SAN JUAN DE LA CRUZ, SUPERIOR
Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, velando no como forzados sino de buen grado, según Dios; ni por sórdido interés sino gustosamente; ni menos como quienes quieren ejercer dominio sobre la herencia de Dios, sino haciéndoos modelos de la grey.
1 Pe 5, 3
Durante los 28 años que vivió como religioso de la Orden del Carmen, Fray Juan de la Cruz ejerció no pocas veces el “oficio sagrado de gobernar”[1], y lo hizo con admirable virtud, exquisita caridad, ingenioso celo apostólico, incomparable fidelidad y gran discernimiento. De hecho, dicen sus biógrafos que tenía “grandes dotes de gobierno”[2].
Es por todos reconocida la extensa obra espiritual del Santo en sus numerosos escritos, y también lo mucho que padeció por fidelidad a la regla o a lo que nosotros llamaríamos “los elementos no negociables” o el “patrimonio del Instituto”. Pocos conocen, sin embargo, que escribió la mayor parte de su obra espiritual mientras era provincial de Andalucía (de hecho, allí escribió sus cuatro grandes obras en prosa, algunos poemas, cartas y otros documentos[3]); o bien, que la mayor oposición y difamación de parte de los religiosos de su Orden le sobrevino siendo fray Juan primer definidor general de la Reforma del Carmen (que sería para nosotros algo así como el Vicario general de la descalcez). El punto es, que aun padeciendo gran persecución dentro y fuera de la Orden, viendo tambalear el espíritu de su Orden[4], a veces enfermo, tantas veces desolado (él mismo decía una vez en confianza a una religiosa que no tenía con quién descargar el alma[5]), siendo increíblemente pobre, sufriendo las flaquezas de muchos y siempre tan ocupado; Juan de la Cruz vivió con ejemplaridad su vida religiosa y desempeñó su oficio de superior cumpliendo excelentemente no sólo lo que estaba mandado por la regla sino haciendo con gran libertad de espíritu aún mucho más que lo que estaba prescripto. En el decir de sus biógrafos, fray Juan de la Cruz “gobernaba con toda su persona, viviendo de lleno lo que componía su vocación”[6].
Así, por ejemplo, se destacó durante sus gobiernos por su paternidad en el ejercicio de su cargo –“haciéndose todo de todos”, dicen sus biógrafos–, sobresaliendo asimismo como capellán, confesor y director espiritual, como constructor de conventos y otros edificios, y también por el gran movimiento vocacional que provocó principalmente gracias a su testimonio de vida como religioso aunque también por sus exhortaciones y escritos. Se destacó además por su celo apostólico, por su dedicación al estudio, por su caridad con los pobres, por sus incansables viajes (viajó más de lo que nos podríamos imaginar: ¡27.000 km!), y por tantos otros aspectos más. En todo momento, sus súbditos dicen de él: “fue un grande prelado”, que es lo mismo que decir: ‘fue un gran superior’.
Su ejemplo me parece muy difícil de obviar en tiempos como los actuales donde la autoridad es ridiculizada y otras veces desacreditada, donde el mal testimonio de algunos crea escándalo en muchos, donde tantas veces se busca con malicia ‘el error humano’ para denigrar, y donde tantas veces se hace difícil continuar en el “sagrado oficio de gobernar”, ya por las presiones –internas y externas– ya porque no son pocos los que intentan rebajar la autoridad y obran de tal manera que los súbditos no oigan al superior o no se dejen dirigir y hacen reinar las disensiones. Y esto último, ¿cómo lo hacen? Lo explican muy bien las Constituciones: “impidiendo [a los superiores] que hablen, tratando de que los súbditos no entiendan lo que hablan [sus superiores] o que lo entiendan al revés, obstaculizando el camino a los buenos pastos, atentando contra su capitalidad, ya que va delante de ellos (Jn 10, 4), asustando [a los superiores] para que dejen las ovejas y huyan, buscando que no conozca a los súbditos y éstos no los conozcan a ellos, distrayéndolos con cosas menores para que no se ocupen de las importantes, presionándolos para que no den la vida por las ovejas, etc.”[7].
Créanme que “aunque venían degollando” fray Juan de la Cruz, envuelto en un sinfín de actividades, ocupaciones y preocupaciones de su oficio de superior, padeciendo amargos suplicios morales, jamás abandonó su puesto de padre de la comunidad y en todo supo dar la medida de sí mismo: la de un gigante.
Primero que nada, quisiera detallar la cronología de sus oficios de autoridad.
1563: Cuando tenía 21 años ingresa a la Orden en Medina del Campo, con el nombre de fray Juan de Santo Matías.
1567: Antes de ser ordenado sacerdote el Capítulo Provincial lo nombra prefecto de estudiantes en el Colegio de San Andrés, de Salamanca.
1568: El 28 de noviembre se inicia en Duruelo (Ávila) el Carmelo teresiano masculino, renunciando a la regla mitigada. Él fue el primero que se descalzó.
1569: Juan de la Cruz es nombrado subprior y el primer maestro de novicios de la descalcez (tenía 27 años).
1570: Se traslada el noviciado a Mancera de Abajo (Salamanca) y continúa fray Juan como maestro de novicios y subprior del Convento.
1571: Lo destinan a Alcalá de Henares donde será rector del primer Colegio allí fundado hacía unos meses.
1576: Es detenido por primera vez por los padres calzados.
1577: Es encerrado en la cárcel conventual de Toledo por poco más de 8 meses.
1578: Lo hacen vicario del convento de El Calvario (por ausencia del prior). Realiza una intensa obra de formación espiritual tanto entre los frailes como entre las monjas.
1579: Sale para la fundación de Baeza y queda como rector del colegio de estudios de esa ciudad.
1581: Hay Capítulo para la erección de la provincia descalza (pues descalzos y calzados formaban parte de la misma Orden y tenían hasta ese momento el mismo gobierno). Fray Juan es nombrado tercer definidor (algo así como consejero), y luego prior por primera vez del Convento de Los Mártires de Granada. Pero él tiene que regresar a Baeza ya que sigue al frente de aquella comunidad.
1582: Es en este año cuando fray Juan toma posesión del priorato de Los Mártires.
1583: Es confirmado en el cargo de prior de Los Mártires por un segundo periodo.
1585: Hay Capítulo de la Reforma entre abril y mayo y lo eligen segundo definidor (consejero). En octubre lo nombran vicario provincial de Andalucía[8] (vendría a ser para nosotros provincial) cesando en el priorato de Los Mártires.
1587: Hay Capítulo en Valladolid. Cesa en los cargos de definidor y vicario de Andalucía, pero es nombrado por tercera vez prior de Granada.
1588: Hay Capítulo general del Carmelo teresiano. En él es elegido primer definidor y tercer consiliario de la Consulta. Durante las ausencias del vicario general (sería el superior general para nosotros), le corresponde a él la presidencia. Mientras tanto en la comunidad de Los Mártires le suple un vicario. Al mes siguiente del Capítulo se le nombra presidente-prior de la casa (generalicia), en Segovia.
1590: Se realiza un Capítulo general extraordinario donde él se enfrenta abiertamente a las propuestas del P. Doria (–quien quería soledad y rigor, pero quería imponer este ideal con toda rigidez: multiplicando leyes, se oponía a las misiones, quería que se abandonase el gobierno de las monjas, y estaba también lo del caso del P. Gracián quien a su vez se oponía vivamente a sus propuestas[9]). Sin embargo, allí fray Juan de la Cruz es reelegido primer definidor o consejero.
1591: En junio se celebra un Capítulo general ordinario. Allí fray Juan cesa de todos sus cargos. Aunque se le ofrece el priorato de Segovia, no acepta pues prefiere continuar como simple súbdito. Es en ese Capítulo cuando se ofrece ir a México, cosa que se le acepta, pero no se realiza. Murió el 13-14 de diciembre de ese año a los 49 años.
En pocas palabras: fue maestro de novicios, rector de dos colegios, consejero provincial, superior provincial, y primer consejero general (o vicario general) de la Orden.
A la hora de hablar de fray Juan de la Cruz como superior no hay nada mejor que preguntarles a sus súbditos. Todos coinciden en señalar el gran espíritu paternal y “el afecto y atenciones maternales”[10] de Juan de la Cruz para con ellos, sobre los que ejercía tal influencia que “a todos los tenía tan rendidos, que cada uno le amaba más que si fuera padre carnal”[11]. “Y si alguna vez se apartaba de su convento, aunque no fuese más que a la ciudad por dos o tres horas, era tanta la alegría que los religiosos teníamos de verle volver –cuenta uno de sus súbditos–, que a gran priesa íbamos todos los que le veíamos a tomar su bendición y besarle la mano o el escapulario, como si fuéramos a ganar un gran jubileo”[12]. Esto ya dice mucho de San Juan de la Cruz como superior.
Una vez una persona religiosa le preguntó sobre su modo de gobernar. Él le dijo “que en todo el año no tenía nada que hacer en su casa, que sin cuidado suyo había tanta religión y concierto, como pudiera él desear”. Esta persona, admirada de ello y casi sin creerlo, le preguntó a uno de los súbditos, quien respondió haber notado lo mismo, “quedando esta persona con más admiración, diciendo que aquello era de Dios más que gracia de hombres”[13].
Podría escribirse todo un libro de su modo de ser superior. San Juan de la Cruz era principalmente un padre que sabía exhortar, educar, corregir a sus súbditos y dirigirlos de un modo personalizado, acomodándose a cada uno conforme a su idiosincrasia. Dondequiera que fue superior, su estilo era –podríamos decir– el estilo del Verbo Encarnado: orden, suavidad, acomodarse a cada sujeto.
Entre sus muchas maneras de llegar a cada individuo se destaca su capacidad de encantar con la palabra, para que las personas se aparten de lo que no es Dios y se entreguen totalmente a Él. En verdad, tenía una capacidad sorprendente y carismática, o, como dice uno de sus súbditos, “una singular gracia” para hablar de nuestro Señor, naturalmente y sin cansar, y todos deseaban verse junto a él por solo oírle y tratar con él. En efecto, la mayor parte de sus súbditos destacan sus pláticas admirables, con las que los animaba a ser perfectos y les enseñaba que para subir a la perfección no se habían de querer ni bienes del suelo, ni del cielo, sino sólo no querer ni buscar nada que no fuera el solo buscar y querer en todo la gloria y honra de Dios. Dicen que los que más le trataban andaban más aprovechados[14].
Ponderan sus súbditos con cuánto cuidado acudía a su aprovechamiento, gastando con ellos mucha parte del día y de la noche, comunicándoles, oyéndoles su oración y modo de caminar por la oración a Dios, enseñándoles con gran acierto por donde entrarían y aprovecharían más. “Y era en esto –advierte un testigo– muy acertado por la discreción de espíritus que nuestro Señor le había comunicado. Y tenía para esto grande espera y paciencia, como lo vio este testigo, con personas muy pesadas y escrupulosas, sin se alterar ni tomar pena, antes con mansedumbre les oía y enseñaba”. Dicen que cada noche llamaba unas veces a unos, otras veces a otros, y les preguntaba cómo les iba en su oración, y les enseñaba. Más allá de lo anecdótico, destaco la importancia del hecho que el superior era quien buscaba el diálogo con los súbditos, y que por la gran caridad y humildad de que era dueño, no era rechazado por ellos, pues estaban persuadidos de que quería sólo su bien. En efecto, estimo que gran parte de su secreto pedagógico estaba en saberse ganar el ánimo y la benevolencia de sus súbditos.
Pero no sólo se ocupaba del aprovechamiento espiritual de sus súbditos sino también de las necesidades temporales. Y así, a uno le daba una túnica nueva, a otros les daba carne porque decían tenían necesidad de ello (nótese que ellos se abstenían de carne 9 meses al año); y otro tanto hacía con las religiosas, a quienes tantas veces socorrió con comida, leña, aceite y lo que necesitasen.
Todos cuentan, además, cómo asistía “con gran cariño” a los súbditos enfermos y se deshacía personalmente en atenciones para con ellos. Una vez, literalmente, mandó empeñar un cáliz para poderles buscar y dar lo necesario a los religiosos enfermos[15]. En todo buscaba aliviarlos y cuidarlos y alegrarlos como pudiera.
Hay que decir que Juan de la Cruz, como superior, tenía un trato y aspecto suave, de apacible alegría, no andaba –como dice uno de sus súbditos– “con el rostro torcido, ni para consigo ni para con los demás”. Antes bien, era dueño de un “arte especial para levantar los corazones”[16].
“Uno de sus súbditos, la última vez que fue prior en Granada, habla de su mansedumbre y de no haberle oído decir ninguna palabra fuera de tono y subraya que no se entrometía en los oficios ni en las oficinas y con todo había tanto orden en la casa estando ausente o estando presente”[17].
Sin dárselas de prior, “con los religiosos trataba como hermano, con mucha llaneza […] y cuando mandaba alguna cosa él era el primero en hacerla”[18]. En efecto, “fue enemigo de que los superiores de religiosos, y más reformados, mandasen con imperio; y así repetía que en ninguna cosa muestra uno ser indigno de mandar como mandar con imperio; antes han de procurar que los súbditos nunca salgan de su presencia tristes”[19].
Era enemigo declarado de la tristeza: “cuando veía que algún religioso estaba triste y desconsolado, le llamaba y se iba con él, unas veces a la huerta, otras al campo, y, por grande que fuera la tristeza, venía muy contento y consolado”[20]. Nótese que no sólo se singularizaba en devolver la alegría a los que venían a él, sino que buscaba a los melancólicos y a través del diálogo al aire libre hacía desaparecer la tristeza de su entorno[21].
En cierta ocasión llegó a decir que “cuando en la Orden viésemos perdida la urbanidad y que en lugar suyo entrase la agresividad y ferocidad en los superiores, que es propio vicio de bárbaros, la llorásemos como perdida; porque, ¿quién jamás ha visto que las virtudes y cosas de Dios se persuadan a palos y con bronquedad? Y trajo para esto lo de Ezequiel capítulo 34, 14: Los habéis avasallado con austeridad y poderío”[22].
Acerca de la educación de los religiosos a base de rigores “tan irracionales” se pronunció en contra diciendo que, cuando se procede de esa manera, los formandos “vienen a quedar pusilánimes para emprender cosas grandes en virtud como si se hubieran criado entre fieras” […] y citaba a San Pablo que dice: Padres, no exacerbéis a vuestros hijos para que no se tornen pusilánimes (Col 3, 21).
E iba más lejos, diciendo “que se podía temer ser traza del demonio el criar los religiosos de esta manera; porque, criados con este temor, no tengan los superiores quien los ose avisar ni contradecir cuando erraren. Y si por este camino o por otro llegare a la Orden tal estado que los que por las leyes de caridad y justicia, esto es, los graves de ella, en los capítulos y juntas y otras ocasiones no osaren decir lo que conviene por flaqueza o pusilanimidad o por miedo de enojar al superior, y por esto no salir con oficio, que es manifiesta ambición, tengan a la Orden por perdida y del todo relajada”.
Y continúa diciendo fray Juan de la Cruz con la libertad de espíritu que lo caracteriza: “[Esto] se echará de ver claramente cuando en los capítulos nadie replica, sino que todo se concede y pasan por ello, atendiendo a sólo sacar cada uno su bocado; con lo cual gravemente padece el bien común y se cría el vicio de la ambición, que se había de denunciar, sin corrección, por ser vicio pernicioso y opuesto al bien universal”. Así de claro lo tenía el Místico Doctor.
En la tercera cautela contra el demonio enseña este Maestro de la fe: “que de corazón procures siempre humillarte en la palabra y en la obra, holgándote del bien de los otros como del de ti mismo y queriendo que los antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón. Y de esta manera vencerás en el bien el mal (Rm 12, 21), y echarás lejos el demonio y traerás alegría de corazón. Y esto procura ejercitar más en los que menos te caen en gracia. Y sábete que si así no lo ejercitas, no llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella.
Y seas siempre más amigo de ser enseñado de todos que querer enseñar aun al que es menos que todos”.
Esto mismo, palabra por palabra, practicó fray Juan de la Cruz siendo superior. No en vano “decía que el prelado más bien había de enseñar con obras que con palabras”[23]. Los ejemplos son abundantísimos.
Fray Martín de la Asunción, compañero de Juan de la Cruz en varios conventos, subrayando la humildad del padre prior, nos cuenta que tenía “tan grande conocimiento de su miseria que siempre se andaba abatiendo y despreciando y muchas veces le pesaba que le estimasen y que le tuviesen en opinión de santo”[24]. Nada más lejos de san Juan de la Cruz que esa actitud de self-promotion que adoptan algunos: hablando constantemente bien de sí mismos (con presunción farisaica y desprecio del prójimo[25]), atribuyéndose a sí mismos los logros, queriendo salir en las fotos siempre al lado de gente importante, promocionándose entre los súbditos con ciertas concesiones con tinte a acepción de personas, hablando con artificio, “buscando los primeros puestos”[26] queriendo codearse con gente ‘de categoría’… Estos tales, dice san Juan de la Cruz, “aflojan mucho en la caridad para con Dios y el prójimo. Porque el amor propio que acerca de sus obras tienen les hace resfriar en la caridad”[27].
Nada más lejos de san Juan de la Cruz. “Él se sentaba en el suelo con los demás religiosos, con la misma igualdad que si fuera uno de ellos… llegándose siempre a los que eran más humildes”[28].
Es más: “Era muy enemigo de exterioridades y de que le tuviesen por santo, ni gustaba de que otros hiciesen esa demostración”. Le pesaba que le honrasen. Por eso, una vez en que una monja (Ana de Jesús Lobera), estando él presente, comenzó a alabarlo delante de personas de categoría, y se deleitaba mencionando que él había sido prior de un tal convento, fray Juan le sale al paso y dice “que allí mismo había sido cocinero. Como huyendo de vanagloria y humillándose”[29]. Esto lo cuenta la misma monja.
En efecto, “de ordinario”[30] se ponía a barrer, a fregar o se empleaba en otros oficios humildes, aunque andaba con achaques de enfermedad, sin querer excepciones ni nada. Dicen hermosamente sus súbditos: “su vestir, su celda, su aspereza y todo cuanto en él se veía, todo predicaba humildad”[31].
Dicen además, que tenía el santo padre prior un trato llano y afable con que trataba a todos; “y se allanaban sus almas y declaraban sin dificultad sus conciencias, sin ser en su mano, poniéndose en las suyas; sintiendo y viendo en sí notable aprovechamiento de sus almas, con victoria de pasiones y tentaciones”. Es interesante la afirmación acerca del fruto espiritual en las personas, simplemente por el modo de ser y de presentarse humilde de fray Juan.
“Su contacto conventual resultaba de hecho tan entrañable que era cosa sabida que donde ciertos tipos no asentaban eran enviados adonde fray Juan, y solían hallar remedio. Esto sucedió muchas veces, por no decir que era habitual, que bien lo pudiéramos decir”[32].
Y si acaso alguno admirado de su vida santa y arte de persuadir y convencer a las almas le hacía notar los muchos seguidores o seguidoras que tenía o cuánto lo querían las personas, él respondía: “Hácelo Dios todo y para eso ordena me quieran bien”[33].
Un episodio final respecto a la humildad de Juan de la Cruz como superior: en el Capítulo de Valladolid, llamado el Capítulo Grande[34], a Juan de la Cruz lo eligen, acabando de ser provincial de Andalucía, prior de Granada por tercera vez. Cuenta Jerónimo de la Cruz, quien estaba allí presente: “Me acuerdo que […] habiéndole elegido por superior, después de hechas todas las elecciones, se hincó de rodillas el siervo de Dios delante de todo el capítulo, confesando incapacidad para el gobierno, pidió con mucha humildad le absolvieran del oficio, que él desde luego lo renunciaba”. Nada que ver con self-promotion. La cosa es que, así y todo, fue prior por tercera vez del convento de Los Mártires en Granada, aunque sólo por un año porque después fue Definidor General (vicario general para nosotros).
Luego del Capítulo provincial de 1583 (en Almodóvar) se dispuso “que los priores han de favorecer la formación espiritual de los religiosos”; y San Juan de la Cruz vaya que sí lo ha hecho.
Ya hemos dicho con cuanto encanto sus súbditos escuchaban sus pláticas, y volcaban sus almas en sus manos para dejarse guiar espiritualmente por él. Pero no se conformaba con esas charlas generales que daba, sino que sabía acercarse a cada uno para instruirle en la práctica y aun de todo sacar enseñanza.
Por ejemplo, Juan de San Pablo, después de haber cursado sus estudios de Derecho en Salamanca, ingresó en el convento de Baeza, siendo Juan de la Cruz rector. A este novicio le aburrían tanta plática espiritual, tantos libros de ese género, etc., y no tuvo mejor idea que pedirle al maestro de novicios ‘libros de su especialidad’ como para ir repasando alguna cosa. El maestro de novicios consulta con el rector, el cual responde: “Tráigame una cartilla[35]”, con la siguiente indicación para el novicio: “Dele esta cartilla y un puntero y en este capítulo del Paternoster, sin pasar a otra cosa, todos los días hasta que yo ordene otra cosa”. Cuentan que al principio el novicio lloraba de tener que hacer tal ejercicio, pero fue una cura espiritual muy grande. Llegó a ser un gran religioso y él mismo contaba con alegría y agradecimiento el episodio.
Cuenta también Jerónimo de la Cruz una anécdota muy luminosa a la hora de ejemplificar todos los medios por los que se servía el santo para formar a sus religiosos. Dice así: “Nos servía más la hora de recreación que la de oración; tanto era el fuego y luz espiritual con que el alma salía de ella, por el provecho de lo que sacaba el alma de lo que el santo trataba, sin que se hiciese pesado, por la sal con que lo decía. Y se sentía mucho cuando por alguna ocupación faltaba de ella o hacia ausencia del convento”[36]. Vaya halago a su superior.
Y porque “no debe faltar, en el Superior, bondad y amor al Instituto”[37], Juan de la Cruz los instruía mucho sobre la regla y se leían las Constituciones a diario. Exhortaba a todos los religiosos al resguardo del patrimonio de la Orden y a la conservación de las cosas de la religión aunque fuesen muy menudas “porque si un hombre rico fuese perdiendo cada día alguna cosa de su hacienda, aunque fuese de las de poco valor, se iría poco a poco haciendo pobre. Y lo mismo sucede en las cosas espirituales de la Religión, que si se van dejando algunas, por parecerles pequeñas y de poca importancia, presto vendrá la Religión a perder su perfección”[38].
Otra vez, de visita en La Manchuela (Jaén), convino con el maestro de novicios que escenificaran –para enfervorizar a los novicios– un juicio y los condenaran al martirio. Como se pensó, se hizo, y les sentenciaron (a Juan de la Cruz y al maestro de novicios) “a que fuesen desnudos medio cuerpo arriba y amarrados a dos naranjos del güerto y les diesen muchos azotes”. Para cumplir con la condena, los amarraron y otros los azotaron. Y decía el santo que le dieran recio, que no sentía más que si le diesen con un poco de algodón (mientras tanto ya salía alguna sangre). Esto lo cuenta uno de los novicios. De ese modo, con su ejemplo buscaba encender a otros en aquel ‘servicio de mártir’ que estamos llamados a rendir a Dios nosotros los religiosos.
Hay una anécdota final que no puedo dejar de mencionar y que tiene que ver con la formación en la caridad al prójimo. San Juan de la Cruz, como superior y como maestro, definitivamente sabía ayudar bien a cada uno en lo que le hacía falta. Una vez en Granada reprendió a un hermano por una falta que había cometido, y le dijo: “Váyase a la celda”. Se fue y allí permaneció. Pasó aquella noche y al día siguiente, todos juntos en el refectorio, “comenzó a ponderar mucho la falta de caridad de todo aquel convento, pues no había habido fraile que le hubiese pedido sacase al hermano de la celda”. Y con eso levantaba ‘el standard’ de caridad que hemos de tener unos con otros.
San Juan de la Cruz como superior era manso como ninguno. Mas no por eso dejaba de corregir.
A menudo decía: “Es propio de los reyes disimular y castigar pocas cosas” porque no todas las cosas se han de reprender ni tampoco disimular. Entonces explicaba el Santo este magnífico criterio: “Que cuando el religioso entiende que el prelado le ha visto en la falta que tuvo, no se le ha de disimular, por pequeña que sea, con reprensión conveniente en tiempo y con amor y prudencia. Mas si entendió que el prelado no le vio, aunque lo viese y entendiese, se diese por desentendido y lo disimulase”[39].
Pero si se ha de hacer la corrección “sea por amor a Dios la santa corrección”.
Su estilo era en todo paternal. Juan de la Cruz “no es el superior intransigente, que fiscaliza los actos de sus súbditos, rebuscador de detalles defectuosos que corregir. […] Sus correcciones van envueltas en espíritu de mansedumbre, in spiritu lenitatis”[40]. Al punto tal que si alguna vez tenía que corregir a alguno, dicen sus súbditos que les decía “tales palabras y tales cosas que no sólo no los inquietaba ni quedaban contra él con repugnancia, más antes parece les ponía para consigo amor”[41]. Sus súbditos estaban persuadidos de la más pura intención del prelado, ajena del todo al más mínimo espíritu de revancha o de disimulada tiranía.
Reflejo de ese espíritu paternal que lo animaba es el hecho de “que lejos de andar a la caza de un religioso que falta al silencio para descargar sobre él el peso de las leyes, le han oído toser por el claustro o hacer ruido con el gran rosario que lleva pendiente de la correa, como un aviso para que los religiosos que están hablando fuera de tiempo y lugar se recojan antes de que les vea. Si, a pesar de esto, sorprendía en falta a alguno, le llama a solas y le reprendía en particular, evitando que los demás llegasen a enterarse de la falta cometida”[42].
Anécdotas sobre correcciones hay varias. Refiero sólo estas:
Corrigió al maestro de novicios: “Padre maestro, su magisterio comienza por donde debiera acabar. Estos novicios andan enfermos, medio lisiados de males de cabeza y con otros achaques impropios de su edad. ¿Remedios? Instrúyalos, sí, teóricamente, pero no se contente con pláticas generales. Hágales practicar la meditación provechosamente, como principiantes que son. Y no quiera que lleguen a la contemplación antes de entrar por el camino de la oración simple y llana. No los tenga todo el día encerrados y tan recogidos en la celda. Que se ejerciten en el trabajo manual y corporal”[43].
Siendo provincial de Andalucía fue a visitar un convento donde escuchó que desde el púlpito el predicador agradecía cualquier caridad que los oyentes pudiesen hacer con los frailes de esa casa “aunque fuere un jarrillo de aceitunas”. Juan de la Cruz le dijo que ese no era ni el lugar ni la ocasión para tal cosa, sino para hablar “palabras muy encendidas en amor de Dios y que esas cosas vendrían cuando nuestro Señor las enviase”.
Otra vez, le pregunta a un religioso si ya había dicho misa. El religioso responde que no, aun siendo ya tarde, con la excusa de que no estaba preparado. San Juan de la Cruz le reprende diciendo que cómo era posible si un fraile tiene que estar siempre aparejado para decir misa, pues vive pensando en Dios.
Lo cierto es que, cuando “reprendía como superior, que lo fue muchas veces, era con dulce severidad, exhortando con amor fraternal y todo con admirable serenidad y gravedad”[44].
- Sufriendo las flaquezas de muchos[45]
Y hablando de correcciones, no todas le salieron bien.
Siendo provincial le tocó corregir a dos predicadores que se habían pasado de entusiasmo y pasaban excesivo tiempo fuera del Convento, huyendo de la vida comunitaria. Se trataba de Francisco Crisóstomo y Diego Evangelista, quienes quedaron malamente resentidos contra Juan de la Cruz. El primero fue prior luego en Úbeda y le hizo la vida imposible a fray Juan cuando éste fue a morir a su Convento. El segundo se empeñó maliciosamente en desacreditarlo.
Ambos religiosos fueron causa instrumental de enormes padecimientos en la vida del santo. Sin embargo, él se mantuvo firme en su convicción y luego escribió aquel párrafo que cita nuestro Directorio de Espiritualidad: “Adviertan pues aquí los que son activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios si gastasen siquiera la mitad del tiempo en estarse con Dios en oración”[46].
Y hablando de predicadores y flaquezas, resulta que una vez le encargó el sermón a uno de sus frailes. Llegado el día, como era día de fiesta, había mucha gente en la iglesia. Pero el predicador no aparecía. Entonces fray Juan, que presidía, mandó que lo llamasen y el otro respondió que “a causa de un mal humor no podía”. El santo con serenidad prosiguió y acabó la misa sin decir palabra sobre la falta de sermón, ni mostrando pena alguna ni al predicador ni a ningún otro. Pero, aparte de aquel aleccionador silencio al sufrir flaquezas ajenas, una vez en que el predicador ausente se hallaba tratando con seglares, que era lo que le gustaba, se lo hizo notar Juan de la Cruz y el otro se vio humillar y ponderó el yerro pasado.
En otra ocasión, durante su ronda de visitas como provincial llegó al convento de la Fuensanta y allí se reunió con el ecónomo, fray Brocardo, quien le ruega que lo libre de ese cargo. Fray Juan amorosamente le responde: “encomendemos a Dios la cosa para que nos haga entender lo que será más de servicio suyo”. Al fin de la visita dice a Brocardo: “Quiere Dios, hijo, sea procurador y yo lo quiero, porque a quien amo más deseo que padezca más”[47].
Y si de flaquezas se trata, esta anécdota con las descalzas es imperdible. Siendo superior provincial le escribió a la priora del convento en Beas (bajo su jurisdicción) que no diese la profesión una novicia. Pero la priora no quiso hacerle caso porque no le parecían las razones que le daba el santo y porque pensaba que las demás monjas se iban a inquietar si esa no profesaba. Entonces, apresuró el asunto para que la novicia profesase antes de que apareciera por ahí Juan de la Cruz. La cosa es que él llegó dos días después y la priora le empieza a contar que la novicia había profesado y lo lindo que estuvo la ceremonia, etc. Fray Juan “sin segundar palabra se fue sin hablar a la prelada ni a otra ninguna, y pasó a otros conventos en su visita hasta que forzosas obligaciones le forzaron a volver” –cuenta una monja testigo–. Y luego de algunos años sucedió con aquella religiosa lo que el Místico Doctor había presagiado. Era hombre suave, pero cuando había que estar firme, era inflexible; y ya vemos que lo hizo sin segundar palabra.
Además del magisterio oral y escrito –abundantísimo, por cierto–, que tanto bien hacía a las almas animándolas a ser perfectas; hay que decir que también Juan de la Cruz gustaba mucho de la labor silenciosa del confesionario.
Estando de rector en Baeza, cuenta uno de los testigos, “que tenía el dicho santo padre grande celo del aprovechamiento de las almas, y así muy de ordinario acudía al confesionario a confesar y tratar muchas personas, en las cuales hizo mucho provecho y mucha mudanza de vida. […] y así acudían muchas personas a él a ser enseñadas por el mucho lenguaje que de Dios tenía, así hombres doctos como gente ordinaria. El mismo cuidado tenía de que acudiesen a la predicación y confesión los padres que para esto estaban dedicados, porque daba demostración de holgarse con el consuelo y aprovechamiento de las almas. Y dijo asimismo este testigo, que, habiendo vivido muchos años con el dicho santo padre en el Colegio de Baeza, nunca se han continuado tanto las confesiones como en el tiempo que él estuvo en el dicho colegio, aunque se confiesa de ordinario mucha gente; pero el tiempo que él estuvo en el dicho Colegio de Baeza por prelado, todos los días, así por la mañana como por la tarde, asistían los confesores en los confesionarios, y no podían acabar de confesar toda la gente que acudía”[48].
Tan era así que, para poder atender al máximo a la gente, fray Juan de la Cruz, tan cumplidor del horario, con total libertad de espíritu lo cambió, de tal manera que hacían las dos horas de oración temprano en la mañana, para poder atender luego al pueblo, y lo mismo toda la tarde. Hay que decir que más tarde, cuando soplaron otros aires, esto se cambió.
La mayor parte de su vida religiosa, pero especialmente durante sus años como Definidor General en Segovia, Juan de la Cruz ‘gastaba’ mucho tiempo en la dirección espiritual de sacerdotes, no sólo religiosos del Carmen, sino también toda clase de canónigos y curas.
Asimismo, el apostolado que hacía con las religiosas fue sin par: como capellán, director espiritual, exorcista, etc. Dice uno de sus biógrafos, Alonso de la Madre de Dios: “No ha tenido la Reforma ni tendrá persona que más haya amado y procurado la perfección de sus descalzas”[49]. A tal punto esto era así que santa Teresa decía que, para la perfección de sus monasterios, quería tener en cada convento un sacerdote como el santo padre fray Juan de la Cruz[50].
También su apostolado con seglares fue muy fructífero, ya con las familias, ya con los niños a quienes catequizaba, ya con los caballeros, ya con los jóvenes en los colegios donde estuvo, ya con quienes se encontraba a su paso en la calle. Cuenta un seglar que “a todos exhortaba a pasar trabajos por Dios… y a que tuviesen gran confianza en su Majestad, que los había de librar en todos sus trabajos”[51].
Solícito por el bien de todos, por los de fuera de casa y por cualquiera que acudiese a él, no olvidaba su puesto de padre en la comunidad y, naturalmente, a ninguno de los padres que pudiera necesitarlo.
Ya hemos mencionado que sus obras más importantes: Subida, Noche, Cántico y Llama, las escribió siendo provincial.
Siendo Primer Consejero General (lo que sería para nosotros Vicario General de la Orden) escribió buena parte de las cartas que de él se conservan en cuanto a cantidad y de las mejores de todo su epistolario en cuanto a calidad.
Sus destinatarios eran variados: religiosos de la Orden, personas seglares y monjas carmelitas descalzas. Sus cartas no tienen desperdicio y son la aplicación concreta de su doctrina a la vida de cada uno de sus destinatarios.
La mayor parte de ellas nos dejan ver su sensibilidad, su cercanía a las personas, su gran empatía con los problemas ajenos, su orientación contemplativa permanente, y su exhortación constante a trascender lo terreno para ‘perderse’ en Dios.
Le daba mucha pena o, en el decir de Santa Edith Stein, “el dolor más grande para su afectuoso corazón era ver cómo las almas eran conducidas por caminos errados y tiranizadas por directores espirituales ignorantes y autoritarios”[52], y por eso escribía, para ayudar a principiantes y aprovechados con la confianza de que el Señor le ayudaría a decir algo, por la necesidad que tienen muchas almas[53].
Cuenta una testigo que “tomaba carta suya […] y la leía y con sólo esto se hallaba otra de la que antes era para la oración”[54].
“Para el aumento de una Orden no hay mejor camino que plantar seminarios en las Universidades de estudiantes, porque allí toman el hábito los buenos sujetos” decía el P. Gracián, superior provincial de San Juan de la Cruz. Y le mandó al Colegio de Baeza como rector: entraron oleadas de jóvenes.
Uno de sus novicios, Alonso de la Madre de Dios, hablando de su vocación refiere que “la eficacia y grandeza e imperio y poderío del espíritu y palabras de nuestro santo padre [era tal] que un hombre tan indómito y tan incapaz como yo” se sintió como arrastrado a abrazar la vida del Carmen.
Cuando vivía en Segovia siendo Consejero (Definidor) General, haciendo lugar en su ‘ocupada agenda’, recibía a varios jóvenes y les explicaba los himnos[55]. Varios de estos jóvenes ingresaron luego a la vida religiosa y otros tantos fueron hombres de bien.
- Empezar obras grandes en servicio de Dios[56]
Enseñaba el Santo a una priora: la comunidad “más la ha de gobernar y proveer con virtudes y deseos vivos del cielo que con cuidados y trazas de lo temporal y de tierra; pues nos dice el Señor que ni de comida ni vestido del día de mañana nos acordemos”[57].
No obstante, el gran Doctor de la fe, siendo superior, se empleó vivamente en la construcción, remodelación y mejoramiento –podríamos decir– de cuantos conventos presidió; incluso siendo Definidor General planeó, compró y ayudó a levantar el convento de Segovia donde el P. Doria (superior general) quería que funcionase la Consulta (el gobierno general). De este modo, sumado a su gran actividad de gobierno, se afanaba él mismo en las tareas de construcción, porque como él mismo decía: “quiere Dios almas no haraganas ni delicadas, ni menos amigas de sí”[58].
San Juan de la Cruz, entre otras cosas, era un hombre hábil en la construcción: poniendo suelos, haciendo tabiques, haciendo adobes, planificando estructuras, etc. Cuando llegó a Los Mártires de Granada (durante su primer priorato) tenían problemas con el agua, que se estancaba y no llegaba hasta el Convento. Entonces se dedicó a la construcción de un acueducto que, salvando el desnivel del agua, la llevara directamente y sin desperdicio hasta el estanque de la huerta y la casa misma. Estamos hablando de 1580 y pico. El acueducto –que hoy en día está en pie– era una obra de ingeniería colosal en aquel entonces. Fíjense que tiene una longitud de 73,5 mts.; con una altura máxima de 5,3 y mínima de 2,3 mts.; tiene 12 arcos con una abertura de 4,5 mts. cada uno. Y además de esto construyó habitaciones, celdas, algunas salas y el claustro que solían llamar ‘claustro cuadrado’[59]. Dicho sea de paso, el claustro –que ya en aquel entonces era considerado como el mejor de los conventos de la descalcez en España– se tomó como modelo para los demás[60].
Mencionábamos anteriormente que, siendo Definidor General, levantó la ‘casa generalicia’ –aun enredado en mil preocupaciones de gobierno–. También en este caso los planos fueron hechos y supervisados por Juan de la Cruz y comprendían la iglesia actual y el claustro cuadrado. Cuenta Pablo de Santa María, testigo presencial: “Era el padre fray Juan de la Cruz muy afable y alegre para con todos, y para sí austero y penitente; y en lo más riguroso del invierno y con mucha nieve iba sin reparo en los pies a la cantera donde se sacaba la piedra a ser sobrestante de los peones, y nevando y granizando su cabeza y calva descubierta, parece que pegaba fuego a todos. Y muchos días de esto con ser de edad, comía a la una del día sin haberse desayunado más que con el Santísimo Sacramento, que parecía más de bronce que de carne”[61]. Otro de los hermanos que se emplearon en esta obra afirma también que cuando iban de mañana a trabajar ya tenían las herramientas aderezadas (dispuestas) y eran como si alguien les hubiese adelantado el trabajo y ellos ganado medio día.
Cuenta un cronista que Juan de la Cruz “daba mucha prisa que creciese la obra trabajando él mismo y empleando muchos religiosos y otra mucha gente en ella”[62].
Uno de los religiosos le hace un comentario una vez como diciendo: ‘Usted es definidor general y anda entre las piedras’. A lo que el santo responde: “No se espante, hijo, que cuando trato con ellas tengo menos que confesar que cuando trato con los hombres”[63].
En verdad, el trabajo de Juan de la Cruz, con el que edificaba sus comunidades, fue en él expresión de pobreza y de servicio fraterno, de sencillez y caridad comunitaria[64]. En todas las obras que emprendió destelló su magnanimidad. Porque “el alma que anda en amor no cansa ni se cansa” (frase del santo que cita el Directorio de Espiritualidad en el número 108); es más, todas “las obras grandes por el Amado [las] tiene por pequeñas, las muchas por pocas, el largo tiempo en que le sirve por corto”[65].
Esa misma actitud es pedida especialmente de nosotros en las Constituciones cuando se nos dice que hay que perseverar hasta el fin en la realización de las obras[66].
Unida a la magnanimidad en la realización de tantas obras y en el desempeño de su oficio, la confianza en la Divina Providencia es una constante en la vida de Juan de la Cruz. Anécdotas hay muchas y de toda clase. Aquí vamos a citar dos que nos cuentan sus ecónomos –Diego de la Concepción y Juan Evangelista (con este último peleaba a menudo)– y otra con una priora.
El primero de ellos cuenta que estaba determinado en salir a pedir porque no había nada para comer. Pide permiso al prior, Juan de la Cruz, y no se lo da, argumentando que esperase un poco, que Dios proveería. Pasaba el tiempo y nada. Entonces le insiste al Santo que le dé permiso y éste se lo da, diciéndole que salga, “que Dios le acudiría”. Allí mismo salió a la calle y antes de llegar a la ciudad se encontraron con una mujer que les traía unos dineritos. Con esa ayuda providencial compraron lo necesario para comer aquel día.
El otro era Juan Evangelista, el de las grandes peleas por la cosa económica. Aquí va la anécdota: “un día no había en el convento para comer sino unas hierbas. El ecónomo va y le pide que le de permiso para ir a buscar que comer. Respuesta: ‘Válgame Dios, hijo, un día que nos falta, ¿no tendremos paciencia y más si nos quiere Dios probar la virtud que tenemos? Ande, déjelo y váyase a su celda y encomiéndelo a nuestro Señor’. Se va a la celda pero al rato vuelve, esta vez diciéndole que había enfermos en la casa, que no quisiera que les faltase nada a ellos y así. La respuesta fue la misma con algo de reprensión. Se va a la celda pero de allá mismo vuelve por tercera vez. Va a lo del prior y le dice: ‘Padre, esto es tentar a Dios, que quiere que hagamos lo que es de nuestra parte; deme Vuestra Reverencia licencia para buscar lo necesario’. El prior se sonríe y le dice: ‘Vaya y verá cuan presto le confunde Dios en esa poca fe que ha tenido’. Salió del convento y se detuvo un momento a hacer la visita al Santísimo. Ahí mismo toca a la puerta uno y le pregunta que a donde va. Juan Evangelista responde que a buscar de comer para los religiosos. El hombre responde: aguarde que le voy a dar una limosna y le dio doce piezas de oro. Entonces se fue a comprar lo necesario y volvió a casa con harta confusión y vergüenza. Respuesta de fray Juan: ‘Cuánta más gloria suya le hubiera sido estarse en su celda, que allí le hubiera Dios enviado lo necesario, que no haber hecho tanta diligencia; aprenda, hijo, a confiar en Dios’”[67].
En esa misma línea le responde a la priora de Córdoba, quien le había escrito contando lo pobre de la casa en que vivían. Responde el Santo: “De lo temporal de esa casa no querría que tuviese tanto cuidado, porque se irá Dios olvidando de ella y vendrán a tener mucha necesidad temporal y espiritualmente, porque nuestra solicitud es la que nos necesita. Arroje, hija, en Dios su cuidado, y él la criará (Sal 54,23); que el que da y quiere dar lo más, no puede faltar en lo menos. Cate que no la falte el deseo de que le falte y ser pobre, porque en esa misma hora le faltará el espíritu e irá aflojando en las virtudes”[68].
Termino este punto con la sapiencial enseñanza que nos deja el santo en su segunda cautela contra el mundo: “aborrecer toda manera de poseer… empleando ese cuidado en otra cosa más alta, que es en buscar el Reino de Dios, esto es, en no faltar a Dios; que lo demás, como Su Majestad dice, nos será añadido (Mt 6, 33), pues no ha de olvidarse de ti el que tiene cuidado de las bestias”.
Siendo provincial de Andalucía estampa su firma en el acta de la Junta que tuvo el P. Doria con los superiores de su jurisdicción, que fue donde aprobaron la impresión de las Obras de Santa Teresa el 1 de septiembre de 1586. El texto del acta decía: “Así mismo se propuso que se impriman los Libros y Obras que nuestra santa madre Teresa de Jesús hizo. Y se comete la ejecución de lo susodicho a nuestro muy reverendo padre provincial” (el P. Doria). Juan de la Cruz, que firma el acta con los demás, dirá de la publicación de los libros teresianos: “La bienaventurada Teresa de Jesús nuestra madre dejó doctrina escrita de estas cosas de espíritu admirablemente: las cuales espero en Dios saldrán presto impresas a la luz”[69].
No me refiero a su pobreza, que era en todo sentido heroica. Sino más bien a cómo era su día a día mientras era superior, especialmente mientras era provincial y luego en su cargo de miembro de la Consulta.
Uno de sus biógrafos dice que Juan de la Cruz, como provincial, vivía “al tope”. Es decir, llevaba con gran ánimo las ocupaciones de su cargo. Él mismo, en una carta a Ana de San Alberto, le dice de la sucesión de muchas “visitas y fundaciones; que se da el Señor estos días tanta priesa, que no damos a vado”[70], y renglón seguido le cuenta con entusiasmo de la fundación de los frailes en Córdoba.
Aun siendo gran amante de su rincón y de la soledad de su Convento, viajaba mucho, ordinariamente caminando, y hay que admitir que los desplazamientos de un lugar a otro en esos tiempos y en las condiciones que él los realizaba eran agotadores. Dormía poco y aunque generalmente le ofrecían los hospederos camas y otras ropas para que se acueste, siempre dormía en el suelo sobre una mantilla. Llevaba usualmente una cadenilla ceñida al cuerpo. Comía muy poco, y cuando le enviaban de fuera algún regalo no lo comía, sino que se lo daba a los otros religiosos que lo comiesen[71]. Era, además, muy observante del horario de la comunidad y “siempre se hallaba en todos los actos de la comunidad, así en el barrer como en el fregar, como en todas las demás cosas que se hacían, y era él el primero”[72].
De más está decir lo entregado que era a la oración. Siempre muy espiritual, decía misa con mucha devoción. Cuando estaba libre de otras ocupaciones se le encontraba en un rinconcito de su celda, o comúnmente en el coro delante del Santísimo. Dicen que la mayor parte de la siesta en el verano, y dos o tres horas de la noche en el invierno, las pasaba en oración en la iglesia o en el coro. Y ese mismo espíritu de oración recomendaba el Santo a otros religiosos: “procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Ahora coma, beba, o hable o trate con seglares, o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionando a él su corazón, que es cosa muy necesaria para la soledad interior”[73].
Era un hombre de categorías bien asentadas, se exigía a sí mismo lo que enseñaba a otros. “¿Qué aprovecha dar tú a Dios una cosa si Él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por aquí satisfarás mejor tu corazón que con aquello a que tú te inclinas”[74] –dice uno de sus Avisos espirituales–. Es decir, puesto ante uno u otro quehacer, hecho el discernimiento de la voluntad de Dios, hacía de inmediato lo que se le pedía y sabía dejar la contemplación por el adobe, la dirección espiritual por la escoba, la poesía por atender con toda atención y paciencia a algún pobre que llamara a la puerta.
Siendo miembro de la Consulta le tocaron tiempos muy difíciles: “Turbábase la familia descalza con el nuevo gobierno y divídese en opiniones”[75]. El Superior General, el P. Nicolás Doria, fue elegido en medio de un “gran alboroto”, habiendo privado anteriormente de voz activa y pasiva al P. Jerónimo Gracián (para que éste no pudiese atender al Capítulo siendo superior provincial de Portugal), quien hubiese sido elegido si hubiese estado presente en aquel capítulo de 1588. [La misma Santa Teresa, cuando aún vivía, había querido que el P. Gracián fuese Superior General y decía ella: “y así acabaríamos para que muriese en paz”.] Sin dar detalles vamos a decir que al P. Gracián le inician un proceso por diferencias sobre cosas de gobierno con el P. Doria[76].
Este proceso contra el padre Gracián y el modo de llevarlo adelante, así como el problema de las monjas y otros descalabros de su Orden, le afectaban en serio a san Juan de la Cruz.
Lo cierto es que su trabajo, sea como presidente de la Consulta en ausencia del P. Doria, sea como simple miembro, estando el P. Doria presente, no es nada desdeñable: fundaciones de Conventos (de monjas y de frailes), la compra de terrenos para la construcción de la nueva casa de la Consulta, decisiones sobre los textos de las Constituciones, intervención en muchas decisiones de gobierno[77], emitir cartas circulares de parte de la consulta[78], etc. A esto hay que sumar las demás ocupaciones que tenía en Segovia, como superior de la casa y constructor del nuevo edificio y otras tareas de tono menor, por decirlo de alguna manera, como pueden ser dar el hábito, el velo y la profesión a un par de monjas en Segovia, el admitir a la Orden a unos hermanos como donados, etc.
Mayores trabajos le sobrevendrán después siendo consiliario en el Capítulo General de 1590, donde comienza a declinar su estrella, pues se manifiesta abiertamente contrario a la “dejación” de las monjas (los descalzos levantan la mano del gobierno de las monjas en los 30 monasterios existentes); defiende al P. Gracián de las acusaciones que le hacen; se opone a la multiplicidad de leyes (ajenas al espíritu carmelita y arbitrarias como, por ejemplo, aquella por la cual querían quitar las recreaciones).
Por si algo faltara a la ejemplaridad de vida de Juan de la Cruz, hemos de decir que su libro predilecto era la Biblia. Dicen quienes le conocieron que “sabía toda la Biblia de memoria”[79]. Prueba de ello son sus recurrentes citas en todos sus escritos. Según el índice de las Concordancias de las obras del Santo nos encontramos con 1517 referencias bíblicas.
La formación permanente espiritual de san Juan de la Cruz se realiza fundamental y continuamente en la Biblia.
Luis de San Ángel, súbdito del santo prior en Granada dice de él: “En el tiempo que este testigo lo vio, trató y comunicó, le vio continuamente estar siempre en vigilia, estudiando las divinas Letras y Sagrada Escritura”[80]. “Nunca jamás le vide leer otro libro sino la Biblia […] y cuando predicaba alguna vez, que fueron pocas, o hacia pláticas, que era de ordinario, nunca leía otro libro sino la Biblia”[81].
Llama la atención, respecto a esto, la naturalidad con que inserta textos bíblicos en la doctrina que viene exponiendo y en cualquier conversación, como se sigue de los varios testimonios de testigos.
Para una lectura fructífera de la Sagrada Escritura, dice el santo: “Buscad leyendo y hallaréis meditando; llamad orando y abríos han contemplando”[82].
Fueron muchas las pruebas, dificultades y oscuridades que pasó fray Juan a lo largo de su vida. Cárceles, persecución, difamación, enfermedades, trabajos de toda clase, presiones, pobreza, y un largo etcétera. Sabido es eso de muchos.
Un detalle que quizás pocos conocen es que el Papa mismo, Gregorio XIV, le mandó a fray Juan de la Cruz dos breves (dos decretos, entiendo yo). En uno le manda que juzgue a Pedro de la Purificación, quien se había ocupado de la defensa del P. Gracián. Sus biógrafos sugieren que el P. Doria se debe haber opuesto a tal cosa y el asunto no prosperó.
El otro decreto (breve) fue peor: le manda que enjuicie y sentencie la causa del P. Gracián. Juan de la Cruz se enteró de tal decreto en aquel Capítulo de 1591. Cuenta su compañero: “En aquel capítulo le afligieron mucho, y todo era como él me dijo (como ambos estábamos en una celda), porque volvía por el padre fray Jerónimo Gracián [es decir, porque lo defendía] en las cosas que le habían impuesto, y había venido un breve para que él y el p. fray Nicolás de San Juan averiguasen su causa y la sentenciasen”[83].
Lo cierto es que el P. Doria no quería que tal cosa prosperase tampoco (quizás sospechando que absolverían al P. Gracián). No sabemos si Doria logró anular ese decreto, pero no sería gran sorpresa dada su costumbre y capacidad impresionante para hacer tales cosas.
Mientras tanto, Juan de la Cruz, hombre cabal, que se iba dando cuenta del ambiente en la sala capitular, se ofrece a ir a México. Su mismo compañero atestigua que le dijo que “por librarse de estos ruidos gustaba de ir a Indias”, y le dieron patente y todo en ese mismo Capítulo, pero no fue, pues cayó enfermo.
Habiendo pasado, como hemos dicho, la mayor parte de su vida descalza en prelacías, andaba diciendo durante su estancia en Segovia: “cuando me acuerdo de los disparates que he hecho siendo prelado, me salen colores al rostro”[84]. No obstante, podemos aseverar que fray Juan de la Cruz se determinó como muy pocos en poner por obra aquel mismo Aviso que daba a un religioso: tenga “constancia en obrar las cosas de su Religión y de la obediencia, sin ningún respeto de mundo, sino solamente por Dios”[85].
Mucho más habría para decir de san Juan de la Cruz en sus oficios de superior, que él supo desempeñar con magnánima entrega, inconmovible firmeza y apacible caridad en tiempos no tan fáciles para la Orden del Carmen: los inicios de la Reforma, la separación de los calzados, la institución de la Consulta, la ‘dejación de las monjas’ y sus diferencias con el P. Doria hasta quedar finalmente sin oficio en el Capítulo de Valladolid.
Sin embargo, yo quisiera concluir destacando lo que –a mi modo de ver– le permitió al santo prior el ejercicio tan acabado y tan ‘modélico’ del oficio sagrado de gobernar y que fue precisamente el ejercicio de las virtudes teologales que destellan en todo su accionar como superior.
En efecto, en los procesos que se inician al cabo de su muerte se dice: “Tuvo en grado perfecto las tres virtudes teologales”.
Uno de los declarantes dice que Juan de la Cruz tenía “todo el tiempo que le conoció mucha llaneza, humildad y caridad”. “Tanto que, aun hasta la muerte, o a lo menos enfermando de la enfermedad que murió, y pudiéndose ir a curar a cualquiera convento adonde lo recibieran y curaran con mucha voluntad, se fue a uno adonde por entonces era prelado[86] un grande émulo suyo y adonde padeció grandes necesidades y trabajos. En los cuales excusaba al dicho prelado de culpas y alababa su término, obedeciéndole en todo, sin querer hacer cosa alguna, por mínima que fuese, sin licencia del dicho”.
Otra testigo dice: “resplandecían en él todas las virtudes; y más la caridad, que la tenía tan grande con todas y más con las almas que veía necesitadas, acudiéndoles con notable cuidado sin hacer diferencias”. “Era caritativo por extremo y muy compasivo –señala otro testigo–. Sentía las necesidades y trabajos de sus prójimos mucho, y procuraba acudir a su remedio cuanto podía”.
Ángel de San Pablo le recuerda más que nada como prelado y en la ejecución de su cargo advirtió “extremada caridad, humildad, rectitud e igualdad con todos, grande menosprecio propio, suma pobreza en lo tocante a su persona y cosas de que usaba, excelente discreción”.
María de la Encarnación, que le trató en Segovia, dice así: “Tuvo este santo padre nuestro una profundísima humildad… Nacíale el amor de los prójimos del ardentísimo que tenía a Dios”. Y destaca la caridad que tenía “con el prójimo, volviendo por quien le contradecía y pesándole de que a nadie se echase la culpa”.
Había en Lisboa, allá por el 1585, una monja dominica, María de la Visitacion, conocida como “la monja de las llagas”. San Juan de la Cruz estaba en Lisboa por un Capítulo y la mayor parte de los frailes descalzos que asistían fueron a verla, pero a él no lo pudieron convencer. Decía Juan de la Cruz: “No he menester verlas [a las llagas de la monja] porque la fe que tengo de las llagas de mi Salvador no tiene necesidad para nada de que yo vea llagas en persona alguna”[87]. Cuando volvió a Granada, le preguntan si había visto a la monja. El responde: “Yo no la vi ni quise ver, porque me quejara yo mucho de mi fe si entendiera había de crecer un punto con ver cosas semejantes”[88].
Alonso Palomino declara: “Tenía grande fe y grande amor de Dios y del prójimo, y deseos grandes de padecer”. Finalmente, Juan Evangelista, discípulo predilecto de San Juan de la Cruz, cuenta cómo se esmeraba mucho su prior en la virtud de la fe y veía que lo que “más enseñaba era el vivir en fe y desarrimo de todo lo criado, de manera que jamás querría admitir experiencias que parece le pudieran ayudar, como se vio en la monja de Portugal”.
La esperanza resplandecía enormemente en la vida de Juan de la Cruz y cuenta el mismo Juan Evangelista que, de los 8 ó 9 años que vivió con él, “siempre le conoció que vivía en ella, y que ésta le sustentaba”. De eso tiene muchas pruebas este Juan Evangelista que fue ecónomo de su Convento.
Habiendo sido superior tantos años de su vida y habiendo conocido como pocos las vicisitudes y penas que se pasan en tal oficio, escribía: “Mira que no te entristezcas de repente de los casos adversos del siglo, pues no sabes el bien que traen consigo ordenado en los juicios de Dios para el gozo sempiterno de los escogidos”[89].
Al cabo de su vida, ya sin oficio de prelado y enfermo, decía: “¡Dios sabe lo que he pasado!”[90]; “Por los méritos de Cristo nuestro Señor espero salvarme”[91].
Prueba de esta esperanza inconmovible es una preciosísima oración que fray Juan de la Cruz compuso y que se titula Oración de alma enamorada; y con ella quisiera terminar. No sin antes exhortar filialmente, a todos quienes –de buena ley– tienen el sagrado oficio de gobernar nuestra Familia, a no “desfallecer por halagos o amenazas y a mantenerse por encima de los vaivenes de fortuna o de fracaso, teniendo el alma dispuesta a recibir la muerte, si fuese preciso, por el bien del Instituto al servicio de Jesucristo”[92].
* * * *
¡Señor Dios, amado mío!
Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo,
haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero,
y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos.
Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego,
dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase.
Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío? ¿Por qué te tardas?
Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido,
toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.
¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos
si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?
¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas,
si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?
No me quitarás, Dios mío,
lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo,
en que me diste todo lo que quiero.
Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.
¿Con que dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón?
Que el santo prior fray Juan de la Cruz haga de nuestros superiores hombres teologales.
ÍNDICE
- Cronología. 3
- Paternidad y maternidad espiritual de fray Juan de la Cruz. 5
- Humildad. 9
- Formador 11
- Criterio para las correcciones. 13
- Sufriendo las flaquezas de muchos. 15
- Celo apostólico. 17
- Apostolado epistolar 18
- Apostolado vocacional 19
- Empezar obras grandes en servicio de Dios. 19
- Confianza en la Divina Providencia. 22
- Obras de la Fundadora. 23
- Cómo vivía Juan de la Cruz. 24
- Amante de la Sagrada Escritura. 26
- Decretos del Papa a nombre de fray Juan de la Cruz. 27
- Virtudes teologales. 28
[1] Directorio de Gobierno, Introducción.
[2] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 441.
[3] Subida del Monte Carmelo (1581-1585); Noche Oscura (1584-1585); Llama de amor viva (1585-1587, escrita durante la oración mental); Cantico Espiritual B (1585-1586); ultimas poesías en Granada (1585).
[4] Santa Edith Stein, La Ciencia de la Cruz, Parte III, Fragmento.
[5] Ana de Jesús era la religiosa a quien le dijo: “Yo no tengo con quien comunicar mi espíritu”. Citado por José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 21, p. 498.
[6] Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, Tiempo y vida de san Juan de la Cruz, p. 564.
[7] Constituciones, 129.
[8] Es imperdible el detalle de que le costaba bastante aclimatarse y acomodarse al modo de ser de los andaluces y le pide a Santa Teresa que por favor interceda para que lo saquen de allí. Santa Teresa, que sigue sugiriendo tantas cosas no sólo acerca de sus monjas sino también acerca de sus frailes y vela con especial querer por fray Juan, llega a prometerle que, en cuanto tengan provincia aparte los descalzos, le pedirá al provincial que lo traiga a Castilla. Y lo cumple. Como se puede ver en la carta que le escribe al P. Gracián: “Olvidábaseme de suplicar a vuestra reverencia una cosa de hornazo; plega a Dios la haga. Sepa que consolando yo a fray Juan de la Cruz de la pena que tenía de verse en Andalucía (porque no puede sufrir aquella gente) antes de ahora, le dije que, como Dios nos diese provincia, procuraría se viniese por acá. Ahora pídeme la palabra; tiene miedo que le han de elegir en Baeza. Escríbeme que suplica a vuestra paternidad no le confirme. Si es cosa que se puede hacer, razón es de consolarlo, que harto esta de padecer”. Hasta ahí Santa Teresa. El provincial no les hizo caso.
[9] Para que se entienda: el P. Gracián había sido provincial y contaba con el apoyo de Santa Teresa, pues él no sólo afianzó la obra iniciada por ésta sino que la expandió incluso fuera de la Península. Cuando llegó el Capítulo y la hora de elegir provincial, él mismo sugirió al P. Doria como candidato.
Le salió mal. El gobierno anterior (tan inclinado a las misiones) y la gran confianza que tenían los súbditos con el P. Gracián le chocaba bastante al P. Doria. El P. Doria buscó imponer otro sistema de gobierno –centralizado, con rigidez, donde todo era soledad, oración y penitencia–. El P. Gracián se oponía a ello. Por lo tanto el P. Doria se esfuerza en eliminarlo: primero lo manda a México (pero no va, porque le iniciaron un proceso judicial), luego le privan de voz activa y pasiva para cualquier oficio, y terminan expulsándolo de la Orden. Mientras tanto, el P. Doria quería que fray Juan enjuiciara y condenara al P. Gracián. Si bien es cierto que Juan de la Cruz estaba a favor de las misiones y no quería que actividad exterior alguna fuese en contra del recogimiento, tampoco estaba de acuerdo con ninguna de las propuestas del P. Doria. Y en eso, fray Juan de la Cruz fue bien claro.
[10] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 16, p. 411.
[11] Ibidem, cap. 19, p. 457.
[12] Ibidem. Conste que el que lo atestigua no era novicio sino religioso de años.
[13] Ibidem, cap. 36, p. 776.
[14] Ibidem, cap. 28, pp. 620-621.
[15] Ibidem, cap. 19, p. 473.
[16] Ibidem, cap. 19, p. 471.
[17] Ibidem, p. 776.
[18] José Vicente Rodríguez, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad.
[19] Ibidem, 1123.
[20] José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 36, p. 774.
[21] Puede verse en Obras Completas, p. 1102, notas 2-3. Mencionado por José Vicente Rodríguez, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad.
[22] Obras Completas, Dictámenes, n. 15.
[23] José Vicente Rodríguez, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad.
[24] Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 16, p. 405.
[25] Dice Santa Edith Stein en La Ciencia de la Cruz, Parte II, La Doctrina de la Cruz, p. 139.
[26] Cf. Mt 23, 6.
[27] Subida al Monte, cap. 28, 9.
[28] Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 466.
[29] Ibidem, cap. 20, p. 491.
[30] Ibidem, cap. 19, p. 470.
[31] Cf. Ibidem, cap. 19, p. 466.
[32] Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, Tiempo y vida de san Juan de la Cruz, p. 564.
[33] Ibidem, cap. 10, p. 253.
[34] Por la gran concurrencia de miembros: superaba el ciento.
[35] En la cartilla venían las oraciones del cristiano.
[36] Citado por José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 16, p. 382.
[37] Constituciones, 118.
[38] Citado por José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 474.
[39] Ibidem, cap. 19, p. 474.
[40] Crisógono de Jesús, Vida de san Juan de la Cruz, pp. 292-293.
[41] Biblioteca Nacional de Madrid, 14, 285. Citado por José Vicente Rodríguez, OCD, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad.
[42] Cf. Crisógono de Jesús, Vida de san Juan de la Cruz, pp. 292-293.
[43] Citado por José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 474.
[44] OC, Eliseo, Dictámenes, 1122-1123.
[45] Constituciones, 113.
[46] Cántico Espiritual, XIX, 3. Citado en el Directorio de Espiritualidad, 220.
[47] José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 24, p. 563.
[48] Ibidem, cap. 16, pp. 391-392.
[49] Alonso, lib. 2, cap. 4, p. 371.
[50] Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 28, p. 628.
[51] Ibidem, cap. 16, p. 402.
[52] La Ciencia de la Cruz, Parte III, Fragmento.
[53] Subida al Monte, Prologo, 3.
[54] Citado por Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 21, p. 502.
[55] Cf. Ibidem, cap. 30, p. 644.
[56] Constituciones, 113.
[57] Citado por Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 31, p. 663.
[58] Carta a Magdalena del Espíritu Santo, 18 de junio de 1589.
[59] Cf. José Vicente Rodríguez en San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, pp. 449-450.
[60] Cf. Ibidem, cap. 19, p. 450.
[61] Ibidem, cap. 27, 616.
[62] LBS, fol. 305v, letra del padre Francisco de San Dionisio.
[63] Ibidem.
[64] Cf. José Vicente Rodríguez, OCD, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad.
[65] Noche oscura, cap. 19, 3.
[66] Cf. Constituciones, 113.
[67] Citado por José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 472.
[68] Carta 21, A la M. María de Jesús, OCD, Priora de Córdoba Madrid, 20 junio 1590.
[69] OC, Cántico Espiritual B, 13, 7.
[70] Carta 5, A Ana de San Alberto, OCD, priora de Caravaca, Sevilla, junio de 1586.
[71] Martín de la Asunción, testigo excepcional en la vida de San Juan de la Cruz, cuenta que nunca jamás, “en el tiempo que le conoció y trató, le oyó decir mal de comida ninguna que se le diese, sino siempre recibía lo que se le daba con grande modestia y ejemplo de los demás compañeros”.
[72] José Vicente Rodríguez, Juan de la Cruz y su estilo de hacer comunidad; op. cit. BMC, 14, 62: declara Inocencio de San Andrés.
[73] Avisos a un religioso, 9.
[74] Ibidem, 73.
[75] Citado por José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 26, p. 595.
[76] El P. Gracián interviene en la causa de las monjas –que se enteraron de que los padres querían cambiar sus Constituciones–. Él las anima para que hagan una causa común y se opongan. El P. Gracián apoyaba las misiones. El P. Doria, no. Estas diferencias se fueron agudizando por el nuevo modo de gobierno que quería establecer el P. Doria: la Consulta o Definitorio perpetuo (con un manejo arbitrario y casi siniestro de ‘negociaciones’).
[77] La Consulta, de hecho, era un organismo colegiado, permanente y abierto, en el que el Superior (general) y los consiliarios, con voto deliberativo y en sesiones constantes, debían tratar, agenciar y resolver en común todos los asuntos pertenecientes y reservados al cargo del Superior (general le llamaríamos nosotros).
[78] Por ejemplo, la del 24 de enero de 1590 para “restablecer la paz, turbada por los cambios de las leyes en la Orden”; o la del 31 de julio de 1590 donde se refieren al texto de las Constituciones preparadas por el Capítulo y que ya se hallan en impresión, etc.
[79] José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 37, p. 789.
[80] Citado por José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 19, p. 468.
[81] BMC 13, 386.
[82] Dichos de luz y amor, 162.
[83] Citado por José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 34, p 721.
[84] BMC, 14, 284: declara Lucas de San José.
[85] Avisos a un religioso, 5.
[86] Francisco Crisóstomo, aquel a quien el santo había corregido siendo provincial.
[87] Citado por José Vicente Rodríguez, San Juan de la Cruz – La biografía, cap. 22, p. 518.
[88] Ibidem, p. 519.
[89] Avisos espirituales, 64.
[90] Cf. Santa Edith Stein, La Ciencia de la Cruz, Parte III, Fragmento.
[91] Ibidem.
[92] Cf. Constituciones, 113.