de los viajes, mas en todo supo ser el varón virtuoso. En él vemos relucir la práctica de aquellas virtudes aparentemente opuestas de las que habla el derecho propio: “justicia y amor, firmeza y dulzura, fortaleza y mansedumbre, santa ira y paciencia, pureza y gran afecto, magnanimidad y humildad, prudencia y coraje, alegría y penitencia, etc.”[65]

En su relación con Jesús podemos decir que “del ejemplo fuerte y paterno de San José, Jesús aprendió las virtudes de la piedad varonil, la fidelidad a la palabra dada, la integridad y el trabajo duro. En el carpintero de Nazaret vio cómo la autoridad puesta al servicio del amor es infinitamente más fecunda que el poder que busca dominar. ¡Cuánta necesidad tiene nuestro mundo del ejemplo, de la guía y de la fuerza serena de hombres como san José!”[66]

Del mismo modo, como esposo de la Virgen de Nazaret fue su apoyo, su compañero de vida y testigo de su virginidad. Cuidó de sus necesidades temporales y con exquisita caridad proveyó también en los sencillos ‘lujos’ o comodidades que el estilo de vida de ese tiempo y su posición social pobre en alguna ocasión les permitía. Pero debemos decir también que San José ejerció sobre la Virgen Madre la mansa y dulce autoridad de un esposo solícito por el bienestar y felicidad de su Esposa. Por eso San José es también nuestro modelo perfecto para ejercer la autoridad tal cual como la pide el derecho propio: siempre puesta al servicio de la fraternidad, de su edificación y de la consecución de sus fines espirituales y apostólicos[67]; una autoridad espiritual[68]: le pusieron por nombre Jesús, el mismo que le fue dado por el ángel[69](oficio que correspondía a la autoridad paterna); una autoridad creadora de unidad[70]: No temas, recibir en tu casa a María, tu esposa[71]; una autoridad que sabe tomar decisiones y garantiza su ejecución[72]: tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto[73].

Resulta imposible siquiera pensar que San José quisiera disociarse de su familia ante las amenazas, los peligros, la pobreza, la adversidad de las circunstancias, las exigencias del trabajo arduo por mantenerlos y por cuidarlos. Muy por el contrario, San José vivió realmente consagrado a procurar con solicitud amorosa y fidelidad heroica la felicidad de aquellos que Dios le había encomendado.

Por eso, la insigne figura de San José, Varón Justo, esposo castísimo de la Virgen María y custodio del Verbo Encarnado, sigue siendo para todos nosotros, misioneros religiosos –que también somos varones como él– modelo eximio de la virtud propiamente viril y paterna en la vida familiar. En efecto, también nosotros somos miembros de una preciosa Familia Religiosa “integrada por sacerdotes, religiosos consagrados con votos perpetuos aunque no sacerdotes, y religiosas”[74]. Y aclara el derecho propio: “La relación entre estos grupos debe ser fraternal, y también paternal en el caso de los sacerdotes respecto a los demás. [Ya que] por el sacramento del Orden los sacerdotes se hacen partícipes del misterio de Cristo, Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor […]. [Por tanto, como] representantes de Cristo en cuanto Cabeza, tienen el triple oficio de gobernar, enseñar y santificar al pueblo de Dios”[75].

Cada uno de los miembros de la Familia Religiosa –también las hermanas Servidoras según el debido orden y grado, pues junto a ellas “conformamos una misma Familia con idéntico fin específico[76]–  deben ejercer esa solicitud amorosa por el bien verdadero y duradero de cada uno de los miembros de nuestros Institutos, buscando en todo promover la cohesión, su crecimiento, y la promoción de sus intereses, especialmente a través de la salvaguarda del patrimonio del Instituto y la consecución de su fin. Este interés, promovido aún a costa de sacrificios personales y que es deseable en todos, no debe faltar en absoluto en nuestros sacerdotes con su especificidad propia, pues por oficio estamos llamados a ser Cabeza y Pastores. Porque con propiedad se aplica a los sacerdotes lo que el Magisterio dice de San José: “Dios le ha puesto al cuidado de su familia”[77].

Siempre debemos tener presente que Cristo nos ha llamado individualmente pero para formar una familia, la Familia Religiosa del Verbo Encarnado. Nuestro Instituto junto a las Hermanas Servidoras del Señor y la Virgen de Matará y a los numerosos miembros de la Tercera Orden dispersos en todo el mundo, conforma en la Iglesia una Familia espiritual peculiar con la misma espiritualidad y la misma misión para ayudarnos mutuamente en el cumplimiento de la vocación personal[78]. Así nos pensó Dios y esa es nuestra identidad. Por tanto, nuestro seguimiento de Cristo se vive en fraternidad[79]. Es decir, con espíritu de cuerpo.

Este ser parte de una Familia Religiosa implica entre otras cosas que debemos actuar siempre como familia y mostrarnos siempre como familia.

Simplemente porque nuestra vocación como religiosos del Verbo Encarnado trae implícito el vivir como familia: “Amar la vocación es amar al propio Instituto y sentir la comunidad como su verdadera familia. Amar según la propia vocación es amar con el estilo de quien, en toda relación humana, desea ser signo claro del amor de Dios, no avasalla a nadie ni trata de poseerle, sino que quiere bien al otro y quiere el bien del otro con la misma benevolencia de Dios”[80]. Y esto que se dice de la vida en cada una de nuestras comunidades, se hace extensivo a la relación con las Hermanas Servidoras y con la Tercera Orden, según su debido orden y justa medida.

Por eso este actuar como Familia Religiosa no es otra cosa sino el obrar constante y fiel de cada uno de sus miembros según la gracia particular de nuestro Instituto que es parte esencial del carisma, de tal manera que todos los que nos vean nos reconozcan por ese estilo característico y particular del Verbo Encarnado. Este actuar como familia requiere además unidad en los criterios, para lo cual es imperiosa la buena comunicación, pues ella contribuye a que todos se sientan corresponsables[81]. “La comunicación crea normalmente relaciones más estrechas, alimenta el espíritu de familia y la participación en todo lo que atañe al Instituto entero, sensibiliza ante los problemas generales y une más a las personas consagradas en torno a la misión común”[82].

Todo lo cual conduce a un servicio generoso y desinteresado en la misión inspirado en la comunión en el mismo carisma. Esto se manifiesta, entre otras cosas, en el luchar juntos en el empeño misionero, en darle prioridad a las obras de la Familia Religiosa, en saber sacrificarse desde el propio lugar para que el Instituto pueda lograr obras de mayor envergadura, en mostrarse cercano y pronto a ayudar, en estar disponible siempre a tender una mano, etc. En una palabra, es el vivir en el más y en el por encima de la locura de la cruz[83].

Y si lo antedicho debe ser el rumbo ordinario de nuestra conducta, esto se vuelve particularmente significativo al considerar el momento crucial por el que atraviesa nuestra Familia Religiosa. Lo importante es trabajar en un proyecto en común, dando prioridad a las obras de la familia y apostolados propios potenciándolos con gran energía y magnánima generosidad, afanándonos conjuntamente por aquellos apostolados de mayor injerencia en la evangelización. La experiencia atestigua, y es patente en numerosísimos emprendimientos apostólicos, que el trabajo en conjunto de todos los miembros –Rama femenina, masculina y Tercera Orden– le da una gran fuerza a nuestra Familia Religiosa, le da una incisividad que de otro modo quizás no tendría y que además de sostener y reforzar grandemente la vida y la misión de nuestra Familia toda, se vuelve un caudal de bendiciones que nos une aún más fuertemente.

Dios se ha complacido en concedernos la gran gracia y el gran privilegio de asociar al Instituto a las Hermanas Servidoras y a los miembros de la Tercera Orden con lazos que son irrenunciables si hemos de ser fieles al carisma y al patrimonio de nuestro Instituto. Por tanto, nuestro deber es mostrarnos como Familia Religiosa, y santamente orgullosos de ella, dar testimonio ante el mundo de lo que somos.

Dios podría habernos enviado a la misión, así sin más, como lo ha hecho con tantísimas congregaciones masculinas. Pero para mayor manifestación de su magnificencia y según su insondable benevolencia, nos ha dado en la segunda y tercera orden preciosos baluartes para ayudarnos en nuestra santificación y en la sublime tarea de la evangelización.

Por eso nosotros como sacerdotes tenemos que tratar que las Hermanas estén donde nosotros estamos y ser solícitos en atenderlas con la debida deferencia y respeto. Y donde ya están presentes, saberlas hacer copartícipes de la misión, ya que las hermanas no son un grupo más en la parroquia o en nuestras obras, sino parte integral de nuestra Familia.

De hecho, este mostrarnos siempre como Familia, no consiste simplemente en ‘organizar’ fiestas o grandes eventos juntos (lo cual es ya una gran cosa y no debe perderse), sino más bien, mostrarnos juntos en el emprendimiento misionero, sabiendo ser apoyo el uno para el otro en el día a día de la misión, actuando subsidiariamente al compartir las cargas según el rol que a cada uno le corresponde en esta preciosa Familia, disimulando caritativamente las miserias y límites que todos tenemos, demostrando esa inclinación a anticiparse a todos en demostrar afabilidad y solicitud compasiva, alegrándonos con los gozos y los logros de los otros[84], trabajando con gran confianza sabiendo armonizar responsablemente nuestros servicios para la causa de la evangelización, defendiéndonos el uno al otro como un único frente de batalla, abnegándose y sacrificándose por el bien común y la prosperidad de la Iglesia y de la Congregación. 

Nada más lejos de nosotros que el egoísmo, el particularismo, el espíritu de oposición y de desconfianza, el espíritu de reserva, de no participación, de no consentimiento[85], la competitividad inmadura, el ‘cortarse solos’, la crítica que desalienta, porque todo eso atenta gravemente contra el espíritu de familia que debe imperar entre nosotros. 

Antes bien, conviene y mucho, encariñarse con la propia Familia, velar por sus intereses, que son los de todos, darle a la Familia el lugar prioritario que se le debe dar, trabajar afanosamente bajo el mismo estandarte y saber construir en la unidad, precisamente como nos enseña el ejemplo del Justo José. Actuar de otro modo no sólo es contrario al espíritu que nos ha sido legado, sino que sería causa de muchos obstáculos y le quitaría mucha fuerza a nuestra misión en la Iglesia. Así nos lo advierte el derecho propio: “no tener suficientemente en cuenta el carisma de la Familia Religiosa no beneficia ni a la Iglesia particular ni a la misma comunidad”[86].

Ya lo decía el Beato Paolo Manna con gran realismo: “A nuestros cohermanos quizás no tengamos nada que dar, pero siempre podemos dispensarles con gran abundancia, nuestro optimismo, nuestro aprecio, nuestra animación afectuosa […] La mayor parte de los disgustos que nos amargan la vida son producidos por la imperfección de nuestras relaciones con los hermanos; si en cambio, estamos todos animados de este profundo espíritu de caridad y benevolencia, será una felicidad vivir juntos y trabajar unidos para conseguir los santísimos ideales de nuestro Instituto”[87].

Con similares acentos se pronunciaban los Padres Capitulares en el último Capítulo General diciendo: “Análogamente a como sucede dentro de una comunidad y en el mismo Instituto, son tantos los bienes que se siguen para la Familia Religiosa y para la Iglesia de la unidad y colaboración con las Servidoras, en espíritu de Familia, que debemos ser conscientes de que el diablo intentará por todos los medios atentar contra ello, una y otra vez. Por ello debemos asumir con seriedad el combate espiritual para mantener el buen espíritu, para evitar concienzudamente todo lo que hiera la justicia o la caridad, todo lo que pueda hacer nacer recelos o dificultades, todo lo que pueda predisponer negativamente; saber hacer reinar la caridad, que tantas veces asume formas de misericordia y perdón”[88].

Ciertamente que en el apostolado realizado como Familia Religiosa –siendo hombres y mujeres limitados como somos– naturalmente vamos a encontrar dificultades y desavenencias. Pero frente a eso, hay que tener mucha paciencia, caridad, magnanimidad y siempre esforzarnos por practicar el sabio aviso de San Juan de la Cruz: “donde no hay amor ponga amor y sacará amor”[89]

Déjenme decirlo así, lisa y llanamente: ¡Nuestra Familia Religiosa es un tesoro! y un grandísimo don del cielo con que Dios ha querido enriquecer a su Iglesia. Debemos hacerlo fructificar y así compartir con el mundo entero el caudal inmenso del que gozamos: nuestro magnífico carisma. Démonos cuenta de que el mundo necesita de nuestro testimonio como Familia Religiosa.

Sintamos al vivo la importancia del rol de nuestra Familia Religiosa en la misión de la Iglesia. Nosotros debemos ser la “buena noticia” que en voz muy alta proclama que el mundo no puede ser transformado sino según el espíritu de las bienaventuranzas[90]. ¡Cuántos bienes se han de seguir de ello! ¡Cuántas vocaciones! ¡cuántas almas van a ser interpeladas por el testimonio de verdadero amor sacrificial por la familia del que tanto necesita el mundo moderno!

El bien que está en juego es tan grande que nunca nuestras muchas miserias humanas o el sentirnos no correspondidos como hubiésemos esperado –como a veces también sucede–, deben hacernos desistir del propósito de conservar, aumentar y perseverar en el espíritu de familia. Ya que a nosotros, como a San José, Dios nos ha puesto al cuidado de su familia.

 

* * * * *

Enraizados en el Verbo Encarnado, como la mismísima Sagrada Familia, sabiéndonos bendecidos por Dios con un carisma espléndido en el que hallamos nuestro modo de apostolado y santificación más pleno, debemos ir por el mundo como San José: al servicio de Dios-hecho-Hombre.

Al aproximarse el 35° aniversario de fundación de nuestro Instituto, pidamos con gran fervor a “José de Nazaret –aquel de quien el Padre celestial quiso hacer, en la tierra, el hombre de su confianza”[91]– que custodie nuestra Familia Religiosa, así como en otro tiempo se afanaba en custodiar la del Redentor. Pidámosle que la preserve siempre intacta en sus elementos esenciales, que la bendiga con la unidad plena, constante e inalterable entre todos sus miembros y que la multiplique por doquier.

Quiera el Santo esposo de la Virgen María, que permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final, conceder a todos nuestros miembros –presentes y futuros– la gracia de la perseverancia en nuestra santa vocación, demostrando como él, en todas las circunstancias de nuestra vida, que vivimos de la fe en la Encarnación del Hijo de Dios.

Aprendamos con San José a ser cada vez más de María para ser cada vez más de Jesús.

Les mando un fuerte abrazo,

P. Gustavo Nieto, IVE
Superior General

1 de marzo de 2019
Carta Circular 32/2019

 

[1] Cf. San Juan Pablo II, Redemptoris Custos, 1.

[2] Redemptoris Custos, 8; op. cit. San Pablo VI, Alocución (19/03/1966): Insegnamenti, IV (1966), p. 110.

[3] Directorio de Vida Consagrada, 337.

[4] Cf. Directorio de Espiritualidad, 35.

[5] Cf. Constituciones, 89.

[6] Redemptoris Custos, 28.

[7] Cf. Constituciones, 175.

[8] Lc 1, 26-27.

[9] San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de Ordenaciones Episcopales, (19/03/1998).

[10] Jn 1, 14.

[11] Mt 1, 19.

[12] San Juan Pablo II, Audiencia General, (19/03/1980).

[13] Mt 1, 20.

[14] Mt 1, 24.

[15] Cf. San Juan Pablo II, Audiencia General, (19/03/1980).

[16] Redemptoris Custos, 3.

[17] Cf. Redemptoris Custos, 4; op. cit. cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6.

[18] Cf. Ibidem.

[19] Cf. Redemptoris Custos, 3.

[20] Mt 1, 19.

[21] Sant 2, 17.

[22] Constituciones, 3.

[23] Cf. Directorio de Espiritualidad, 76.

[24] Cf. Mt 2, 13.

[25] Cf. Redemptoris Custos, 26; op. cit. San Pablo VI, Alocución (19/03/1969): Insegnamenti, IV (1969), p. 1267.

[26] Cf. Ibidem.

[27] Directorio de Espiritualidad, 73; op. cit. DV, 5.

[28] Cf. Beato John Henry Newman, Sermon 20. The Ventures of Faith. [Traducido del inglés]

[29] Directorio de Espiritualidad, 76; cf. Heb 10, 38.

[30] Directorio de Espiritualidad, 216.

[31] Mc 10, 38.

[32] Mc 10, 39.

[33] Beato John Henry Newman, Sermon 20. The Ventures of Faith. [Traducido del inglés]

[34] Ibidem.

[35] Directorio de Espiritualidad, 16. También cf. Constituciones, 30. Por lo que en el Capítulo General del año 2007 no se dudó en destacarlo como elemento esencial no negociable del carisma del Instituto.

[36] Ibidem.

[37] Cf. Directorio de Espiritualidad, 108.

[38] Cf. Directorio de Espiritualidad, 216.

[39] Ven. Arzobispo Fulton Sheen, The Seven Virtues, cap. 4. [Traducido del inglés]

[40] Mt 2, 13-15.

[41] Constituciones, 271.

[42] Cf. Constituciones, 183.

[43] Cf. Constituciones, 185.

[44] Constituciones, 74.

[45] Beato Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, (15/09/1927).

[46] Cf. Redemptoris Custos, 8; op. cit. San Pablo VI, Alocución (19/03/1966): Insegnamenti, IV (1966), p. 110.

[47] SSVM Directorio de Vida Consagrada, 274.

[48] Cf. San Pedro Julián Eymard, Obras Completas, 5ª Serie, Ejercicios Espirituales dados a los religiosos de la Congregación del Santísimo Sacramento.

[49] Cf. Constituciones, 6.

[50] Cf. Constituciones, 216.

[51] Cf. Constituciones, 254; 257.

[52] Redemptoris Custos, 8; op. cit. San Pablo VI, Alocución (19/03/1966): Insegnamenti, IV (1966), p. 110.

[53] Directorio de Vida Consagrada, 136.

[54] Santo Tomás de Aquino escribe expresamente: “No comete hipocresía o mentira por no ser perfecto el que abraza el estado de perfección, sino por renunciar al deseo de perfección”; Summa Theologiae, II-II, 184, 5, ad 2.

[55] Cf. SSVM Directorio de Vida Consagrada, 273.

[56] Cf. Constituciones, 113.

[57] San Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, (19/03/1981).

[58] León XIII, Carta encíclica Quamquam pluries (1889), 3.

[59] Cf. Misal Romano, Prefacio de San José.

[60] San Bernardino de Siena, Sermón 2: Dios da la gracia para la misión confiada; Opera 7, 16.27-30.

[61] 1 Sam 13, 14.

[62] Sal 50, 8.

[63] Lc 10, 24.

[64] San Bernardo, Homilía 2ª, n. 16.

[65] Directorio de Espiritualidad, 61.

[66] Benedicto XVI, Homilía en el Monte del Precipicio, Nazaret, (14/05/2009).

[67] Directorio de Vida Fraterna, 30.

[68] Directorio de Vida Fraterna, 31.

[69] Lc 2, 21.

[70] Directorio de Vida Fraterna, 32.

[71] Mt 1, 20.

[72] Directorio de Vida Fraterna, 33.

[73] Mt 2, 14-15.

[74] Directorio de Vida Consagrada, 297.

[75] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 297-298.

[76] Directorio de Vida Consagrada, 302.

[77] Redemptoris Custos, 8.

[78] Cf. Constituciones, 92.

[79] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 25.

[80] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 45; op. cit. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad. Congregavit nos in unum Christi amor, 37.

[81] Directorio de Vida Consagrada, 388; op. cit. Cf. Vita Consecrata, 45.

[82] Directorio de Vida Fraterna, 57.

[83] Cf. Directorio de Vida Consagrada, 398.

[84] Cf. Directorio de Vida Fraterna, 42.

[85] Cf. Directorio de Espiritualidad, 252.

[86] Directorio de Vida Fraterna, 87.

[87] Virtudes Apostólicas, Carta circular nº 8, Milán, (15/09/1927).

[88] Notas del VII Capítulo General, 88.

[89] San Juan de la Cruz, Obras Completas, Epistolario, A la M. María de la Encarnación, OCD, (06/07/1591).

[90] Cf. Constituciones, 1; op. cit. Lumen Gentium, 31.

[91] San Juan Pablo II, Audiencia General, (19/03/1980).

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