Homilía para los monjes en la Nochebuena del año 2018

Contenido

Homilía para los monjes en la Nochebuena del año 2018  

 

Misa de Nochebuena 24 de diciembre de 2018

Lc 2:1-14 – Prefacio de Navidad

En la primera lectura que acabamos de escuchar el Profeta Isaías nos habla de un pueblo que caminaba en tinieblas … [que soportaba un] pesado yugo, y al cual una vara le hería los hombros[1]. Y ese pueblo con toda su oscuridad y su dolor, en una noche como hoy, vio una gran luz y se hizo grande su alegría[2].

Así es: a un mundo deprimido, desesperado y desconfiado vino Dios[3]. Y vino para ordenar a los hombres y al mundo según Dios, para ordenar no sólo sus corazones y sus almas sino también sus negocios, su vida familiar, sus gobiernos y todo.

¿Cómo lo hizo? Dios resolvió los problemas sociales, políticos, familiares, económicos del mundo no promulgando un nuevo sistema económico; no mostrándonos una montaña de papeles con los resultados de su investigación revelando nuevos aspectos del problema; no lo hizo con guerras. Él salvó al mundo de sus males al nacer como un Niño en la insignificante villa de Belén.

Ese aparentemente trivial incidente, tan común y tan corriente, en el cual –como escuchamos en el Evangelio– los dueños de la posada despidieron a la Sagrada Familia diciéndoles simplemente que no había lugar para ellos en la posada, es el evento que dio vuelta el orden del mundo y la solución que le dio su paz.

El Evangelista nos dice que su Madre buscó refugio en un pesebre y recostó al Niño nacido en el suelo de este mundo. Y este Niño –cuyo nacimiento hoy celebramos– como otro Sansón sacudió los pilares del mundo desde su misma raíz, tiró abajo el edificio que ya se derrumbaba y construyó el Templo del Dios viviente donde los hombres podrán nuevamente cantar porque han encontrado a su Dios.

Pero puede alguno preguntarse: ¿qué tiene que ver el nacimiento de Dios como un Niño con las condiciones sociales, políticas y económicas de su época y de nuestra época? ¿Qué relación puede existir entre el Niño recostado en la paja de un pesebre y el César en su trono de oro? La respuesta es esta: El nacimiento del Hijo de Dios en la carne fue la introducción en el orden mundial histórico de una nueva vida; fue la proclamación al mundo que la reconstrucción de la sociedad tiene que ver con su regeneración espiritual; que las naciones pueden salvarse solamente cuando los hombres renacen a Dios como Dios nace en esta noche a los hombres.

Al hacerse hombre Dios entra en el orden creado, se hace parte de su historia, se hace cercano a nosotros y nos da una fuerza que viene de lo alto. El derecho propio trae al respecto una frase de San Juan Pablo II que dice: “Dios no estuvo nunca tan cercano del hombre -y el hombre jamás estuvo tan cercano a Dios- como precisamente en ese momento”[4]. Dicho en otras palabras, “El Salvador… quiso hacerse Hijo del Hombre para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios”[5]. Es por esto que Cristo nace como Niño: para enseñarnos que la liberación de todo el caos económico, social y político puede ser logrado solo por un nacimiento.

La humanidad estaba cansada mentalmente y espiritualmente exhausta; por cuatro mil años había estado haciendo el experimento del humanismo, y se encontraba como un hombre enfermo que no se puede curar a sí mismo. Estaba en un estado como el de nuestro mundo que desde los días del Renacimiento ha tratado de construir una civilización sobre la autosuficiencia del hombre sin Dios.

Démonos cuenta de que la humanidad así por sí sola se hunde y se vuelve poco mas o menos que una bestia. Tenemos pruebas suficientes de que gente de una cultura avanzada puede terminar siendo una cultura salvaje… (sino miren el noticiero cada noche).

Sin una ayuda sobrenatural la sociedad va de mal en peor hasta que su deterioración se vuelve universal. No evolución, sino retroceso es la ley del hombre sin Dios, tal como es la ley del girasol sin sol.

La humanidad librada a sí misma no se puede ni siquiera atar los cordones de los zapatos. Con todo el conocimiento que hoy en día tiene el hombre acerca de la química, de la genética… no podemos hacer una vida humana en un laboratorio porque nos hace falta el principio vivificante que es el alma, la cual sólo viene de Dios. La vida no es un empujón desde abajo, sino un don de arriba. No es el resultado del necesario ascenso del hombre, sino del descendimiento de Dios. No es ‘progreso”; es el fruto de la Encarnación.

Por tanto, como aquel mundo en el cual Cristo nació, el mundo de hoy en día también necesita no de una mezcla de ideas viejas retocadas, no de un nuevo sistema económico, no de un nuevo sistema monetario –necesita un Nuevo Nacimiento. Necesita la intrusión en su orden de una nueva vida y un nuevo espíritu, el cual sólo Dios puede dar. No nos podemos dar a nosotros mismos ese Nuevo Nacimiento del mismo modo que ninguno de nosotros puede nacer de nuevo naturalmente. Si hemos de renacer a esta vida nueva el principio de regeneración debe venir del cielo y ese es precisamente el significado de la Encarnación: La introducción en el mundo al nivel de la vida humana de la Vida de Dios, quien vino no a juzgar el mundo sino a salvarlo. Y es por eso que digo que el Verbo Encarnado resolvió nuestros problemas naciendo como Niño, porque la regeneración de la sociedad tiene que ver con nacer, nacer a la vida de la gracia y crecer según ella.

Lo que Dios hizo a su naturaleza humana individual –la cual tomó de la Santísima Virgen María– es lo que desea hacer, en no menor grado, a cada naturaleza humana en el mundo; es decir, hacernos participes de la vida divina. El Verbo Encarnado que es desde toda la eternidad quiso nacer en Belén en una noche como la de hoy, quiere que nosotros y todos los hombres y mujeres de ahí afuera, que nacimos de nuestros padres terrenos, nazcamos a la eternidad de nuestro Padre Celestial, hechos creaturas nuevas, poseídos por la vida nueva de su gracia y miembros de su Reino.

La misma vida divina que vino al mundo hace dos mil dieciocho años debe volver al proceso del mundo nuevamente. Y a menos que éste renazca a la nueva vida, perecerá.

Y de aquí el importantísimo y protagónico rol de nuestra rama monástica, de los monjes del Instituto del Verbo Encarnado: implorar al cielo que descienda sobre las almas –como el rocío desciende cada mañana sobre el campo– esa vida divina que fecunda las almas.

Por eso dice la regla monástica que nuestros contemplativos: “Rezarán y ofrecerán penitencias, por las almas del Purgatorio, por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas[6]. Esta es la gran necesidad.

“En la actualidad hay una gran hambruna en la tierra, una hambruna no de pan, porque hemos tenido ya demasiado de eso y nuestro lujo nos ha hecho olvidar a Dios; una hambruna no de oro, porque el brillo de mucho de eso nos ha cegado al significado del titilar de las estrellas; sino una hambruna mucho más seria, y una que amenaza a casi todos los países del mundo: la hambruna de hombres realmente grandes. En otras palabras, el mundo de hoy está sufriendo la terrible némesis de la mediocridad. Estamos muriendo de ordinariez; estamos pereciendo por nuestra mezquindad.

La mayor necesidad del mundo es de grandes hombres, alguien que entienda que no hay mayor conquista que la victoria sobre uno mismo; alguien que se dé cuenta de que el valor real se logra, no tanto por la actividad, sino por el silencio; alguien que busque el Reino de Dios y su justicia, y ponga en práctica la ley de que sólo muriendo a la vida del cuerpo vivimos para la vida del espíritu; alguien que desafíe a las burlas del Viernes Santo para ganar la alegría del domingo de Pascua; quien, como un relámpago, queme los lazos de esos intereses débiles que atan las energías del mundo; quien, con una voz intrépida, como otro Juan el Bautista, despierte nuestra naturaleza debilitada de aquel sueño elegante de reposo cobarde; necesidad de alguien que gane victorias, no bajando de la Cruz y comprometiéndose con el mundo, sino que sufra para conquistar el mundo”[7].

En esta Navidad, en una palabra, lo que necesitamos son (monjes) santos, porque los santos son los verdaderos grandes hombres que el mundo necesita para obtenernos la preciosa dádiva divina de su gracia y misericordia. Monjes que estén –como dice la segunda lectura de hoy– fervorosamente entregados a practicar el bien[8]. Monjes que nos muestren esa gracia que se ha manifestado al mundo y que es el mismo Jesús, nacido de la María Virgen, Dios y hombre verdadero; que ha venido a nuestra historia para librarnos de las tinieblas y darnos la luz[9]. Monjes, que en definitiva nos hagan experimentar, esa gran alegría que experimentaron los pastores al haber encontrado a Jesús que es el Amor hecho carne.

A la Madre del Verbo Encarnado, que contemplaba al Mesías, en su Hijo envuelto en pañales le pedimos esta gracia.

 

[1] Cf. Is 9, 2; 4.

[2] Cf. Is 9, 3.

[3] A partir de aquí cito libremente al Ven. Arzobispo Fulton J. Sheen, The Prodigal World, cap. 1. [Traducido del inglés].

[4] Directorio de Espiritualidad, 25; op. cit. San Juan Pablo II, Alocución Dominical (02/08/1981), 2; OR (09/08/1981), 1.

[5] Directorio de Espiritualidad, 80; op. cit. San León Magno, citado en Liturgia de las Horas, T.I, 363.

[6] Directorio de Vida Contemplativa, 80.

[7] Ven. Arzobispo Fulton J. Sheen, The World’s Greatest Need, Address delivered January 31, 1932. (Traducido del inglés).

[8] Tt 2, 14.

[9] Cf. Papa Francisco, Homilía, (24/12/2013).

Otras
publicaciones

Otras
publicaciones